Los
años 2001 y 2002 escribí para el diario La
Voz de Almería una serie de artículos en los que fui contando a mi manera cada
una de las corridas de toros de la Feria. La crítica del festejo la hacía,
magistralmente, Jacinto Castillo (por cierto, antiguo miembro de la Tertulia dela Calle Suipacha reencontrado pasados los años), y yo ponía, con un día
entremedias, el punto de vista literario. Estos artículos llevaron por nombre
genérico EL CENTRO DEL LABERINTO, aunque sólo el primer año tal denominación
estaba explicada. He rescatado los artículos de aquel 2001 y los he despojado
de las referencias a cada una de las corridas que les servían de escusa, de tal
manera que los fragmentos tengan un sentido propio ahora que un nuevo ciclo
taurino se inicia en la ciudad a la que he regresado hace tan poco.
Joselito. Almería, 1998 (Foto JFH)
(20 de agosto de 2001)
Rito
ibérico en lo histórico, suma de mitos en lo literario: ambas raíces del toreo
son milenarias y poco importa si se confunden en lo profundo de la imaginación,
en el subsueño colectivo. En cualquier caso, los pormenores del espectáculo al
que asistimos en el presente son fundamentalmente fruto de tres cambios que en
la forma de correr los toros se operaron durante el siglo XVIII: el plebeyo
peonaje le gana el protagonismo al caballero de quien hasta entonces era mero
asistente; un Francisco Romero muy anterior al Faraón de Camas usa por primera
vez una muleta, de lienzo y blanca, para que poco después Costillares supiera
sacarle partido en la tesitura de matar al toro al volapié; y, finalmente, otro
Romero, Juan, reestructura las cuadrillas y establece así la manera en que irán
definiéndose las futuras estrategias de la lidia. Sea ese siglo, pues, la
frontera que divide las tauromaquias remotas y las modernas: al otro lado la
evolución de la cultura táurica es lenta, desde la civilización caldea a la
ibérica, del culto a Cibeles o Mithras a los solemnes rituales en honor a Apis,
del rapto de Europa a Maratón, de la Edad Media al Renacimiento; de este otro
lado, esa evolución se produce a lo largo de casi tres centurias y a partir de
cambios no tan sustanciales como cabría pensar. Pero hay un misterio común:
sobre el antes y el después se yerguen las figuras de Teseo y del Minotauro, y
sobre ellas dos el símbolo del laberinto.
Se
cuenta que la Criatura encerrada en su centro recibía cada nueve años el
sacrificio de 14 jóvenes, y Borges cifra en 14 el número de entradas a la casa
dedálica de Asterión-Minotauro, una menos de las que tuvo en su origen la plaza
de Almería. Para que Teseo pudiera regresar sobre sus pasos una vez se hubiera
enfrentado a aquel ser con cuerpo de hombre y cabeza de toro, Ariadna le dio el
extremo de un hilo que él iría desovillando a lo largo de las múltiples
callejas y encrucijadas que constituían físicamente el laberinto. Con el hilo en una mano y la espada en la otra,
el héroe griego se adentró en busca del centro y del Solitario que lo habitaba,
y allí, lejos de las miradas de todos, le dio muerte. Si nos atenemos al
sentido clásico del mito, su victoria representa el triunfo de la razón
helénica sobre la superstición, de las dimensiones diurnas sobre las nocturnas,
del intelecto sobre la vida instintiva; de acuerdo con la interpretación que
del mismo hizo Julio Cortázar, sin embargo, la muerte del Minotauro se debe al «horror
a lo distinto, a lo que no es inmediato y posible y sancionado»: Minotauro,
señor del juego, dice Cortázar, amo del rito. Valga la combinación de ambos
significados contrapuestos para entender que, en cualquier caso, es el toro el
protagonista de la corrida; valga también como invitación a observarlo desde
que aparece en el ruedo, a él sobre todo, a estudiarle, a admirarle, a ser
también los ojos con que lo mira el hombre que habrá de hacer arte fugaz
mediante el enfrentamiento con él.
Pero,
¿y el laberinto hoy? Como curiosidad diré que en la plaza de Almería quedaba
hasta el año pasado un fragmento diríase que arqueológico que recordaba la
antigua existencia del ingenio diseñado por Dédalo: al cambiar la puerta a
través de la cual los toreros entran desde la calle al patio de cuadrillas no
se accedía a éste de manera directa, sino recorriendo, casi agachados, una
suerte de pasajes estrechos, doblando recodos, subiendo y bajando algún que
otro escalón de piedra. En cualquier caso, el verdadero laberinto hoy es otro,
y es simbólico: la realidad, y cada uno de nosotros, espectadores, como
representación de ella. Una realidad que parece negar la pervivencia del mito y
a la vez la asume como interna a través de la emoción. Una realidad que cerca
el círculo donde la irrealidad se desarrolla: solos toro y torero en el centro.
(“Querencia literaria”)
***
(21 de agosto)
Laberinto,
sí, y en el centro el ruedo: moneda de arena que acuñaron los dioses, casilla
zodiacal, encrucijada de lo sagrado y lo pagano, mandala, casa de Asterión,
primero o último de una serie de círculos concéntricos que acaban o empiezan en
el perímetro del Mundo. Y alrededor una base de cemento sobre la que se
asienta, ya dije, el laberinto de la realidad. (“Una voz a mi lado”)
Finito de Córdoba. Almería, 2000. (Foto JFH)
***
(23 de agosto)
El
tiempo en el laberinto no se corresponde con el que los espectadores llevamos
atado a la muñeca. Para el imaginario colectivo siempre serán las cinco de la
tarde en el laberinto, pero enredado en sus recodos el tiempo posee su propia
naturaleza: a veces es tiempo detenido, a veces premioso, a veces, las más,
inexistente, a veces incluso inverso; es único, en cualquier caso, y los
adjetivos que se le añadan siempre serán meros intentos de codificación. No hay
forma de medirlo, y sin embargo juega con elementos de todos los relojes: reloj
de sol sobre una esfera de arena, media luna creciente de sombra, clepsidra si
el temple del muletazo es líquido, si la lucha es lenta y como entre cuerpos
sumergidos, reloj de péndulo oscilando constantemente del triunfo al fracaso,
del fracaso al triunfo, reloj de música en los pasodobles, de cuco en el
chillido de una golondrina. Nuestro reloj de pulsera no lo miramos en la plaza
para saber qué hora es sino qué hora sería si no hubiéramos venido, para tensar
ese particular hilo de Ariadna que el matador sostiene, que nos atraviesa y que
acabará sacándonos del ámbito mágico de la corrida. (“Pliegues del tiempo”).
***
(27 de agosto)
La
muerte de Agostero [el último toro de la última tarde] nos fue devolviendo a todos la medida de la realidad que el laberinto
había dejado en suspenso durante siete días. No existe el tiempo allí dentro
tal y como lo conocemos, ya lo dije. Habíamos entrado en pleno verano y ya el
sábado las puertas exteriores nos arrojaron a un atardecer como de septiembre,
como de principios de curso, como de antesala de otoño. En nuestra memoria
conservábamos la elegancia centáurica de Hermoso de Mendoza, la pierna
adelantada de El Califa, la finura de Finito, la maestría incontestable de
Enrique Ponce, la transfiguración de Jesulín, el
jubiloso quehacer de Puerto, la abrumadora torería de Ruiz Manuel, la ausencia de
El Juli y de José Tomás (ese samurai del toreo, como le definió Joaquín Sabina),
el pellizco de Morante, el glorioso capote de Curro Vázquez, el heroísmo de
coliseo romano con que Pepín Liria respondió a su ausencia inicial en los
carteles. Hay otros laberintos, pero hasta el próximo agosto no estarán en
éste: la base de su representación almeriense se fue quedando desierta el último
día, y los espectadores desandábamos con nostalgia anticipada las galerías que
habíamos abierto en nuestra propia cotidianeidad para asistir al rito totémico
celebrado en su centro. Vacía y sola, la plaza iba convirtiéndose poco a poco
en lo que será durante los próximos meses: un mero edificio. Únicamente los
ecos lo habitarán; las lluvias del invierno extraerán de entre sus junturas
hierbas y musgo, la cal irá cuarteándose y desprendiéndose, todo en él parecerá
arquitectura milenaria en no demasiadas semanas. Lo es ya, en alguna medida. La
renovada lucha entre Teseo y el Minotauro le dio cuerpo y vida a sus tendidos,
pero de este lado de la realidad se nos antoja que quizá todo fue producto de
nuestra imaginación. (“Se desvanece el laberinto”)
14 comentarios:
He leído muchos ensayos taurinos -acabo de concluir "Diálogo con Navegante"- y a todos les falta algo como esto. La poesía no es narrar la realidad sino trascenderla y en eso andabas aquellos días. Abrazos
Yo estuve detrás de leer el libro "Filosofía de las corridas de toros", del filósofo francés Francis Wolff, a quien tuve ocasión de entrevistar por aquellas fechas. Hubo un tiempo en que leía mucho sobre toros (recuerdo un estupendo libro sobre la dinastía de los Bienvenida). Pero en estos doce años esa pasión taurina se me ha relajado mucho. No he leído pues ese libro de José Tomás, ni tampoco el de mi admirado Enrique Ponce: al final fue Andrés Amorós el que hizo lo que yo deseaba por entonces, biografiarlo.
Un abrazo taurino-literario.
Ya he confesado en éste local mi ignorancia del fino arte taurino y mis raras experiencias o encuentros con una plaza, salvo para presenciar un concierto, en Las Ventas o en algún otro lugar. Pero te leo porque el capote literario se te da muy bien..¿de qué me extraño..?
Un beso Juan, me pongo la mantilla si es preciso.
ABRIL: Con mantilla o sin ella, cuánto me alegra que estés aquí también hoy, oyéndome pegar la hebra en la barra de este local convertido por un rato en tabernuca taurina. Siempre vi en los toros algo más de lo que se aprecia a simple vista, y a veces traté de indagar en ello, y de contarlo. Un beso por delantales.
'No pongo al dios por excusa de inaceptar (?) la grave trascendental importancia de la fiesta teurina'
(la cual, aun sin que quisiera, más me sume en desencanto irremediable.
'No le opondré valor sino otorgaré respetos en tanto descubran forjas poéticas de este tenor, tan preciosamente apuntilladas, Juan'
Luego, corra sangre en la arena
y le susurren astas de mi toro, toro bravura perfecta. Que a pocas más se le asueldan capas y capotes
sin faltar ni uno a la cita convenida en tarde lenta. ¡como de un "a las cinco de la tarde" lorquiano.
Del resto, y va por ti, choque de palmas y aplausos, poeta"
Un abrazo grande, Juan
error: tAurina!
PMPILAR: El toreo está entretejido de poesía, en tanto que símbolo y música callada y danza solitaria y lucha entre dos naturalezas y regreso a las raíces del mito y verdad oculta y sentimiento y exposición de lo íntimo. “Corro de arena: noria / de sangre horizontal y concurrencia / de anillos: sí: ¡victoria! / de la circunferencia”, escribió Miguel Hernández. Correspondo a tus aplausos con una inclinación agradecida. Abrazos.
Excelentes textos Juan.
He ido mucho a las plazas de toros en la niñez y juventud, poco en los últimos años. Mi padre era un era aficionado y en alguna ocasión me llevaba a la plaza (Zaragoza y la fería en octubre). Un hermano suyo, y tío mío, fue novillero e íbamos a verlo en alguna ocasión.
Siempre me ha sobrecogido lo que ocurre en ese ruedo con esa arena clara. Tú lo has descrito de forma maravillosa.
Felicidades.
Saludos!!
Hermosas experiencias las que cuentas, que yo ahora quiero proporcionarle a mi hija. La llevé a la plaza por primera vez hace una par de años, y le encantó. Podía haberle no gustado y ahí habría acabado todo. Pero le gustó mucho y hemos repetido. Esta tarde, sin ir más lejos, vamos a una novillada. Un saludo.
A ver Juan, que estoy desde un móvil. Espero acertar. Un post lleno de caviar, arte y magisterio entre las luces, el albero y el toro de Picasso. He visto dos veces al maestro Tomás. Soy taurino hasta la médula y moriré amando esta disciplina. La última vez fue aquí en el coso del Este. Me gusto más, pero me quedo con la penúltima en el pueblo de mi madre y en su compañía. Era como tener al lado al maestro Amorós hecha Afrodita. Un abrazo desde las olas…
JC ALONSO: Me precio de haber visto grandes faenas a Tomás, y a Joselito, y a Morante, y a Manzanares, padre e hijo, y una inolvidable a Manolo Sánchez… y muchas, muchas, a mi Ponce, y digo mi Ponce como otros dicen mi Curro: poncista soy, y a Ponce admiro y en Ponce creo.
Amigo Jon C.: Leí tu estupenda reseña sobre ese pequeño fugitivo, ese firme vigilante de las playas, ese infantil Holden Caulfield del metro, ese caminante por las sombras y luces de las barras sin estrellas… Pero en el nuevo aire de tu Bypass no encuentro manera de dejarte un comentario. No sé si es porque los has cerrado o porque mis limitaciones me impiden hacerlo. Me pasa cada vez que un amigo se pasa al google +.
Un abrazo.
Me encanta el texto, me pierdo en su contenido. No soy aficionado a los toros, aunque tampoco los tengo en el punto de mira de mis antipatías. Es una cuestión de deslumbramiento. Reconozco su literatura. Un abrazo, amigo.
¡Olé!
EMILIO CALVO DE MORA: El gusto por el toreo, en efecto, es deslumbramiento o no es. La perspectiva mítico-literaria no me hace mejor aficionado, pero me ayuda a disfrutar mucho más de lo que tengo ante los ojos. Abrazos.
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