domingo, 20 de abril de 2014

Centenario Cortázar II: París por el lado de arriba

Foto: Antonio Gálvez

En una entrevista en francés, incluida años más tarde en un documental biográfico dirigido por Tristan Bauer, Julio Cortázar aseguraba que “caminar por París significa avanzar hacia mí”, de ahí que calificara la ciudad como “mítica”. No era algo que pudiera explicar con palabras: avanzaba como perdido, decía, distraído con los afiches, los letreros de los bares, la gente que pasaba, lo que acababa derivando en un estado que le permitía establecer permanentemente relaciones entre todo eso, descubrir un sistema de constelaciones mentales y sentimentales que determinaban un lenguaje más allá de las palabras. Esto no le impidió, sin embargo, darnos a conocer a través de sus libros un París íntimamente ligado a su figura alta y callejeante, el París que comparte con sus personajes, donde experiencia vital y ficción literaria están tan entretejidas.

Hace cinco años estuvimos muy cerca de viajar a la ciudad del Sena. La idea era llevar a nuestra hija al megaparquetemático que allí se ubica entre montañas de algodón de azúcar y polvo de hadas y divididadividu. A la diversión de la niña, siempre merecida, le añadiríamos otros tres días conociendo las calles París, y a tal efecto confeccioné un posible itinerario cortazariano. Al final decidimos que ella era demasiado pequeña aún, y que no iba a disfrutar plenamente ni de una cosa ni de la otra y a saber cuándo volveríamos a París. De modo que aplazamos el viaje, y aplazado sigue. Hace unos días supe que el Instituto Cervantes de París ha diseñado dos rutas por la ciudad vinculadas a Cortázar, la ruta temática Rayuela, desde 2013, un recorrido por los principales lugares que se citan en la novela, y la ruta Julio Cortázar, ésta desde el pasado mes de marzo. Lo confieso: sentí esa decepción que acompaña siempre al descubrimiento en uno mismo de toda falta de originalidad. No obstante, y siendo digna de todo elogio la iniciativa del Cervantes, yo nunca renunciaré a seguir mi propio itinerario desordenado y un poco a ciegas, porque, en fin, uno podría pensar que la gente que acepta las rutas programadas por otros es la misma que se da citas precisas, que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.  

"Sea realista, pida lo imposible". Huellas del Mayo del 68.


Me basta levantar ahora los ojos del teclado para ver ahí, en el panel de corcho, mi plano de París erizado de alfileres de cabeza gorda y azul. De más está decir que mis puntos de referencia son más o menos los mismos que ha establecido el Cervantes: todo lector de Cortázar sabe lo que ha de buscar, calle arriba calle abajo. Por ejemplo los lugares señalados en Rayuela, libro que a su modo es también un callejero sentimental de París (y una guía de arte, y un tratado de jazz, sobre todo, pero también de música clásica, y un manual de filosofías, así, en plural,  barnizadas todas de humor y amor, esa palabra): bajar por la rue de Seine hasta la curva que nos arroja de pronto a la orilla del río, al Quai de Conti y casi ya mismo al Pont des Arts, el puente de la Maga, tal y como le dijo a Oliveira madame Léonie leyéndole la mano que había dormido con sus senos, un puente peatonal desde el que se divisa el más imponente Pont Neuf, con sus arcos trazados en piedra cruzando de una orilla a otra por encima de la proa de esa isla que es el verdadero corazón de París, la Isla de la Cité, en cuya popa se alza la catedral de Notre-Dame. En el Neuf está la estatua de Enrique IV, y cerca de ella hay un farol, allá al fondo, explicó en francés monsiur Cortazár, justo donde se baja para tomar el Bateau Mouche, los barcos descubiertos que recorren el Sena para solaz de enamorados y turistas: a media noche, ese rincón desierto era para Julio un lugar privilegiado, definitivamente un cuadro de Paul Delvaux que le hacía sentir “esa inminencia de una cosa que puede aparecer, manifestarse, y que a uno lo coloca en una sensación que no tiene que ver con las categorías lógicas y los acontecimientos ordinarios”. 

Henri Cartier-Bresson, Ile de la Cité, 1952


Habrá que buscar la rue de Cherche-Midi, donde la Maga y Horacio Oliveira se conocen, la rue Tombe Issoire, donde vive él, la rue de Vallette, donde estuvo el hotel en el que hicieron el amor por primera vez (el mismo mohoso hotel al que más tarde él llevó también a Pola, cuya hermosura verificaba la Maga en los ojos con que Horacio la miraba después de estar con ella); habrá que jugar a buscar esos emplazamientos sabiendo que los personajes andaban por un París fabuloso dejándose llevar por los signos de la noche y desafiando el peligro de no encontrarse; buscar los peces del Quai de la Mégisserie y cierto barranco en el Parc Montsouris, cerca de la Ciudad Universitaria, donde ambos arrojaron un paraguas viejo encontrado en una plaza; habrá que buscar esos lugares no por ser mencionados en la novela, sino por lo que pudiera haber de verdad en las circunstancias que motivaron el que se les mencione: el sacrificio del paraguas ocurrió un frío atardecer de marzo de comienzos de los años cincuenta, y ellos eran Cortázar y Edith Aron, la mujer real que hay detrás de la Maga. Juntos descubrieron los axolotl en el acuario del Jardin des Plantes (y nació el cuento) y asistieron al concierto de Louis Armstrong en el teatro de Champs Elysées que dio lugar a aquel magnífico texto titulado “Louis, enormísimo cronopio”, donde acaso usaba por primera vez un término que se le había manifestado en ese mismo teatro durante un concierto de homenaje a Igor Stravinski: en el entreacto, a solas en las localidades más baratas, tuvo la sensación de que en el aire había unos personajes indefinibles, unos globos verdes, y con ellos venía un nombre que los designaba: cronopios. 

Foto: Pierre Boulet


Son alfileres sobre este plano de París que algún día espero llevar en las manos mientras camino por sus calles, pero son también indicaciones precisas en el plano -map- que aparece en el monitor de mi ordenador, un París que es posible aproximar más y más hasta rozar los tejados, aceras en las que uno aparece de pronto después de haber arrastrado hasta allí un muñequito amarillo prendido de la flecha del cursor, y entonces ahí enfrente el restaurante Polidor, en el 41 de la rue Monsiur-le-Prince, donde Juan pide una botella de Sylvaner al comienzo de la novela 62. Modelo para armar; llego ahora a la Isla Saint-Louis, más pequeña que la de la Cité y como a remolque de ella, me desplazo por el Quai de Bourbon hasta una íntima placita que hay en la punta, donde el fotógrafo de ficción Roberto Michel capturó con su Cóntax una escena equívoca que solamente al revelar la película manifestó su terrible verdad (hablamos de “Las babas del diablo”); busco en la rue de Cambronne ese bistró, si es que existe, en el que el narrador de “Una flor amarilla” supo que todos somos inmortales menos el tipo borracho que le contó la historia. Pero sobre todo busco los lugares en los que vivió Cortázar, el 10 de la rue Gentilly (en 1953), una meublé cerca de la Place d’Italie donde tradujo a Poe; el 54 de la rue Mazarine (en 1954, más Edgar Allan); el número 91 de la rue Broca (en el año 55); el 24 de la rue Pierre Leroux (en el 56); el 9 de la place du General Beuret, donde Aurora Bernárdez y él vivieron entre 1960 y 1970 –y donde aún vive Aurora-; el 9 de la rue de l’Eperon y el 4 de la rue Martel, su última residencia en París: ICI VÉCUT JULIO CORTÁZAR 1914-1984 ÉCRIVAIN ARGENTIN NATURALISÉ FRANÇAISE AUTOR DE «MARELLE», recuerda una placa municipal.

Y tal vez entonces me diga que es hora ya de bajar al metro, porque acaso en ningún otro lugar se pueda sentir tanto la presencia de Julio, allí donde hay la llamada más profunda, la invitación a quedarse, según escribió en “Bajo nivel” (Papeles inesperados), donde lo insólito se da como un reclamo que exige la renuncia a la superficie…
 

Rutas Instituto Cervantes París:

viernes, 18 de abril de 2014

Murió Gabo



"Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él. Pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo:
-Te adoro porque me volviste puta."


(El amor en los tiempos del cólera)

“Murió Gabo, camarada.” Es Miguel, al teléfono. Son las once y media y yo estoy como sedado en la hogareña proximidad de la media noche, de modo que apenas voy más allá de unas torpes palabras que sean capaces de expresar la sorpresa sin sorpresa que me produce esta muerte. Al poco de colgar, sin embargo, se me va ensanchando en el pensamiento el hueco enorme que su pérdida supone para la historia de la literatura, y por ese hueco empieza a circular una corriente de aire frío que me despeja por completo. Unos minutos después Miguel y yo estamos de nuevo al teléfono, improvisando una cita, y no mucho más tarde estoy conduciendo, sorprendido al girar una esquina por la extraña inmensidad de la luna. Llego al balneario, un abrazo, dos cubatas de ron cola, un brindis. Cómo dejar pasar sin más una cosa como ésta.

Ahora son las tres de la mañana y de nuevo en casa pienso en uno de los recuerdos más arraigados de mi vida de lector: el olor de mi ejemplar recién comprado de Cien años de soledad, la blancura de sus páginas, el tipo de letra en que estaba impreso. Un libro de Austral, amarillo, con estudio introductorio de Joaquín Marco. Está editado a finales del 82, y debí de comprarlo en el 83 o tal vez el 84. A mis diecisiete años ya era un lector voraz, aunque de un tipo de literatura muy distinto, y el deslumbramiento que me produjo aquella novela fue, en cierto modo, una forma de perversión, una perversión de la que nace la gratitud inmensa que me liga a García Márquez, a aquella manera extraordinaria de narrar una historia, y que básicamente se explica a través de la tiránica exigencia que empecé a aplicar a todo lo que leía. A Gabo le adoro porque me volvió hacia lo que he sido. Algún tiempo después regresé a Cien años de soledad –un poco para saber si podía disputarle en mi corazón el lugar privilegiado que había conquistado El amor en los tiempos del cólera-, y la magia inefable que contiene la historia de los Buendía obró de nuevo el prodigio del deslumbramiento. No recuerdo si el ejemplar de Austral tenía ya entonces las páginas amarillentas y el lomo curvado, ni si olía como huele ahora mismo, cuando he metido la nariz entre sus páginas: a papel viejo; se trata del mismo olor venerable que desprende el interior de El otoño del patriarca y de Crónica de una muerte anunciada, y es que una buena parte de sus libros fueron  comprados, con mi exigua paga de adolescente, cuando mi biblioteca cabía aún en una sola estantería. 

Metido en harina de Cortázar desde hace semanas me veo de golpe trastabillando torpemente en este obituario de urgencia de quien es sin duda el otro titán literatura latinoamericana. Sin Gabriel no hubiera llegado a Julio y sin Julio yo no hubiera sido el mismo Juan.

lunes, 14 de abril de 2014

Esta noche, gran velada: Krupa vs. Rich

El pequeño escenario de ese imaginario local que es el Loser ha conocido ya alguna que otra velada musical, pero nunca hasta hoy –que se sepa- un combate como el que se anuncia en los carteles:
 

Digamos que dos míticos bateristas de jazz, Gene Krupa y Buddy Rich reproducen en este blog-bar cierto duelo vertiginoso a baquetas, bombo, redoblante, tom-tom y platillos que tuvo lugar en 1966 en un programa de la televisión americana, el show de Sammy Davis Jr. en la NBC. Fue el 25 de febrero de aquel año y es también ahora mismo: la imaginación no conoce límites. Eso sí, quien esto escribe no es del todo imparcial: está con Krupa, desde jovencito, desde que le contaron que el tipo era capaz de tocar la batería en una caja de cerillas usando dos fósforos a modo de baquetas. Y era cierto, ahí está la película Bola de fuego, de Hawks, 1941. Sin desmerecer a Buddy Rich, sublime también, Gene Krupa fue tal vez el más grande, el que primero grabó un solo extensivo de batería, esos gloriosos interludios con ecos africanos en el tema Sing, Sing, Sing que interpretaba la banda de Benny Goodman y que en 1938 arrancaron los más encendidos aplausos en el legendario concierto del Carnegie Hall, para celos y disgusto, dicen, del célebre clarinetista.

Tengo para mí que la batería es el instrumento que más atrae al común de los niños. Cuando hace dos años viví a través de mi hija el proceso de elección de instrumento por parte de los nuevos alumnos del conservatorio, la percusión fue de las primeras secciones en cubrir las plazas que ofrecía. Y no he olvidado otro duelo al que asistí en el colegio a mis diez u once años: en el gran aula de música que entonces tenían los Maristas de Palencia contendieron en ritmo y redobles uno de mis compañeros, que creo recordar era integrante de la banda de una cofradía de Semana Santa, y el profesor.

Las luces de este blog-bar se atenúan, el caracoleo del humo aquí nunca proscrito se hace más visible en la proximidad de los focos del escenario, que es también túnel del tiempo: jazz de traje y corbata para una sesión salvaje, endiabladamente divertida, mezcla de travesura infantil y de virtuosismo. Y entre un duelista y otro, el menudo Sammy Davis como padrino de ambos, el tipo más liviano y con mayor sentido del ritmo que haya calzado jamás unos zapatos de baile.


martes, 1 de abril de 2014

Todos los diluvios el Diluvio


El estreno del agitadísimo y oscuro Noé de Rusell Crowe, que confieso esperar desde hace meses más por razones de puro entretenimiento que de cinefilia o religiosidad, coincide en el tiempo con la publicación del último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), que naturalmente establece unas previsiones para el futuro inmediato de nuestro planeta más pavorosas de las que ya reflejaba el anterior. La relación entre una y otra cosa no está tan cogida por los pelos como podría parecer a simple vista, pues todo aquel que decida empezar a estudiar a fondo el fenómeno del cambio climático –yo lo hice hace unos años- antes o después tendrá que pasar por la geología, obviamente, es decir, por la historia de la Tierra, por la escala geológica, las eras, los períodos, las épocas, miles de años, millones de años, miles de millones de años, pero también, antes o después, acabará tropezando con el Diluvio Universal, no con un diluvio propiamente dicho, claro está, no con una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches, pero sí con una hecatombe climática provocada, tal vez, por el deshielo de Norteamérica.

Es una de las teorías: un gigantesco lago, originado por ese monumental deshielo posterior a la última glaciación, pudo verterse repentinamente al Atlántico, los océanos crecieron, el agua salada del mar Egeo invadió el mar Negro a través del estrecho del Bósforo, inundando casi repentinamente más de ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados de costa. Allí se produjo en el año 2000 uno de esos hallazgos que dejan sin respiración a sus descubridores y que devuelven la Historia al punto en que se encontraba antes de ser reescrita, pero que pasan desapercibidos para la gente: una expedición patrocinada por National Geographic y dirigida por el científico Robert Ballard encontró, cerca de la costa turca y a una profundidad de unos noventa y cinco metros, los restos de una antiquísima ciudad tragada por las aguas. Una ciudad, dicen, de hace siete mil años, hundida en un lugar no demasiado alejado del monte Ararat. Siete mil años. Al menos siete mil años, a decir verdad. Gentes que fueron tragadas por las aguas como mínimo mil quinientos años antes de la invención de la rueda, dos mil antes de que se inventara la escritura cuneiforme. Una civilización más antigua que la sumeria, que la babilónica, que la asiria. Los investigadores afirmaron que esa ciudad sumergida le proporciona base científica a la historia de Noé.

Y es una historia, ésta del viejo Noé, que pertenece a nuestra cultura, a nuestra tradición, que se fueron contando unas o otras, sucesivamente, generaciones y generaciones de antepasados antes de que se convirtiera en uno de los primeros relatos de la Biblia, pero una historia que está también en el núcleo primigenio de otras culturas, desde luego en todas las civilizaciones de la creciente fértil, con nombres diferentes, diferentes dioses iracundos, diferentes héroes supervivientes: está en la mitología griega, en la escandinava, en África, en la Patagonia, como mito ancestral de los navajos, en América del Norte, y también en Irlanda, en China, en Siberia, en Japón: Zeus, Ymir, Olokum, Viracocha, dioses que castigaron con diluvios o con maremotos a los hombres, pero que avisaron antes a una pareja o a una sola tribu, según. Si los relatos pudieran tener consistencia física más allá de su representación escrita, éste sería el fósil más antiguo de un mito, y se hubiera encontrado repartido por todo el mundo, enterrado en lo más profundo de la memoria prehistórica de los hombres. No es un relato adaptado por cada uno de esos pueblos, pues cada uno de ellos era en sí mismo el único mundo que entonces existía; en realidad, son muchas leyendas nacidas en civilizaciones que no tuvieron contacto alguno entre sí y que sin embargo conocían una misma historia. Y no es una historia sobre cómo empezó todo para el hombre, sino sobre cómo volvió a empezar todo. Hasta ese momento hubo una Historia, con mayúscula, de la que conocemos, en su forma mítica, digamos bíblica, muy poco, apenas nada, apenas una creación, una primera pareja humana, un primer castigo divino, una primera prole, la enumeración de unos descendientes, la existencia de gigantes. Nada más. Y entonces se produjo la destrucción de todo. Y vuelta empezar.

 Miquel Barceló. El diluvio (Le Déluge), 1990. Mueso Guggenheim de Bilbao