De pronto se ve a sí mismo en un
aula, sentado en los últimos pupitres. Es un aula extraña, de otra época, una
época muy anterior a la de su etapa escolar, en apariencia estrecha y con los
techos muy altos y unos amplios ventanales laterales a través de los que entra
una claridad a la vez intensa y débil, en modo alguno natural (en realidad,
ninguno de estos detalles es constante). No sabe qué hace allí, pero alguien
sentado delante de él, alguien a quien en el sueño conoce, se vuelve para
explicarle que aquel otro muchacho que permanece de pie ante la mesa del
tribunal está haciendo una larga y desafiante exposición de los errores que
convierten a Apocalypse Now en una película sobrevalorada, y
en ese preciso momento se intercala una imagen de Robert Duvall diciendo: ¡Charlie
no hace surf! Ese muchacho, al que no ha reconocido de espaldas, resulta
ser Paco Castillo, un amigo de juventud, y basta con que se le haya revelado su
identidad para encontrarse ahora en una cena pantagruélica que tiene lugar en
lo que parece ser un restaurante ubicado en los soportales de una imaginaria
plaza mayor porticada. A veces los comensales están sentados alrededor de una
larga mesa y a veces todo ocurre sobre un suelo cubierto de alfombras y grandes
cojines de terciopelo y mesitas de clara inspiración árabe. Y no le resulta
raro que sea Emilio Arán, del que tampoco ha vuelto a saber nada desde hace
años, quien les agasaje con aquel banquete, a él y a María Elena, que está a su
lado, y a la niña, la hija de ambos, y también a Paco Castillo, otra vez, y a
las mujeres de Paco y de Emilio. Van llegando más y más platos de comida, y
jarras de cerveza, y eso sí le sorprende, que sigan trayendo más comida: ya no
cabe nada en la mesa -o en las mesas, según-, y las bandejas van siendo
colocadas unas encima de otras, y la conversación es animada, las risas
constantes, todos parecen felices, todos salvo la niña, que se aburre entre
mayores. Y de pronto todo esto se reduce a una mera sensación de bienestar, al
eco de un sonido impreciso; las imágenes del sueño quedan como flotando en la
superficie de un estanque mientras va tomando conciencia de su despertar en
medio de la noche, de la impertinencia de su cuerpo que le advierte de las
ganas de mear y le aparta del sueño.
Se niega a levantarse de la cama; le
irrita estar perdiendo contacto con la placentera escena que estaba viviendo,
desearía abandonarse al sueño pero toda su mente está dominada por la voluntad de
retener aquello que ni siquiera responde a una vejiga llena pero que
afecta a un remoto temor infantil a dormirse y dejar de hacerlo. Tiene los
ojos cerrados y la cabeza apoyada en la almohada; María Elena respira a su
lado. No desea renunciar al calor del lecho compartido ni al acogedor peso del
edredón sobre su cuerpo, y deja pasar unos minutos; finalmente aparta sigiloso
la ropa de cama, qué remedio, y abandona el colchón, y sin encender la luz
emprende el camino del baño, tantea la cortina a oscuras, y la puerta del
armario; conoce de sobra el camino y sólo le preocupa conservar el recuerdo del
sueño: lo lleva en la cabeza como si fuera algo muy frágil, algo que podría
desvanecerse por completo si se rompieran los hilos que todavía le ligan muy
sutilmente al acto de dormir. Sabe que del olvido no regresan nunca los sueños,
y pretende, con una obstinación que en sí misma ya tiene algo de onírico,
incorporarse nuevamente al sueño que ha abandonado; por eso va pensando en sus
imágenes, pero sin forzarlas. Sale al pasillo, lo recorre a oscuras y pegado a
la pared, supera la puerta abierta de la habitación de la niña, entra en el
baño, sin encender ninguna luz, levanta la tapa del váter y se sienta, tan
mezclado con la oscuridad como si aún permaneciera en la cama con la cara
pegada a la almohada y esperando ir resbalándose hacia la inconsciencia, y así
se abandona al alivio de orinar en completo silencio y con los ojos cerrados.
Regresa despacio, a tientas siempre, como un ciego, sin haber accionado la
cisterna para no hacer ningún ruido: la pared, la puerta de su dormitorio, el
armario, la cortina, se vuelve a introducir bajo el edredón, respira él
también, como quien ha culminado con éxito una misión fastidiosa, recupera la
tibia inmovilidad de un letargo, la inmediatez del cuerpo cálido de María Elena
dormida, la esperanza de dormir él también, de nuevo, la imagen de unas caras
sonrientes y unas bandejas de nécoras, la textura y el sabor de unos
champiñones al ajillo... Pero se trata de un pensamiento consciente. No
hay nada que hacer.
Ha conseguido evitar que el recuerdo
del sueño desaparezca, pero ya no cree posible regresar a él. Es cierto que
algo así le ocurrió una vez, retomar un sueño del que había despertado, pero
nunca más se ha repetido. Ahora está cada vez más desvelado, y se pregunta por
qué Paco Castillo y Emilio Arán, después de tanto tiempo. No se pregunta por lo
que haya podido ser de ellos, sino por las razones para haber soñado con ellos
y con sus parejas de entonces, y piensa en su hija, que se aburría en el sueño,
y en María Elena, y le invade una indefinible tristeza, el ahogo de una
repentina soledad. No entiende de dónde procede este pesar, y por un instante
se pregunta si no estará soñando otra vez. Le molesta ahora una incómoda
sensación de frío, la dureza y angostura del colchón, en el que sabe que no
podría darse la vuelta sino girando trabajosamente sobre sí mismo. La ventana
debe de estar abierta, por eso el ruido de la calle llega tan definido a sus
oídos, sonidos aislados que apenas hubieran sido audibles entre el bullicio
diurno pero que son capaces de alzarse sobre el silencio de la ciudad dormida:
un coche que circula a lo lejos o una motocicleta trepidante, unas voces que
parecen las únicas en toda la ciudad, una botella que rueda en algún sitio.
Trata de taparse mejor, pero al tirar del embozo nota que la ropa que le cubre
es ligera y está como enredada a su cuerpo, parece que estuviera envuelto con
ella, y de pronto nota también el hedor que él mismo desprende, y se da cuenta
de que ahora sí ha abandonado definitivamente el sueño, de que está a la intemperie, de
que forma parte de la alta noche y sigue tumbado en el mismo banco de un
parque. No puede saber cuánto ha dormido, poco sin duda: siente demasiado
miedo, demasiada vergüenza, un infinito desamparo. Detrás de esa botella de
cristal que rueda nítidamente por el suelo hay alguien que la ha dejado caer a la acera o
que la ha golpeado con el pie, y todo es una amenaza; la noche es tan larga en
la calle, a la luz de las farolas: tan larga. Y eso a pesar de que la falta de
alimento le provoca un permanente estado de debilitamiento, de sopor. Y
entonces vuelve a su boca el sabor de unos champiñones, como si en verdad los
hubiera masticado hace poco, y piensa en María Elena, que estaba tan cerca en el sueño,
respirando, en lo real que parecía; y piensa en la niña, que habrá crecido
tanto en estos años, su princesa. Y trata de envolverse un poco mejor en la
manta vieja, encajado muy rígido en el ángulo que forman el respaldo y el
asiento del banco, tan despierto ahora, tan indefenso.
"La crisis ha acabado claramente en España y está
entrando
dinero porque la gente ve que es un país de
oportunidades".
César Alierta, presidente de Telefónica y del Consejo
Empresarial para la Competitividad. 11/11/2013