Me encuentro de
pronto este fragmento en La insoportable
levedad del ser, de Milan Kundera (¿por qué diablos no leí esta novela
cuando la leyó todo el mundo?)
“Se dio cuenta de que desde su infancia no hace otra cosa que hablar, escribir, dar conferencias, inventar frases, buscar expresiones, corregirlas, de modo que al final no hay palabras precisas, su sentido se difumina, pierden su contenido y se convierten en residuos, hierbajos, polvo, arena que vaga por su cerebro, que le duele en la cabeza, que es su insomnio, su enfermedad. Y en ese momento sintió el anhelo, oscuro y poderoso, de una música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio hermoso y alegre que lo abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que desaparezca para siempre el dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras. ¡La música, la negación de las frases, la música, la anti-palabra!” (Traducción de Fernando de Valenzuela)
Y de pronto
siento la exaltación del reconocimiento, el mayor placer que procura la lectura,
y me digo que sí, que es eso mismo, y en la primera hoja en blanco del libro,
la que siempre he usado para anotar a lápiz la página donde encontrar más tarde una frase
o un pasaje concretos, escribo “hastío de palabras”, y yo me entiendo: esa sensación
es mía desde hace tiempo, la de tener la mente habitada por un caos de palabras
posibles e imposibles; reconozco esa infatigable actividad cerebral de escribirinventarbuscarcorrigir
palabras, reconozco esa permanente ebullición de palabras que son o podrían ser
un hilo del que tirar para tejer un párrafo, un borbotón de palabras
encadenadas a mí, trabadas a mis sentidos, embotelladas en un cruce de palabras;
palabras menos precisas de lo que se quisiera, medias palabras, palabras sin
honor, palabras mercenarias, palabras odiosas porque me alejan de otras palabras
más mías, palabras escurridizas, un mármol de palabras por tallar, paraules d’amor
a las que uno da cientos de vueltas y luego no llega a decir nunca, palabras
que pierden su contenido, como bien dice Kundera, una maraña de significantes
sin significado, perras negras, como decía Cortázar - siempre Julio-, pero
ladrando en la habitación de al lado, ladrando todo el tiempo, desde la infancia,
es cierto, Franz –el personaje se llama Franz-, desde niño, resulta agotador. Y
aún así no deseo “ese ruido absoluto” que las ahogaría. A veces me sirve la música,
sí, la música que amo, pongamos Radio
Clásica ceñida a mis oídos, pongamos El secreto de las musas hasta las ocho, camino del trabajo, un hermosísima
banda sonora de vihuela, tiorba o laúd cuyas cuerdas pulsadas trato de imaginar
para visionar objetos, no la palabra que los designa, para pensar en mis
sentimientos, no en la manera de expresarlos… Pongamos Clásicos del jazz y del swing cuando regreso, a partir de las tres
de la tarde. A veces me sirve, sí: ya dijo Aldous Huxley que después del
silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música. Pero ya
he comprobado que sólo el propio silencio silencia ese pandemónium de palabras
que es mi cabeza, un silencio perfecto,
hermético, absoluto, como el que experimenté este mes de agosto en la iglesia
gótica del Real Monasterio de Santa Clara, en Tordesillas. Fueron sólo unos
segundos, el tiempo que tardó la guía en considerar que ya podía empezar su explicación,
pero resultó de una intensidad tal que sentí la sangre en mis oídos y un
ahogo en el pecho y un maravilloso, reconfortante vacío de palabras.
Milan Kundera