lunes, 26 de agosto de 2013

Hermosos y malditos (Lecturas de verano II)


                                                                                                                                            (Foto: JFH)

Durante muchos años, Hermosos y malditos fue mi novela favorita, aun cuando su lectura iba quedando cada vez más lejos en el tiempo y el recuerdo era cada vez más impreciso. Hoy ni siquiera es ya la novela que prefiero de Francis Scott Fitzgerald, aunque mi admiración por ella, despojada del aura mítica en que la envolví a mis diecinueve años, permanece intacta. Puedo decirlo porque he regresado a sus páginas este verano, y para mi sorpresa he descubierto lo intensamente grabadas que quedaron en mí muchas de sus escenas; más aún: lo intensamente que ese nocivo aire de fracaso que se respira dentro pudo haber afectado a mi actitud ante la vida.

Sin duda, The Beautiful and Damned, publicada por entregas en 1921 y en forma de libro en marzo de 1922, es una novela imperfecta, pero como tal es la mejor que conozco. Sufrió la «maldición de la segunda novela», que a lo largo de la historia de la literatura ha atacado a muchos autores que experimentaron un gran éxito con la primera: Fitzgerald, con tan solo 25 años, quiso escribirla demasiado deprisa y meter demasiadas cosas dentro, a pesar de que en una carta a su editor se limitara a resumirla diciendo que «trata de la vida de Anthony Patch entre sus 25 y sus 33 años (…) La forma en que él y su esposa, joven y hermosa, encallan en los bancos de arena de la disipación es el tema de la historia» (era agosto de 1920 y la novela se titulaba en ese momento The Flight of the Rocket, -El vuelo del cohete-). En realidad, contiene muchos más planteamientos, aunque la ruina moral y física de sus protagonistas domina el libro y le proporciona cierta sordidez desmesurada que incomodó a parte de la crítica que había recibido alborozada A este lado del paraíso (1920); es, también, un ácido retrato de la sociedad estadounidense durante esa era del jazz de la que él fue máximo exponente literario, y una reflexión sobre la inutilidad de la vida y la fugacidad de aquello que se desea.

Ya en mi primera lectura me intrigó sobremanera que este autor escribiera sobre su propio y abrumador fracaso cuando estaba en la cima de su éxito. Creo que fue Juan Carlos Onetti quien advirtió acerca de la posibilidad de que una obra de ficción pudiera vengarse de quien la escribe. En cualquier caso, no habría sido el único que hiciera esta advertencia: Antonio Muñoz Molina, en un ensayo titulado “Memoria y ficción”, recuerda que también Graham Green le pedía a todo novelista que tuviera «cuidado con las cosas que inventa, porque las novelas se hacen con recuerdos no sólo del pasado, sino también del futuro, y es posible que al narrar la desgracia de un personaje esté vaticinando las que le aguardan a él». Cuando yo leí por primera vez Hermosos y malditos (título que pasó a ser con el tiempo una manera harto frecuente de referirse a Scott y Zelda), no sabía mucho de los Fitzgerald, apenas unas líneas biográficas, desoladoras y, por qué no decirlo, fascinantes; esos breves apuntes, sin embargo, contenían datos que obviamente Scott Fitzgerald desconocía cuando escribió la novela, pues se referían a su vida futura, y eso me concedía, me sigue concediendo hoy, una ventaja que no deja de perturbarme. 

Anthony Patch y F. Scott Fitzgerald beben demasiado, pero es de suponer que el escritor, a diferencia de lo que acaba ocurriéndole al personaje, no es aún, a tan temprana edad, un alcohólico. Anthony y su joven y bellísima esposa Gloria (ella es la Belleza) se entregan a juergas tan descomedidas y perniciosas como Scott y Zelda, y unos y otros son advertidos por sus amistades del riesgo que corren. Es la parte más notoriamente biográfica, junto con determinados escenarios, calamitosos accidentes automovilísticos, grandes peleas, reconciliaciones, interminables conversaciones nocturnas…  En una carta fechada en el verano de 1930, que tal vez nunca llegó a enviar a Zelda (se conserva el borrador), Scott afirma: «Desearía que Hermosos y malditos fuera un libro más maduro de estilo, porque todo lo que decía era cierto. Nos destrozamos a nosotros mismos; francamente, nunca he pensado que nos destrozáramos el uno al otro». En 1940, sin embargo, le escribió a su hija Scottie que «me serví de muchos episodios circunstanciales de nuestros primeros años de casados», y que «Gloria era una persona mucho más banal y vulgar que tu madre (…) Nosotros nos lo pasamos mucho mejor que Anthony y Gloria».

Y hay, en definitiva, una diferencia fundamental entre Anthony y Scott: el dinero que el personaje despilfarra no ha sido ganado por él, sino que le viene de familia. Además, espera recibir una cuantiosa herencia cuando su abuelo, un estricto reformador social, muera. De ahí su perezosa elegancia, su dejadez, el triunfo de la apatía, su holgazanería, su despreocupación, su ociosidad, y la forma en que todo ello acaba volviéndose contra él y su esposa. El dinero que Scott despilfarró con Zelda provenía, sin embargo, del desarrollo de su talento y de su trabajo literario. Anthony y Gloria acaban resultando muy antipáticos: él no sólo es «brillante y lleno de magnetismo», sino también pedante, misógino, racista, cínico, vanidoso, clasista y cobarde: en realidad, «le preocupaba la idea de ser nada más que una mediocridad con facilidad de palabra». Como prototipo de la flapper, Gloria es tan irritantemente frívola como bella. Su filosofía de la vida es clara: «usar cada minuto de estos años, mientras soy joven, para pasarlo lo mejor posible (…) Después todo me dará lo mismo». ¿Es la derrota de estos dos personajes, pues, una anticipada fábula con moraleja, o es una manera de marcar la diferencia entre la disipación practicada por herederos sin talento y aquella otra a la que se entrega un artista?

Escribe Vicente Campos en el prólogo a uno de los muchos libros que se han publicado recientemente firmados por Francis Scott Fitzgerald que a este autor «se deben algunas de las mejores páginas jamás escritas sobre la nostalgia de lo que todavía se tiene, pero está a punto de perderse» (Los mejores cuentos. Navona Editorial 2012). Es esta una gran verdad que, trascendiendo lo literario, forjó también parte de mi carácter a una edad, esos 19 años, me temo que demasiado influenciable. Ahora he vuelto a leer Hermosos y malditos en la traducción de José Luis López Muñoz, aunque no ya en mi viejo ejemplar de Bruguera, sino en reciente edición de Alianza. He acompañado la relectura con las cartas que Scott le escribió a su hija, recogidas en el hermosísimo y revelador libro Cartas a mi hija, publicado por Alpha Decay. Nunca volver a un libro se pareció tanto a regresar a una casa en la que se vivió la infancia: es el mismo espacio, detenido en el tiempo y como aguadando nuestro regreso. 

También en lo literario ha sido un verano especial.



lunes, 19 de agosto de 2013

El centro del laberinto

Los años 2001 y 2002 escribí para el diario La Voz de Almería una serie de artículos en los que fui contando a mi manera cada una de las corridas de toros de la Feria. La crítica del festejo la hacía, magistralmente, Jacinto Castillo (por cierto, antiguo miembro de la Tertulia dela Calle Suipacha reencontrado pasados los años), y yo ponía, con un día entremedias, el punto de vista literario. Estos artículos llevaron por nombre genérico EL CENTRO DEL LABERINTO, aunque sólo el primer año tal denominación estaba explicada. He rescatado los artículos de aquel 2001 y los he despojado de las referencias a cada una de las corridas que les servían de escusa, de tal manera que los fragmentos tengan un sentido propio ahora que un nuevo ciclo taurino se inicia en la ciudad a la que he regresado hace tan poco.

 Joselito. Almería, 1998 (Foto JFH)


(20 de agosto de 2001)
Rito ibérico en lo histórico, suma de mitos en lo literario: ambas raíces del toreo son milenarias y poco importa si se confunden en lo profundo de la imaginación, en el subsueño colectivo. En cualquier caso, los pormenores del espectáculo al que asistimos en el presente son fundamentalmente fruto de tres cambios que en la forma de correr los toros se operaron durante el siglo XVIII: el plebeyo peonaje le gana el protagonismo al caballero de quien hasta entonces era mero asistente; un Francisco Romero muy anterior al Faraón de Camas usa por primera vez una muleta, de lienzo y blanca, para que poco después Costillares supiera sacarle partido en la tesitura de matar al toro al volapié; y, finalmente, otro Romero, Juan, reestructura las cuadrillas y establece así la manera en que irán definiéndose las futuras estrategias de la lidia. Sea ese siglo, pues, la frontera que divide las tauromaquias remotas y las modernas: al otro lado la evolución de la cultura táurica es lenta, desde la civilización caldea a la ibérica, del culto a Cibeles o Mithras a los solemnes rituales en honor a Apis, del rapto de Europa a Maratón, de la Edad Media al Renacimiento; de este otro lado, esa evolución se produce a lo largo de casi tres centurias y a partir de cambios no tan sustanciales como cabría pensar. Pero hay un misterio común: sobre el antes y el después se yerguen las figuras de Teseo y del Minotauro, y sobre ellas dos el símbolo del laberinto.
Se cuenta que la Criatura encerrada en su centro recibía cada nueve años el sacrificio de 14 jóvenes, y Borges cifra en 14 el número de entradas a la casa dedálica de Asterión-Minotauro, una menos de las que tuvo en su origen la plaza de Almería. Para que Teseo pudiera regresar sobre sus pasos una vez se hubiera enfrentado a aquel ser con cuerpo de hombre y cabeza de toro, Ariadna le dio el extremo de un hilo que él iría desovillando a lo largo de las múltiples callejas y encrucijadas que constituían físicamente el laberinto. Con  el hilo en una mano y la espada en la otra, el héroe griego se adentró en busca del centro y del Solitario que lo habitaba, y allí, lejos de las miradas de todos, le dio muerte. Si nos atenemos al sentido clásico del mito, su victoria representa el triunfo de la razón helénica sobre la superstición, de las dimensiones diurnas sobre las nocturnas, del intelecto sobre la vida instintiva; de acuerdo con la interpretación que del mismo hizo Julio Cortázar, sin embargo, la muerte del Minotauro se debe al «horror a lo distinto, a lo que no es inmediato y posible y sancionado»: Minotauro, señor del juego, dice Cortázar, amo del rito. Valga la combinación de ambos significados contrapuestos para entender que, en cualquier caso, es el toro el protagonista de la corrida; valga también como invitación a observarlo desde que aparece en el ruedo, a él sobre todo, a estudiarle, a admirarle, a ser también los ojos con que lo mira el hombre que habrá de hacer arte fugaz mediante el enfrentamiento con él. 
Pero, ¿y el laberinto hoy? Como curiosidad diré que en la plaza de Almería quedaba hasta el año pasado un fragmento diríase que arqueológico que recordaba la antigua existencia del ingenio diseñado por Dédalo: al cambiar la puerta a través de la cual los toreros entran desde la calle al patio de cuadrillas no se accedía a éste de manera directa, sino recorriendo, casi agachados, una suerte de pasajes estrechos, doblando recodos, subiendo y bajando algún que otro escalón de piedra. En cualquier caso, el verdadero laberinto hoy es otro, y es simbólico: la realidad, y cada uno de nosotros, espectadores, como representación de ella. Una realidad que parece negar la pervivencia del mito y a la vez la asume como interna a través de la emoción. Una realidad que cerca el círculo donde la irrealidad se desarrolla: solos toro y torero en el centro. (“Querencia literaria”)

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(21 de agosto)
Laberinto, sí, y en el centro el ruedo: moneda de arena que acuñaron los dioses, casilla zodiacal, encrucijada de lo sagrado y lo pagano, mandala, casa de Asterión, primero o último de una serie de círculos concéntricos que acaban o empiezan en el perímetro del Mundo. Y alrededor una base de cemento sobre la que se asienta, ya dije, el laberinto de la realidad. (“Una voz a mi lado”)

Finito de Córdoba. Almería, 2000. (Foto JFH)

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(23 de agosto)
El tiempo en el laberinto no se corresponde con el que los espectadores llevamos atado a la muñeca. Para el imaginario colectivo siempre serán las cinco de la tarde en el laberinto, pero enredado en sus recodos el tiempo posee su propia naturaleza: a veces es tiempo detenido, a veces premioso, a veces, las más, inexistente, a veces incluso inverso; es único, en cualquier caso, y los adjetivos que se le añadan siempre serán meros intentos de codificación. No hay forma de medirlo, y sin embargo juega con elementos de todos los relojes: reloj de sol sobre una esfera de arena, media luna creciente de sombra, clepsidra si el temple del muletazo es líquido, si la lucha es lenta y como entre cuerpos sumergidos, reloj de péndulo oscilando constantemente del triunfo al fracaso, del fracaso al triunfo, reloj de música en los pasodobles, de cuco en el chillido de una golondrina. Nuestro reloj de pulsera no lo miramos en la plaza para saber qué hora es sino qué hora sería si no hubiéramos venido, para tensar ese particular hilo de Ariadna que el matador sostiene, que nos atraviesa y que acabará sacándonos del ámbito mágico de la corrida. (“Pliegues del tiempo”).

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(27 de agosto)
La muerte de Agostero [el último toro de la última tarde] nos fue devolviendo a todos la medida de la realidad que el laberinto había dejado en suspenso durante siete días. No existe el tiempo allí dentro tal y como lo conocemos, ya lo dije. Habíamos entrado en pleno verano y ya el sábado las puertas exteriores nos arrojaron a un atardecer como de septiembre, como de principios de curso, como de antesala de otoño. En nuestra memoria conservábamos la elegancia centáurica de Hermoso de Mendoza, la pierna adelantada de El Califa, la finura de Finito, la maestría incontestable de Enrique Ponce, la transfiguración de Jesulín, el jubiloso quehacer de Puerto, la abrumadora torería de Ruiz Manuel, la ausencia de El Juli y de José Tomás (ese samurai del toreo, como le definió Joaquín Sabina), el pellizco de Morante, el glorioso capote de Curro Vázquez, el heroísmo de coliseo romano con que Pepín Liria respondió a su ausencia inicial en los carteles. Hay otros laberintos, pero hasta el próximo agosto no estarán en éste: la base de su representación almeriense se fue quedando desierta el último día, y los espectadores desandábamos con nostalgia anticipada las galerías que habíamos abierto en nuestra propia cotidianeidad para asistir al rito totémico celebrado en su centro. Vacía y sola, la plaza iba convirtiéndose poco a poco en lo que será durante los próximos meses: un mero edificio. Únicamente los ecos lo habitarán; las lluvias del invierno extraerán de entre sus junturas hierbas y musgo, la cal irá cuarteándose y desprendiéndose, todo en él parecerá arquitectura milenaria en no demasiadas semanas. Lo es ya, en alguna medida. La renovada lucha entre Teseo y el Minotauro le dio cuerpo y vida a sus tendidos, pero de este lado de la realidad se nos antoja que quizá todo fue producto de nuestra imaginación. (“Se desvanece el laberinto”)

José Ignacio Uceda Leal. Almería. 2000 (Foto JFH)


martes, 13 de agosto de 2013

Todo pasa y todo queda


Qué pronto se vuelve pasado aquello que estuvimos meses planeando, lo que sentíamos que se acercaba ya, lo que fue excitado reencuentro después de tantos años, y primeros abrazos, y callada estimación de los cambios, y poco a poco convivencia que muy pronto nos empezó a parecer más habitual que la larga separación. Primero es un inapreciable deslizarse hacia el ayer mientras aún hay días por delante, cuando quedan unas brazadas en la piscina y otros paseos por la orilla del mar y un acomodarse alrededor de la mesa de un restaurante o de una heladería y queda una nueva compra en el supermercado. De pronto esos días que aún hemos de pasar juntos son ya muy pocos, llega la primera despedida, parece mentira, y el viaje al norte, una etapa distinta del reencuentro, más breve y ya no al completo, más arraigada en el origen, y entonces hay un último día y una última noche en la que cuesta dormir y un cargar las maletas en el coche y un adiós al alba y todo acaba ahí, en esas lágrimas que tragas, en esas silueteas que permanecen en el portal, y el pasado está próximo todavía pero va ensanchándose como se ensanchan las distancias, porque para estar de nuevo juntos ha sido necesaria una compleja maraña de combinaciones de avión y largos trayectos por carretera y ahora todo ha terminado, sí, y se aleja en el tiempo. No somos muchos, apenas ocho, y sin embargo sumamos ya cuatro generaciones. En el ahogado estupor de la despedida sentimos el miedo de que sea para siempre o en todo el tiempo que en cualquier caso habrá de pasar hasta la próxima vez, porque no para todos pasará de la misma forma, el bebé será un niño que hablará y correrá, la niña será una adolescente, los ancianos más ancianos, el resto trataremos de evitar que los años nos castiguen demasiado. El más pequeño no recordará aquel verano en España en que cumplió un año y dio sus primeros pasos y flotó en el Mediterráneo y pasó bajo la sombra de catedrales y de cigüeñas y señaló con el brazo extendido a los majestuosos cisnes que se deslizaban lentos en las aguas del Carrión y probó sabores nuevos y fue reconociendo cada día nuestros rostros hasta que nos hicimos familiares para sus inmensos ojos azules. Quedan los regalos y las fotos y, en los mayores, al menos estos primeros días, el lamento por las cosas que se hubieran querido hacer y no se hicieron y ya no serán posibles, pero sobre todo queda el recuerdo de tantas cosas, la evolución de la luna cada noche desde la terraza del sur, las estrellas, el rumor del mar rompiendo contra la orilla, la humedad en el aire nocturno, el gintónic en vasos pequeños, la telenovela de las seis que los abuelos llevan siguiendo desde hace años, los guantes de baseball y el peloteo en el césped, los largos toboganes del parque acuático, un guateque al atardecer con cena mexicana, la fiesta sorpresa de cumpleaños, los exámenes en inglés y por Internet superados con la nota más alta, el coñac en el café, la paella un domingo, el repelente de mosquitos, el calor sofocante en los dormitorios, esa inolvidable conversación hasta las tantas de la madrugada en que un hermano comprendió al fin a su hermana, sí, y volvimos a ser los que fuimos, y lloramos, y reímos, y unos días después vino ese primer adiós, torpe y emocionado. 

Quedaba despedirse de otras tres generaciones de una misma familia, la mía.

Y es tan duro.

Ahora toca volver, no con la frente marchita sino reverdecida de recuerdos. Y el calendario dice que el verano continúa, pero yo creo que se equivoca. El verano ha pasado ya, aunque queda en la memoria.


Fotografía: Palencia, 8 de agosto de 2013. JFH