Hace dos años y medio que una parte de nuestras vidas gira
inevitablemente alrededor del violín. Es tan poco en términos de aprendizaje musical
que todo lo que mi hija ha evolucionado en este tiempo equivale al gesto con
que se inicia el primer paso de un largo, muy largo viaje a pie; y sin embargo, qué lejos
ya de lo que yo, que jugué con ella en un principio a sostener el instrumento
entre el mentón y el hombro, y a colocar correctamente el pulgar de
la mano derecha en la nuez del arco, qué lejos de lo que yo aún puedo hacer con
un violín en las manos, que es nada. Siendo ella la que empezaba a estudiarlo,
fingimos que empezábamos juntos; ahora me limito a ajustar la almohadilla, a tensar
las crines de su arco y a darles resina cuando vamos a practicar, y es ella la
que leyendo la partitura repite una vez más un estudio de corcheas o una pieza de
Weber o de Haendel o de Oskar Rieding que no por sencillas dejan de ser tan inalcanzables
para mí como lo es para un pez la lectura en voz alta de una sola sílaba.
Y esta parte de nuestras vidas nos ha proporionado ya alguna experiencia gratísima, la última este mismo fin de semana. El
viernes 24 fue una noche mágica: la violinista canadiense Lara St. John,
acompañada de la Orquesta Ciudad de Almería, interpretaba el Concierto para violín y orquesta de Jean
Sibelius. Confieso que el anuncio del acontecimiento supuso para mí el
encuentro con esta obra sublime de la música, y a medida que más y más la escuchaba
en los días previos, más me emocionaba ser el poseedor de dos excelentes localidades.
Completaban el programa una selección de
El Cascanueces -estupendo aperitivo,
pues cuando mi hija era más pequeña usábamos la suite de Tchaikovski como fondo
de nuestros teatros de marionetas- y, en la segunda parte, la sinfonía nº 9 de Shostakovich. La orquesta estuvo espléndida, como
siempre, dirigida con manos maestras por Michael Thomas (Thomas es una de las
mejores cosas que le ha pasado a esta ciudad en los últimos diez o quince años).
Lara St. John durante su clase magistral en Almería la mañana
siguiente al concierto del 24 de enero (Foto: JFH
Pero el interés principal estaba en Lara St. John, y
en Sibelius, y en el Guadagnini ‘Salabue’ que uniría a ambos, un
violín de 1779 que le fue cedido a St. John por un donante anónimo, y al que
ella llama The Resurrection. Son más
o menos las diez de la noche cuando finaliza la danza de los Merlitones, las
sillas de los músicos que están a la izquierda del director se apartan hacia atrás,
las luces del auditorio se atenúan de nuevo -¿o no llegaron a encenderse entre
una obra y otra?-, y yo miro a mi hija como dice Cortázar que dos personas se
miran antes de empezar un concierto, con un ligero
temblor de despedida (“cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está
listo”, añade Julio, también entre paréntesis). Antes o después de esa mirada ha
salido St. John entre aplausos, ocupa su lugar en el escenario, de pie entre el
concertino y el director, suenan los primeros acordes de violines, suaves, como
soñados, como la bruma de aquel onírico Manderley, y Lara St. John comienza el primer
movimiento para que a partir de ahí todo quede en suspenso durante algo más de media hora.
Admitámoslo, todo intento de explicar con palabras una
obra musical quedará siempre como de este lado, el nuestro, el que mejor
conocemos, tan de colores, tamaños, sonidos, sabores y formas: tan de adjetivos.
Quien posea conocimientos teóricos del lenguaje musical podrá describir lo que
técnicamente dispuso el compositor y el artista ejecuta, pero no transmitirá
ninguna emoción. Quien posea una sensibilidad poética podrá transmitir emociones,
sí, pero emociones más literarias que musicales, a qué engañarnos. Aquellos largos sollozos de los violines otoñales
que herían el corazón de Paul Verlaine con monótona
languidez (y que jugaron su papel en el desembarco de Normandía) despiertan
admiración como hallazgo metafórico, pero no enroscan su sonido alrededor del estómago.
¿Qué decir de la asombrosa interpretación de Lara St. John, entonces? Que hubo nostalgia
y dramatismo y rabia y melancolía y delicadeza y fuego y atrevimiento y vértigo y altura y
polonesa y complicidad; que hubo un viejo violín que lloraba y combatía y
danzaba y una orquesta que estaba a su lado, como están los amigos, y callaba para escuchar, y apretaba los
dientes cuando el meñique de Lara alcanzaba de pronto el filo cortante de la
nota más aguda en el borde del diapasón. Fuimos testigos de una pura trinidad
expresiva: se dirigió a nosotros la intérprete a través del viejo violín, pero
también el viejo violín a través de la intérprete, y el compositor, en ausencia, a
través de ambos. Nunca he tenido una sensación tan intensa de estar siendo interpelado a través de la música para intentar contarme una historia, tres
historias, en realidad. Tras la apoteosis de Sibelius, Lara correspondió a las
ovaciones regalándonos la giga de la partita número 2 de Bach. Ya digo: una
noche absolutamente memorable.
Sin su 'Salabue' (Foto JFH)
A la mañana siguiente, los violinistas de la Orquesta
Joven de Almería y los alumnos de su Academia –junto con algún que otro
padre boquiabierto aún desde la víspera- tuvieron el privilegio de asistir a
una master class impartida por la
propia Lara: la genialidad en las distancias cortas, en la mirada atenta, en la
indicación precisa y luminosa. El viejo ‘Salabue’ se quedó en el hotel,
descansando en su estuche.
Nada me gustaría más que traer al Loser una versión
del Concierto para violín y orquesta de Sibelius
interpretado por ella. Pero no lo he encontrado. La mejor interpretación que se
conoce de esta maravillosa obra es la del desdichado Christian Ferras. Yo
dejo que sea nuestra siempre admirada Hilary Hahn quien lo toqué aquí.