lunes, 30 de abril de 2012

Los vientos (texto de Michael Ondaatje)

Hace tres o cuatro años escuché en la radio del coche un bellísimo texto sobre distintos tipos de vientos. Yo estaba recorriendo mi barrio despacio, tratando de encontrar un hueco donde aparcar el coche, y quedé tan embebido en la voz del locutor (se trataba de Radio Clásica) que dejé pasar más de un espacio libre, como si deteniendo el coche pudiera disiparse una parte de la magia. El fragmento pertenece a la novela El paciente inglés, de Michael Ondaatje (traducción de Carlos Manzano, en Plaza & Janés), y he querido transcribirlo aquí desde el mismo día que abrí por primera vez las persianas del Loser. Recientemente, un viento de fin del mundo, como diría García Márquez, barrió la ciudad en que vivo durante varios días, y me acordé de aquel hermoso pasaje, que parece salido de la pluma de Italo Calvino. Así soplan sus palabras:


«En el sur de Marruecos hay un viento en forma de torbellino, el aajej, contra el que los fellahin se defienden con cuchillos. Otro es el africo, que a veces ha llegado hasta la ciudad de Roma. El alm, viento otoñal, procede de Yugoslavia. El arifi, también llamado arefo rifi, abrasa con numerosas lenguas. Ésos son vientos permanentes, que viven en el presente.

»Hay otros menos constantes, que cambian de dirección, pueden derribar a un caballo y su jinete y se reorientan en sentido contrario al de las agujas del reloj. El bist roz azota el Afganistán durante ciento setenta días... y entierra aldeas enteras. Otro es el caliente y seco ghi-bli, procedente de Túnez, que da vueltas y más vueltas y ataca el sistema nervioso. El hahooh es una repentina tormenta de polvo procedente del Sudán que se adorna con brillantes cortinas doradas de mil metros de altura y va seguida de lluvia. El harmattan sopla y después se pierde en el Atlántico.

»Imbat es una brisa marina del África septentrional. Algunos vientos se limitan a suspirar hacia el cielo. Hay tormentas nocturnas de polvo que llegan con el frío. El jamsin, bautizado con la palabra árabe que significa «cincuenta», porque sopla durante cincuenta días, es un polvo que se levanta en Egipto de marzo a mayo: la novena plaga de Egipto. El datoo procede de Gibraltar y va acompañado de fragancias.

»Otro es , el viento secreto del desierto, cuyo nombre suprimió un rey después de que su hijo muriera arrastrado por él. El nafhat es una ráfaga procedente de Arabia. El mezzar-ifoullousen, violento y frío, procede del Sudoeste; los bereberes lo llaman «el que despluma las aves de corral».

»El beskabar —«viento negro»— es otro viento sombrío y seco procedente del Nordeste, del Cáucaso. El samiel —«veneno y viento»— procede de Turquía y se aprovecha a menudo en las batallas. Tampoco hay que olvidar los otros «vientos envenenados»: el simoom, del norte de África, y el solano, cuyo polvo arranca pétalos preciosos y causa vahídos.

»Otros son vientos locales, vientos que pasan a ras del suelo como una inundación, descascarillan la pintura, derriban postes de teléfono y transportan piedras y cabezas de estatuas. El harmattan recorre el Sahara con polvo rojo, polvo como fuego, como harina, que entra y se coagula en los cerrojos de los fusiles. Los marineros llamaron a ese viento el «mar de las tinieblas». Brumas de arena roja procedentes del Sahara han llegado hasta lugares tan lejanos como Cornualles y Devon y han producido lluvias de lodo tan intensas, que se han confundido con sangre. «En 1901 se habló de lluvias de sangre en muchos lugares de Portugal y España.»

»En el aire hay siempre millones de toneladas de polvo, como también hay millones de metros cúbicos de aire en la Tierra y más seres vivos dentro del suelo (gusanos, escarabajos, criaturas subterráneas) que pastando y viviendo sobre él. Herodoto registra la muerte de diversos ejércitos envueltos en el simoom, a los que no se volvió a ver. Una nación «se enfureció tanto con ese perverso viento, que le declaró la guerra y avanzó en perfecto orden de batalla para resultar rápida y completamente sepultada».

»Las tormentas de polvo revisten tres formas: el remolino, la columna y la cortina. En el primero desaparece el horizonte. En la segunda te ves rodeado de «djinns danzantes». La tercera, la cortina, «aparece teñida de cobre: la naturaleza parece arder».

The Wind, Yusuf Islam (conocido anteriormente como Cat Stevens)


Ondaatje señala al final de la novela que "la información que figura en el cuaderno de notas del paciente inglés sobre la naturaleza de ciertos vientos procede del maravilloso libro Heaven’s Breath de Lyall Watson".

miércoles, 25 de abril de 2012

El círculo es el secreto del toreo


                                                         Enrique Ponce. Foto: Juan FH

El toreo exige parsimonia, arrogancia, gallardía, temeridad, hondura, delicadeza, aislamiento, alienación, teatralidad, ternura, iluminación; ya no es sólo dominio, como antaño, ni arriesgado divertimento de caballeros, hoy es fundamentalmente arte, y por fuerza la capacidad para crearlo tiene que ser instintiva en un torero: ha de esculpir formas armónicas, combinar colores, trazar líneas, sumar notas y versos para componer sinfonías y sonetos, cimentar y elevar estructuras complejas dando la sensación de hacerlo con absoluta naturalidad; ha de dilatar el instante, detener los segundos, enlazar fracciones de tiempo, atender a los relámpagos de peligro sin tensarse, olvidándose de su propio cuerpo, como también señaló Juan Belmonte, jugando a desconocer lo que es un cuerno penetrando en la carne, seccionando músculos, desgarrando la urdimbre de venas que sostiene su vida. Todo cuanto sucede en la arena de una plaza de toros es verdad, independientemente de lo que pueda desarrollarse entre bastidores, de los conjeturables manejos de empresarios, ganaderos, figuras o críticos, y es verdad porque es real que en cada pase toro y torero cruzan de un lado a otro la línea que divide la vida de la muerte: el hombre invade el terreno que ha estado ocupando hasta un instante antes el animal, el animal lo busca donde ya no está, se vuelve, lo encuentra detrás de esa línea, acomete otra vez y el hombre vuelve a conducirlo con la muleta de delante a atrás, despacio, quietos los pies y suave el movimiento del brazo, muy, muy despacio, mirando fijamente la testuz del animal, siguiendo su recorrido, la barbilla fundida con el pecho, cuidando de que los pitones queden siempre a unos centímetros del vuelo la muleta, asentando el cuerpo sobre los riñones en el momento de la reunión, luego sobre la pierna de salida, cuando el toro pasa y el torero lo acompaña, des-pa-cio, girando la cintura para enseñarle el trayecto y el cuerpo entero para citar de nuevo y de nuevo traérselo y de nuevo despacísimo sacárselo por la espalda: torear es conseguir que el toro embista al ritmo de tu inspiración, algo así dijo José María Manzanares [padre] en una ocasión.

Los toros son un arte que han convertido en modelo todas las disciplinas artísticas conocidas, más la literatura. Y es el arte más efímero, y por eso mismo el más perfecto: cada faena dura unos minutos y es irrepetible, no puede conservarse más que en la memoria, e incluso ésta se empeña en ir desvaneciendo las imágenes apenas uno sale de la plaza, dejando en el recuerdo sólo la persistencia de la emoción, el destello imborrable de un pase de muleta, el prodigio de una media verónica imposible, la misteriosa, firme o melancólica autoridad de un gesto. La Fiesta taurina, en lo que es su esencia, parece que hubiera sido concebida en sueños; pertenece al género de acontecimientos que sólo pueden imaginarse pero es imposible llevar a cabo.

Contemplando el centro del ruedo me gusta dibujar con la imaginación una serie de círculos concéntricos que van cerrándose hasta llegar a la faena soñada en los medios: desde la línea que marca el perímetro de la plaza hasta las rayas de los picadores y, en el centro, el toreo en redondo pleno de ligazón, de largura, de lentitud, el que contiene la eternidad en cada pase, el toreo en que se gira el talón y apenas hay que mostrar la muleta adelantada para que el animal trate de alcanzarla, sin parones, sin rectificaciones, un único trazo lentísimo, el toro persiguiendo la tela, la mano del torero deslizándose. El pintor Miquel Barceló le dijo una vez a Luis Francisco Esplá, torero enciclopédico y romántico, que era extraño que, toreando bien, no se abrieran círculos alrededor del matador, “cráteres en la arena de la plaza”. “El círculo es la clave del toreo”, acabó confirmándole Esplá.



(Publicado en el libro Silencio y oro, Almería, 1999 -fragmento-)

lunes, 16 de abril de 2012

Caín, de Lord Byron




 "CAÍN:  (…) ¿Tan sólo porque         
sea Todopoderoso ha de ser también bueno?"

LORD BYRON (1788-1824)


La traducción del Caín de Lord Byron por parte de José Luis Piquero, publicada en edición bilingüe por la editorial La Isla de Siltolá, supone una excelente oportunidad para acercarse a quien fuera y aún es la idealización del artista romántico, aquél que pretendió ser no sólo autor, sino personaje; no sólo poeta, sino el último y más logrado de sus héroes. De verso apasionado y apasionante vida, temperamental, libertino y libertario, culto, extravagante, orgulloso, desafiante, incestuoso, controvertido, autoexiliado, viajero, revolucionario…, está escrito que George Gordon Byron sólo se arrepintió de los pecados que no pudo cometer.

El Caín de su poema dramático en tres actos no es tanto el responsable del primer crimen de la Humanidad como, sobre todo, el primer disidente: primogénito, a su vez, de los primeros pecadores, no acepta heredar el castigo, nada tuvo que ver con todo aquello, ni había nacido entonces ni pidió nacer luego. Ahora su padre está domado, su madre ha olvidado la sed de saber “que la llevó a arrostrar la maldición eterna”, su hermano pequeño es un pastor de ovejas que ofrece “las primicias del rebaño al que hizo que la tierra / no diera nada si no es con sudor”. Los tres oran, ofrecen sacrificios, su madre le repite a Caín que contemple la alegría y la resignación de su padre, y lo imite. ¿Imitarlo? ¿Por qué? Él no persigue “nada que tenga que ganar arrodillándose”. A él le abruman el desconocer qué cosa es la muerte a la que han sido condenados todos los hombres y las dudas que de ello surgen: puesto que les fue arrebatada la inmortalidad, ¿para qué vivir, para qué nacer incluso? Ah, ese misterio terrible de la muerte, que “no tiene forma pero habrá de absorber todas las formas de los seres nacidos de la tierra”, ese legado odioso que Caín les debe a sus padres tanto como les debe la vida, dice, y va más allá: “(…) dar vida a los que han de sufrir durante años y años / para luego morir, creo que es sólo propagar la muerte, / multiplicar el crimen”. Al fin y al cabo, ¿en qué consistió el conocimiento que se obtuvo del árbol prohibido, del árbol más hermoso, plantado tan cerca de seres inocentes y por eso mismo curiosos, en el centro de todo? No, aquél no era el árbol del saber, sino de la mentira, dice, pues prometía el saber a cambio de la muerte y ni siquiera sabe el hombre qué es la muerte, precisamente. ¿Y cuál fue el conocimiento que les fue vedado, aún después de haber probado el fruto prohibido?: tal vez que ellos no fueron los primeros, que antes existieron poderosos seres preadánicos que desaparecieron, que el mundo, como dice Byron en su prefacio, había sido ya destruido varias veces antes de la creación del hombre, y así se lo muestra Lucifer alejándolo en el espacio, conduciéndole “hacia seres pretéritos y sombras por venir”. Descubierta su propia insignificancia, le queda aún descubrir la Muerte: quien más aborrece su nombre será, para su dolor, quien la traiga.




Hasta la publicación de esta traducción de la que es autor José Luis Piquero, y según explica él mismo, no se conocía al castellano más que una en prosa –y mala, al parecer- de comienzos de los sesenta, y otra anterior e incompleta, en versos alejandrinos, que se limitaba al primer y al tercer acto. Tengo constancia de que con posterioridad a ésta de La Isla de Siltolá ha aparecido otra diferente en la editorial Abada, también bilingüe. Yo la que he disfrutado, y mucho, es ésta traducción de Piquero, y ésta es la que recomiendo.

Unamuno, en Abel Sánchez, y Steinbeck, en Al Este del Edén, trasladaron el mito de Caín a su tiempo; Hermann Hess propuso en Demian un Abel cobarde y un Caín diferente a los demás, valeroso, audaz, noble, víctima de una mentira urdida tan solo para vengarse de él y de los que son como él. Saramago cuestiona en su propio Caín la fe y obediencia ciegas, y se rebela, como el de Byron, contra el autoritarismo. Yo he recuperado estos días una novela que abandoné mediada la lectura hace veinticinco años, quién sabe a estas alturas por qué razones, y que ahora estoy degustando con enorme placer: Balada de Caín, de Manuel Vicent, donde, como suma de todos los planteamientos literarios hechos hasta ahora, y con una magnífica prosa, se dan cita sin solución de continuidad el tiempo remoto del Génesis y nuestro presente:

"El día que mataron a Abel en aquel pedregal de Judea yo estaba aquí en Nueva York abrazado a un saxo tenor, convertido ya en un buen perro ciudadano. Me enteré de su muerte en la radio del taxi cuando de madrugada volvía al Hotel Chelsea, que desde entonces me sirve de guarida."

Imagen: Lord Byron con traje de albanés, de Thomas Philips

martes, 10 de abril de 2012

El terrario prodigioso


 
Blue Marble 2012, NASA/NOAA/GSFC/Suomi NPP/VIIRS/Norman Kuring

«Porque lo cierto es que, hasta donde se sabe, en todo el Universo no hay más vida que la que nace, se desarrolla y se extingue en este planeta (y no digamos ya eso que pomposamente hemos venido llamando “vida inteligente”). Lo demás es pura conjetura, suposiciones racionales o fantásticas, deseos o temores o mera curiosidad. Sólo en esta esfera azul que gira en la inmensidad del Cosmos, tan sobrecogedoramente hermosa y vulnerable vista en la distancia, se da ese prodigio exquisito: la vida. Hasta donde se sabe, repito. Y no únicamente la vida, así, sin más, sino una variedad casi ilimitada de formas de vida. Qué maravilloso juguete para un dios, qué entretenimiento el de asistir durante miles de millones de años a los cambios que ha experimentado la Tierra, qué terrario para albergar infinidad de especies, que invernáculo floral, si se quiere, y qué cosa tan verdaderamente extraordinaria el hecho de que la existencia de todo cuanto aquí vive esté relacionada, sutil o explícitamente, entre sí. Todo está dispuesto para que así se sea.

»Tenemos un habitáculo de más de quinientos millones de kilómetros cuadrados de superficie esférica (valga la paradoja), que dispone de su propio sistema de calefacción, y su funcionamiento, su digamos mecanismo, casi puede verse: Tenemos los famosos gases invernadero de la atmósfera: ni más ni menos que como las paredes y el techo acristalados de un invernadero. Si hay un exceso, como ocurre en la actualidad, el calor del Sol que la Tierra refleja queda retenido, aumenta la temperatura, se funde el hielo de los Polos, la Corriente del Golfo puede detenerse y cambiar bruscamente el clima. Frío de nuevo, el hielo se apodera de una parte considerable del mundo y esto hace que cada vez se escape más calor porque cada vez es mayor la superficie helada y blanca que la refleja: los gases de efecto invernadero se han reducido, no están allí para retener parte del calor que irradia la tierra, no están allí en la cantidad adecuada, no están allí para cobijar el planeta.

»Ocurre que en el hielo no crece vegetación, no hay plantas que puedan absorber CO2, de manera que éste aumenta de nuevo; y como el calor no ha desaparecido del todo, sino que se conserva en el hemisferio sur, esa especie de gran correa de distribución que mantiene el clima del hemisferio norte en un estado óptimo, llamada Corriente del Golfo, se vuelve a poner en funcionamiento: la superficie del Atlántico transporta calor hacia arriba, el calor del ecuador, y sus profundidades arrastran frío hacia abajo, porque las aguas frías son más pesadas y los hielos del ártico han enfriado la que asciende, y en algún punto del gélido Atlántico Norte enormes cantidades de agua se hunden generando una increíble fuerza motriz que mantiene todo el circuito en movimiento: una verdadera cinta transportadora. La calefacción vuelve a funcionar. ¡Qué extraordinario ingenio! Y no es más una pequeña parte del invento. Están los tres ciclos de las variaciones orbitales; están los mínimos y máximos solares, que tienen también su ciclo fijo, perfectamente medido; están las derivas continentales. En ese terrario extraordinario, las condiciones físicas y químicas se transforman por sí solas. Está vivo. Apenas hay que hacer otra cosa que sentarse y observar, durante miles de millones de años.

»Y la existencia del hombre es un parpadeo. Alguien se entretuvo en comprimir la historia del universo en un año. Si el 1 de enero ocurrió el Big-bang, la Tierra no se formó hasta mediados de septiembre. Ahí empiezan las eras y los períodos geológicos, miles de millones de años para que el 28 de diciembre, Día de los Inocentes, se extingan los dinosaurios; a las diez y media de la noche del 31 de diciembre un homínido se pone en pie, y cuando faltan ocho segundos para el año nuevo, los egipcios levantan las pirámides, y en el último segundo caben el Renacimiento, el descubrimiento europeo de América o la revolución industrial. Si divides los 4.500 millones de años que tiene la Tierra entre los 150.000 años que ha vivido el homo sapiens tendrás 30.000 segmentos de los cuales sólo uno nos pertenece. Uno entre treinta mil: ésa es la fracción de existencia que nos corresponde como especie.

»El hombre, capaz de lo más sublime y de lo más monstruoso. También el desarrollo de las artes, de la poesía, de la filosofía es fruto de la propia evolución de la vida en ese terrario, en ese juguete de un dios cuya atención sin duda se habrá quedado cientos de veces suspendida en el aire prodigioso de Las Meninas o se habrá estremecido con la voz de Montserrat Caballé cantando un aria de El Corsario, de Verdi, esa voz increíble extendiéndose sobre valles y ríos y bosques, aleteando delicadísima entre las nubes, navegando en las cuerdas de un arpa que es como lluvia en el cristal del invernadero, elevándose en las cordilleras, herida en los desiertos, abierta a la extensión de los mares, como un eco de lo que ese dios hubiera deseado que fuera la vida...»

Y el tipo emite un suspiro, guarda un breve silencio, apura la copa y paga.

lunes, 2 de abril de 2012

Voces en la memoria

El Loser se viste de homenaje, los habituales vienen hoy con sus mejores galas, un poco en broma, claro. Se trata de un vídeo que ha conseguido emocionarme, porque si amamos el cine desde la infancia lo amamos también por ellos, en España, digo. Antes de que prefiriésemos las películas en versión original, eran ellos -y ellas, naturalmente- quienes le ponían voz a las historias que nos deslumbraban, y ahí se han quedado todas esas voces, en el tejido mismo de nuestra memoria. Hoy el Loser se viste de brindis. 

Se apagan las luces, los últimos murmullos se mezclan con las primeras notas de la música (Morricone, nada menos...)


(Muchas de aquellas películas no conservan ya su doblaje primero, para mi consternación: quienes me conocen, saben cuántas de estas voces he imitado siempre, cuánto significan para mí. Cuando descubrí el vídeo, deseé compartirlo aquí, pero también en hacer una entrada muy personal, como si después del homenaje público y del brindis en grupo, el Loser se quedara vacío y el tipo que lo regenta, a solas, levantara la última copa hacia la pantalla en blanco donde imaginariamente se proyectaron las imágenes y de donde parecieron brotar las voces)


Para Francisco Ortiz, porque, bueno, "por ahora bien,         
por ahora bien".