JFH
El tipo que regenta la barra de este blog&bar conserva, incluso en su actual naturaleza espectral, la suficiente presencia de ánimo como para elaborar el tradicional cóctel de San Juan mientras al otro lado de las ventanas cerradas arden las pérdidas, como tituló Antonio Gamoneda, y estallan los artificios fogosos, y el futuro político de este país se desbarata entre llamas como el maldito mapa del rancho La Ponderosa... Ah, pero, no, dejemos eso: para olvidarse de cosas así, precisamente, se inventó la refinada liturgia de la coctelería.
Uno diría que en
este local todo debiera estar cubierto de polvo y contaminado de silencio, y
sin embargo he aquí un vaso mezclador cristalino y una copa de Martini tan pero
tan limpia que casi pone la piel de gallina, y allá al fondo, al final de lo
que aún no ha sido escrito, se insinúa una música que se elige neoyorkina, como
el sabor del bebedizo alcohólico con el que este año agasajamos a nuestros
estimados clientes y amigos: el Manhattan, una mezcla del rudo sabor del agua
de fuego destilada en los alambiques de Kentucky, el dulzor puramente italiano
del vermú rojo y esa ligera huella de amargor que le pone la intriga al ceño
fruncido con que se paladea.
¿Es así como
sabe Manhattan, el distrito metropolitano por el que todo cinéfilo identifica a
la ciudad de Nueva York? Quiero creer que sí, aunque a partir del segundo
cóctel, ¿de acuerdo? El primero simplemente te retuerce el brazo detrás de la
espalda. Pero el segundo… Ah, el segundo empieza a elevarte ya en el primer
sorbo hasta ese plano aéreo con que comienza aquella historia de amor en el West
Side, con música de Leonard Berstein y letra de un William Shakespeare metido a
redentor de bandas callejeras (“Hay
barrios de Nueva York donde no les aconsejaría que se metieran”, le dijo
Rick Blain a un comandante nazi en Casablanca); con el segundo sorbito, dado así,
con los labios besando el filo de la copa, uno empieza a sentirse un puro cowboy
de medianoche, con el tercero llegamos en taxi, al amanecer, hasta el mismísimo
escaparate de Tiffany’s, en una Quinta Avenida desierta…
Si tuviéramos
que decidir, mediante un meticuloso procedimiento de decantación sentimental, qué
ciudad es la más cinematográfica de todas las del mundo, es posible que fueran París
y Nueva York las que llegaran a la final, pero no empatadas. Al fin y al cabo,
New York-New York es una ciudad cojonuda, ¿no?, it’s a helluva town, lo cantaban Sinatra, Kelly y aquel otro tipo
cuyo nombre nunca logré aprenderme. Nueva York es un desayuno con diamantes, es
caminar descalzos por el parque después de haber llegado en coche de caballos
al Hotel Plaza para pasar la luna de miel, son los astilleros donde a Brando le
sacuden a base de bien por no respetar la ley del silencio, es el lugar donde
dos agentes de publicidad, hombre y mujer, uno a cada lado de la avenida
Madison, comparten pijama después de que él se inventara una estrategia publicitaria
nueva: vender un producto que ni siquiera existe; es la ciudad de los marineros
de permiso, de los periodistas en blanco y negro que viven mientras duerme la
ciudad que nunca duerme; es sobre todo el gran Jack Lemmon metiendo en un sobre
la llave de su apartamento para que algún ejecutivo de la empresa en la que
trabaja pueda practicar el adulterio entre sus sábanas, o formando una extraña
pareja de divorciados con Walter Matthau, o perdido toda una noche en Central
Park, o desempleado y prisionero en la Segunda Avenida…
Suma y sigue: Nueva York, lo que nosotros llamamos Nueva York pero no es el Bronx, ni Brooklyn, ni Queens, ni Staten Island, sino estrictamente Manhattan -esa gran manzana depositada en una isla entre dos ríos-, es un rodríguez a la americana contemplando cómo a su tentadora vecina del piso de arriba el aire del metro le levanta las faldas a través de unas rejillas de la acera, es Cary Grant y Deborah Kerr, tú y yo, citándonos en lo alto del Empire State para dentro de seis meses, es esa adorada ciudad que vibra al son de las grandes melodías de Gershwin, mujeres guapas y tipos listos que se las saben todas y Woody Allen dictándole a un magnetófono las razones por las cuales vale la pena vivir (mm, Groucho Marx, por decir una, el segundo movimiento de la Sinfonía de Júpiter, y, mm, Louis Armstrong, las películas suecas, naturalmente, eh, Frank Sinatra, mm, las increíbles manzanas y peras de Cézanne, la cara de Tracy…); es un atado de periódicos cayendo rotundo en la acera desde el camión de reparto y la avidez con que unos jóvenes actores que anoche estrenaron una obra en el off Broadway se lanzan sobre ellos después de pasar toda la noche en vela, celebrando lo que aún no saben si será un éxito o un fracaso de crítica.
Nueva York
–Manhattan- es cada uno de los múltiples matices cromáticos del otoño en
Central Park, y el colchón que en lo más caluroso del verano resulta casi
obligado sacar al balcón, junto a las escaleras de incendio, para poder dormir,
y la campanita que un tipo disfrazado de Santa Claus hace sonar en Navidad a la
puerta de Bloomingdale's o Macy’s; es la ciudad de los grandes desfiles civiles,
San Patricio, Acción de Gracias, el Columbus Day, con todo ese confeti
revoloteando en el aire, como cuando regresaron los astronautas del Apollo XI,
los que pisaron por primera la luna, esa luna que le dio nombre a un río de más
de una milla de ancho al que Audrey Hepburn cantaba susurrante acompañándose con
una guitarra, Old dream maker, You
heartbreaker…
Empiezo el
tercer Manhattan y ni siquiera he dicho todavía cómo diablos se prepara ni quién
lo inventó. Ahora sí que el Loser se ha trasmutado en un club de Nueva York,
digamos el Blue Bar del Hotel Algonquin. Apoyado en la barra y con la copa ante
mí, acaricio distraídamente la pelota de béisbol que esta misma tarde he cazado
en las gradas del Yankee Stadium. Y me da por pensar en Julio Camba, ya ven,
para quien Nueva York, en los años veinte y treinta, era la ciudad romántica
por excelencia, “no a pesar de su
brutalidad y de su codicia, sino por ellas precisamente (…), por su culto de las catástrofes (…), por la organización comercial de sus
crímenes y la organización criminal de sus negocios (…) por su ilimitación”. “¿Conciben ustedes nada más romántico
–escribió- que esto de prohibir las
bebidas alcohólicas a fin de elevar a categoría de delito el acto de tomarse un
aperitivo’”.
The Algonquin Hotel's Blue Bar |
Digamos ya que
el cóctel Manhattan se prepara vertiendo en un vaso mezclador repleto de
cubitos de hielo dos partes de bourbon, una de vermú rojo y tres golpes de
amargo de Angostura (pudiera parecer que unas gotas de este ingrediente
aromático no aportan gran cosa, y que podríamos prescindir de él al preparar un
Manhattan, pero no es cierto, créanme); conviene tener preparada una copa de
Martini llena de hielo –que luego tiraremos-, mientras en el vaso mezclador removemos
no más de un par de minutos, lo justo para que el bebedizo se enfríe sin que
los cubitos lleguen a aguarlo en lo más mínimo. Se vuelca el líquido en la copa
helada y ya sin hielo, y se adorna, dicen casi todas las recetas, con una
guinda al marrasquino. En el Loser le ponemos una cereza natural: es una
licencia legítima, tampoco conviene ser tan puristas; al fin y al cabo, los
Manhattan más célebres de la historia los preparó Marilyn Monroe de la manera
más heterodoxa que quepa imaginarse: en una bolsa de agua caliente e
improvisando una fiesta en el reducido espacio de la litera de un tren con
destino a Florida, ah, maravillosa Sugar Kane…
Acerca de su
invención, corren, cómo no, varias historias: me quedo con la más repetida, la
que dice que Jenny Jerome, hija del millonario Leonard Jerome y futura lady
Randolph Churchill, le pidió un buen día de 1874 al barman de un club neoyorkino
llamado Manhattan que creara un cóctel especial para celebrar que un amigo de
papá, Samuel Tilden, había sido elegido gobernador del Estado. Eso sí, puesto
que ése es justo el año del nacimiento de su hijo Winston –sí, el Winston
Churchill ganador del Premio Nobel de Literatura-, hay quien atribuye el
invento a un barman llamado Black, en un local de Broadway, en 1860.
Visto desde
Nueva York, dice Camba, el resto del mundo es un espectáculo extemporáneo,
porque al llegar aquí –a este
imaginario aquí que es ahora el Nueva York de este blog&bar-, la sensación no es la de haber dejado atrás
otros países, sino otras épocas. Nuestra
época, añade, sólo Nueva York ha
acertado a encarnarla. Y lo curioso es que lo que era cierto en 1934, sigue
siéndolo hoy.
Mi copa está
vacía, just a time. Ahora es Robert Mitchum el que llega a Manhattan, con música
de André Previn, y nosotros con él: ¿no es maravillosa esta/aquella ciudad que
me espera desde hace tanto, y en la que cualquier cosa puede pasar, en
cualquier esquina?
6 comentarios:
"Visto desde Nueva York, el resto del mundo es un espectáculo extemporáneo". Gracias, Juan, por esta maravilla. Y muchas felicidades en esta noche mágica
Capitulo 1º
-El adoraba Nueva York, la idolatraba de un modo desproporcionado..no, él la sentimentalizaba desproporcionadamente..era una ciudad en blanco y negro..
Insuperable Manhattan a los acordes de Gerswin.. Nueva York, ese gran set de cine...delicioso y evocador ese recorrido tuyo, ese es tu don, conducirnos de la mano, por esa memoria sentimental cinéfila.. mientras que el liquido rojizo va calentando la boca...bajando suave.. igual, más tarde se sube a la cabeza.
¡Qué gran nombre para un cóctel !
Mis mejores deseos, Juan.
Un placer. Un beso
¡Chin..chin !!
P.D. El video es una maravilla en blanco y negro de una historia triste pero hermosa ( para mí no tanto como El apartamento, pero eso ya lo sabes);)
Yo soy más de dry martini, dicen que los preparo bien, no lo sé, pero sí sé que me los bebo muy bien jajaja.
Excelente retrato cinéfilo de Nueva York aderezado con esos créditos de una película que me encanta.
Abrazos.
Vaya, qué lectura tan magnífica; suave entra y se desliza igual que ese cine de maestros que se queda en una para siempre. Me he ido de viaje al Manhattan cinéfilo, (el que no existe), sin mover el trasero de la silla, oh sí...los cócteles, el jazz, el blanco y negro. Me ha encantado, Juan.
Hola Juan, gracias por este Martini. No creo llegar al segundo: el umbral de mi tolerancia al alcohol es muy bajo, pero esta visita al bar bien lo vale.
Visité New York en dos mil uno, justo un mes antes del histórico ataque... Tengo algunas fotos, pero la descripción que haces es como aquellas pinturas que logran hacer de un sitio una obra de arte.
Un abrazo.
Mi ciudad favorita
La intensidad de tu entrada
inusual
y de tu magnífico blog
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