domingo, 23 de junio de 2013

Bloody Mary


Todo local que aspire a tener una historia que merezca ser contada pasado el tiempo ha de forjar alguna tradición, y la del Loser bien podría ser la de invitar a un cóctel por San Juan. El tipo que regenta la barra se aficionó al arte de combinar bebidas gracias a un libro de José Luis Garci titulado Beber de cine, si bien es cierto que por entonces era ya un consumado artífice de gin tónics, aunque por alguna razón nunca ha considerado esta sagrada bebida, ahora de moda, un cóctel-cóctel. A día de hoy, Beber de cine viene a ser para el barman lo que el ejemplar de Herodoto para aquel pobre paciente inglés: un recetario de vivencias, un cuaderno de campo de los sentidos, entre cuyas páginas van incorporándose otras hojas sueltas con cócteles distintos, fotos, posavasos (por ejemplo, uno redondo de Chicote). 

A partir del libro de Garci, quien esto escribe se aficionó en primer lugar al Bloody Mary, y puesto que el placer de preparar y beberse un cóctel es inseparable del gusto de compartirlo, los amigos recuerdan la época en que a la menor ocasión, en aquel sobreático de larga y esquinada terraza con vistas a la ciudad completa, se lo encontraban en su mano, frío, rojo, denso. Y, a veces, quien esto escribe leía en voz alta unas líneas del libro; éstas, por ejemplo:

"Del mismo modo que hay cócteles que no se deben tomar sin pajarita, la única manera sensata de sumergirse en un Bloody Mary es en pijama y de cabeza -un pijama de seda y la cabeza de latón-, o en los instantes previos a abrir la ducha, o justo cuando escuchas el portazo de la rubia. Tiene otros tragos y otras circunstancias, pero conviene dejar bien escrito que la mayor virtud del Bloody Mary es su efecto reparador de la resaca. De ahí que debes tener muy en cuenta que el mejor momento para preparar un buen Bloody Mary nunca será tu mejor momento". (José Luis Garci. Beber de cine).


Foto procedente de parisrues.com
El Bloody Mary nació en 1921, en el Harry’s New York Bar, un rincón de Manhattan en el mismísimo corazón de París (número 5 de la Rue Daunou), siendo su inspirado creador el camarero Fernand Petiot. El Harry’s Bar es un establecimiento legendario que cumplió cien años en 2011, y fue en su momento lugar de encuentro de los escritores de la Generación Perdida y de tantos otros expatriados norteamericanos, unos artistas y otros no tanto. Tiene ese aspecto con el que sueña el Loser – puertas batientes en la entrada, barra de caoba, paredes paneladas de madera…-. Su primer camarero, el escocés Harry MacElhone, lo compró en 1923 y le puso su nombre; el bar aún sigue en manos de la familia (su propietaria actual es la viuda del nieto de Harry). Ian Fleming, que lo frecuentaba, escribió en Casino Royale que es el mejor lugar en París para conseguir una bebida sólida, y en su Piano Bar George Gershwin compuso Un americano en París.

Dicen que detrás del nombre de este cóctel puede estar María Tudor, que tan sanguinariamente persiguió a los protestantes en la Inglaterra del siglo XVI, o un local de Chicago de nombre Bucket of Blood, cubo de sangre, en el que uno de los amigos de Petiot, según dijo, había conocido a una chica llamada Mary. En cualquier caso, la base del Bloody Mary es un cuarto de vodka y tres cuartos de zumo de tomate vertidos en vaso mezclador lleno hasta la mitad de hielo; su secreto está en los pequeños detalles: en los pellizcos, en las gotas: un pellizco de sal, otro de pimienta, unas gotas de tabasco, unas gotas de limón, unas gotas de salsa Perrins. Es difícil de creer lo soso que puede llegar a resultar el tomate sin esas mínimas pero sustanciales aportaciones, una sosería de la que no lo libra ni siquiera la participación del vodka, esa etílica cuchilla de trineo abriendo la nieve de las estepas, ese latigazo helado del cochero contra las grupas del caballo, ese sable de cosaco con filo de hielo líquido, ese clin clin clin de los cascabeles de alta graduación… Por cierto, conviene tener siempre una botella de vodka en la nevera, porque uno nunca sabe cuándo va a desear hacer que corra el Bloody Mary. El cóctel, dicen también, puede adornarse con un tallo de apio.

Nada mejor para tomárselo en este Loser hoy imaginariamente abarrotado y envuelto en humo que escuchar a Gershwin y contemplar con las luces apagadas a ese maravilloso americano en París que fue Gene Kelly y sumergirse en el rojo Minnelli que es también el del Bloody Mary en las manos y el de las hogueras que arden ahí fuera.




Y como la imaginación es libre, imagino que el poeta Miguel Cobo, a quien le debo la denominación de blog-bar, escribió un poema en el reverso de un posavasos del Loser, y que luego lo publicó en su bitácora Riografía, y que yo me lo encontré a un tiempo allí, flotando en la corriente de un río suspendido en el alambre, y también en la barra del Loser, y que me gustó de inmediato, que me gustó tanto como cualquiera de sus poemas, pero que sus versos me sedujeron particularmente desde la mirada del perdedor hasta la sal de las lágrimas, una sal que muy bien podría haber caído en la superficie del Bloody Mary, gota a gota, pellizco a pellizco.

E imagino que el posavasos con el poema está ahora enmarcado y colgado tras la barra (gracias Miguel, por permitirme traer aquí tus versos).

Salud.



          Morder el polvo

          La mirada del perdedor
          es también una mirada perdida
          en el desconsuelo de su redundancia.
          La soledad de la derrota en el último suspiro ahoga
          la ilusión cercenada por las agujas crueles de un reloj
          que prometía la victoria atisbada en la gloria de un sueño
          desvanecido apenas a tan solo un minuto de alcanzar el esplendor
          en la hierba. Triste la sed que no se apaga con la sal de las lágrimas.
                          

                                                                                      Miguel Cobo, 26 de mayo                   



Posavasos Loser
                                          

jueves, 13 de junio de 2013

El humo ya no ciega mis ojos

Gracias al blog que el crítico musical Diego A. Manrique tiene en la edición digital de El País supe hace unos meses de una novela corta titulada Snodgrass, escrita por Ian R. MacLeod, donde un John Lennon cincuentón y fracasado narra en primera persona lo que fue de su vida desde que en un arranque de orgullo profesional –o tal vez de orgullo a secas- abandonó a los Beatles en 1962, justo antes de que la banda iniciara el ascenso al éxito de la mano del productor George Martin. La novela está encuadrada, ya se ve, dentro de ese apasionante género literario llamado ucronía, es decir, aquellas obras de ficción que construyen una Historia alternativa a partir de la modificación de un determinado acontecimiento, y si yo la menciono aquí –y ahora- no es por lo apetecible que resulta su lectura de acuerdo con lo que de ella cuenta Manrique, sino por su estupendo comienzo: «Tengo planificada mi vida. Hoy, dejaré de fumar. Mañana, dejaré de beber. Al día siguiente, otra vez dejaré de fumar». (En “Planeta Manrique”). 

Durante años ésa ha sido mi relación con el tabaco: a cada abdicación de mi yo fumador en un yo quizá menos cool pero mucho más saludable le ha venido sucediendo antes o después el retorno al cigarrillo. A veces echaba de menos el mero gesto de sostenerlo entre los dedos, tan arraigado ya en mi carácter; a veces la rendición ocurría durante un acceso de ansiedad o de melancolía o de rabia; a veces se trataba de agarrarme al humo y escapar de uno de esos legendarios bloqueos de escritor. Esto cambió hace exactamente un año. Apenas puse punto final a un relato largo en el que había estado tres meses trabajando duramente, fumé el que sabía que era mi último cigarrillo: éstas son, pues, tan solo unas líneas para celebrar en público un aniversario íntimo. 

En este año he podido comprobar que la realidad supera a la adicción; que abandonar el hábito no hace un monje de uno; que en la sobremesa el humo del café podrá añorar, solitario y achaparrado, aquellos tiempos en que danzaba con el larguirucho humo de un cigarrillo, no lo niego, pero el placer que antes ha experimentado el paladar con los matizados sabores de la comida para sí lo quisieran los otros cuatro sentidos; que la inspiración literaria no necesita un filtro ni en los labios ni en el camino siempre azaroso que una idea ha de recorrer para llegar a las yemas de los dedos en el teclado. En este tiempo he evitado de forma natural convertirme en uno de esos adustos ex fumadores que abominan del acto de fumar y se quejan del humo y lo espantan ostensiblemente de su cara con la nariz fruncida y tosiendo y se han pasado, con el ímpetu del converso, a las filas de quienes defienden que no se fume en los bares. No. En cambio he de reconocer que hace unos días sentí un desagrado inmediato al ver a alguien hacer en la calle, irreflexivamente, sin darle importancia, un gesto que habré repetido yo centenares de veces con absoluta soltura: el de arrojar sin más la colilla al suelo tras la última calada. 

Alguna vez he contado que le debo mi condición de fumador a una escena en concreto de una película. La película es Un lugar en el sol y la escena aquélla en que el personaje que interpreta una deslumbrante Elizabeth Taylor repara por primera vez en la existencia del personaje que interpreta Montgomery Clift. George Eastman ha sido invitado por su adinerado tío a una fiesta elegante en la que no encaja. Deambula entre los invitados y acaba a solas en la sala de billar, donde una carambola imposible atrae casualmente la atención de Angela Vickers, la chica rica con la que lleva soñando desde que llegó a la ciudad. «Has desperdiciado tu juventud», le dice ella a ese desconocido, admirada por su habilidad en el juego. Él asiente con timidez. « ¿Por qué estás solo?», le pregunta, «¿Eres exclusivo?». Él dice que sólo está pasando el tiempo, y la invita a jugar. Ella le responde que se limitará a mirarle. «¿Te pongo nervioso?». «Sí». Se presentan. Él le hace entender que ya la conoce, por los periódicos. « ¿Qué haces?», le pregunta Angela ahora. «Cosas corrientes». «No pareces muy corriente». «Es la primera vez que alguien me lo dice». «Eres muy reservado…». «Sí,  a veces». « ¿Melancólico o exclusivo?». «Ahora mismo ni lo uno ni lo otro». Y en esa escena nace una historia de amor que acabará en american tragedy… Esa chica tan apabullantemente hermosa, ese tipo atractivo y su manera atractiva de fumar…

  

Yo tenía diecisiete años aquella noche (como Liz), y es posible que hubiera acabado convertido en un fumador de todos modos, pero diablos, no hubiera sido por un motivo tan bueno. Esa escena me la llevé, más o menos disimulada y mezclada con otra de la película, a mi novela El veneno de la fatiga; fue uno de esos homenajes privados a los que somos tan dados los que escribimos ficción. Fumar fue en mí, desde siempre, una manera de ser un poco aquel tipo del billar, o cualquier otro parecido: apostaría a que los cinéfilos tienen más papeletas para ser fumadores. 

Gabriel García Márquez dejó de fumar para siempre el día que un amigo siquiatra le explicó que la razón por la cual resulta tan difícil abandonar la adicción al tabaco es que dejar de fumar viene a ser como matar a un ser querido. Hay momentos en que echo de menos a ese ser querido, es cierto, a ese fumador que fui, pero no me pesa en la conciencia haberlo liquidado: lo maté en legítima defensa. Por eso sé que esta vez es para siempre, que no habrá ya un día siguiente en que tenga que volver a dejar de fumar.

jueves, 6 de junio de 2013

Antonio Muñoz Molina y (por ejemplo) "Sefarad"

Desde que El invierno en Lisboa me fascinara a mis veintidós años, he venido leyendo puntualmente todos los libros que ha publicado Antonio Muñoz Molina. Antes, naturalmente, retrocedí a Beatus Ille, que era anterior en el tiempo y me gustó más aún; luego esperé Beltenebros como un niño espera la Navidad: éste fue el primero de sus libros que el librero me entregó nada más desembalar ante mí el paquete que acababa de llegarle de la distribuidora, y el primero que no pude empezar a leer ese mismo día: estaba en época de exámenes, de modo que lo puse de pie en mi estantería, como una promesa de desconocidos y excitantes placeres literarios. El jinete polacoArdor guerreroPlenilunio… En fin. Uno tras otro. Recuerdo las circunstancias en que leí cada uno de sus libros, y si me detengo ahora en Sefarad no es porque se trate del que prefiero entre todos –no tengo un “libro favorito” de Muñoz Molina-, sino porque fue el único sobre el que escribí a vuela pluma mis impresiones nada más acabar de leer la última página, envuelto todavía en la mirada de ese retrato pintado por Velázquez que le asalta a uno por sorpresa cuando llega al final. 

Leí una buena parte del libro apenas llegó a las librerías en marzo del 2001, arrastrado, gozosamente arrastrado, por la corriente de aquella prosa envolvente y prodigiosa, conmovido por la forma en que el autor metaboliza y nos devuelve como propio el dolor y el miedo de tantos, y asombrado por la difícil facilidad con que están urdidos esos capilares a través de los cuáles se extiende sutilmente la unidad del relato, su alma única. Luego dosifiqué su lectura, porque no quería terminarlo en una semana sabiendo que tardaría dos o tres años en volver a leer un libro suyo, pero también porque aún aspiraba entonces –y aún aspiro hoy- a llegar a ser algún día un lector más metódico y menos compulsivo. Desde luego, no soy capaz de analizar tan magnífica obra en un texto que quiere ser breve: Sefarad lleva demasiadas cosas dentro como para despachar un comentario o un juicio en unas líneas, máxime cuando uno carece del don de la concreción. Digamos que Sefarad es un regalo para todo aquél que ya no se conforma con una trama convencionalmente estructurada o un argumento rutinario. 

Por aquel 2001 yo había aprendido ya a vivir los libros y no a través de los libros, y este lo viví intensamente, un libro que era de Muñoz Molina, claro, pero también de Jesenka, Ginzburg, Neumann, Münzenberg y tantos otros personajes históricos de los que yo no había oído hablar nunca, para mi vergüenza, y que hasta ese libro habían sido para mí tan desconocidos pero tan reales, de alguna anónima manera, como todos cuantos han sufrido las penalidades de la persecución, la expulsión, la tortura o el exterminio. Tanto la enfermedad como la asfixia que provoca la vida de provincias, cuestiones tratadas también en  Sefarad, sí las conocía de primera mano, ésta última en unos términos tan similares a los que el narrador dice haber experimentado en algún período de su vida que me perturbó leer ciertas páginas: cada vez que en cualquiera de sus libros Muñoz Molina adopta una perspectiva confesional me siento espiado, viviseccionado, expuesto a la luz pública e igual de sobresaltado que ante un espejo cuya existencia me hubiera pasado inadvertida hasta el momento de reconocerme en el desconocido que me observa.

Sefarad es tal vez su libro más borgeano, al menos lo es a ratos. Borges creó un Jaromir Hladík que quizá tuvo su origen en algunas de las personas reales de las que nos habla Muñoz Molina en el libro. Aquel Hladík soñó una noche de marzo con un largo ajedrez, y cinco días más tarde fue arrestado por los nazis, y en prisión, esperando su último amanecer, encontró a Dios –aunque bien es cierto que durante el transcurso de otro sueño- en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos de la Biblioteca del Clementinum, en la Ciudad Vieja de Praga, concretamente en un atlas, y concretamente en un mapa de la India, y Dios le concedió un milagro secreto (¡cómo me gusta ese relato!). Sefarad es también, evidentemente, un libro kafkiano, pero no por razones que partan de la voluntad de su autor y lleguen al texto convertidas en un disfraz de estilo o de atmósfera, como ocurre tan a menudo con la literatura que se elige kafkiana, sino porque lo kafkiano parte amargamente de la realidad que Muñoz Molina retrata y llega al texto atravesando su conciencia, valiéndose de él en tanto que autor, de su talento y su sensibilidad. El instante en que Gregorio Samsa se despierta una mañana convertido en un insecto gigante es simétrico a ese otro en que Jean Ámery/Hans Mayer, tal como cuenta la novela, se leyó un día en un periódico convertido en un insecto semítico. 

Cada vez son menos los novelistas en cuya obra uno encuentra una mínima vocación de perdurabilidad, de trascenderse a sí misma y trascender a su tiempo, y sin embargo son los únicos novelistas que merecen ser leídos. Comprar novelas actuales es una atracción fatal a la que prácticamente ya he renunciado: la mayoría de las veces, uno continúa leyéndolas a partir de la página 20 porque no hacerlo equivaldría a aceptar fríamente que hemos tirado una cantidad nada desdeñable de dinero; cuando yo acabo muchas de ellas, cuando las acababa, más bien,  me acordaba de Víctor Hugo y de Dumas y de tantos otros grandes escritores a quienes no he leído aún, y la sensación de haber perdido el tiempo era todavía más terrible que la de haber perdido el dinero. La obra de Antonio Muñoz Molina sí aspira -decididamente, además- a permanecer en la memoria y en el ánimo de quien lee sus libros. Y lo logra de manera absoluta. No hay otro escritor actual, en cualquier idioma, que me apetezca tanto seguir leyendo.

sábado, 1 de junio de 2013

Escribir o no escribir sobre Gatsby...

Resulta extraño que aún haya quien se sorprenda de que una película basada en una gran novela quede por debajo de su referente literario. Estoy dispuesto a aceptar que esto siga sucediéndoles a personas jóvenes, pues fue también pecado de mi juventud ilusionarme con la mera noticia de que estuviera rodándose una película basada en un libro que me había gustado mucho; pero qué diablos, he crecido, me he curtido en decenas de decepciones y hace mucho que comprendí que la mejor versión cinematográfica de un libro es la que forja la imaginación de cada cual mientras recorre sus páginas. 

Mientras busco mi localidad en la sala no espero, pues, gran cosa de esta película (que además ha sido vapuleada por una parte de la crítica), salvo que, bueno, quién sabe, en fin, el tráiler permite albergar una vaga, casi inconfesable esperanza. Está, eso sí, la banda sonora, que he escuchado ya; al menos los primeros minutos: no necesité más para horrorizarme: ¿Cómo es posible que para contar una historia que es el máximo paradigma literario de una época a la que un estilo musical le puso nombre, la Era del Jazz, se haya utilizado una música tan estridentemente anacrónica? ¿Qué mayor prueba de las alteraciones, manipulaciones, felonías que la película ha de contener?

De modo que me siento en la butaca como quien se acomoda en el interior de ciertas atracciones propias de parque temático –por ejemplo el de la Warner-, esperando un viaje vertiginoso a través de un puro exceso visual y sonoro. Pero he aquí que a medida que va transcurriendo la película voy sintiéndome más y más cercano a ella. Y me doy cuenta de que, una vez más, me he quedado a contracorriente. Y ahora qué: resulta que me ha gustado este nuevo Gatsby. ¿Lo cuento? No me ha entusiasmado, no voy decorar mi habitación con fotografías de la película, no voy a ir a verla una y otra vez como Eva Harrington iba a ver las obras de Margo Channing, pero allí sentado he tenido la intensa sensación de que aquellas imágenes destilaban verdadera admiración por el libro, y de que el propio Scott Fitzgerald también lo habría percibido así, a pesar de que se haya escrito tanto en un sentido radicalmente opuesto a esta opinión. Y sí, está esa música, que no me gusta, pero que no inunda toda la película y que posee un sentido que va más allá del estrictamente sonoro: esos fiestorros desmesurados en la mansión de Gatsby son a un tiempo puro años veinte y contemporáneos a nosotros, de la misma manera que la desmesura orgiástica dio paso, entonces y ahora, a la bancarrota financiera, social y emocional (la anacronía musical me parece mucho, pero mucho más irritante en Mouline Rouge, por ejemplo). Y están esos descensos rascacielos abajo, propios de montaña rusa, que maljustifican el absurdo error de haberla rodado en 3D, pero que tampoco provocan mi completa indignación: si acaso mi indulgencia (en cualquier caso, no la estoy viendo en 3D; no creo que nadie la haya visto en 3D). 

Ya escribí que cada una de las versiones que se han hecho de la novela es hija de su tiempo, y éste en el que estamos, de vértigo y superficialidad, no es el más propicio para capturar el delicadísimo artificio de la escritura de Scott Fitzgerald. Naturalmente, la de Luhrmann está lejos todavía de ser la que la novela merece, pero sin duda es la mejor que se ha hecho hasta ahora. Las carencias que percibo en la película con respecto al libro no pesan lo bastante como para impedirme disfrutar de ella, y la complicidad se mantiene hasta el final. Desde luego, sigue sin resolverse cinematográficamente la cuestión de esa magistral primera persona, que observa y participa, que está dentro y fuera. En la misma butaca se me ocurre que tal vez la única manera de acercarse a ella en una película sería cediéndole esa primera persona al propio Fitzgerald, mostrarle escribiendo la novela en la Riviera francesa, identificándose a la vez con Carraway y con Gatsby. Los dos principales errores argumentales de esta película, a mi juicio, son, de un lado, la imagen de un Carraway escribiendo la historia como terapia; por otro, prescindir de la aparición final del padre de Jay Gatsby, y que en cierto sentido es el antecedente de la aparición de aquel taciturno Doc Golightly en Desayuno en Tiffany’s, de Capote: el primero viene al funeral de Jimmy Gatz, el otro llega a la gran ciudad tratando de recuperar a su joven esposa, Lulamae, que es ya tan ajena a la persona que fue en el pasado como lo es también ese fabuloso millonario de cuerpo presente: Gatsby y Holly se inventaron a sí mismos, y ése es el  hecho más relevante de sus vidas escritas. Pues bien, echo de menos a ese padre en la película de Luhrmann, y la relación entre Carraway y Jordan Baker, y sin duda todo ese caudal de prodigiosa prosa poética que existe en la novela (la muerte de Gatsby es uno de los pasajes más bellos de la historia de la Literatura), y alguna otra cosa… Pero lo que hay posee vida, una vida que estaba ausente de la versión protagonizada por Robert Redford. No puedo decir más; no quiero entrar en el juego de tratar de justificar por qué me ha gustado -sin exageración- algo que a tantos ha espantado. Simplemente ha ocurrido así. Como decía un personaje de Cortázar que de cuando en cuando vomitaba un conejito, «no es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose».

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Por cierto, que una nueva traducción al español de El gran Gatsby se ha sumado a las ocho que ya estaban disponibles en cualquier librería bien surtida (y de las que ya se habló en el Loser). Esta última está firmada nada menos que por Ramón Buenaventura, excelente traductor y escritor, y la publica Alianza Editorial. Realmente, es casi increíble: ¿Cuál puede ser la magia de este libro para que haya dado lugar en España a una circunstancia tan insólita como es la de hacer coincidir 9 traducciones 9?

Portada de la novena


Y ahora, dejemos descansar a Scott (y a Zelda)... un tiempo.