Escribo escuchando un viejo disco de tangos en homenaje a Julio Cortázar, para quien el
bandoneón de Troilo y el violín de Julio de Caro venían a representar, según dejó
dicho, lo que la magdalena a Proust.
Y es que no es sólo que hoy hubiera cumplido Cortázar cien años, es que sin
duda debe de estar cumpliéndolos en algún sitio, que no ha de ser forzosamente
ese cielo de los creyentes, claro. Cortázar se sentía muy cercano a aquellos
versos de Poeta en Nueva York donde Lorca confiesa que “… yo no soy un hombre, ni un poeta,
ni una hoja, / pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado.”
Es en ese otro lado -de la costumbre, de lo cotidiano, de lo que llamamos
realidad-, donde nace el sentimiento de lo fantástico que empapa toda
su obra, no como un recurso literario, sino porque en su vida lo
maravilloso estaba entretejido con la realidad comúnmente aceptada.
Uno de los pasajes con que Belén
Gopegui se ganó mi admiración
a partir de su primera novela, La
escala de los mapas, tiene un aire inconfundiblemente cortazariano: parte
de la idea de que todo está comunicado, “ de
un momento a otro puedo aparecer debajo de tu boca o salir a tu cocina por la
puerta de la nevera (…) yo guardo un bolígrafo en el cajón y, como el conejo de
Alicia, puede el bolígrafo llegar al jardín de la reina (…) y si entro en mi
pijama tal vez salga al camisón dorado de tu cuerpo”. De esa misma manera,
los mundos de Cortázar parecen
anular muchas veces las distancias, y se prolongan los unos en los otros de
manera natural, aún cuando medie entre ellos un océano o un siglo o la misma
muerte. Detrás de esta contigüidad de lo remoto se da en ocasiones el desdoblamiento
de un personaje, ese saberse o intuirse otro distinto, identidades alternativas
en un mismo mundo y tiempo o en escenarios distintos y épocas diferentes.
Todas las alteridades posibles conviven en los relatos y novelas
de Cortázar. El catedrático Juan Bargalló Carraté inventarió distintas tipologías del
doble: más allá de la impenetrabilidad del Disfraz o de esa medida de nuestra
opacidad que es la Sombra, tres serían los procedimientos de desdoblamiento:
por “fusión” de dos individuos diferentes en uno, proceso que a su vez puede
ser lento, de mutua aproximación, como en el William
Wilson de Poe, o repentino, como en Dostoievski, Wilde o Mauppasant; por división de un
individuo en dos (en Gogol y en Andersen); o por
“metamorfosis”, transformaciones reversibles o irreversibles (Jeckyll y Hyde,
Orlando, Gregory Samsa). “Somos otros sin dejar de ser lo que somos y, sin
cesar de estar en donde estamos, nuestro verdadero ser está en otra parte”,
escribió Octavio Paz; y Fernando Pessoa, que sabía de
múltiples identidades: “Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una
prolijidad de sí mismos”.
Sobrecubierta original de 62. Modelo para armar. |
En Cortázar hay personajes que se desdoblan por sucesión biográfica, un encadenamiento de episodios similares que es confundido con la inmortalidad; personajes que desde su presumible contemporaneidad con el autor sueñan que también son las víctimas de una ceremonia sacrificial azteca en un viceversa final escalofriante donde el techo de una habitación de hospital y el de un pasadizo de roca viva acaban por confundirse antes de que todo sea cielo estrellado y luna menguante y hogueras y cuchillo; personajes a quienes les basta entrar en un Pasaje comercial del Buenos Aires de los años cuarenta del siglo XX para acabar desembocando con absoluta naturalidad en una Galería de París, en el XIX, ser el mismo y distinto, ir y venir de una vida a otra; personajes incapaces de imaginar qué significa que cada tanto les venga como un arma secreta la idea de una bola de vidrio al comienzo de un pasamanos, o de una escopeta de dos cañones, o de unas hojas dándole en plena cara; anagramáticas jóvenes de la buena sociedad bonaerense que sienten en ellas la existencia de otra, lejana, que sufre, que camina por la nieve y la espera en un puente de Budapest; personajes que cruzan ese otro puente insalvable que separa la condición humana de la animal tan solo mirando atentamente los ojos de oro, los dedos, las excrecencias branquiales de un axolotl; personajes que dejan que sea su propia imagen reflejada en la ventanilla del metro quien inicie el juego con otro reflejo, que no saben que son ese personaje que en el libro que tiene entre las manos va a ser asesinado o se descubren recorriendo las habitaciones pintadas en una colección de cuadros expuestos en un museo de pueblo; fuegos que devoran a un tiempo un circo romano y una habitación francesa, la espada de gladiador y el teléfono.
Todo está
comunicado: por ejemplo, el lado de allá y el lado de acá de una rayuela, donde
un tablón de madera quisiera servir realmente de puente entre dos ventanas, entre dos continentes. Por
ejemplo, las calles de tres capitales europeas y una Ciudad sin nombre, tan articuladas
en la novela 62. Modelo para armar, que a Julio Cortázar se le ocurrió una sobrecubierta
que representara un plano imposible, “un collage de las calles de París,
Londres y Viena donde ocurren las cosas”, dejando el lomo, como “zona de pasaje", para el canal de la otra Ciudad, donde las calles de las otras tres ciudades se empalman
entres sí y con ella. Ese plano/sobretapa/book jacket fue diseñado finalmente
por otro Julio, el pintor Julio Silva (“El lector podrá retirar el jacket,
desplegarlo, jugar con él como si realmente fuera un plano”, le explicaba Cortázar
por carta a su editor, Paco Porrúa).
Sí, todo está comunicado, una ciudad con otra, un tiempo del pasado con otro del presente, por qué no ese otro lado donde rondan los pulsos heridos con éste lado de aquí; el lugar en el que Julio Florencio Cortázar celebra hoy sus cien primeros años y la blanqueada calleja sin salida que le fue dedicada hace años en Almería, con una escalera al fondo y una maceta y un imaginario punto de fuga que parecen buscar todas las líneas, una calle para el afelpado caminar de un gato, “porque gato y yo”, escribió una vez, “somos como los gusanitos del Yin y el Yang interenroscándose”.
Sí, todo está comunicado, una ciudad con otra, un tiempo del pasado con otro del presente, por qué no ese otro lado donde rondan los pulsos heridos con éste lado de aquí; el lugar en el que Julio Florencio Cortázar celebra hoy sus cien primeros años y la blanqueada calleja sin salida que le fue dedicada hace años en Almería, con una escalera al fondo y una maceta y un imaginario punto de fuga que parecen buscar todas las líneas, una calle para el afelpado caminar de un gato, “porque gato y yo”, escribió una vez, “somos como los gusanitos del Yin y el Yang interenroscándose”.
Foto: JFH
Todo, todo está comunicado, como mediante pasadizos mágicos: la voz y la imagen de Julio y este blog-bar donde tanto se le quiere, tanto se le debe, tanto se juega a leerle en serio, como se juega de niño, como si no hubiera nada más importante que ese juego.