La última fotografía que el barman ha colgado
en las paredes del Loser,
junto con las del resto de perdedores ilustres que en el cine (y la literatura)
han sido, es la del trío protagonista de Ángel, de Ernst Lubitsch,
1937. Si no se decidió por la imagen de uno solo de los tres personajes que
forman este memorable triángulo amoroso fue, en parte, porque sería tal vez una
forma de desvelar el final de la película, pero sobre todo porque con ello estaría
dando una engañosa interpretación de esta historia en particular y del
desenlace de todos los triángulos amorosos en general. Ni María ni sir
Frederick Barker ni Anthony Halton (o dicho de otro modo: ni Marlene Dietrich,
ni Herbert Marshall ni Melvyn Douglas) acaban ganado esa felicidad que está
ausente de sus anhelantes miradas a lo largo de toda la película. Nadie gana en
estos casos: quien es finalmente desestimado, por razones evidentes; quien ha
de elegir entre dos, porque toda elección lleva aparejada una renuncia; quien
conservó o conquistó el vértice en disputa, porque la persona amada y él serán
ya para siempre una pareja de tres miembros.
Cuesta creer que Ángel estuviera
considerada durante años una obra menor dentro de la filmografía de Lubitsch.
Hoy se ve con absoluta fascinación, casi con incredulidad, que es uno de los
sentimientos que siempre despierta la inspiración del genio: cómo es posible
tanta clase, cómo es posible llegar tan lejos en cada una de las escenas, e ir
enlazándolas todas con un ritmo tan preciso, tan natural. Cómo son posibles
unos diálogos tan pero tan brillantes, capaces de provocar la sensación de que
el tiempo queda en suspenso, como si tratara de un misterio que habrá de
resolverse con una última réplica. Hacía varias décadas que no seguía con tan
reverencial admiración el desarrollo de una película: la vi por primera vez
hace apenas tres meses, y al hechizo contribuyó el total desconocimiento que yo
tenía de ella, y también, de manera determinante, la presumible restauración o
digitalización a la que habrá sido sometida, tratamiento que la ha rescatado de
ese marchito aspecto que tenían hasta hace poco todas las películas de los años
treinta y la ha devuelto la asombrosa belleza de su fotografía en blanco y
negro y la limpieza de su sonido original.
Seguramente habrá sido Billy
Wilder quien más veces se encontrara en la circunstancia de intentar explicar
el llamado Lubitsch touch, el toque Lubitsch, y casi
siempre prefirió hacerlo mediante algún ejemplo antes que con una definición
(acaso porque en el fondo sea indefinible). Nadie mejor que Wilder
para referirse a esa manera de ir más allá en el planteamiento de una escena:
co-escribió el guión de dos de sus mejores películas y durante toda su carrera
lo tuvo por maestro: el criterio por el que se guiaba a la hora de escribir sus
propias películas, todas ellas, era una pregunta que tenía enmarcada frente a
su mesa de trabajo: How would Lubitsch done it?, ¿Cómo lo hubiera
hecho Lubitsch? La fórmula estaba más o menos clara: “La mayoría de los
cineastas”, dijo Wilder, “calculan ante el público: dos más dos igual a cuatro;
Lubitsch decía dos más dos, y dejad que el público obtenga el resultado por su
cuenta”.
En Ángel no hay
uno, dos o tres toques Lubitsch: toda la película es un entramado de ellos,
concéntricos como las ondas que una piedra abre en el agua, sutilmente
encadenados, sobrepuestos. Todo el arte cinematográfico Ernst Lubitsch tiene
como principio el juego de inteligencia que establece con el espectador: juega
con nuestra inteligencia como Hitchcock lo hace con nuestra capacidad para
experimentar la intriga y el miedo, como otros lo hacen con nuestra emotividad
o nuestra paciencia.
París. A través de las
ventanas atisbamos el interior de un exclusivo club, cuya naturaleza licenciosa
deducimos sumando lo que ocurre en cada una de sus habitaciones; en uno
de sus discretos salones, envuelto en el inevitable equívoco inicial, se producirá
el encuentro que dará lugar a un fugaz romance de una noche: ella es una
Marlene Dietrich deslumbrante dentro de ese arquetipo de sí misma que la
convirtió en leyenda: sofisticada, enigmática, de oscuro pasado, distante,
inalcanzable, extrañamente triste (“Tu nombre empieza como una caricia y acaba
como un latigazo”, dijo de ella Jean Cocteau). Él, Melvyn Douglas, es un
americano que sólo pretendía pasar una velada en agradable compañía femenina y
acaba enamorado de una mujer cuyo nombre no conoce y a la que
llama Ángel Londres, unos días después. Un caballero inglés regresa
a su mansión después de realizar un importante viaje diplomático y encuentra a
esa misma mujer impecablemente dormida en su cama, la misma mujer que aparece
junto a él en una fotografía que hay sobre la cómoda.
Los momentos más importantes
de Ángel suceden fuera de cámara; no es que se nos oculten, es
que son contados de manera indirecta, a través del rostro de una violetera, o
de un cenicero lleno de colillas entre las sábanas de una cama, o del reverso
de un portarretratos, o de los platos de la cena que el servicio va retirando,
o del auricular de un teléfono dejado sobre un aparador. Más que la elegancia
de los personajes o de los interiores en que se desarrolla la historia, que es
mucha, seduce la extrema elegancia de la puesta en escena, ese suave avanzar
sin un solo instante de transición, como si una escena no diera paso a otra
sino que la engendrara, o como si fluyera mansamente a través de las
innumerables puertas que se abren y se cierran, constantemente, sin la
comicidad apremiante de un vodevil: lentamente los personajes entran y salen,
proponen y abandonan, se exponen y se protegen. La economía de gestos y
movimientos de que hacen gala los personajes encuentra justa correspondencia en
un ritmo suave, apenas subrayado por otra música que la que juega un papel
fundamental en la trama, improvisada por un violinista y nunca olvidada por los
fugaces amantes. Todo está, en fin, a una altura artística tan elevada, que uno
sale de ella, sobre todo la primera vez, con la conciencia de estar gozosamente
cautivo en sus imágenes y en sus voces. No sé explicarlo de otro modo.