jueves, 31 de octubre de 2013

Demasiada felicidad, de Alice Munro

El mayor elogio que en nuestro tiempo merece un libro de narrativa es, lo he comprobado,  que se lee muy fácilmente, que se lee de un tirón, o de una sentada. A menudo se oye decir que alguien lee un poco cada noche porque le despeja de un agotador día de trabajo. Bien, ésa no es la forma en que yo concibo la lectura. A mi juicio, la literatura no debe despejar la mente del lector, sino ocuparla. De ahí que continúe rehuyendo precavido ciertos autores y libros que pudieran encajar en ese elogio tan moderno de la facilidad. Pues bien, en ningún otro caso esta cautela mía ha resultado tan abrumadoramente injusta como en el de Alice Munro.

A lo largo de los dos últimos años he intentado varias veces acercarme a la obra de esta escritora canadiense, aunque sin duda no estaba acertando ni con el momento adecuado ni con la obra que más podía cautivarme. Munro venía muy recomendada por personas en cuyo criterio confío, pero los cuentos que trataba de leer no me decían nada. Pesaba en mi ánimo esa constante referencia al hecho de retratar personajes comunes con rutinarias existencias, y bueno, en fin, no necesito sumergirme en un  libro para saber lo que es una existencia rutinaria.  Hace diez días, sin embargo,  cayó en mis manos Demasiada felicidad (Lumen, 2010). Me bastó el primer relato, “Dimensiones”, para sentirme fatalmente atrapado en un verdadero prodigio literario. A ese cuento le deberé siempre el haberme facilitado el acceso al “universo Munro”, hasta entonces vedado para mí, un territorio narrativo que, sinceramente, no tengo la más mínima intención de abandonar por ahora. Después de este primer libro me aguarda un segundo, que es precisamente el último que ha publicado, y tras éste otro más, relatos también, claro, de 1990. Y es sólo el comienzo.

Alice Munro, nacida en un pueblo de Ontario, Canadá, hace 82 años, tal y como se ha repetido tanto estas semanas, fue una niña extremadamente rebelde, según sus propias palabras, y una jovencita que soñaba con ser escritora. Pero se casó, abandonó la universidad y se dedicó al cuidado de su familia. Sin embargo, el veneno de la ficción no se diluyó en el tedio infinito de las tareas domésticas, y no dejó de escribir. El primer titular de prensa que mereció, en 1961, fue “Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos”. Y así era, exactamente, aprovechando la hora de la siesta de sus hijas. Su deseo hubiera sido escribir novelas, pero la atención de la casa y de las niñas la obligaba a desarrollar sus historias de manera más breve. De la necesidad hizo virtud, y sin renunciar a todo cuanto quería contar en cada ocasión fue madurando una estructura, un estilo y un uso del tiempo narrativo que suponen todo un logro literario: el de contar en unas decenas de páginas lo que a cualquier otro escritor le hubiera ocupado el espacio mucho más dilatado de una novela.

Leer un libro de Alice Munro –leer el libro que acabo de terminar, Demasiada felicidad, y ahora presiento que cualquier otro- equivale a adentrarse en un complejo entramado de vidas humanas, cada una de las cuales se abre a otras vidas, a otros caracteres perfectamente dibujados, a otras honduras psicológicas que acaban penetrando en la conciencia del lector. La sencillez expresiva que uno cree percibir leyendo las primeras líneas de sus relatos o abriendo cualquiera de sus libros al azar, no sólo es aparente: es totalmente engañosa. Terminado el libro, después de haber pasado con fascinación de un relato al siguiente, el lector está habitado por una pluralidad de seres de ficción, pero también por mínimos instantes imperecederos que, por alguna razón, uno cree recordar como si los hubiera tenido delante de los ojos: esa mujer joven que ha perdido a sus tres hijos siempre será un rostro inexpresivamente asomado a las ventanillas de cualquiera de los tres autobuses que ha de tomar para visitar a su marido encarcelado; hay otra mujer, mayor esta vez, que hace cola en una librería para que una joven escritora le firme la novela en la que esa mujer ha creído reconocer algunas escenas de su propia vida, contadas desde una perspectiva distinta; hay el chasquido que hacen unas nalgas desnudas al separarse «de la lustrosa tapicería de la silla del comedor» en una casa opulenta; hay una viuda reciente charlando en su cocina con un desconocido cada vez más amenazante; hay una niña pintándose la cara con una brocha y un padre que se echa al hombro el cuerpo maltrecho de su hijo, que acaba de caer por un hueco de una montaña, y una niña de trece años sentada en el primer escalón de una larga escalera después de haber cerrado con llave la habitación donde agoniza un enfermo, y dos niñas a quienes todos toman por mellizas aunque acaban de conocerse en un campamento de verano, y un hombre gateando en un bosque, y una matemática de finales del XIX atravesando el crudo invierno centroeuropeo en tren.

Alice Munro. Foto: Derek Shapton

A Alice Munro algunos le llaman el Chejov canadiense. Yo no puedo opinar, no tengo elementos de juicio. Sí sé que al menos cumple con aquella máxima chejoviana, tan citada, según la cual si al comienzo de un relato -o en el primer acto de una obra de teatro- aparece un clavo en la pared -o una pistola colgada de un clavo en la pared-, al final ha de aparecer alguien colgado de ese clavo -o alguien ha de ser muerto con esa pistola: hay varias versiones-. Son muchos los casos en que esto es así en los macrocuentos de Munro: así por ejemplo, la primera frase de uno de ellos es una exclamación de tristeza y horror, puesta en boca de la madre de la narradora, y tras conocer en primera persona la vida entera de esta mujer, el cuento acaba colgando una monstruosidad de esa tristeza y ese horror. En realidad, en casi todos los cuentos de Alice Munro una anécdota de infancia atraviesa toda una vida para aparecerse al final y mostrarse como explicación de muchas cosas, y en eso se parece más a Ross Macdonald, maestro de la novela negra.

Y si esto no fuera bastante para trasmitir mi recién adquirido entusiasmo por la escritora canadiense, diré que incluso uno de los personajes de Demasiada felicidad «detestaba la palabra “evasión” aplicada a la ficción. Podría haber argumentado, y no solo por llevar la contraria, que la evasión era la vida real». Diablos, ¿no es eso lo que trataba de explicar yo al principio de todo esto?

jueves, 24 de octubre de 2013

Prodigios ópticos

Pensando estos días en el cine tridimensional, o estereoscópico, o binocular, o en relieve, que de todas estas maneras se le ha llamado alguna vez, y que, como ya quedó dicho aquí, nunca alcanzó ni tanta perfección ni tanto sentido como en Gravity, recordé algo que este verano le oí decir a una guía del museo de la catedral de Palencia al enseñarnos un extraño cuadro que allí se conserva. Vaya por delante lo mucho que disfruto de las visitas a este tipo de museos, los catedralicios y los diocesanos, sobre todo si son de pequeñas capitales de provincia. Se trata de recorridos que sólo se hacen en grupos reducidos y acompañados de un guía, y a las obras de arte que nos van siendo mostradas y descritas se le añade la sobrecogedora solemnidad del edificio, el silencio y cierta sensación de aislamiento del mundo: a medida que se va avanzando, el guía abre una nueva puerta, enciende la luz y rescata del letargo y la oscuridad un tesoro de tallas románicas, y de relieves labrados en madera, y de enormes y finísimos tapices, y de cuadros de maestros de la pintura gótica o renacentista o barroca, y de grandes libros de cantos, o cantorales, anteriores a la imprenta, minuciosamente escritos e ilustrados sobre pergamino por monjes amanuenses. Si la salida del museo es diferente a la entrada -y muchas veces incluso aunque no sea así-, el guía va apagando la luz en las estancias que dejamos atrás y cerrando la (com)puerta, como si estuviéramos abriéndonos paso a través de un canal cerrado, de techos muy altos y bóvedas de crucería, por el cual vamos avanzando cuidadosamente y sin permitir que escape el tiempo detenido, el aire y el silencio de siglos, el milagro del arte.

El museo de la catedral de Palencia forma parte de la visita al propio templo. Se accede a él desde el claustro, y lo primero con lo que uno se encuentra ya en el interior es un imponente lienzo de El Greco, El martirio de san Sebastián. Pero yo empecé todo esto refiriéndome a las tres dimensiones. Creo que es en la última sala del museo, la más amplia, donde hay expuesto un cuadro alargado, casi una caja de madera protegida por un cristal. Se trata de un retrato anamórfico del Emperador Carlos V, atribuido a Lucas Cranach y pintado, pues, en la primera mitad del siglo XVI. Nuestra guía era una religiosa joven, menuda y alegre, con una dulce voz conventual y un acento levemente mejicano, que se expresaba sobre arte con la soltura que da el estudio, nunca la mera memorización de unas explicaciones. Al mostrarnos aquel extraño cuadro, en el que yo no había reparado las otras veces que estuve en el museo, nos indicó que a los visitantes más jóvenes les decía ante él que las tres dimensiones no se han inventado ni recientemente ni para el cine. Y nos hizo saber que para verlo bien teníamos que asomar un ojo por un orificio practicado en el lado izquierdo del marco.

Catedral de Palencia. Claustro. Foto: JFH

El historiador del arte Jurgis Baltrušaitis (1903-1988) escribió un libro cuyo título en francés, al parecer, es Les perspectives depravees, anamorphoses ou thaumaturgus, es decir, más o menos Las perspectivas depravadas, anamorfosis o magia. Digo al parecer porque no me consta que haya sido traducido ni publicado en España, y he encontrado referencias en las que desaparece del título la palabra 'taumaturgia' y otras en las que a ésta se le añade la palabra 'óptica': anamorfosis o prodigio óptico. Baltrušaitis define la anamorfosis como una técnica pictórica que consiste en «proyectar las formas fuera de sí mismas en lugar de reducirlas a sus propios límites visibles, y distorsionarlas de tal manera que únicamente desde un determinado punto vuelvan a su normalidad». Es decir, un artificio lúdico, un juego de engaños entre los sentidos del observador y la perspectiva. Visto de frente, en efecto, el retrato de Carlos V que se conserva en la catedral de Palencia se antoja una abstracción, un capricho cromático donde vagamente se deduce una cara, algo así como una caricatura estirada hasta lo grotesco. Pero apenas acerca uno el ojo al pequeño agujero del marco se desvela la verdadera naturaleza del cuadro, y en el interior de aquella caja apaisada aparece, como un holograma o una fantasmagoría, el severo perfil del Emperador, perfectamente tridimensional pero intangible. Casi me avergüenza confesar que intenté hacer una foto del prodigio apoyando el objetivo en el agujero: la magia no puede ser captada por las cámaras. De modo que me limité a fotografiar su apariencia exterior.

Siempre estuvo el ser humano necesitado de juego y de magia; siempre nos alentó esta apetencia de provocar la sorpresa y de ser sorprendidos. 

Retrato anamórfico de Carlos V. Lucas Cranach (?) 
Catedral de Palencia (Foto JFH)

miércoles, 16 de octubre de 2013

Gravity

 

La oscuridad y amplitud de una sala de cine adquieren un nuevo significado cuando se desvanece la certeza de que frente a nosotros hay una pantalla en la que se proyecta la película, cuando el espacio que nos contiene como espectadores y el espacio en el que se desarrolla la ficción cinematográfica se funden en uno solo y ahí mismo aparece la Tierra en toda su sobrecogedora belleza. Un grueso tornillo puede flotar hacia mí y ser capturado justo a tiempo por la mano enguantada del astronauta que trabaja a mi lado, en el exterior del transbordador. El amanecer es una luz que asoma en la curvatura del mundo, un reflejo en la trasparencia de las escafandras, un destello de círculos violetas que nos alcanza aquí mismo, donde quiera que estemos ahora, un lugar que desde luego ya no es tan solo un patio de butacas. La noche y el día se suceden ante nuestros ojos en apenas unos minutos, orbitamos también alrededor del tiempo y todo es lento y está envuelto en el silencio. La vida es esa brillante esfera azul que está ahí, no debajo, ni encima, ni cerca, ni lejos, sino ahí, suspendida en un vacio sin límites, indescriptiblemente azul y veteada de nubes blancas, con a veces el contorno reconocible de un continente o de una isla. No hay vértigo, ni altura, ni una distancia propiamente dicha; hay un quedarse sin aliento, y un puro asombro, y una dificultad de creer que es cierto que estás aquí. Y no puedes dejar de sonreír embriagado de una felicidad nueva, absoluta, estás aquí, sí, y te mueves sin peso, giras en la nada. Y entonces, de pronto, ese instante de suprema serenidad se quiebra en pedazos, barrido por un enjambre de fragmentos de chatarra que te involucra aún más en esta experiencia abrumadora: ahora somos también el miedo, la soledad, la respiración entrecortada, el aliento que empaña la escafandra, esta tensa angustia, este vaciarse de adrenalina, esta ciega voluntad de sobrevivir.

A Alfonso Cuarón le deberé ya para siempre el haber podido cumplir ese sueño inalcanzable de viajar al espacio. Porque Gravity, su película, no se ve: se experimenta, en toda la extensión de la palabra. Al menos en tres dimensiones, que es como yo he experimentado en ella y ella ha experimentado en mí.  Nunca las tres dimensiones alcanzaron tanta perfección ni estuvieron tan cargadas de sentido, y dudo que pueda repetirse algo parecido en el futuro. Mucho me temo que el fascinante territorio de emociones que ha fundado esta película empiece y termine en sí misma.

Gravity supone un verdadero hito en la historia del cine, y si esta afirmación se antoja exagerada en términos generales, limitémosla  entonces al género al que pertenece. Pero, ¿a qué género pertenece? Hechizados por su prodigioso planteamiento visual y por la peripecia humana de la que nos hace partícipes, llegamos a olvidarnos de que Gravity es un logro de la tecnología, como lo es también el propio transbordador, el telescopio Hubble, las estaciones espaciales, los satélites. Por eso no se trata de ciencia ficción: si existe como película, éste ya es, pues, el futuro. Y es algo más que acción trepidante, desde luego, y algo más que suspense, y algo más que tragedia y que metafísica antropológica: es la suma de todo eso, es esa especie de preexistencia en el útero del cosmos, ese gran vacío amniótico en el que todo lo que ya es está a punto de empezar a ser, otra vez. 


Music by Steven Price                             

jueves, 3 de octubre de 2013

Las Meninas, de Velázquez a Buero Vallejo

Detalle de Las Meninas


«En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad;
 vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla 
un pintor (…). Y sin embrago, esta sutil línea de visibilidad
 implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, 
de cambios y de esquivos (… ) ¿Vemos o nos ven?»
 MICHEL FOUCAULT


Preguntado Salvador Dalí  en cierta ocasión acerca de qué es lo que él salvaría del Museo del Prado si éste se incendiara, respondió: «¡El aire, y específicamente el aire contenido en Las Meninas de Velázquez, que es el de mejor calidad que existe!». A su lado, Jean Cocteau, que a esa misma pregunta había contestado: «¡El fuego!», reconoció la victoria a Dalí poniéndose en los extremos del labio superior unas pajas recogidas del suelo, a manera de falsos bigotes engomados, e inclinando la cabeza en un sutil gesto de reverencia.

El 10 de agosto pasado volví a respirar ese aire tan puro, acompañando esta vez a mi hija en su primera visita al Prado. Su madre, ella y yo estuvimos apenas un par de horas, suficiente, creo, para que una niña de diez años tome conciencia de los tesoros que allí se contienen pero sin llegar a fatigarse. La idea era recorrer con atención las salas de Velázquez y de Goya, con alguna que otra parada puntual (El Bosco, por ejemplo), pero sobre todo se trataba de contemplar al natural esa obra asombrosa que es Las Meninas. Habían pasado catorce años desde la última vez que estuve frente al cuadro, una eternidad para mí pero apenas nada comparado con el tiempo trascurrido desde que Diego Velázquez lo pintara en 1656: sólo he sido uno más entre una multitud inconcebible de personas que a lo largo de tres siglos y medio han venido quedándose hechizadas por la prodigiosa audacia de sus trazos, sus enfoques múltiples, sus geometrías invisibles; fascinados, en fin, por los enigmas que parecen multiplicarse mientras trata uno de explorar con los ojos el espacio que ocupa, que no es sólo el de una superficie plana, un lienzo enorme, de 3,18 metros por 2,76, sino, poco a poco, un hueco que puede ser ocupado, una estancia a la que es posible acceder, abriéndose paso entre los personajes, oyendo el frú frú de los vestidos hinchados por el armazón de los guardainfantes, mirando absorto al techo y a los lados, asomándose al no menos enorme cuadro que pinta el pintor que nos miraba cuando estábamos ahí fuera, o al espejo que acaso hubiera podido reflejarnos, o a la puerta del fondo desde la que un hombre con capa no ha dejado de observarnos. Aquella otra vez, en septiembre del noventa y nueve, estuve tres cuartos de hora parado ante el cuadro, como estudiándolo palmo a palmo, y cuando se hizo obligado apartarse ya para seguir recorriendo el museo, traté de capturar el momento con una foto robada, lo confieso, sí, robada, sin flash, naturalmente, y con el pulso tembloroso, temiendo ser reprendido pero incapaz de desligarme definitivamente de él. Es una foto muy imperfecta, pero contiene motivos sobrados para mi fascinación, y no todos están en el cuadro.

                                                                                                 JFH

En agosto de este año, como digo, pude acompañar a mi hija en su primera visita a Las Meninas: nos distanciamos del cuadro y fuimos acercándonos luego muy lentamente para acentuar la sensación de penetración, y a la inversa, nos alejamos, despacio también, para sentir que salíamos de él y volvíamos a la realidad. A sus pies, nos movimos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin dejar de mirar a los ojos de los personajes más atentos a nosotros, y sin dejar de notar esas otras miradas. Luego le planteé preguntas, las mismas que se han hecho tantos: ¿Qué miran en realidad los personajes que miran hacia fuera del cuadro? No, desde luego, al pintor que les pinta -que les ha pintado ya-, pues curiosamente está ahí, a su lado, con un pincel y una paleta en las manos. ¿Miran a los modelos que posan para ese pintor, las figuras del rey y de la reina que se reflejan en el espejo que hay al fondo del obrador, un espejo iluminado en el centro de una pared sumida en las sombras? ¿Están, pues, a nuestro lado el rey y la reina? ¿Acaso no podría reflejar ese espejo el cuadro que pinta Velázquez, como parecen exigir la perspectiva y las leyes de la reflexión? ¿Entra o sale, aquel hombre del fondo? ¿Y no parece toda la escena un instante paralizado? ¿Qué ocurría aquí un momento antes? ¿Qué ocurrió un momento después? ¿Qué sucede realmente ante nosotros, en definitiva: qué sigue sucediendo? ¿Y qué fue de todos ellos, cuyas identidades se conocen, salvo en un solo caso? ¿No será que siempre hemos sido nosotros, tú y yo, Aida, los mirados?...

Pero aunque lo vaya pareciendo, este artículo no está dedicado a un cuadro, el más extraordinario de todos cuantos han sido pintados, sino a una película que no existe: una película que lleva años realizándose en mi imaginación. Nunca he entendido que nadie haya dado en hacer una película sobre Velázquez. De Goya sí hay, varias. Pero no de Velázquez, a pesar de su grandeza. Y ni siquiera sería necesario concebir un argumento: la historia está escrita, lo hizo ya uno de los mejores dramaturgos del siglo XX. En 1960, Antonio Buero Vallejo estrenó en el Teatro Español de Madrid, con gran éxito, Las Meninas, una fantasía velazqueña en dos partes, tal y como apuntaba el autor bajo el título. Yo la vi en televisión en 1991: fue uno de los espacios dramáticos que programaron como homenaje al gran actor José María Rodero, fallecido aquel mes de mayo. Aquellas «Meninas» habían sido emitidas originalmente en 1974, en los tiempos gloriosos en que existía el teatro en televisión, y no tan sólo la gala anual de entrega de premios de teatro. Rodero estaba espléndido como Velázquez (sin duda también lo estuvo Carlos Lemos en los escenarios). Aquella noche de 1991 fue la primera vez que me pregunté cómo era posible que no existiera una película basada en aquella obra teatral.

Antonio Buero Vallejo (imagen: LaCerca.com)

El de Las Meninas es, a mi juicio, uno de los casos más incomprensibles de película que no ha llegado a hacerse. Hay, lamentablemente, muchos más en el cine español. De hecho, no es sólo que, hasta donde yo sé, no exista ninguna película sobre Velázquez, es que en nuestro país tampoco se ha rodado ninguna basada en una obra de Buero Vallejo (de alguna manera, nuestro Arthur Miller). En cualquier caso, y esperando a que algún director descubriera al fin el inmenso y excitante potencial cinematográfico que hay en esta “fantasía velazqueña”, a medias para mi propio deleite y a medias por si en una de éstas me tocaba la lotería, he ido adaptado la obra en mi cabeza desde hace más de dos décadas: he tratado de ampliar escenarios y alterar el tiempo de la acción para hacerlo menos teatral, he localizado exteriores e interiores (el Alcázar de los Austrias, donde Velázquez pintó Las Meninas, donde vivió y donde transcurre la historia, fue destruido por un incendio en 1734); he imaginado una fotografía apropiada, he concebido una banda sonara en la que se escucharían, claro está, las piezas a la vihuela que indica Buero, pero cuya base sería la Suite número 3 de las Danzas y Aires antiguos de Ottorino Respighi; he visualizado actores posibles, les he ayudado a ensayar una entonación, un gesto, me he emocionado con los diálogos…

El Diego Velázquez de Buero Vallejo es un rebelde en el palacio de Felipe IV, un hombre poseído por el ardor de un arte que nadie está preparado para entender plenamente y que al mismo tiempo ansía la verdad allí donde no podrá hallarla nunca, entre poderosos y gente enredadora y falsa, y aduladores del monarca, y pintores inferiores que aspiran a la posición que gracias al favor del rey Velázquez ocupa. Y él está tan solo en su condición de artista capaz de concebir una obra tan adelantada a su tiempo... Únicamente un hombre supo comprender su pintura, y era alguien que podría ayudarle «a soportar el tormento de ver claro en este país de ciegos y de locos». Posó quince años atrás para un cuadro suyo. Un mendigo. Y ese mendigo, un anciano casi ciego, anda a su vez buscando la casa de don Diego. En el estudio de su casa guarda Velázquez un cuadro que nadie ha de ver porque es un tema prohibido, una Venus desnuda, y en el obrador de palacio ha hecho el boceto de un cuadro que será especial y que espera la autorización real para ser pintado: un cuadro de grandes dimensiones de la pequeña infantita acompañada de sus damas de honor y otros miembros de su séquito, incluidos dos enanos de los que la divierten, y un perro, y él mismo, pintor de cámara y aposentador de palacio, retratado en el trance de pintar un cuadro de grandes dimensiones. La verdad de los momentos sencillos, le explica el pintor a su rey; la niña alejada de la etiqueta. “¿Os referís a la infanta Margarita?”, pregunta el monarca, severo. “Sí”. “¿No es más que una niña para vos?”. “Es nada menos que una niña, majestad”. Los celos de su esposa, el despecho de otra mujer, el oscurantismo religioso de quienes en el fondo no quieren sino medrar en palacio, pero también el encuentro con ese mendigo, Pedro Briones, un hombre que ha conocido la injusticia y que ante el boceto del que será algún día llamado Las Meninas reconoce «Un cuadro sereno pero con toda la tristeza de España dentro. Quien vea a estos seres comprenderá lo irremediablemente condenados al dolor que están Son fantasmas vivos cuya verdad es la muerte. Quien los mire mañana lo advertirá con espanto… Sí, con espanto, pues llegará un momento en que ya no sabrá si es él el fantasma ante las miradas de estas figuras…». Emocionado, Velázquez le responde: «Esta tela os esperaba (…) Un cuadro de pobres seres salvados por la luz… He llegado a sospechar que la forma misma de Dios, si alguna tiene, sería la luz».

José María Pou y José María Rodero

Realmente no entiendo que sólo yo pueda disfrutar de esta hermosísima película, donde se dan cita el amor hacia el arte y las intrigas palaciegas, y donde el pintor se ve arrastrado a un proceso ante el Santo Oficio, al cual representa, para caso tan especial, el propio rey. Como nada se sabe en realidad del carácter de Velázquez o de sus inquietudes más intimas, pues no se conserva ni un solo documento personal, este Velázquez de la fantasía de Buero no entra en contradicción con el histórico: el autor lo imagina libremente, sin más. Al pensar en la película posible pienso en la excelente Un hombre para la eternidad, de Zinnemann, o en Amadeus, o en Becket, basadas todas ellas en obras de teatro que, escritas en el siglo XX, recrearon episodios de la vida de personajes históricos (Thomas More, Mozart, Thomas Becket y Enrique II de Inglaterra). No está el interés de estas obras en el rigor de su historicidad. «El teatro histórico es valioso en la medida en que ilumina el tiempo presente», dejó escrito Antonio Buero Vallejo. Y a fe mía que aquel país decadente que gobernaba Felipe IV tiene mucho que ver con la España de ahora, y no sólo porque sigan sin solución las mismas discordias territoriales: digamos que las injusticias que el pueblo sufría entonces a manos de los poderos no son cosa desconocida hoy. No lo han sido nunca.

Las Meninas, de Buero Vallejo, en el Teatro Español (1960). Foto Gyenes, 
tomada de  la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes


...Por cierto, que este 8 de octubre se inaugura en el Museo del Prado una exposición bajo el título Velázquez y la familia de Felipe IV, formada por treinta piezas, algunas procedentes de museos de Viena, Nueva York o París. De Kingston Lacy llegan las llamadas Meninas de Dorset, que un especialista considera ahora las «Primeras Meninas» o «modeletto» de la gran obra final: ¿tal vez ese boceto que en la obra de Buero ha pintado Velázquez para someter el proyecto a la consideración del rey? Dicen que la exposición será todo un acontecimento. Ay, quién pudiera…

(En este demorado punto y final, ruego a quien haya llegado hasta aquí que le dé una segunda oportunidad a la suite de Ottorino Respighi: en mi cabeza conviven sus notas, los personajes de Las Meninas, detenidos en el tiempo, los diálogos de Buero Vallejo y las imágenes de esa película inexistente)