En
circunstancias normales, la mayoría de nosotros tenemos un primer conocimiento
de la maldad a través de los cuentos. Villanos de toda condición extienden la
sombra de la amenaza a lo largo de buena parte de las historias tradicionalmente
concebidas para los niños, historias que sin esos malvados, por otra parte, no
existirían como tal: no hay superación personal sin los obstáculos de la perfidia,
no hay desobediencia sin el castigo de caer en las fauces de una criatura
taimada y maligna, no hay belleza que no provoque la envidia de quien quisiera
serlo más que nadie, ni fealdad que no se convierta en objeto de mofa para los
idénticos entre sí. Con el tiempo, aprendemos que brujas, ogros, lobos,
madrastras y demás familia son arquetipos de que se vale el relatador para
subrayarnos la diferencia entre el bien y el mal, y tratamos de convencernos de
que en la vida real nadie es absolutamente malo ni absolutamente bondadoso,
aunque vayamos sabiendo, casi diariamente, de actos abominables cometidos por
hombres y mujeres.
He
dicho en circunstancias normales: hay otros niños, muchos niños, para quienes
la maldad no es cosa de fantasía, ni hay un colorín colorado que haga
desvanecer finalmente el peligro y el miedo.
Comencé
a leer Entre malvados, el tercer
libro de relatos de Miguel Ángel Muñoz, el sábado 12 de noviembre, por la
tarde. Ese día, los medios de comunicación publicaron la noticia de que un niño
de siete años había sido ingresado en un hospital de Sevilla tras recibir una
paliza de tres compañeros de colegio, de ocho, nueve y diez años. Ese mismo 12
de noviembre, según advierte el colofón del libro, Charles Manson cumplía
ochenta y dos años. De alguna manera, la vida real intervenía en la lectura,
pues el primer cuento, “Somos los malvados”, nos habla de las consecuencias del
acoso escolar, y en el penúltimo, de acuerdo con el índice, me esperaba Manson,
el célebre líder de un grupo de criminales –su “Familia”- que en la década de
los años sesenta cometió en California una serie de asesinatos atroces, entre
ellos el de la actriz Sharon Tate. Entre uno y otro relato, fui atravesando a
lo largo de aquella tarde historias que me trasladaban a ese infierno sobre la
tierra que es hoy Siria, y al día anterior a los atentados del 11 de marzo de
2004 en Madrid, incluso también a los instantes previos: un trayecto en tren
como el de cualquier otra mañana, con un destino común; me trasladé a un espacio
abierto entre árboles, donde la policía, de noche y a la luz deslumbrante de
los faros de un todoterreno, trata de arrancarle una información valiosa a un
sospechoso; me crucé brevemente entre un televisor encendido y el espectador que lo
mira, y recorrí también las semblanzas biográficas de conocidos malvados,
sanguinarios unos, otros contradictorios en sus papeles de eruditos y de
padres.
El
orden en que están dispuestos los relatos en un libro nunca es arbitrario, y
que el primero de Entre malvados trate
del acoso escolar supone una declaración de principios. El narrador de este
primer relato es un adulto con el alma quebrada, a quien las humillaciones y la
violencia sufridas de niño le convencieron de que “todos somos culpables hasta que se constata nuestra culpabilidad”. Un torturador implacable en la escuela puede acabar, andando el tiempo,
convertido en un ciudadano ejemplar, ajeno a su víctima, quien, por el
contrario, ha crecido anclado al miedo, al odio, "infectado por el pánico”.
Cada
relato de Entre malvados tiene sus
propios códigos narrativos; tiene no ya vida propia, que por supuesto, sino un
estilo de vida propio: una manera de ser contado, y de acercarse a las víctimas
y a los verdugos. “Intenta decir Rosebud” produce ahogo en la permanente
inminencia de una ejecución a manos de los terroristas del Estado Islámico: contiene
los rigores del secuestro, las humillaciones, el ciego fanatismo, la amistad
entre desconocidos, el miedo insoportable, el atuendo naranja y el
arrodillamiento que parecen preceder al abominable martirio, la imposibilidad
de retornar a la normalidad. “Aguantar el frío” juega espléndidamente con una
combinación de actos de violencia, engendrado uno en el vientre de otro y reflejando
ambos un tercero en la distancia: así, la desaparición de una niña pequeña
provoca la zozobra de los investigadores, la urgencia, el maltrato, todo ello
sin que el pensamiento del policía se aparte de la suerte de su hijo activista,
que ese mismo día, en otra ciudad, ha participado en una acción de protesta. La
prosa torrencial de “Los nombres” y la coralidad ferroviaria de “Un hombre
tranquilo” nos dan a conocer unos instantes en las vidas de quienes nada saben,
de quienes no podían imaginar... En esa obra monumental que es 2666, póstuma novela de novelas de
Roberto Bolaño y una de las más tenebrosas exploraciones del mal nunca
escritas, un personaje dice, en relación con los inacabables y nunca aclarados
crímenes de mujeres de Ciudad Juárez (Santa Teresa en el libro): “Nadie presta atención a estos asesinatos,
pero en ellos se esconde el secreto del mundo”. Acaso también se esconda en
un vagón de tren y en una estación que de algún modo es todas las estaciones
del cine que amamos.
Miguel Ángel Muñoz (Foto: JFH) |
Tras
nueve relatos de corte realista, el libro se cierra con un largo cuento
fantástico, “Donde el Borgión se esconda”, que por sí solo merecería ya toda
una reseña: complejo, con una urdimbre de lecturas posibles, a medio camino
entre el mito clásico y la ficción especulativa, sostenido por una narración
minuciosa, vivencial, atenta al detalle, que en determinados pasajes remite
sutilmente a circunstancias tan solo apuntadas en relatos anteriores –el
meticuloso corte de un cuchillo despierta el recuerdo de otro corte ya iniciado
varias páginas atrás que ahora la mente del lector completa con horror-. En
esta historia de iniciación, los jóvenes son adiestrados mediante la tortura,
en un Centro de Instrucción fundado al efecto, para enfrentarse, cumplidos los
17 años, al Borgión, el monstruo legendario que habita en el interior de un
bosque. Llegado el momento, los jóvenes se aventuran en el bosque como Teseo se
adentraba en el laberinto cretense para enfrentarse al Minotauro –aunque sin el
hilo de Ariadna-, en tanto que en el pueblo sus convecinos leen por la calle a
Descartes, a Maquiavelo, a Aristóteles, a Voltaire, y el centro de toda actividad
es la Biblioteca, como una distopía inversa a la que propuso Ray Bradbury en Fahrenheit 451.
¿Una
comunidad que llegara a desarrollar hasta el extremo y plenamente la cultura
intelectual como modelo social predominante se vería libre de la barbarie? ¿Nos
hacen mejores los libros? El lector decidirá por sí mismo una vez leído este
relato. O no. La conclusión de este magnífico libro en particular de Miguel
Ángel Muñoz está en el propio título: vivimos entre malvados, y en cierta forma
nosotros, con nuestras pequeñas bellaquerías ocasionales, militamos en las
filas de los malvados entre quienes viven los demás. Porque quizá sea verdad
que no hay categorías absolutas en esto: escribió David Hume que no es
contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a tener un
rasguño en un dedo, como tampoco lo es preferir la propia ruina con tal de
evitar el menor sufrimiento a cualquier desconocido. Esa es, en definitiva,
nuestra naturaleza, y Entre malvados
se desarrolla en su lado más sombrío, más amenazante.
3 comentarios:
Una buena reseña debe producir un efecto inmediato: salgo corriendo hacia la librería.
Gracias, Juan. Y gracias, naturalmente, a Miguel Ángel.
¡Qué facíl resulta leerte!, o qué facíl lo haces, que es bien distinto.
Por muy profunda y oscura que sea la propuesta nos llevas de la mano ( y creo que ya lo he dejado escrito en otras entradas).
Lo tuyo es un don. ¡Qué suerte la nuestra!
Gracias Juan. Anotado queda.
Un beso
Una crítica magnífica, Juan, que invita a leer el libro. Es un placer leerte.
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