El mayor elogio que en
nuestro tiempo merece un libro de narrativa es, lo he comprobado, que se lee muy fácilmente, que se lee de un
tirón, o de una sentada. A menudo se oye decir que alguien lee un poco cada
noche porque le despeja de un agotador día de trabajo. Bien, ésa no es la forma
en que yo concibo la lectura. A mi juicio, la literatura no debe despejar la
mente del lector, sino ocuparla. De ahí que continúe rehuyendo precavido ciertos
autores y libros que pudieran encajar en ese elogio tan moderno de la facilidad. Pues bien, en ningún otro caso esta cautela mía ha resultado tan abrumadoramente injusta como en
el de Alice Munro.
A lo largo de los dos últimos años he intentado
varias veces acercarme a la obra de esta escritora canadiense, aunque sin duda
no estaba acertando ni con el momento adecuado ni con la obra que más podía cautivarme.
Munro venía muy recomendada por personas en cuyo criterio confío, pero los
cuentos que trataba de leer no me decían nada. Pesaba en mi ánimo esa constante
referencia al hecho de retratar personajes comunes con rutinarias existencias,
y bueno, en fin, no necesito sumergirme en un
libro para saber lo que es una existencia rutinaria. Hace diez días, sin embargo, cayó en mis manos Demasiada felicidad (Lumen, 2010). Me bastó el primer relato, “Dimensiones”,
para sentirme fatalmente atrapado en un verdadero prodigio literario. A ese
cuento le deberé siempre el haberme facilitado el acceso al “universo Munro”, hasta
entonces vedado para mí, un territorio narrativo que, sinceramente, no tengo la
más mínima intención de abandonar por ahora. Después de este primer libro me
aguarda un segundo, que es precisamente el último que ha publicado, y tras éste
otro más, relatos también, claro, de 1990. Y es sólo el comienzo.
Alice Munro,
nacida en un pueblo de Ontario, Canadá, hace 82 años, tal y como se ha repetido
tanto estas semanas, fue una niña extremadamente rebelde, según sus propias
palabras, y una jovencita que soñaba con ser escritora. Pero se casó, abandonó
la universidad y se dedicó al cuidado de su familia. Sin embargo, el veneno de
la ficción no se diluyó en el tedio infinito de las tareas domésticas, y no
dejó de escribir. El primer titular de prensa que mereció, en 1961, fue “Ama de
casa encuentra tiempo para escribir relatos”. Y así era, exactamente, aprovechando
la hora de la siesta de sus hijas. Su deseo hubiera sido escribir novelas,
pero la atención de la casa y de las niñas la obligaba a desarrollar sus
historias de manera más breve. De la necesidad hizo virtud, y sin renunciar a
todo cuanto quería contar en cada ocasión fue madurando una estructura, un estilo y un uso
del tiempo narrativo que suponen todo un logro literario: el de contar en unas
decenas de páginas lo que a cualquier otro escritor le hubiera ocupado el
espacio mucho más dilatado de una novela.
Leer un
libro de Alice Munro –leer el libro que acabo de terminar, Demasiada felicidad, y ahora presiento que cualquier otro- equivale a
adentrarse en un complejo entramado de vidas humanas, cada una de las cuales se
abre a otras vidas, a otros caracteres perfectamente dibujados, a otras
honduras psicológicas que acaban penetrando en la conciencia del lector. La
sencillez expresiva que uno cree percibir leyendo las primeras líneas de sus
relatos o abriendo cualquiera de sus libros al azar, no sólo es aparente: es totalmente
engañosa. Terminado el libro, después de haber pasado con fascinación de un
relato al siguiente, el lector está habitado por una pluralidad de seres de
ficción, pero también por mínimos instantes imperecederos que, por alguna razón, uno cree
recordar como si los hubiera tenido delante de los ojos: esa mujer joven que ha
perdido a sus tres hijos siempre será un rostro inexpresivamente asomado a las
ventanillas de cualquiera de los tres autobuses que ha de tomar para visitar a
su marido encarcelado; hay otra mujer, mayor esta vez, que hace cola en una
librería para que una joven escritora le firme la novela en la que esa mujer ha
creído reconocer algunas escenas de su propia vida, contadas desde una
perspectiva distinta; hay el chasquido que hacen unas nalgas desnudas al
separarse «de la lustrosa tapicería de la silla del comedor» en una casa
opulenta; hay una viuda reciente charlando en su cocina con un desconocido cada
vez más amenazante; hay una niña pintándose la cara con una brocha y un padre
que se echa al hombro el cuerpo maltrecho de su hijo, que acaba de caer por un
hueco de una montaña, y una niña de trece años sentada en el primer escalón de
una larga escalera después de haber cerrado con llave la habitación donde
agoniza un enfermo, y dos niñas a quienes todos toman por mellizas aunque
acaban de conocerse en un campamento de verano, y un hombre gateando en un bosque,
y una matemática de finales del XIX atravesando el crudo invierno centroeuropeo
en tren.
Alice Munro. Foto: Derek Shapton
A Alice
Munro algunos le llaman el Chejov canadiense. Yo no puedo opinar, no tengo
elementos de juicio. Sí sé que al menos cumple con aquella máxima chejoviana,
tan citada, según la cual si al comienzo de un relato -o en el primer acto de
una obra de teatro- aparece un clavo en la pared -o una pistola colgada de un
clavo en la pared-, al final ha de aparecer alguien colgado de ese clavo -o alguien
ha de ser muerto con esa pistola: hay varias versiones-. Son muchos los casos
en que esto es así en los macrocuentos de Munro: así por ejemplo, la primera
frase de uno de ellos es una exclamación de tristeza y horror, puesta en boca
de la madre de la narradora, y tras conocer en primera persona la vida entera
de esta mujer, el cuento acaba colgando una monstruosidad de esa tristeza y ese
horror. En realidad, en casi todos los cuentos de Alice Munro una anécdota de infancia
atraviesa toda una vida para aparecerse al final y mostrarse como explicación de
muchas cosas, y en eso se parece más a Ross Macdonald, maestro de la novela
negra.
Y si esto no fuera bastante para trasmitir mi recién
adquirido entusiasmo por la escritora canadiense, diré que incluso uno de los
personajes de Demasiada felicidad «detestaba
la palabra “evasión” aplicada a la ficción. Podría haber argumentado, y no solo
por llevar la contraria, que la evasión era la vida real». Diablos, ¿no es eso
lo que trataba de explicar yo al principio de todo esto?