martes, 26 de agosto de 2014

Centenario Cortázar V: Apio verde tuyú, Julio


Escribo escuchando un viejo disco de tangos en homenaje a Julio Cortázar, para quien el bandoneón de Troilo y el violín de Julio de Caro venían a representar, según dejó dicho, lo que la magdalena a Proust. Y es que no es sólo que hoy hubiera cumplido Cortázar cien años, es que sin duda debe de estar cumpliéndolos en algún sitio, que no ha de ser forzosamente ese cielo de los creyentes, claro. Cortázar se sentía muy cercano a aquellos versos de Poeta en Nueva York donde Lorca confiesa que “… yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado.” Es en ese otro lado -de la costumbre, de lo cotidiano, de lo que llamamos realidad-, donde nace el sentimiento de lo fantástico que empapa toda su obra, no como un recurso literario, sino porque en su vida lo maravilloso estaba entretejido con la realidad comúnmente aceptada.

Uno de los pasajes con que Belén Gopegui se ganó mi admiración a partir de su primera novela, La escala de los mapas, tiene un aire inconfundiblemente cortazariano: parte de la idea de que todo está comunicado, “ de un momento a otro puedo aparecer debajo de tu boca o salir a tu cocina por la puerta de la nevera (…) yo guardo un bolígrafo en el cajón y, como el conejo de Alicia, puede el bolígrafo llegar al jardín de la reina (…) y si entro en mi pijama tal vez salga al camisón dorado de tu cuerpo”. De esa misma manera, los mundos de Cortázar parecen anular muchas veces las distancias, y se prolongan los unos en los otros de manera natural, aún cuando medie entre ellos un océano o un siglo o la misma muerte. Detrás de esta contigüidad de lo remoto se da en ocasiones el desdoblamiento de un personaje, ese saberse o intuirse otro distinto, identidades alternativas en un mismo mundo y tiempo o en escenarios distintos y épocas diferentes.

Todas las alteridades posibles conviven en los relatos y novelas de Cortázar. El catedrático Juan Bargalló Carraté inventarió distintas tipologías del doble: más allá de la impenetrabilidad del Disfraz o de esa medida de nuestra opacidad que es la Sombra, tres serían los procedimientos de desdoblamiento: por “fusión” de dos individuos diferentes en uno, proceso que a su vez puede ser lento, de mutua aproximación, como en el William Wilson de Poe, o repentino, como en Dostoievski, Wilde o Mauppasant; por división de un individuo en dos (en Gogol y en Andersen); o por “metamorfosis”, transformaciones reversibles o irreversibles (Jeckyll y Hyde, Orlando, Gregory Samsa). “Somos otros sin dejar de ser lo que somos y, sin cesar de estar en donde estamos, nuestro verdadero ser está en otra parte”, escribió Octavio Paz; y Fernando Pessoa, que sabía de múltiples identidades: “Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos”.

Sobrecubierta original de 62. Modelo para armar.

En Cortázar hay personajes que se desdoblan por sucesión biográfica, un encadenamiento de  episodios similares que es confundido con la inmortalidad; personajes que desde su presumible contemporaneidad con el autor sueñan que también son las víctimas de una ceremonia sacrificial azteca en un viceversa final escalofriante donde el techo de una habitación de hospital y el de un pasadizo de roca viva acaban por confundirse antes de que todo sea cielo estrellado y luna menguante y hogueras y cuchillo; personajes a quienes les basta entrar en un Pasaje comercial del Buenos Aires de los años cuarenta del siglo XX para acabar desembocando con absoluta naturalidad en una Galería de París, en el XIX, ser el mismo y distinto, ir y venir de una vida a otra; personajes incapaces de imaginar qué significa que cada tanto les venga como un arma secreta la idea de una bola de vidrio al comienzo de un pasamanos, o de una escopeta de dos cañones, o de unas hojas dándole en plena cara;  anagramáticas jóvenes de la buena sociedad bonaerense que sienten en ellas la existencia de otra, lejana, que sufre, que camina por la nieve y la espera en un puente de Budapest; personajes que cruzan ese otro puente insalvable que separa la condición humana de la animal tan solo mirando atentamente los ojos de oro, los dedos, las excrecencias branquiales de un axolotl; personajes que dejan que sea su propia imagen reflejada en la ventanilla del metro quien inicie el juego con otro reflejo, que no saben que son ese personaje que en el libro que tiene entre las manos va a ser asesinado o se descubren recorriendo las habitaciones pintadas en una colección de cuadros expuestos en un museo de pueblo; fuegos que devoran a un tiempo un circo romano y una habitación francesa, la espada de gladiador y el teléfono.

Todo está comunicado: por ejemplo, el lado de allá y el lado de acá de una rayuela, donde un tablón de madera quisiera servir realmente de puente entre dos ventanas, entre dos continentes. Por ejemplo, las calles de tres capitales europeas y una Ciudad sin nombre, tan articuladas en la novela 62. Modelo para armar, que a Julio Cortázar se le ocurrió una sobrecubierta que representara un plano imposible, “un collage de las calles de París, Londres y Viena donde ocurren las cosas”, dejando el lomo, como “zona de pasaje", para el canal de la otra Ciudad, donde las calles de las otras tres ciudades se empalman entres sí y con ella. Ese plano/sobretapa/book jacket fue diseñado finalmente por otro Julio, el pintor Julio Silva (“El lector podrá retirar el jacket, desplegarlo, jugar con él como si realmente fuera un plano”, le explicaba Cortázar por carta a su editor, Paco Porrúa).

Sí, todo está comunicado, una ciudad con otra, un tiempo del pasado con otro del presente, por qué no ese otro lado donde rondan los pulsos heridos con éste lado de aquí; el lugar en el que Julio Florencio Cortázar celebra hoy sus cien primeros años y la blanqueada calleja sin salida que le fue dedicada hace años en Almería, con una escalera al fondo y una maceta y un imaginario punto de fuga que parecen buscar todas las líneas, una calle para el afelpado caminar de un gato, “porque gato y yo”, escribió una vez, “somos como los gusanitos del Yin y el Yang interenroscándose”.

Foto: JFH
Todo, todo está comunicado, como mediante pasadizos mágicos: la voz y la imagen de Julio y este blog-bar donde tanto se le quiere, tanto se le debe, tanto se juega a leerle en serio, como se juega de niño, como si no hubiera nada más importante que ese juego.

martes, 12 de agosto de 2014

Fiasco, de Stanislaw Lem

El título de esta novela de Stasnislaw Lem no lleva a engaño: la aventura que se narra en ella no alcanza los objetivos que se habían fijado quienes la iniciaron como el más ambicioso proyecto jamás emprendido por el hombre; desemboca, en efecto, en un fiasco. Esto no supone desvelar el final, puesto que a medida que la historia avanza, el lector, arrastrado fatalmente hacia el desenlace, lo que de verdad quiere saber no es si la historia acaba bien o mal, sino hasta qué punto el fiasco de la misión estará a la altura cósmica de sus pretensiones: el fracaso, incluso lo prodigioso y descomunal de su naturaleza, ya se da por supuesto a partir de los insensatos procedimientos mediante los cuales los tripulantes de una nave procedente de la Tierra pretenden establecer contacto con una remotísima civilización de la que nada saben y que nada desea saber de ellos.

Arthur C. Clark señaló que cualquiera de las dos posibilidades a tener en cuenta con respecto a nuestra presencia en el Universo –que estemos solos o que no lo estemos- es terrorífica. El anhelo humano de comunicarse con seres inteligentes de otros planetas alimenta la parte fundamental de Fiasco (1986), así como sus derivaciones filosóficas y morales y la soberbia arquitectura científico-especulativa que le da consistencia narrativa, de ahí que parezca aconsejable dejar de lado en una reseña ese primer capítulo que, aunque extenso, resulta ser una especie de preámbulo unido con el resto de la novela únicamente por el hilo sutil de una broma argumental: no nos permite el autor saber si quien lo protagoniza es realmente el mismo personaje que, devuelto a la vida tras permanecer un siglo criogenizado en una de las lunas de Saturno, protagoniza también el resto del libro. Ocurre que cuando me referí hace semanas a la absoluta fascinación que ejercía en mí Fiasco, apenas llevaba recorrido la mitad de ese capítulo inicial: cómo pasarlo por alto ahora. Hay en él, básicamente, una descripción fabulosa de algunos paisajes de Titán, los que el joven piloto Parvis, en una misión de rescate, recorre a bordo de un Digla, un vehículo megapaso, descomunal y con trazas humanoides. Mediante una suerte de filosofía de la materia inerte, Lem trata de explicarnos lo lejos que está la imaginación humana de concebir el poder creativo de la naturaleza tal y como es capaz de expresarse en los mundos desolados, aquellos donde la falta de vida deja sin efecto la exigencia de que todo ocurra en beneficio de ella y sujeto a una finalidad, a una competencia evolutiva. Los mundos carentes de actividad orgánica se van formando con una ilimitada paciencia, sin prisa, con una “magnificencia inútil, un eterno poder de creación sin objetivo, sin necesidad, sin sentido”, como el que excepcionalmente se produce en las más recónditas grutas de la Tierra. El Sol está lejos de Titán, apenas ilumina y no calienta –es Saturno quien sorprende a Parvis en un falso pero resplandeciente amanecer titánico-, y el frío ha definido la extremada lentitud con que la materia trabaja el paisaje, volcanes que por sus grietas filtraron alguna vez gas helado, lluvias de ceniza sulfúrica, asombrosas cristalografías, una pesadilla de osamentas minerales, desfiladeros de dimensiones inconcebibles, laberintos de lava y basalto, monstruosos carámbanos a escalas aterradoras, bosques de géiseres congelados: “no había palabras en ningún lenguaje terrestre que pudieran hacer justicia al arte que se manifestaba en aquel silencio blanco y sin sombras”.  Y entonces un accidente en el megapaso empuja a Parvis a vitrificar su cuerpo de manera instantánea.

Los quince capítulos restantes transcurren ya en el siglo XXII, y en ellos queda demostrado de nuevo que la imaginación de Lem se desarrolla a otro nivel o en una dimensión diferente, donde la ciencia y la ficción y la metafísica y la teología y la historia derivan, conjugadas por él, en una alquimia literaria que subyuga al lector: Fiasco se lee casi sin detenerse en los abrumadores detalles científicos y en las consideraciones filosóficas y morales que dan solidez a esta extraordinaria obra. Ni siquiera acaba importando que sea o no Parvis el hombre al que resucitan de su muerte cristalizada. Sea quien sea, acaba formando parte de la variopinta tripulación del Eurídice, una nave cuya misión, ya quedó dicho, es trabar relación con seres inteligentes de otro planeta. La ingeniería sideral y cierto tipo de maniobras en el horizonte gravitacional de los agujeros negros permiten ya burlar el espacio y el tiempo, salvar las enormes distancias interestelares, de millones de años luz, y superar al fin ese principio según el cual quien emprendiese el viaje a otra estrella no lograría encontrarse con aquellos a quienes había ido a buscar ni vería de nuevo a quienes dejó en la Tierra.

De manera que la costosa expedición se lleva a cabo con el objetivo de acertar con la “ventana de contacto”, es decir, el intervalo de tiempo en el cual los seres inteligentes han alcanzado ya un alto nivel de ciencia aplicada pero todavía no han comenzado a cambiar su inteligencia natural por otra artificial: un marco de no más de 2.500 años terrestres, tal vez menos, apenas un instante cósmico. Antes de eso, millones de años en que la vida se desarrolla, el chispazo de la inteligencia, el nacimiento de una protocultura, la aceleración tecnológica y una inercia autodestructiva, el control de las fuerzas de la naturaleza, perturbaciones del medio ambiente, sustitución de la biosfera por artefactos –tecnosfera-, todo tan rápido ya, cada vez más, siempre el mismo patrón, disperso en ese laberinto de laberintos que es el Universo: las tecnologías en una galaxia nacían, maduraban y se extinguían continuamente, y surgían otras, y escapaban también del “intervalo de comprensión mutua”. Se trataba, pues, de partir en busca de una crisálida y alcanzar una civilización extraterrestre en el preciso instante en que fuese ya una mariposa posada en el borde de esa ventana de contacto, a punto de echar a volar. Es el caso de Quinta, un planeta en la órbita de la estrella Beta Harpyae, a cuyas inmediaciones llega parte de la tripulación del Eurídice con la intención de demostrarles a sus esquivos habitantes su buena voluntad incluso por la fuerza.

Stanislaw Lem (1921-2006)
A estas alturas confieso que ha acabado igualmente en fiasco mi intención de concentrar en un par de páginas lo que esta novela contiene. Desde La isla del tesoro y Miguel Strogoff, allá por mis once años, no había vuelto a experimentar la necesidad de releer una novela inmediatamente después de acabada la primera lectura. Hubiera sido más acertado escribir sobre ella después de hacerlo, sin duda, pero me ha podido esa urgencia que nos ataca a todos los que amamos los libros, la que nos empuja a compartir de inmediato una historia de la que hemos formado parte desde nuestra condición de apasionados lectores.

Fui en busca de un autor de ciencia ficción y me han bastado dos novelas para confirmar que Stanislaw Lem excede con mucho los límites del género. 

lunes, 4 de agosto de 2014

De cómo Els Joglars nos contó a los niños La Odisea de Homero

Soy un niño perdido en la oscura proximidad de los cincuenta años, inconcebible medio siglo donde aletean los sueños abatidos. Ya no espero lo que durante tanto tiempo di por supuesto: que antes o después acabaría convirtiéndome en otro, en el hombre adulto que estaba destinado a ser, como si fuera cosa de despertar un día olvidado de uno mismo y ya responsable, maduro, trabajador. No sucedió, y no sucederá: soy aquel niño; en otro cuerpo, eso sí. Y los años pasados se cuentan también por aquello que uno conoció pero ignoran los verdaderos niños de hoy: hacer girar un disco con la punta de un dedo insertada en uno de sus agujeros para marcar un número de teléfono, la obligación de dar cuerda al reloj de pulsera cada noche, ganar o perder un puñado de canicas probando la puntería en un triángulo o en un hoyo hechos en la tierra, esperar anhelante, a eso de la media tarde, que empiece la televisión...

La niebla se convertía en carta de ajuste quince minutos antes, digamos que a las seis y cuarto, con música y un reloj que marcaba, además de la hora, los minutos y los segundos, y, ay, bastaba el más pequeño retraso para sentirnos terriblemente agraviados; de pronto vida en la pantalla, y a una presentación de los programas de la tarde y un breve avance del informativo le seguía, entonces sí, un globo, dos globos, tres globos, la luna es un globo que se me escapó. Antes de eso, en una capa muy primitiva de mi memoria infantil, está depositada la evidencia de que chiripitifláutica es la sonrisa de mamá y de que los hermanos Malasombra eran malos de verdad. Pertenezco, ya se ve, a la primera generación de niños a quienes los padres nos decían que veíamos demasiada televisión, qué cosas: la realidad es que pasábamos muchas más horas jugando en la calle. La tele era cosa del otoño y el invierno.

Las manualidades de La casa del reloj, el cómo están ustedes de los payasos, la Guagua de Torrebruno, el cantidubidubidubi que obraba el prodigio de mover a Luis Ricardo, el monstruo de Sanchezstein, la enorme pecera llena de tarjetas postales –cartas no, insistían, sólo tarjetas- de entre las que, después de remover y remover, María Luisa Seco extraía una que no era la tuya; el vamos a la cama que hay que descansar… He sido fiel al recuerdo de tantas imágenes y tantos sonidos incluso cuando ese recuerdo se iba haciendo cada vez más y más lejano. Pero hubo un programa del que sólo conservé la idea de unos soldados de la antigüedad montados en armarios, en los que viajaban y pasaban todo tipo aventuras: llevo treinta y ocho años describiendo de manera tan vaga algo que sin embargo yo sabía que me había dejado honda huella, a pesar de que en un plano consciente no era capaz de evocar nada más concreto. La web de RTVE, en el impagable archivo histórico del que soy visitante asiduo, me ha devuelto en el mes de julio aquel programa. No entiendo cómo no deduje que se trataba de Ulises y de todo cuanto les sucedió a él y a sus hombres en su regreso a Ítaca tras haber destruido Troya; lo pienso ahora que he visto los cinco episodios, y me resulta extraño que la mayor parte de mi recuerdo de la serie permaneciera enterrado en el subsuelo de la memoria, desde donde sin duda ha ejercido una enorme influencia en mí. Que se tratara de una versión infantil de La Odisea de Homero dirigida por Albert Boadella y representada por Els Joglars sí que ha sido toda una sorpresa. La serie se emitió entre diciembre del 76 y enero del 77, y era una enorme travesura didáctica, un puro juego disparatado en el que, entre armarios rodantes y sábanas y cuerdas y cascos de orinales y palos y barbas griegas fuimos sabiendo de la Guerra de Troya, del famoso caballo de madera, de la cólera de los dioses, del gigante Polifemo, de Circe y la conversión en cerdos de los compañeros de Ulises, de la isla de las sirenas y la de las vacas sagradas, de los pretendientes de la tejedora Penélope…


Me ha resultado emocionante volver a verlo, pero no ocultaré que una parte de mí echa ahora de menos aquel pedacito de recuerdo, tan mínimo, tan misterioso, tan querido que conservaba de esta serie: han sido muchos años recordando tan poco. Me ahorro, por lo demás, hacer una comparación entre la programación infantil que yo disfruté cuando sólo había televisión a horas determinadas y el desprecio absoluto que les merecen los niños a las cadenas de hoy.


Ver La Odisea de Homero, en versión Els Joglars (RTVE, 1976-1977)