jueves, 26 de enero de 2023

El tríptico noir de Justo Navarro

 

Digamos que este viejo local que ahora abre una vez al año no está regentado ya por un barman propiamente dicho, sino más bien por el fantasma de un barman en cuyas manos incorpóreas vino a caer hace tiempo un sobrecito de azúcar con la siguiente cita de Einstein: “Si todo te da igual, estás haciendo mal las cuentas”. Será eso, entonces. Que estoy haciendo mal las cuentas. Soy de letras, como digo cada vez que me enfrento a una operación matemática, y será cosa de tirar de esta excusa para justificar también el desencanto.

En cualquier caso, ese “todo” del “todo te da igual” no es en mi caso exactamente todo-todo-todo, porque lo cierto es que ahí afuera aún hay cosas, ay, capaces de brillar para mí en su diferencia. Por ejemplo: tardé varios meses en saber que Justo Navarro había publicado la tercera novela de su comisario Polo, y corrí a comprarla como cuando era joven y no podía esperar para tener en las manos ciertos libros recién editados.

Imagino que alguien habrá hablado de trilogía al referirse a Bologna Boogie (2021) como prolongación literaria de Petit Paris (2019) y Gran Granada (2015), o de saga, concepto más manoseado todavía, pero yo veo los tres libros como un tríptico. ¿De qué? Un tríptico noir que a la manera de un Bosco de nuestro tiempo retratase en tres tablas un jardín de los delirios fascistas como decorado histórico de tres excelentes novelas negras. Cronológicamente, un París empequeñecido por la oscuridad del nazismo que lo ocupa en 1943; una Bolonia post-mussoliniana en 1947, en donde, acabada la guerra, vencidos ya el fascismo alemán y el italiano y bajo la amenaza ahora del comunismo soviético, hay quienes se dedican a la intriga política como si fuera el último baile de moda, el boogie woogie, explica Navarro; y finalmente, la Granada de 1963, engrandecida de NODO y burguesía afecta al Régimen, en un país en el que el franquismo ha podido seguir celebrando año tras año su victoria de brazo alzado pues así lo permitieron tras la Guerra Mundial los aliados que derrotaron a Hitler y a Mussolini.

Y en las tres ciudades está Polo, el comisario Polo, asistiendo desde sus insólitos dos metros de altura a la multiplicación de los cadáveres y favoreciendo con su perspicacia y su privilegiada capacidad de observación el desenredo de cada madeja criminal.

Ya Gran Granada me devolvió el placer de la literatura policial, de la que me di auténticos atracones en mi adolescencia y juventud, y en la que, salvo excepciones, acabé por echar de menos un lenguaje más sólido, como el que Navarro utiliza, prosa de poeta, precisa como un reloj suizo, la excelente prosa que impregna todas sus novelas y que se ajusta como un guante al andamiaje literario que sostiene al género negro. Leí entonces, digo, a todos los grandes autores de novela policíaca y a buena parte de los intermedios, y de los mejores casi toda su obra. He seguido frecuentando, eso sí, de tarde en tarde, el turbio universo de Patricia Highsmith, y no hace mucho me regalé, treinta y tantos años después, la relectura de esa grandísima novela que es Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán.

 

Como esa y las demás novelas del detective Carvalho, Gran Granada es, a un tiempo, escrupulosamente respetuosa con los códigos del género y costumbrista, en su más elevado significado, hasta hacer pensar en ocasiones en una Colmena granadina de los sesenta teñida en negro. Es, además, un retrato de esa jerarquía en el ejercicio de la autoridad que se desarrollaba durante el franquismo en la parte superior de la pirámide social, y una crónica en escala de grises de lo más granado de una ciudad de provincias en un tiempo donde los únicos colores que parecían destacar eran el rojo y el gualda de la bandera, como los peces en Rumble Fish, la peli de Coppola. Qué estupendo ese momento en que el viejo comisario desciende hasta los barrios obreros en busca de un recepcionista de hotel y éste y su mujer le miran como desde abajo, apabullados por la altura de su posición y los gruesos lentes que parecen tener su razón de ser en la voluntad de escudriñar desde tan arriba.

Uno sale del libro como abandonando a unos personajes que en el ir y venir de las fechas, de las sospechas y de los temores acaban por hacerse un hueco en la vida del lector. Me quedé prendado de cierto subbibliotecario, porque me resultaba fascinante la idea de que pudiera existir una figura así, cuya labor fuera buscar en los libros devueltos a una biblioteca pública cualquier indicio que pudiera dar una pista sobre algún desafecto al Régimen: qué mayor ejemplo de cómo fascismo y estalinismo se daban la mano en su obsesión por rebuscar en las vidas de todos.

Por otra parte, al terminar la siguiente, Petit Paris, recuerdo haber dejado al comisario Polo mirando la mancha de lápiz de labios en una colilla aplastada por Alodia Dolz en un cenicero del hotel Barbicane. La mirada discretamente minuciosa de Polo y su oído bien atento atraviesan toda esta estupenda novela, que es un veinte años antes, y no después, como en los mosqueteros de Dumas. Al final de esta segunda historia de Polo, el lector casi siente que la ha leído no con sus propios ojos, sino con los del comisario, que su conciencia ha sido la conciencia del protagonista, que nuestro estar en las páginas del libro ha sido su no querer seguir estando en París. Como con Gran Granada, Petit Paris me devolvió ese maravilloso placer de leer buena novela policíaca que alimentó, ya he dicho, mi juventud y mi primera pasión por la literatura. No seré yo quien niegue los homenajes a Simenon, Malet y Modiano que asegura la contraportada, pero sentí muy cerca, además, al mejor Vázquez Montalbán y al todopoderoso Raymond Chandler: en ese Bohle/Corpi parece esconderse un Terry Lennox salido de entre los muertos, aunque en la novela de Justo Navarro es la gran Alodia quien se aleja más o menos triste, solitaria y final.

De alguna manera, esta segunda novela me dejó con muchas ganas de una aventura del Polo condecorado por el Presidente de la República y otra del Polo condecorado también por Alfonso XIII, pero, como dije, Bologna Boogie nos lleva a la Italia de posguerra y a una historia llena de tabaco y cerveza y whisky americano, y sobre todo llena de swing, con desaparecidos de quienes se sospecha, muertos que lo son antes de contar lo que saben, mujeres que juegan a dos o más barajas, un Polo que asombra a los italianos por su altura (Si alguna vez tuviera que mandar a un hombre de su confianza a que le pegara un tiro en la sien, el hombre tendría que subirse a un taburete o esperar a que Polo se sentara, se le ocurre al intrigante Bernagozzi, asesor de la policía), en un ambiente en que la voz de un hombre que desde el interior de un coche le ordena a una mujer que suba puede hacerle sentir a esa mujer algo en el estómago, como si aquella voz fuera un producto químico y ella se lo hubiera tragado, un ambiente turbio donde una sonrisa puede parecer tan usada como si quien la lleva en la cara no se la hubiera quitado en diez años, donde la linterna de un escondido da menos luz que sombras a la hora del afeitado, y donde Polo, alejado de su territorio jurisdiccional, no dispone de ninguno de sus atributos policiales, a saber: En Bolonia no podía escuchar conversaciones telefónicas, ni abrir la correspondencia ajena, ni manipular atestados e informes forenses, ni interrogar a nadie de un modo exhaustivo y científico.

Acabo en afirmación rotunda: estas tres novelas y este personaje, el comisario Polo, sitúan a Justo Navarro entre los más destacados autores españoles de novela negra. 

                                                     Justo Navarro. 2016. (Foto JFH)

 

viernes, 27 de mayo de 2022

Amaia, Cuando no sé quién soy

De vuelta al fin a cara descubierta en un patio de butacas, aprovechando un paréntesis de auténtica realidad entre esa otra nueva y menos real que no acaba del todo y aquella quién sabe si peor que se anuncia en los informativos para más adelante. Carpe diem. El público va entrando en la sala y ocupando sus localidades poco a poco sin dejar de mirar el escenario, en cuyo centro destaca un piano vertical emplazado sobre un estrado y bañado en luz. Detrás, los otros instrumentos que oficiarán esta noche el rito excitante de la música en directo, las guitarras y bajos en sus soportes, la batería, los teclados eléctricos. Una voz anuncia que faltan cinco minutos para el concierto, y brota una entusiasmada ovación en platea y anfiteatros, y luego otra ovación más a falta de tres minutos, y otra cuando se empiezan a atenuar las luces y el auditorio acaba por sumirse en una oscuridad que no alcanza al piano y a la banqueta acolchada, iluminados por un foco en cuya claridad queda como atrapado el recurso jazzístico del humo. No nos miramos mi hija y yo “con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto”, según escribió Cortázar acerca de uno de Thelonius Monk. Nuestros ojos más bien tratan de advertir en la penumbra del escenario algún movimiento que pudiera delatar la entrada de Amaia, pero son otros espectadores quienes lo logran, las primeras filas, tal vez: la espera se convierte en aplausos crecientes, en aclamaciones, y ella aparece junto al piano, saluda sonriente, se inclina hacia adelante, se sienta frente al teclado. Su voz y las primeras notas del piano suceden al mismo tiempo.

De Amaia Romero (Pamplona, 1999) escribió Juan Sanguino en El País que “es una artista que despierta tanto interés por lo que hace como por lo que podría hacer”, y es esta una idea que resume bien el fenómeno que supuso su deslumbrante y prometedora aparición en el panorama musical español con tan solo dieciocho años, a través de un programa de televisión, y las expectativas tan elevadas que siguen puestas en ella, al punto de que cuando publicó su primer disco, el notable Pero no pasa nada (2019), pareció que a algunos ese pequeño paso inicial en la carrera de una mujer tan joven se les antojaba también un pequeño paso para la Humanidad. Demasiada responsabilidad en las manos de quien, al fin y al cabo, se está buscando aún como artista. De toda esa carga, sin embargo, hace ella materia de creación musical: con la canción que abre los conciertos de su gira actual, que es también la primera canción de su segundo disco, Cuando no sé quién soy, nos da la bienvenida “al show de su vida en borrador”, nos asegura que sí, que “Quiero ser lo que se espera de mí y seguir siendo yo a la vez”, y confiesa que sabiendo que “están todos esperando” le da “miedo que haya tanta expectación”. Y tal vez este admirable segundo disco siga sin ser ese gran salto para la Humanidad, pero desde luego es un enorme paso no solo en su carrera sino en la propia música indie pop española, en cuyo género se inscribe.


Tomando el libreto que acompaña al cedé nos encontramos en la portada su rostro pensativo en primerísimo plano y un menudo colgante en forma de corazón que sostiene junto a sus labios y lleva dentro una fotografía de cuando era niña. La primera frase del disco, “Ya no soy pequeña, tampoco soy mayor”, que establece un contexto vital pero también, ya de partida, una de las líneas argumentales del disco - ese no saber aún quién es que le da título-, me hace pensar en aquella pregunta que Ana María Matute puso en boca de la adolescente que protagoniza su novela Primera memoria: “¿Qué clase de monstruo soy ahora que ya no tengo mi niñez y no soy, de ninguna manera, una mujer?”. Amaia no es ya una adolescente, pero como todos nosotros en el primer tramo de la veintena apenas empieza a vislumbrar la clase de adulto en que podría convertirse y está en proceso de romper el hilo que aún le une a su niñez. Con la última frase del disco le da, en cierto modo, por roto, y lo lamenta, aún sabiéndolo inevitable: “En el parque Yamaguchi / yo me debí quedar”, siendo ese parque de su ciudad natal representación del paraíso perdido de la infancia o peterpanesco país de Nunca Jamás. En esta canción que cierra el disco, enraizada oportunamente en el folclore navarro, establece además un hermoso juego de simetrías cortazarianas: hay un parque en Pamplona llamado Yamaguchi donde ella lloró primeros amores y un parque en la ciudad japonesa de Yamaguchi llamado Pamplona donde tal vez una niña llorará, como hay una joven de familia acomodada en Buenos Aires que presiente la existencia de una mendiga en Budapest que de alguna manera es ella y sufre violencia y frío (‘Lejana’) o unas Galerías Güemes en Buenos Aires y unas Galerías Vivienne en París, tan lejos y sin embargo tan a continuación una de otra, tan al alcance de un caminar a la deriva (‘El otro cielo’).

Entre la primera frase y la última, diez canciones que atraviesan distintos estilos, en los que predomina un sofisticado sonido electrónico, de atmósfera retro, e igualmente distintos estados de ánimo; que podrían retratar diferentes fases de una relación amorosa pero que son al mismo tiempo un diálogo consigo misma y sobre sí misma, y que le ponen música a una evolución personal y artística de larga zancada; canciones de tránsito a la madurez, de descubrimiento, de reafirmación, a veces melancólicas, a veces gamberras, atrevidas, canciones de quien tiene las riendas y puede ofrecer su alma o esconder toda emoción, según el momento, y confesarse pesimista a veces, y dibujar con delicadísimo trazo esos periodos de abatimiento en los que no conviene olvidar que, después de todo, cada uno de nosotros somos una persona más. 


 

‘Yo invito’ ejemplifica a la perfección esa dualidad temática que se extiende a lo largo del disco: en sí misma, la canción es la crónica de la superación sin traumas de una ruptura sentimental, y así se entiende en cada de uno de sus versos cuando se escucha. Sin embargo, el videoclip parece proponer una segunda interpretación mediante el recurso de unas ovejas, primero una sola que entra a la manera buñueliniana en el bar mortecino donde ella bebe apoyada en la barra, y luego un multitudinario rebaño en el campo que Amaia observa, a pie quieto, pasar a su alrededor. El rebaño de ovejas es recurrente símbolo de gregarismo, imagen de aborregamiento y mansedumbre y uniformidad ciega frente a la libertad de quienes defienden su diferencia contra viento y marea. (Yo mismo la utilicé hace años en un vídeo que tenía mucho de arrebato y que tal vez explique mejor lo que trato de decir: 👉 Aquí acaban las palabras, se titulaba). Así, la entrada de la oveja en el bar coincide con los versos “Ya no sé qué va a ser de mí / pero sé que hoy me despido de ti / Voy a hacerte cruz y raya / Me siento triste pero liberada”, cantados mientras primero se miran la una a la otra en plano contra plano, y luego la oveja desaparece y aparece ella, que echa un trago y empieza a ejecutar un baile singular con el que parece representar esa sensación de liberación –“Hoy voy a invitar a todo / volver cuando amanezca / caerme, hacer el tonto / mandar todo a la mierda”. ¿Qué libertad festeja? ¿De quién se despide hoy? ¿A quién le hace “cruz y raya”? ¿No será a esa otra Amaia que podría ceder a la tentación de integrarse en el rebaño, y a quien le dice que no, y rompe con ella sin más, aunque eso conlleve “aceptar / que hay cosas que nunca me van a ocurrir”? En la primera canción del disco, ‘Bienvenidos al show’, parece decirlo de otra manera cuando asegura que en su armario nunca hay prendas del color que según las revistas está de moda: “Me da igual, ya no pienso fingir”, añade. No en vano, es precisamente el hecho de estar llevando su carrera con total libertad -y además su voz hipnótica y su falta de impostura- lo que más comúnmente se le reconoce como seña de identidad, algo nada fácil, ni en esa industria ni, sobre todo, siendo mujer. Billy Holiday escribió en sus memorias: “La gente no entiende cuánto hay que luchar para grabar lo que uno quiere y tal como quiere”, y también: “En toda la tierra no hay dos personas idénticas y lo mismo tiene que suceder en música, de lo contrario no será música”. Esa es la lucha de Amaia, y Cuando no sé quién soy supone una victoria personal de la que nos beneficiamos todos los que apreciamos la buena música.


 

Reconozco que mis predilecciones musicales están fijadas hace tiempo y celebran fundamentalmente la inspiración del pasado o se inclinan hacia largas y contrastadas trayectorias, de Bach a Frank Sinatra o Eric Clapton, de los madrigales de Monteverdi a la música planeadora de Juanma Cidrón, del ‘See, The Conquering Hero Comes’ de Haendel, al ‘Child Of Vision’ de Supertramp, una multiplicidad de ritmos y estilos y movimientos y bandas sonoras y solos de violín o de guitarra eléctrica y arias y scat singing. Habrá quien diga que los prejuicios me impiden prestar más atención a la música que pueda estar haciéndose ahora, pero es que lo que llega a mis oídos sin buscarlo no me dice nada, salvo, eso sí, algunos nombres que mi hija me va descubriendo, Taylor Swift o Harry Styles, por ejemplo. Lo que me atrae de la música de Amaia es que ella no se deja llevar por el impetuoso torrente comercial que hoy todo lo arrasa y anega, melodías idénticas con ADN de radiofórmula, ritmos repetitivos, machacones, ese tumbtumbtumb trepidante que ruge desde las ventanillas de algunos coches, y en cambio defiende su libertad para explorar a contracorriente territorios propios a partir de sus afinidades y descubrimientos, llevar a su estilo cualquier canción, partir de la experimentación con ecos de los setenta, los ochenta, los noventa y alcanzar un sonido nuevo en el que se identifique.

El pudor me impide desde niño brincar y cantar a pleno pulmón en público, pero a cambio soy un atento observador. En el Auditorio Víctor Villegas de Murcia tuve oportunidad de comprobar el efecto que Amaia produce en el público, la emoción callada que se palpa en la sala en penumbra, y que yo compartí, cuando interpreta las canciones más íntimas acompañándose con el piano, pero también la euforia general que se desata con los temas más animosos, en los que le acompañan, embebidos en una virtuosa y elegante complicidad sonora, los estupendos músicos que van de gira con ella (Aleix Bou, Paula Vegas, Amaia Miranda y Miquel Sospedra). Amaia se mueve de un extremo al otro del escenario con la autoridad de quien recorre sus dominios naturales pero también con el radiante desparpajo de quien juega y se divierte dando rienda a su talento. Al salir del auditorio se tiene la sensación de haber vivido una experiencia verdaderamente intensa. Hay madera de artista grande, duradera, indómita, y este espléndido segundo disco -a destacar el trabajo de producción que ha llevado a cabo Cristian Quirante (Alizzz): la alianza creativa entre Amaia y él lleva dentro el temblor excitante de una agitación musical de alcance impredecible-, este espléndido segundo disco, digo, este Cuando no sé quién soy, supone una inmejorable manera de comenzar una nueva etapa (o una nueva sinfonía vital). 

 




  (Fotos: Concierto de Amaia Romero en Murcia, 20/05/2022. JFH)
 
 
 

 

 

  

Cuando no sé quién soy contiene esta impagable versión de 'Santos que yo te pinte' de Los Planetas