sábado, 28 de junio de 2014

Propiedades curativas del musical americano: “Siempre hace buen tiempo”

de grandes cinéfilos que no son capaces de entrar en el juego de los musicales. Les gusta la llamada música popular americana y aman las películas clásicas, pero por separado. Y tiene cierta lógica. Es posible que se trate del género cinematográficos que exige del espectador una mayor complicidad: hay que aceptar que los personajes interrumpan de pronto sus diálogos hablados y empiecen a cantar y a bailar; hay que dejarse llevar, disfrutar del espectáculo, creérselo. Yo lo hago, desde luego. No me gustan por igual todos los musicales, pero reconozco que me entusiasman los rodados entre finales de la década de los cuarenta y comienzos de los sesenta, y  ese entusiasmo alcanza las más altas cotas de felicidad si Gene Kelly participa en ellos.


Hablo de la comedia musical, claro preferentemente en color; hablo de diálogos ingeniosos, divertidos, de bonitas historias de amor, del puro optimismo, qué diablos. Y Gene  Kelly es la sonrisa, el desenfado, la picardía, el sentido de la amistad, la seducción cayendo en las redes del romanticismo y volviéndose alada; es el asombro, el trapecio sin trapecio y el funambulismo sin alambre, el sueño americano suspendido del aire, la armonía corporal, la aparente sencillez del movimiento imposible: un gozo terapéutico para el ánimo.
 
Lo de echarse a cantar de pronto es para mí una idealización de la alegría repentina; es lo que a veces nos pediría el cuerpo hacer: improvisar una canción y danzar de manera brillante y desatada para estupefacción de quienes nos observaran, solos o en compañía de una pareja perfectamente ritmada a nuestros movimientos, o incluso formando parte de una coreografía en la que nos acompañara un grupo de bailarines. Y aunque no tengo un musical favorito, hay uno que ha jugado un papel importante en mi vida. Se trata de Siempre hace buen tiempo (It's Always Fair Weather, 1955), la tercera de las tres gloriosas películas que dirigieron al alimón Stanley Donen y Kelly. Las otras dos son Un día en Nueva York (On the town, 1949) y Cantando bajo la lluvia (Singin' in the rain, 1952), cuya mención invita a ponerse de pie y que  Donen rodó sin haber cumplido los 30 años. Cualquiera de las tres supone una inyección de felicidad, un monumento al sentido de la camaradería que se contagia al espectador, una jubilosa exaltación de las ganas de vivir. Siendo las tres excelentes, son las dos primeras las que gozan de mejor consideración. Yo prefiero la tercera, por la película en sí y porque está en el germen de mi primera novela El veneno de la fatiga. 


Siempre hace buen tiempo –que al parecer hubiera debido ser una continuación de Un día en Nueva York para Broadway, con los mismos protagonistas- cuenta la historia de tres soldados que regresan de la segunda guerra mundial con gran contento y estrechísima amistad, y antes de tomar cada uno su propio camino, aún de uniforme, se apuestan con el dueño de un bar de Nueva York que diez años después se reunirán los tres allí mismo. Es una apuesta y una promesa. Y la cumplen. Pero la vida de cada uno de ellos ha sido muy distinta y el reencuentro resulta, al menos inicialmente, un desastre. Aquello despertó en mí la curiosidad de saber qué sería, pasados los años, del grupo de amigos del que yo formaba parte, en qué nos convertiríamos, cuánto llegaríamos a cambiar. Esa curiosidad la resolví mediante la ficción, y aquel punto de partida fue creciendo en personajes y subtramas argumentales hasta quedar reducida a eso, a una semilla que nadie más que yo podría reconocer. La novela, eso sí, acabó siendo mucho más oscura que el luminoso musical de Donen y Kelly: la mía es una imaginación que tiende a lo turbio, vaya a saber por qué.

No había vuelto a ver esta película desde bastante antes de que terminara de escribir aquella novela, que se publicó en 1999. Ha sido, pues, un reencuentro tan especial como el que se plantearon aquellos tres camaradas, y ahora mismo escribo con la sonrisa aún en la cara (me durará horas, lo sé), tarareando para mis adentros una de las canciones (ese March, March de André Previn que tiene aires de jubilosa marcha militar y va desgranándose como sucesión de los meses del año, March, April, May and June); escribo con las piernas de Cyd Charisse clavadas en la memoria, y todavía admirado del baile de los tres soldados con los zapatos enganchados en tapas de cubos de basura y con ese otro que Gene Kelly se inventa con los patines en los pies (hermano de aquel otro baile que ejecutaba en Cantando bajo la lluvia) rodando aún ante mis ojos, como por encima de la mesa de trabajo, como entrando por la puerta del Loser...

lunes, 23 de junio de 2014

Piña colada


José Luis Garci no recoge la piña colada entre los diez cócteles que cambiaron el mundo, ni falta que hace para que este año sea la bebida con la cual el Loser agasaja a sus clientes por San Juan. Es el cóctel favorito de la chica que ocupa el corazón del barman desde hace treinta años, y eso basta para que ya circulen de mesa en mesa las copas bien heladas de tan sugerente bebedizo caribeño. Si nos paramos a pensarlo, se trata de un combinado que dice mucho de quien lo toma: es un trago fresco, dulce y de espacios preferentemente abiertos; además, la participación del alcohol no es tan abusiva que llegue a alterar demasiado el sabor de la piña y la crema de coco, si acaso le añade al encuentro entre ambos el empuje oculto de aquellos quince hombres que iban detrás del cofre del muerto, le añade una llamarada sin color en el interior del pálido, denso y frío cuerpo coronado de espuma, y azúcares en su caña destilados para broncear el alma. Dicho de otra manera: una vez que el líquido ha pasado de la copa a nuestra boca a través de la pajita, la sabia mezcla de ambas frutas tropicales es la responsable del gesto de relamerse y paladear con delicia, pero es al ron al que le debemos el brillo especial de los ojos y la sonrisa propia de nuestra innata complicidad con los placeres más atrevidos.

No conozco otro cóctel que tenga el honor de haber sido declarado bebida oficial de un país: la piña colada lo es de Puerto Rico desde 1978. Dos hombres se disputan su paternidad: Ramón “Monchito” Marrero, en el 54, siendo barman del Hotel Caribe Hilton de San Juan, y el español Ramón Portas Mingot, barman a su vez del restaurante Barrachina, también en la capital puertorriqueña (ya se ve que, al menos por cuna, la piña colada es el cóctel sanjuanero por excelencia), en el año 1963. Eso sí, en ambos casos se cuenta que los ingredientes se mezclan en batidora. Sin embargo, yo prefiero la más antigua versión de su nacimiento, la que habla del pirata Roberto Cofresí y Ramírez de Arellano y del brebaje a base de coco, piña y ron que en la segunda década del siglo XIX les ofrecía a sus hombres -a saber en qué explosivas proporciones- para infundirles valor; la receta, en cualquier caso, se perdió el mismo día en que las autoridades coloniales españolas lo fusilaron (es decir, el 29 de marzo de 1825). 

Ilustración de N. C. Wyeth para La isla del tesoro

La piña colada que preparamos aquí, en el Loser, parte de la receta original de “Monchito” y más o menos adopta su propia identidad: una parte de ron blanco, una parte de Batida de Coco Mangaroca, una de nata líquida espesa, seis partes de piña natural –o de lata- troceada y bastante hielo, todo ello batido en batidora americana hasta que adquiere cuerpo. La pajita es obligada; los adornos, si acaso, quedan al capricho del barman.

No hay lugar en el que no pueda tomarse cualquier cóctel, naturalmente, pero si hemos de ser justos la piña colada pide playa de arenas doradas, tal vez a media mañana, cuando las altas palmeras próximas se recortan contra cielo limpio, tal vez a la caída de la tarde, en esa misma playa pero ahora instalados en un bar abierto por los cuatro costados, con techo de paja y plantas exóticas y sillas de mimbre con grandes respaldos, o de noche, con el mar sonando ahí en la oscuridad, de donde viene la brisa que hace temblar la luz de las velas que hay en la mesa. Podemos imaginar que el Loser es hoy un lugar así. O podemos imaginar, qué diablos, que en nuestro pequeño escenario de siempre un tipo llamado Elvis interpreta la canción que a mí más me gustaría escuchar con una piña colada en las manos: el Return to Sender.

viernes, 13 de junio de 2014

Descubriendo a Lem: Retorno de las estrellas

La inmensa mayoría de los escritores que se han ocupado de la ficción especulativa o ciencia ficción han dado por sentado que cualquier tiempo futuro será peor, confirmando a su modo el parecer manriqueño, pues no en vano el presente es el pasado del porvenir. Leer obras de este género literario puede responder, de este modo (y más allá del mero placer), a un intento de congraciarse con el tiempo que a uno le ha tocado vivir o simplemente a una huida hacia adelante. Yo participo más de la segunda razón que de la primera. Leí a Huxley y a Orwell en el instituto (literatura mayor, sin duda), las Crónicas marcianas de Bradbury hace un par de años (literatura no menor), y poco más. Ahora llego a Stasnilaw Lem, a quien algunos consideran el mejor. Evito empezar por la más celebrada de sus novelas, Solaris, pues me arriesgo a que ninguna otra me parezca luego a su altura, y decido adentrarme en su obra a través de Retorno de las estrellas. Y me gusta. Me gusta mucho. Contiene una especie de existencialismo del mañana, una metafísica del anacronismo, de la alienación temporal.
 
Los escasos supervivientes de una expedición interestelar regresan a la Tierra y se encuentran con que todo ha cambiado. El viaje ha durado diez años para ellos, pero ciento veintisiete para el planeta del que partieron. Sin que ellos hayan tenido conocimiento alguno, poco después de iniciar su misión se impuso un procedimiento médico mediante el cual prácticamente desaparece en los hombres y mujeres el impulso agresivo. Es la betrización, aplicada en edades tempranas a través de la sangre, y con ella se pretendía la “humanización del género humano”. Tres generaciones después, la violencia es sencillamente inconcebible: el ser humano ni siquiera puede imaginar la idea de matar, y las épocas anteriores se antojan insoportablemente feroces, de ahí que para distanciarse de ellas se haya llevado a cabo una completa transformación de ciudades y costumbres. El dinero, por ejemplo, apenas es útil ya: “vivir no cuesta nada”. Hall Bregg, que de no haber participado en la expedición cósmica habría muerto decenas de años atrás, se siente completamente fuera de lugar, único entre todos los demás, aislado entre el tiempo que fue suyo y no existe ya y el tiempo que ha llegado a ser sin él. Ha sido arrojado al futuro sin posibilidad alguna de poder adaptarse, e  íntimamente lo rechaza: junto con la agresividad, el ser humano ha perdido también el impulso de arriesgar la vida; la juventud se ha convertido en el elemento más importante de toda la elección erótica, y las arrugas y canas merecen el mismo rechazo que siglos atrás la lepra; la sexualidad se caracteriza por la tibieza: “Hemos eliminado el infierno de las pasiones”, le dice un viejo médico, “y el resultado ha sido que el cielo ha dejado de existir al mismo tiempo”. Es cierto: se trata de un mundo libre de peligros, en el que no cabe la crueldad, pero Bregg siente, para su propio desconcierto, que la anulación de los instintos asesinos en el hombre es, de algún modo, “una mutilación”. Es decir, como afirma otro de los expedicionarios estelares retornados: “han matado en el ser humano al ser humano”. 

Una curiosidad: publicada en 1961, Lem anticipó la desaparición de los libros (“No existían. Ya no se podía curiosear en las estanterías, sopesar gruesos tomos en la mano, saborear bien su volumen, que predecía la duración del placer de su lectura”) y su sustitución por pequeños cristales cuyo contenido se leía electrónicamente con “optones”  o, de manera preferente, se escuchaba con “lectones”. Sin embargo, perviven en ese mundo futuro, curiosamente, los telegramas. 

Recorro ahora las primeras páginas de Fiasco, del 86, la penúltima novela de ciencia ficción escrita por Stanislaw Lem –si consideramos que Paz en la tierra ha de ser la última-, donde se plantea otra cuestión que también aparece en Retorno de las estrellas: la imposibilidad de provocar un contacto entre civilizaciones galácticas. Mediado el primer capítulo, no me importa confesar mi absoluta fascinación por lo que se me va narrando… 

Hall Bregg retorna de Fomalhaut, la estrella más brillante de la constelación
 Piscis Austrinus y una de las más brillantes en el cielo. Se encuentra 
aproximadamente 25 años luz de la Tierra. (HubbleSite)


sábado, 7 de junio de 2014

Centenario Cortázar IV: de la A a la Z, de Julio a Scott


Un ser humano sólo alcanza a lo largo de su vida cuatro edades en las que el segundo dígito duplica al primero. Quien esto escribe cumplió recientemente la cuarta y última de esas edades, y bien temprano le fue entregado el regalo que, con su conocimiento, llevaba varios meses envuelto y guardado en cierto lugar de la casa (todas las familias normales se parecen, las extravagantes lo son cada una a su manera). Se trataba de un libro, claro. Y no un libro cualquiera: el Cortázar de la A a la Z que Alfaguara ha publicado este año para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor argentino, con edición a cargo de Aurora Bernárdez, su primera mujer, y Carles Álvarez Garriga, un estudioso de su obra. Se trata de un libro de hermoso formato, un álbum biográfico, o, como se dice con más precisión en su interior, un diccionario biográfico ilustrado: fragmentos de sus libros o de cartas referidos a determinadas palabras y nombres propios, ordenados alfabéticamente y acompañados de fotografías, reproducciones de manuscritos y mecanoscritos, de objetos que fueron suyos, de primeras ediciones de sus obras… Un libro muy bello que tal vez no añada mucho a lo que un avezado lector de Cortázar ya conoce de su obra y su vida, pero que en cualquier caso hay que tener, tocar, explorar, habitar, vivir, recorrer en todas sus esquinas y recodos y pasillos y vueltas y revueltas.

En mi caso, la existencia de esta curiosa obra es doblemente especial, pues significa un nuevo punto en común con el otro escritor a quien más amo, Francis Scott Fitzgerald. En 1974, su hija Scottie Fitzgerald Smith y Mathew J. Bruccoli, un experto en su obra, publicaron un libro titulado The Romantic Egoists, descrito como A Pictorial Autobiography from the Scrapbooks and Albums of F. Scott and Zelda Fitzgerald, es decir, una autobiografía gráfica de tan legendaria pareja contada a través de sus fotografías, libros de recortes y álbumes varios: un libro a-som-bro-sa-men-te similar a este de Julio CortÁZAR, no publicado nunca en España, y que más de una vez he tenido a un clic de ratón de comprármelo por Internet.


Tan extraña coincidencia se suma a otras que al cazador de señales que he sido siempre no le han podido pasar inadvertidas; por ejemplo: ambos viajaron a Europa en el barco Conte Biancamano, Scott y Zelda desde Nueva York en 1929, Julio desde Buenos Aires en 1950. Y luego está el apellido Gregorovius: sólo me lo he encontrado en dos libros de ficción, en Suave es la noche y en Rayuela; en el primero es Franz G., un médico que atiende en un sanatorio mental de Suiza a Nicole, la protagonista femenina de la novela. En el segundo, Ossip G, un miembro del Club de la Serpiente.


Finalmente, están esas dos aventuras automovilísticas hacia el sur emprendidas por ambos escritores en compañía de sus respectivas mujeres y convertidas después en sendos libros de viaje. Scott y Zelda llevaron la suya a cabo en julio de 1920, en un vehículo lamentable, un Marmon de segunda mano al que no dudaron en apodar Rolling Junk, Chatarra Rodante. Con él recorrieron los mil ochocientos kilómetros que separan Westport, Conneticut, de Montgomery, Alabama, donde estaban seguros de encontrar a los padres de Zelda sentados en su porche; El crucero de la Chatarra Rodante fue publicado por entregas en la revista Motor, entre marzo y mayo de 1924, y en 1990, con traducción al español de Enrique Murillo, por Anagrama. Por su parte, Julio y Carol (Dunlop, la última mujer de Cortázar) se lanzaron en 1982 a recorrer la autopista París-Marsella durante un mes, deteniéndose en cada uno de los 65 paraderos/parkings/áreas de descanso, a razón de dos al día: una expedición “un tanto alocada y bastante surrealista”, completada a bordo de una furgoneta Volskwagen de color rojo vivo a la que habían dado el  wagneriano nombre de Fafner, el dragón que guardaba el tesoro de los Nibelungos; tan cronopiesca aventura  se convirtió en un libro no menos cronopiesco, titulado Los autonautas de la cosmopista. Que tales viajes se emprendieran y tales libros llegaran a existir –ambos con fotografías de las expediciones- es ya de por sí harto significativo en el orden de las casualidades, pero hay que leer los textos para darse cuenta de hasta qué punto el tono utilizado por los dos escritores es similar: no sólo son fundamentalmente divertidos, sino que en uno y otro caso el vehículo utilizado forma parte de la narración como un tercer protagonista. 


Habrá quien niegue la relevancia de estos puntos en común, pero a mí me bastan para reafirmarme en esa teoría planteada por Cortázar en el cuento “Una flor amarilla”: que todos somos inmortales porque nuestras vidas se van reproduciendo, con ligeras variaciones, en otras vidas destinadas a ir sucediéndose en una serie de inacabables biografías sutilmente –muy sutilmente- vinculadas.