De modo que
perder a tu mejor amigo es esto, este aturdimiento, este estar sin estar del
todo y escribir esas líneas que te han pedido para el periódico, su periódico, y
no saber qué escribes, coger el coche convencido de que sabes adónde vas y dar
vueltas y rondar su casa, es este temor a interferir en el dolor de los suyos,
el abrazo, el primer lamento compartido, el coche de nuevo, el ir y venir y
llegar a casa, hablar de él con tu chica, dejar una película a la mitad y pasar a una obra de teatro y a
otra película y no entrar en el juego y acostarte, creer que no vas a dormir y
dormirte, y despertar a las tres y entonces el primer aluvión de recuerdos, de
golpe, valgan ahora cuáles, no sé, el preciso timbre de su voz, que perdiste primero, el tacto de su mano en la tuya al estrecharlas en el saludo, el gesto
de alzar ambos brazos en la exposición de una idea, las gafas bajas y la cabeza
agachada para leer por encima de la montura lo que la presbicia no deja de otra
manera, el reloj de pulsera en la mesa, el bolsillo de la camisa pesado de
bolígrafos y plumas y notas, la corbata siempre, aun en verano y en manga
corta, la chaqueta en el respaldo, el café corto y espeso, el cigarrillo entre los dedos, la cabeza despejada
y a los lados la lacia longitud de su cabello al viento, si soplaba, su mirada,
durante un tiempo una colección de pipas entrando y saliendo de los bolsillos
de la americana, el sobre del tabaco, el humo, y la gabardina, y más atrás en
el tiempo un traje de pana, pero eso fue cuándo, hace mucho, la barba rala, o
más densa, o ausente, según la época, oscura o ya entrecana, la despedida en el
coche con el cenicero cargado y un ya nos llamamos, cada una de las veces que te presentó a alguien encareciendo tus méritos frente a tu timidez de metro
ochenta y nueve y tu callado agradecimiento de quien no merece tanto y sin
embargo gracias por hacerme sentir alguien, Miguel, cada una de las veces que
peleó por ti la publicación de otro libro, después de que hubiera sido tan fácil
la de la novela, el trabajo que te consiguió cuando más lo necesitabas, cada uno
de los poetas o narradores o editores o pintores o fotógrafos a quienes pudiste tratar de cerca gracias a estar a su lado, ese acogimiento tan cargado de
afecto con el que quiso impedir que te dejaras llevar por tu dificultad para el
trato social, el recuerdo de un café en el Gijón, donde se le recibía con una
deferencia reservada a muy pocos, de una cena de campanillas en el Círculo de Bellas
Artes a la que te fue vinculando de a poco, homenaje a un novelista barcelonés, y de un par de cenas y una comida con un grandísimo poeta leonés,
el recuerdo del don de la improvisación al hablar en público, de su generosidad
al mencionarte si tú estabas sentado entre quienes le escuchaban, y estuviste tantas veces, por la
sola voluntad de acompañarle y fuera cual fuese la naturaleza del acto, bastaba
que él te hubiera sugerido que debías estar para salir de tu encierro, el
recuerdo de su primera edición de Rayuela,
que él te regaló de pronto después de una conferencia, el recuerdo de su letra
menuda y casi ilegible, en las dedicatorias de sus libros, en esa servilleta de
bar en la que hace tan solo dos semanas te escribió el título de dos poemas
suyos, uno por escribir, todo a las tres de la mañana, todo de golpe, como un
aleph, pero todo es tan poco para tanto como hubo, de modo que es esto perder a
tu mejor amigo, no poder volver a conciliar el sueño, levantarte a ordenar el
despacho, oír el trote descalzo de tu hija, a quien has despertado con la luz, acostarte de nuevo, esperar el amanecer, iniciar el día que no será
como ningún otro, llorar por primera vez al verle en la portada de su periódico
fotografiado junto a la vieja rotativa, el coche de nuevo y de nuevo proponerte
un destino y cambiar de idea y dirigirte a su casa y darte cuenta de que es
tarde para cualquier otra cosa que no sea acudir al lugar donde habrás de leer
ese poema, recoger a otro amigo que se ha ofrecido a acompañarte, caminar
juntos hasta el lugar donde esperarás a los suyos y donde poco a poco empiezan
a llegar tantos, tantos, toda una ciudad de luto y tú apartado, saludando, no
hay consuelo en cuantos lo quisieron pero tú esperas a los suyos, está ese
poema, y siguen llegando tantos, hoy se despide a un ser único, y entre tantos
desearías ser uno más, pero él lo quiso así, Para Isabel (… allegro danzante…), perder a tu mejor amigo es este
dolor, este desamparo, el abrazo de muchos, la desolación de todos, el no hacerse
a la idea, la cita para la tarde, en la intimidad de unos pocos, el coche otra
vez, llegar antes quién sabe por qué, porque no tienes adónde ir, estar a
solas, dejarse batir por el viento frente al mar, perder a tu mejor amigo es
empezar a notar que realmente hay una ausencia, un vacío que no es físico pero sí
es real y está como al lado, es extraño, y los recuerdos se amontonan en el límite
del hoy más allá del cual no habrá añadidura, y empieza a crecer entre ellos la
sensación de no haber estado a la altura de lo que esperaba de ti, a pesar
de todo cuanto quiso enseñarte, y hay una llamada de teléfono y luego un llegar
de coches, su madre, su mujer, su hija, su nieta, sus más íntimos amigos, entre
los que no puedes evitar sentirte un intruso aunque te hayan acogido con cariño como
a uno más, como alguien a quien también él quiso, perder a tu mejor amigo es
quedarse todos en silencio mirando las olas rompiendo mansamente contra la
orilla, mirando las rosas rojas dispersase muy despacio en el mar ondulante, el
cielo anaranjado en el horizonte, la luz declinante, qué solos se quedan los
vivos. Perder a tu mejor amigo es revisar al día siguiente los mensajes de wasap
que intercambiasteis, tan ahí mismo en el tiempo y tan en otro tiempo ya, reñidos
los dos con las tecnologías pero acogidos con alivio a este medio para seguir
hablándoos cuando su voz era ya casi un imposible, leer todo aquello que es
para ti de él, llegar a ese último libro que te recomendó encarecidamente, Guerra del tiempo, de Carpentier, “¡Juan,
hubo un día en que se escribía!”, y entrar en la biblioteca pública y pedirlo y
luego querer escribirle en el móvil “Lo tengo, Miguel”, sin que te parezca
absurdo hacerlo. Pero no hacerlo. Perder a tu mejor amigo es un y ahora qué que
puede durar quién sabe cuánto.