rase una vez una niña eterna llamada
Ana María, cuyo padre, mediterráneo, hubiera podido ser amigo de Ulises, según
ella pensaba, y cuya madre, castellana, hubiera podido serlo del Cid, y que a
muy temprana edad creyó descubrir a través de sus primeras lecturas que acaso
su lugar de procedencia estaba ahí, al otro lado de las letras y las páginas y
el érase una vez que le abría a la fantasía; una niña de rebosante imaginación
que inventaba y escribía y dibujaba todas aquellas historias que acudían
incesantemente a su cabeza quién sabe si como recuerdos muy anteriores a su
existencia real; una niña asombrada ante el sindiós de una guerra civil, que
perdió la tartamudez en el curso de los muchos bombardeos a los que fue
sometida su ciudad, como si se tratara de un gran hipo del habla que el más
oscuro de los miedos cortara de golpe, y que en el desbarajuste social de la
contienda supo que más allá de la plácida burguesía de la que su familia formaba
parte existía esa otra verdad de la gente pobre, la verdad verdadera de las
largas colas del pan, la horrible verdad de que el mundo de los adultos estaba
gobernado por el resentimiento y la desigualdad; una niña arbórea que a los
once años comenzó a escribir una novela titulada “Juanito” que cada noche, a la
luz íntima de una linterna, iba leyendo a sus hermanos hasta el suspensivo
continuará; una niña rara, según les parecía a todos, que vivía en su propio
mundo y le hacía confidencias a su muñeco Gorogó, que su padre le trajera de
Londres a sus cinco años; una joven ilusionada que un día hubo de pedirle a su
padre que firmase por ella su primer contrato editorial, pues ella era menor de
edad, y que durmió toda una noche con su primer libro impreso bajo la almohada,
sueño cumplido sosteniendo los otros sueños, los que la mente urde mientras
dormimos, ya no historias escritas a mano en cuadernos con tapas de hule, sino
letras de molde y páginas cosidas en pliegos y tapas y lomo y Ana María Matute
Los Abel Ediciones Destino, un libro de verdad, sí, como aquellos que la habían
hechizado; érase una autora de libros hermosos y trágicos, de una Primera
memoria que tal vez sea el más hermoso de todos, capaz, digamos, de mover a
las lágrimas al padre de una niña que va acercándose a esos catorce años desde
los que la narradora se sabe indefensa entre la raza extrajera de los adultos y
su condición de extrajera de sí misma, absurda y fuera del mundo y del tiempo,
monstruosamente varada entre la niñez que ha perdido y la mujer que no es aún;
érase una esposa infeliz que escribía constantemente, a veces con su pequeño
hijo sentado en las rodillas, mientras un marido Rasputín, vividor y sablista,
vocacionalmente desempleado porque así entendía su oficio de poeta maldito,
empeñaba sus libros, el cochecito del niño y hasta la máquina de escribir de
Ana María, érase una joven libre que escapó del Castillo de If de su
matrimonio, desafiando a los peores villanos del cuento, y a quien le
arrebataron por ello a su hijo, una madre que no tuvo a su pequeño durante casi tres años
y que luchó por él, y que lo parió por segunda vez el día que al fin se lo
devolvieron para siempre; érase una mujer enamorada de nuevo, de un hombre bueno y guapo
como Paul Newman, según ella decía, una mujer que dejó atrás los malos
momentos y alcanzó la plena felicidad con ese segundo compañero y que sin
embargo fue perdiéndose quién sabe por qué en el bosque tenebroso de la
depresión, no uno de esos bosques a los que naturalmente ella pertenecía, sino
uno sin duendes, hecho de sombras y aullidos, y perdida ya en él la muerte le
arrebató también al hombre que amaba; érase una escritora que dejó de escribir,
que calló durante veinte años las muchas historias que la habitaban y que, poco a poco, renaciendo plateada de su abatimiento, fue componiendo en una
larga novela que tenía ya empezada de antes y que no se parecía a las otras,
las que hablaban de la guerra y de lo que vino después de la guerra, ni tampoco
a los cuentos para niños por los que algunos lectores la identificaban, sino
que era una monumental saga medieval transida de magia y de seres fabulosos y
de tristeza también, y agarrada a la cola del dragón del reino de Olar se elevó
por encima del olvido en el que había caído su obra, y fue otra vez y para siempre
la niña eterna que inventaba sin parar y no creía en las casualidades, cuyo
cuerpo iba envejeciendo pero cuya voz conservaba la delicada dulzura de una
infancia soñadora, una niña octogenaria ya, que seguía viajando con Gorogó, su
muñeco fiel, el muñeco de su primera memoria, y que creía, con la
intuición de los seres nacidos en lo mágico, que su pensamiento permanecería
más allá de la vida física, porque así había de ser forzosamente; una niña
perpetua que escribió una última novela y suavemente se deslizó después hacia
su propio colorín colorado, tras el cual ya no es más de este lado, sino del de
Andersen, Perrault, los Grimm, Lewis Carroll, James Matthew Barrie, Verne,
Faulkner, Cortázar y tantos otros, donde seguirá siendo otra vez, eternamente.
Foto: Álvaro Fernández Prieto
Texto para la fiesta homenaje celebrada en la Librería Zebras, en Almería,
con motivo del que hubiera sido su octogésimo noveno cumpleaños