Juan Manuel Cidrón habita el don sublime de la música, y en el ala
de los teclados sabe improvisar la felicidad. Comparto con él la propensión a
caminar por las calles de nuestra ciudad de manera infatigable, solitaria y algo
absorta, y más o menos una vez al año, gracias a un encuentro casual –aunque ya
se sabe lo poco casuales que son a veces esas carambolas urbanas del azar-, me
hace el impagable regalo de un nuevo disco suyo del cual brotan personalísimos
mundos acústicos, el monólogo experimental de los más cotidianos aparatos
electrodomésticos, los trazos de un laberinto musical, sombras y espumas
áureas, el vuelo compartido con otras alondras de voces distintas, voz de
cuenco tibetano, de darbuka, de copas armónicas, de kalimba, de ocarina.
Es más que probable que de no mediar el aprecio y la admiración
que le tengo y la estima con la que él me honra, yo no hubiera tenido contacto
alguno con la música electrónica ni hubiera conocido nunca la existencia de una
variedad llamada planeadora o cósmica, que es a la que se le vincula, ni
tampoco me hubiera preocupado por buscar algún vídeo de la banda Tangerine Dream para conocer el origen
de todo esto que Juanma es capaz de crear con sus teclados, sus secuenciadores,
sus sintetizadores y cualquier otro ingenio sonoro que se acerque a sus dedos.
De la docena de discos que lleva grabados en sus más de treinta años de
trayectoria musical, yo tengo cinco. Cada uno de ellos es diferente, como
también es diferente el grado de complicidad que exigen a quien los escucha y diferente
es la experiencia que me liga a sus sonidos: cierto verano
de aguas nocturnas y velones encendidos bajo las estrellas es indisociable en
mi recuerdo de la mágica música que compuso para conmemorar el veinticinco
aniversario de las Jornadas de Teatro del Siglo de Oro que se celebran en
Almería, disco que lleva por título …de la sombra y de la espuma…;
otro disco multiplicó cierta tarde los efectos de un sueño extraño, como si me
hubiera provocado el adormecimiento mediante algún sortilegio acústico llevado
a cabo por un conciliábulo de electrodomésticos.
Al final son siempre las sensaciones más íntimas las que
determinan las predilecciones, y entre los discos de Cidrón hay uno que me
atrapa en sus recodos hipnóticos cada vez que accedo al dédalo de intuiciones
que tejen sus sonidos, una música que me intriga y me absorbe y me transmigra.
Es Gnostic Laberyntus, de 2011, una larga suite planeadora de 63
minutos ininterrumpidos. Escribió Julio Cortázar: “Puede concebirse una
dimensión (en otro planeta, por ejemplo) donde lo que aquí llamamos música sea
una forma de vida”… La música como forma de vida, en otra dimensión, en
otro planeta, en otras coordenadas espacio temporales, más lejos en el vasto
universo o más profundamente hundida en ese otro universo no menos desconocido
que es el interior de nosotros mismos; en lo inconcebiblemente inmenso o en lo
inconcebiblemente diminuto. Cuando me dejo colonizar por este disco a través de
unos auriculares yo presiento esa otra forma de vida: he llegado a imaginar en
él una música nacida más allá de la desaparición del hombre, una música que se
genera a sí misma en un planeta vacío, añoranza de una especie capaz de lo mejor
y de lo peor, tan creativa como dañina; una música que es eco en una noche del
futuro, que es viento, ondulaciones en el silencio, roces, vibración amniótica,
descenso de algo, vida propia que se compone a sí misma, que despierta a un
sonido sin melodías, diálogos de ruinas, estelas de polvo alzándose de pronto
en torbellinos dorados, un rayo de sol trazando su soledad en la exactitud
equinoccial de una estructura megalítica doblemente remota, la imitación que la
naturaleza pudiera hacer de unos latidos, de un canto coral, de una caída a un
pozo de bronce, resonancias de miedos y olas y ardor atómico, de un vértigo
casi insoportable y una gota sumándose metódicamente al agua de un recipiente
desbordado y una bandada de graznidos sobrevolando la lentitud de un gong, y
viento, viento en las grietas, en las oquedades de los troncos, en las bocas de
botellas de vidrios mineralizados, otra forma de vida fertilizada por la única
nostalgia que acaso despertemos en la ausencia de nosotros, los que no seremos ya,
los que fuimos sólo un instante cósmico y sin embargo creamos la música.
El último disco de Juan Manuel Cidrón, Equilibrios en el
aire, de 2013, contiene trece temas interpretados al piano: ni
electrónica ni sintetizadores, tan solo puntuales colaboraciones instrumentales
en cuatro de las piezas. Me he permitido jugar con uno de estos temas, “La
esperan”, poniéndole imágenes un poco al hilo de mis propias sensaciones, y he
traído el resultado al Loser. Es una pieza en la que el teclado de Juanma, más
cristalino e intimista que nunca, se acompaña de ese
instrumento tan extraño que es el Theremín, aquí tocado sin tocar por Antonio L.
Guillén. (En el Theremín no hay contacto físico, las manos intervienen en los
campos electromagnéticos por proximidad... )
(El programa Discópolis, de Radio 3, le dedicó un especial a Juan Manuel Cidrón,
emitiendo, completo, su magnífico …de la sombra y de la espuma…)