domingo, 30 de octubre de 2011

Los pequeños placeres, de Miguel Sanfeliu

El lector que se acerque a este segundo y admirable libro de Miguel Sanfeliu habrá de escudriñar entre comas, y a veces entre líneas, para tratar de encontrar en las vidas de los personajes que habitan sus páginas el rastro de esos pequeños placeres a los que alude el título, pues en los veintiún relatos de que se compone prevalece la melancolía, el desengaño, el miedo, el dolor, incluso, en ocasiones, la crueldad. Aún así, no hay un ápice de sarcasmo en la prosa sin artificios de Sanfeliu, y sí una extraordinaria sensibilidad que no puede fingirse, y que por tanto uno reconoce no ya sólo en el narrador de cada cuento sino, por extensión, en el propio autor. Acaso las satisfacciones a las que razonablemente aspiramos todos sean muchas veces tan pequeñas, en efecto, que tiendan casi siempre a colarse por los intersticios de la adversidad o la rutina.

Así, el modesto placer del que se acuerda el narrador de uno de los relatos el mismo día en que lo han despedido de su trabajo es el baño caliente al final del día, ese instante de íntima relajación con que culminaba una jornada laboral; pero ahora -excelente alegoría- este hombre sufre la angustia de provocar un atasco en una calle estrecha cuando el motor de su coche deja repentinamente de funcionar (su vida se inmoviliza en un cuello de botella): tiene conciencia de haberse convertido en un estorbo, y por detrás le increpan, con sus bocinas, un coche deportivo y un camión de reparto; con solitario esfuerzo, aparta a un lado su muerto vehículo, los retenidos pueden continuar sus vidas, no sin antes dirigirle una torva mirada al pasar junto a él, que queda al margen y acaso ingrese así en la cofradía de los invisibles sociales a la que pertenece uno de los personajes de otro cuento. Esta doble lectura late en muchas de las historias del libro: en la que le da título, un prestigioso cirujano se encuentra repentinamente con un placer erótico que es contrapunto de la sombra de Thánatos proyectada por el cadáver de un vagabundo hallado en la calle, siendo estas dos caras de una moneda, a su vez, reflejo de esa difícil operación quirúrgica que le ha proporcionado al protagonista su momento de notoriedad: la separación de dos siamesas de muy corta edad que conllevaba la muerte de una de ellas (“... era algo inevitable, una tenía que morir para que la otra viviese...”).

Esos pequeños placeres pueden consistir, según la historia, en divulgar versiones distintas y contradictorias de uno mismo entre el vecindario, o en visitar cementerios y recorrer las fechas de nacimiento y muerte que figuran en las lápidas, o en desenmascarar la impostada identidad de un donjuan; puede ser el efímero placer de usar ante el marido esa mirada de hielo que una mujer ha ido perfeccionando a solas y que en el último episodio de su matrimonio acaba formando parte del muy dudoso placer de herirse mutuamente; o el de viajar en helicóptero, esa calma suspendida en el tiempo y el espacio que precede, no obstante, a las duras labores de atender a las víctimas del accidente al que se dirigen sus ocupantes; o el presumible placer sexual experimentado al menos por uno de los cuatro participantes en una noche de intercambio de parejas, que poco después, sin embargo, en una mortecina cafetería tras cuyos cristales va amaneciendo, debe confrontar con los muy diferentes sentimientos de los otros tres: desgana, incomodidad, indiferencia... (gran relato, por cierto). Ninguno de estos mínimos y a menudo inconfesables deleites –ni los otros que aquí no se mencionan- facilita el que esos concretos fragmentos de vidas ajenas que nos cuenta  Miguel Sanfeliu sean menos desoladores, pero en ellos radica también la consistencia humana y verosímil de los relatos. Verosimilitud que, aun en su condición de fábula terrible, de hipérbole televisiva, posee también el más estremecedor relato de todo el conjunto, “Reality Show”, tal vez la crítica más demoledora que se haya escrito contra quienes alimentan el sucio placer que un abrumador número de personas experimentan viendo ciertos programas de televisión.

Con Los pequeños placeres (su segundo libro, tras Anónimos, en el 2009), Miguel Sanfeliu hace mucho más que dejar su tarjeta de visita entre ese nutrido grupo de autores que  vienen dedicándose en los últimos años al cultivo del relato breve: da todo un golpe de autoridad literaria. La suya es una voz a tener muy en cuenta, y quien esto escribe, que tanto placer –este sí sin matices- ha obtenido leyéndole, le desea toda la suerte que merece. 


(Los pequeños placeres, Paréntesis Editorial, septiembre 2011)

jueves, 27 de octubre de 2011

One for The Voice

Recientemente he tenido la oportunidad de contribuir con unas líneas a ese merecido  homenaje que el buen amigo y poeta Marcos Callau viene tributándole al Viejo Ojos Azules en su excelente y ya veterana bitácora Fran Sinatra, la mejor voz de todos los tiempos. Para agradecerle a Marcos que haya contado conmigo, traigo aquí la que creo es su canción favorita de Sinatra, y la versión que a mí más me gusta. A decir verdad, es su actuación en directo que prefiero. Además, le viene al pelo al espíritu loser de este viejo local.

Ocurrió en el Royal Festival House, en 1971. Grace Kelly, Alteza Serenísima desde hacía ya quince años, ha presentado al cantante media hora antes. El concierto ha superado ya su ecuador. Es entonces cuando Frank toma la palabra:

-Llegamos al final de nuestras canciones para perdedores –“songs for losers”, dice-, y me gustaría interpretar algo que creo es la madre de todo este tipo de canciones. Para ustedes, y -añade, volviéndose hacia la orquesta- también para ustedes: Desafortunadamente, no puedo darles la cara mientras la canto, porque esta canción es el súmmum de mi actuación –risas entre el público y los músicos, a los que se dirige-. ¡Ja-ja! Ríanse. Pueden reírse. Johhny Mercer y Harold Arlen escribieron esta canción –continúa, ya frente al público- hace 155 años* –risas-. Probablemente estaban como una cuba en ese momento. Porque hay que estar así para escribir este tipo de canción. No es solamente una canción, es toda una aventura dramática. Leyendo la letra, aun sin oír la música, es mucho lo que comunican. Ésta ejemplifica al joven que ha tenido muchos problemas con su ratita -“mouse”, dice, y al instante finge rectificar-, qué digo, con su chica –risas-, y ella lo abandona. Y durante tres o cuatro días él se dedica a emborracharse debidamente, hasta que se da cuenta de que esto no le conduce a nada y decide que va a tratar de salir y enfrentarse al resto del mundo. Y se lanza a la búsqueda de un pequeño bar -“small bar”, dice, y hace una significativa parada-. Encuentra uno en el que no hay nadie, a excepción del barman.  

Y da la espalda al público para comenzar su actuación con fingida ebriedad…



Una por mi nena

Son las tres menos cuarto,
no queda ya nadie en el local
excepto tú y yo,
así que sírveme una copa, Joe.
Tengo una pequeña historia
que creo deberías conocer.
Estamos bebiendo, amigo,
por el final de un breve romance.
Ponme una por mi nena
y otra para el camino.

Conozco la rutina,
de modo que echa otra moneda
en la máquina.
Me siento tan mal...
¿No puedes poner una música
sencilla y triste?
Podría contarte largo y tendido
pero has de ser fiel a tus principios,
así que ponme una por mi nena
y otra para el camino.

Tú no lo has sabido nunca, compañero,
pero soy una especie de poeta
y tengo muchas cosas
que me gustaría decirte.
Y cuando estoy melancólico
no te niegues a escucharme
sin que lo haya soltado.

Bueno, así es como funcionan las cosas, Joe,
sé que estás deseando cerrar
de modo que gracias por el trago
y espero no haberte calentado los oídos
con mi monserga.
Pero este desengaño que me quema
tiene que ser sofocado
o pronto podría estallar.
Así que ponme una por mi nena
y otra para el camino...

El largo, tan largo,
el largo, el largo...

 
*En realidad Mercer y Arlen habían escrito la canción treinta años antes, en 1941.

domingo, 23 de octubre de 2011

Calígula: fragmento y aniversario

Albert Camus (1913-1960)

"CALÍGULA: Piensas que estoy loco, ¿no?

HELICÓN: Sabes muy bien que no pienso. Soy demasiado inteligente para hacerlo.

CALÍGULA: Ya. Bueno. El caso es que no estoy loco, y hasta te diré que nunca he estado tan cuerdo. Sencillamente, he sentido un anhelo imposible. (Una pausa) No me gusta cómo son las cosas.

HELICÓN: Es una opinión bastante extendida.

CALÍGULA: Cierto. Pero hasta ahora no lo sabía. Ahora lo sé. (Con la misma naturalidad.) No soporto este mundo. No me gusta tal como es. Por lo tanto, necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, algo que, por demencial que parezca, no sea de este mundo.

HELICÓN: El razonamiento tiene coherencia. Pero, en términos generales, no puede llevarse hasta sus últimas consecuencias.

CALÍGULA: (Levantándose, pero con la misma naturalidad.) Qué sabrás tú. Precisamente por no llevarlo hasta sus últimas consecuencias nunca se logra nada. Pero quizá baste con que sea lógico hasta el final. (Mira a HELICÓN.) También ahora sé lo que piensas. ¡Cuánto lío por la muerte de una mujer! No, no tiene nada que ver con ella. Creo recordar, es cierto, que hace unos días murió una mujer a la que yo amaba. Pero ¿qué es el amor? Poca cosa. Esta muerte no supone nada para mí, te lo juro; simplemente me indica una verdad, una verdad que me lleva desear la luna. Es una verdad sumamente clara y sencilla, y aunque sea un poco tonta, cuesta descubrirla y también sobrellevarla.

HELICÓN: ¿Cuál es esa verdad, Cayo?

CALÍGULA: (Mirando hacia otro lado, en tono neutro.) Los hombres mueren y no son felices". 


ALBERT CAMUS. CALÍGULA.  
(Traducción de Javier Albiñana, en Alianza Editorial)


Es una de las obras de teatro que más amo, y eso sin haberla visto nunca representada en un escenario: me bastó ver la versión que Jaime Azpilicueta dirigió para Televisión Española en 1971, emitida el 25 de octubre, hace pues cuarenta años, con un José María Rodero más allá de todo elogio. Este extraordinario drama (“tragedia de la inteligencia”, en palabras de su autor), una de las piezas fundamentales del teatro francés del siglo XX, fue estrenado en 1945 en el teatro Hébertot de París, siendo su primer protagonista Gerad Philipp. En España, José María Rodero (1922-1991), que ya la había representado unos años antes y por lo tanto había ido indagando en su personaje y había pulido cada uno de los casi infinitos matices de su actuación, hizo para televisión una de las más extraordinarias interpretaciones que yo recuerdo haberle visto a actor alguno. Volvió a interpretarla en 1982, en el teatro romano de Mérida, en ocasión también grabada y emitida por televisión.

No es ésta la primera ocasión en que declaro mi absoluta admiración por este actor, tan pobremente aprovechado en el cine, pero a quien he visto en soberbios papeles de teatro, cuando el teatro existía en televisión y, por lo tanto, según aquella máxima cruel, existía, sin más.

RTVE está recuperando en su página web algunos de aquellos maravillosos Estudio 1 que a muchos nos metió en las venas el veneno del teatro cuando éramos niños. Una de las obras que allí puede encontrarse es, precisamente, este Calígula de 1971. Vaya desde aquí mi más encendida invitación a buscar un hueco para verla.

 José María Rodero y Estanís González, Calígula, 1971 



Retrato de Albert Camus: Escolástico Fernández

lunes, 17 de octubre de 2011

De "Sangre de mayo" a "Holmes. Madrid Suite 1890"


José Luis Garci comienza a rodar el 24 de octubre su próxima película, una historia original de Sherlock Holmes ambientada en el Madrid de finales del XIX, escrita por el propio Garci y Eduardo Torres Dulce. Me cuento entre quienes se han sorprendido al conocer el asunto elegido, pero también entre quienes ya ansían verla.

Su anterior película, Sangre de mayo, tuvo mucha menos fortuna de la que merecía. Recuerdo que lo primero que pensé cuando salí del cine después de verla, en octubre de 2008, es que Garci no se había parado a considerar lo lejos que está la España actual de poder aceptar una obra como aquélla: una película culta en una sociedad donde ya sólo prospera la banalidad; una película que discurría de manera natural, con el ritmo de un río en su cauce mil milenario, sin que el tiempo se viera torturado por el apremio, por el vértigo, por remolinos y rápidos y torrentes de puro estruendo y espuma y urgencias de plano contra plano contra plano contra plano contra plano; reflexiva, respetuosa, ambiciosa en la búsqueda de su perfección en cada escena, atrevida en su maravilloso anacronismo de obra de arte. 

Entre otras cosas, Sangre de Mayo fue un regalo para quienes amamos ese extraño don que es la interpretación: de modo que actuar, ”meterse en el papel”, ¿era esto? Ser otro, modular la voz y pronunciar con franqueza un texto que es inteligente y penetrante en cada línea de diálogo, medir tus ademanes, acompasarlos a tu personaje y a su tiempo histórico, desarrollar una escena cerrada de principio a fin sin tener que someterse a la tiranía del montaje acelerado. Cada actor de aquella película tenía al menos una escena sublime: Larrañaga con el sombrero y el bastón recién recogidos, por otra parte, qué tragedia siempre la de España, ¿verdad?, Tejada tratando de identificar al fraile a quien ha recibido en su despacho, Tina Sainz incrementando su callada estupefacción ante la avalancha de obsequios que Rellán le ofrece a su sobrina, el propio Rellán deslumbrante en su composición absolutamente memorable de un avaro...

Sangre de Mayo concentraba un inmenso amor por un oficio casi perdido. En realidad, al cine hace ya tiempo que hubieran debido arrancarle los galones de séptimo arte y rebajarle a espectáculo raso. Entendí que Sangre de Mayo era un compendio de pequeños homenajes íntimos, como la carga de los mamelucos, donde desenfunda su sable la carga de Doctor Zivago, o ciertos destellos fordianos a través de una ventana, o el Quo Vadis de nuestra infancia, o El Álamo en una sesión matinal de un impagable reestreno, o aquel suntuoso Guerra y Paz de King Vidor, también en decorados.

Apenas salí del cine, ya digo, sospeché que iban a crucificar a su director. Sangre de Mayo tiene alas, pensé, lo que no tiene es aire para moverlas, como decía un personaje de la película refiriéndose a Don Alonso Quijano. Y así fue. Hoy es una película casi maldita, a pesar de sus virtudes.

No se ha vuelto a rodar una película policíaca en España mejor que esas dos joyas que son El Crack 1 y El Crack 2. Durante años pareció posible que la trilogía se cerrara, pero resulta difícil creer ya que esa tercera entrega llegue a existir algún día. No será, pues, el detective Germán Areta (portentoso Alfredo Landa) quien siga una pista en una trama de puro género negro, sino nada menos que Sherolck Holmes, y en Madrid, y de la mano de Garci. El título provisional: Holmes. Madrid Suite 1890.  Me gusta la idea.


domingo, 9 de octubre de 2011

Tom Doniphon


Si el Loser dispusiera de una puerta batiente, a buen seguro que el barman atornillaría en una de sus esquinas una chapita dorada con el nombre de Tom Doniphon. Habría de ser una de esas puertas dobles con sabor añejo, de madera, naturalmente, con espacio libre por arriba y por abajo y listones oblicuos dándole cuerpo, aunque este punto no es necesario: bastaría con que dejase a nuestra espalda un vaivén desacompasado que al poco se equilibrara en la quietud. Y es que hay quien acaba dándole nombre a una calle o a una plaza o a un edificio en una  exclusiva universidad de Massachusetts y quien merece que se le reconozca el haber transferido a un objeto cotidiano parte de su vigorosa personalidad: nadie ha abierto y cerrado una puerta batiente como aquel Tom Doniphon tan feo, fuerte y formal como el mismísimo John Wayne que lo encarnó en El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), un tipo realmente duro al que no más de tres o cuatro personajes de ficción le disputan el triste privilegio de ser el mayor perdedor de la historia del cine. Nadie tan indómito y corpulento como él ha sabido ceder el paso a su chica con parecida galantería, ni se ha abierto paso a través de sus dos hojas con tan natural firmeza, ni ha vuelto a lograr encender una cerilla en la aspereza de una de ellas, y de costado, al tiempo que se le venía de atrás hacia delante, ni ha impulsado el cierre de ambas a su espalda de manera tan categórica. 

Del pasado de Doniphon sabemos aún menos que del de Ethan Edwards, aquel vengativo e infatigable buscador de sobrinas raptadas con el que Wayne perfeccionó de manera definitiva el mito del héroe del western. De alguna manera intuimos que debió de ser durante años uno de esos tipos sin arraigo que iban y venían de un lugar a otro haciendo valer su destreza con el revólver y su valor tranquilo, sin aspavientos. Si es tan rápido como todos parecen saber que es, no resulta creíble que lo lograra ejercitándose en la parte de atrás de su rancho, y la soltura con que se impone siempre a un tipo tan turbulento y peligroso como Liberty Valance (un brutal Lee Marvin) se debe a algo más que al triunfo del carácter: es sin duda su reputación lo que frena al pistolero cuando Doniphon le desafía o cuando simplemente le mira a los ojos sin dejar de sonreír. ¿Dónde y cómo se ganó esa reputación? ¿Se conocían de antes Liberty Valance y él? Nada sabemos, todo es pura conjetura. En algún momento debió de llegar casualmente a Shinbone acompañado del fiel Pompey (algo así como un escudero de color, muy disuasorio con el rifle), conoció a la señorita Hallie y decidió fijar cerca de allí su residencia. Se tiene noticia de que se ausentaba de vez en cuando para traficar con caballos al norte del Picketwire, y a su regreso continuaba con la ampliación de su casa, para cuando Hallie y él se casaran. Todos lo daban por hecho, y esos eran sus planes. Planes personales.

Sin embargo, todo empezó a cambiar tras la accidentada aparición en la ciudad de Ransom Stoddard, un James Stewart algo maduro para tratarse de un recién licenciado en derecho. Con él llegó la ley y el orden al violento oeste, y aunque Tom Doniphon no le auguraba porvenir alguno a menos que aceptase la autoridad de las armas, lo cierto es que su inquebrantable fe en el progreso favoreció el comienzo de una nueva etapa en la historia de aquel territorio y, por extensión, y de manera simbólica, de todo el país.

Realizada cuando el wetern clásico había entrado ya en una fase de decadencia, El hombre que mató a Liberty Valance retrata de forma melancólica la inevitable desaparición de todo aquello que el género había elevado a categoría de moderno cantar de gesta: el aluvión de gentes de toda procedencia derramándose por un vasto país que no hacía mucho se había ganado por la fuerza su independencia, el arrojo de los primeros colonos que se aventuraban con sus escasas pertenencias en territorios desconocidos, la hostilidad de los indios o de los terratenientes que les habían precedido a ellos en la aventura y ya les habían arrancado a los nativos aquellas tierras, la impunidad de los forajidos y la prevalencia del más fuerte, pero también la aparición de héroes que venían a deshacer entuertos con la elocuencia de la pólvora y el plomo, poseían cierta clase de ruda integridad y sabían cómo conquistar el corazón de mujeres impetuosas.


La de El hombre que mató a Liberty Valance es ya una épica de interiores, como la de Centauros del desierto (Ford, 1956) lo era de exteriores. Las extensas praderas y los monumentales y rojizos valles darán paso a  redacciones e imprentas de periódicos, a aulas, a futuros despachos. Con Ransom Stoddard avanza no sólo la ley, sino también la educación y la política. El desierto donde no brotaba más flor que la del cactus se convertirá en un jardín, y todo ello, ley, instrucción y futuro bienestar inclinaron los sentimientos de la señorita Hallie hacia quien lo traía consigo. Ahora bien: ¿fue la ley y el orden la que sentó las bases de una nueva realidad más justa y civilizada?

La cosa fue así: una noche, Liberty Valance arrasó la redacción del Shinbone Star, el periódico local, dejando malherido a su fundador y redactor jefe, Dutton Peabody (quien, por cierto, ese mismo día había sido elegido delegado territorial gracias a una cualidad que no ha dejado de ser útil en política: con su ebria palabrería era capaz de ablandarle el oído a una india de ma-ma-madera). Contra toda razón, el inexperto tirador Ransom Stoddard decidió desafiar a Valance a un duelo desigual del que era muy improbable que saliera con vida. Hubo un confuso intercambio de disparos y el pistolero, sorprendentemente, cayó abatido.

Ahora bien, sólo más tarde supimos que en realidad había sido Tom Doniphon quien, respondiendo a una petición de ayuda por parte de Hallie, disparó sobre Liberty Valance desde un callejón próximo. Al menos así se lo aseguró a Stoddard para convencerle de que aceptase la designación que le abriría las puertas de una larga y exitosa carrera política, pero esto jamás se hizo público. “Recuerda”, le dijo envuelto en una nube de humo, “Valance salió del saloon, tú caminabas hacia él cuando él disparó el primer tiro, ¿recuerdas?”. Y en uno de los más conmovedores actos de sacrificio personal que se recuerda en el cine, Tom, que ya había prendido fuego a su casa, concluyó: “Desearía no haberte salvado la vida. Ahora Hallie es tu chica. Tú la enseñaste a leer y escribir, ve y dale algo sobre lo que leer y escribir”. Después se fue, se alejó entre las sombras. Y nada volvimos a saber de él.


La película comienza muchos años después de todo aquello. El veterano senador Stoddard y su esposa, Hallie, vuelven a una Shinbone muy cambiada para asistir al funeral de Tom Doniphon. Ante el austero ataúd de madera sin pintar que contiene su cuerpo, casi un largo cajón de fruta con bisagras, ambos se emocionan. Ella más. Ella ha dejado sobre la tapa un cactus en flor.

Y es que nadie estuvo nunca tan ajeno al hecho de que el mundo tal y como uno lo conoce no se cierra de un portazo seco, sino con ese sutil abaniqueo con que la historia va sustituyendo una realidad por la siguiente casi sin que nos demos cuenta.

Por cierto: algunos habituales del Loser suelen discutir sobre si Doniphon le contó o no la verdad a Stoddard acerca de lo que ocurrió realmente aquella noche del tiroteo, la noche en que mataron a Liberty Valance.