John William Polidori (por F. G. Gainsford)
National Portrait Gallery, London
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Ha sido una de mis historias literarias preferidas desde que tenía menos edad aún que sus lejanos protagonistas: ocurrió en junio de 1816, en una mansión suiza enclavada a la orilla del lago Lemán: Villa Diodati. Aquel año, el volcán Tambora, en Indonesia, junto con un acentuado mínimo solar, suprimieron el verano. Encerrados a causa de una sucesión de días y noches de tormenta, un grupo de jóvenes leía en voz alta historias de fantasmas para vencer el tedio. Eran el poeta Lord Byron, de veintisiete años, su entonces médico personal, John William Polidori, de veinte, el también poeta inglés Percy B. Shelley, de veintitrés, y quien aún no era esposa de éste pero sí su amante, Mary W. Godwin, de tan solo dieciocho. Fue Byron quien propuso que cada uno de ellos escribiera su propia historia de espectros y aparecidos. De aquel desafío surgirían dos de las figuras esenciales de la literatura de terror: el monstruo de Frankenstein, que le proporcionó a Mary Shelley la inmortalidad tras la publicación de su novela dos años después, y el vampiro, surgido de la imaginación de Polidori, pero que no le trajo a su autor gloria alguna: titulado así, El vampiro, el relato se publicó 1819 (setenta y ocho años antes que el Drácula de Bram Stoker) sin su consentimiento y atribuido a Lord Byron, quien se apresuró a desdeñarlo como obra ajena y mal escrita.
Tal
vez no hubiéramos sabido nunca acerca de aquella velada en Villa Diodati de no
ser porque Mary Shelley se refirió a ella en el prólogo de su Frankenstein; or, The Modern Prometheus.
También Polidori escribió sobre el asunto -más o menos- en su diario de
aquellos días, pero quién lo ha leído. De hecho, es posible que tampoco
hubiéramos sabido gran cosa del doctor sin ese prólogo, donde Mary le menciona
con un compasivo “pobre Polidori” y le imputa para el reto de Byron, falsamente
o por olvido, un argumento grotesco sobre una dama con cabeza de calavera que
acabó abandonando. ¿Cómo aspirar a ser tomado en serio por editores o lectores después
de aquello, después de ser presentado de manera tan ridícula en un libro de tan
descomunal éxito? ¿Cómo reclamar la autoría de El vampiro, si el escritor más famoso de Inglaterra ya había
menospreciado la obra?
Es
John W. Polidori uno de los más desdichados perdedores de la historia de la
Literatura. Y sin embargo fue un joven de talento, debió de serlo, pues se
licenció en Medicina a los diecinueve años. Y no sólo le interesaba la ciencia:
su principal anhelo era alcanzar el éxito también en el terreno de las
humanidades. Cuando en 1816 Lord Byron le eligió como el médico que habría de
acompañarle en su largo viaje por Europa, Polidori sin duda imaginó que se le abrían los cielos: qué mejor forma de ver impulsada su carrera de escritor que
estar cerca del más leído, el más extravagante, el más carismático poeta del
mundo. Pero donde esperaba amistad y respaldo, el joven doctor encontró la
burla, el desafecto, el trato degradante, actitudes que Byron contagió a sus
invitados, los Shelley. Tras ser finalmente despedido, Polidori anduvo rodando
de acá para allá un tiempo, publicó sin fortuna algún poema, siguió atrapado en
los efectos del opio y acabó suicidándose en Londres, en 1821.
Todo
esto lo cuenta Emmanuel Carrère en su novela Bravura, aparecida en España en 2016, aunque publicada inicialmente
en 1984. Llevo leída más de la mitad, y aunque me costó entrar en ella ahora
estoy ya plenamente enganchado a sus páginas. Es una obra audaz, que juega con
el tiempo y hace de Polidori y los personajes de Frankenstein materia de una entretenida intriga literario-policial que
salta de comienzos del XIX hasta nuestros días.
En
cine, nadie ha contado mejor la historia de Villa Diodati y sus inquietantes derivaciones
que Gonzalo Suárez en la excelente Remando
al viento, de 1988, una de mis dos o tres películas españolas favoritas,
obligatoria para todo estudiante de Literatura que quiera conocer el
Romanticismo. José Luis Gómez encarnó a un desasosegado, rencoroso y en
absoluto veinteañero Polidori, incapaz de hacerse respetar por aquel a quien
tanto admiraba, ese Byron-Hugh Grant que en el lago, de noche, mientras el bote
se desliza por la superficie de las aguas envueltas en brumas, interpreta con
desgarro un antiguo canto albanés reducido a un largo grito.
“Para
divertirse a expensas de los mortales”, escribe Carrère, “los dioses eligen a veces a un auxiliar humano
que, en consecuencia, se cree instalado en el Olimpo, y cuando los amos se
cansan de sus servicios, él se siente un extraño entre sus semejantes”. (Traducción
de Jaime Zulaika para Anagrama).