(JFH)
No hay cóctel de entre los grandes que no tenga perfectamente identificado su origen, es decir, un espacio y un tiempo iniciales y unos artífices. El nacimiento del Negroni, ese rubí líquido y tintineante, tuvo lugar en la Florencia de los años veinte, en el aristocrático Café Casoni, ya desaparecido. Fue en ese preciso lugar donde un lacónico barman llamado Fosco Scarselli y el conde Camillo Negroni determinaron hacer que las dos partes iguales de que constaba el Americano, el trago habitual del conde, es decir, Vermut Rosso y Bitter Campari, se convirtieran en tres, con el añadido, más internacional, de la ginebra.
Estoy con José Luis Garci en que el Negroni es una
bebida para beber en terraza, a la hora en que de toda la vida se ha tomado el
vermú: antes de la comida. Se sirve, con cubitos y rodaja de naranja,
en vaso old fashioned, ancho y bajo, cuyo cristal traspirará una humedad fría y
esmerilada. La terraza: italiana, a ser posible; por qué no en Venecia, por
ejemplo, cerca de las mesas separadas que ocupan Rossano Brazzi y Katherine
Hepburn poco antes de conocerse en Locuras de Verano (¡Camariere!)...
...o en Roma, un poco más allá de aquella otra mesa en la que
Gregory Peck hace caer al suelo a Eddie Albert en presencia de la otra Hepburn,
Audrey. Digamos que el Loser es hoy cualquier terraza así en cualquier piazza
semejante. Y aconsejo acompañar el momento con una buena novela italiana,
Bassani, Calvino, Moravia, Buzzati, Lampedusa... Giusseppe Tomasi de
Lampedusa... Sí, Il Gattopardo, de 1958... Sí, sin duda éste es el libro que
tenemos en las manos...
Dejemos una cosa clara: en las páginas de El Gatopardo
no cabe en modo alguno el Negroni, y no sólo porque la historia transcurra en
la segunda mitad del siglo XIX, sino porque este elegante bebedizo florentino
no parece probable en la Sicilia de mil novecientos cincuenta y tantos, que es cuando fue escrita. Ocurre
que para quien esto escribe se trata de la novela italiana por excelencia. La
leí tarde, hace apenas tres años, y recuerdo haber salido de ella como quien al
alba sale de un palacio donde se ha celebrado una fiesta inolvidable, cargada
de momentos sublimes, unos pequeños, otros suntuosos...
No más de diez novelas en toda mi vida me han procurado
un placer tan hondo como ésta del Príncipe de Lampedusa -bueno, acaso algunas
más de de diez, pero ya en la remotísima primera adolescencia, cuando el acto
de leer estaba desprovisto de todo análisis técnico y resultaba tan sencillo
enrolarse en La Hispaniola o visitar el 221 B de Baker Street-. Que esta
maravillosa novela llegara a existir se debe al hecho de que a mediados del
siglo XX un noble, que hasta ese momento no había pasado de ser un ocioso y
diletante heredero de un título nobiliario en una República, se destapara como
un incisivo lector de Stendhal y Proust: sólo de este modo fue posible que la
decadencia de una clase social, la más privilegiada, la más endogámica, la
suya, fuera retratada desde dentro con tan bellísimos y profundos trazos. No se
trata de una decadencia que experimentara Lampedusa en carne propia: él ya era
el refinado testimonio de una clase social desaparecida como tal. El derrumbe
había ocurrido casi cien años antes, de una generación a otra, con el ascenso
de una burguesía compuesta de nuevos ricos. Aunque más que de un derrumbe habría que hablar de un cambio, un cambio total para que todo siguiera como estaba.
De 'señores' como el príncipe Fabrizio Salina, el
protagonista, dice un personaje que vive entre ellos, respondiendo a otro y
tratando de explicar por qué son incapaces de inquietarse ante una situación
política que les es desfavorable como un lento veneno: «Viven en un universo particular que ha sido creado no directamente por
Dios, sino por ellos mismos durante siglos de experiencias especialísimas.
Poseen una memoria colectiva muy poderosa, y por lo tanto se turban o se
alegran por cosas que a usted o a mí nos importan un rábano, pero que para
ellos son vitales porque están en relación con su patrimonio de recuerdos, de
esperanzas y de temores de clase. He visto a don Fabrizio ponerse furioso, él
que es hombre serio y prudente, por el cuello mal planchado de una camisa. Y sé
positivamente que el príncipe Lascari no pudo dormir de furor toda una noche
porque en un banquete en la Lugartenencia le dieron un puesto equivocado».
El Príncipe de Salina, un memorable Burt Lancaster, asume durante el baile que su tiempo
ha pasado y que se encamina hacia la muerte
ha pasado y que se encamina hacia la muerte
Una de las cimas de la novela está en el recorrido que
durante días y días realizan dos enamorados por las casi infinitas e
intrincadas estancias de uno de los enormes palacios de los Salina, el de
Donnafugata (y es que un palacio del que se conocieran todas las habitaciones no sería digno
de ser habitado, según don Fabrizio.) Bastaría leer ese capítulo para entender
lo que trato de explicar: cómo la literatura puede llegar a ser tan pero tan
hermosa. Otra cima es, naturalmente, el baile...
Todo lector lo sabe: cada lectura tiene su momento. El
Gatopardo y yo teníamos que encontrarnos en un preciso instante de mi vida,
hace tres años, y en un ejemplar que dormía en mi biblioteca desde mucho tiempo
atrás, una vieja edición de 1963, comprada quién sabe cuándo en alguna feria de
libro antiguo o en alguna librería de lance. Y ahí llegó de pronto: el puro y
absoluto placer de leer, de gozar de unas descripciones que son físicas y
espirituales y poseen varias capas de interpretaciones posibles. Y después
(pero sólo después), llegar a la película de Visconti: tal vez estemos ante un
caso único, el de una obra maestra de la literatura convertida también en una
obra maestra del cine. Y desde luego, don
Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, será para siempre ese inconmensurable y
conmovedor Burt Lancaster. El primer brindis con el Negroni puede ser por él. El segundo, por nosotros. Salud.