martes, 24 de diciembre de 2013

«Indefensos» (un cuento junto al fuego)

De pronto se ve a sí mismo en un aula, sentado en los últimos pupitres. Es un aula extraña, de otra época, una época muy anterior a la de su etapa escolar, en apariencia estrecha y con los techos muy altos y unos amplios ventanales laterales a través de los que entra una claridad a la vez intensa y débil, en modo alguno natural (en realidad, ninguno de estos detalles es constante). No sabe qué hace allí, pero alguien sentado delante de él, alguien a quien en el sueño conoce, se vuelve para explicarle que aquel otro muchacho que permanece de pie ante la mesa del tribunal está haciendo una larga y desafiante exposición de los errores que convierten a Apocalypse Now en una película sobrevalorada, y en ese preciso momento se intercala una imagen de Robert Duvall diciendo: ¡Charlie no hace surf! Ese muchacho, al que no ha reconocido de espaldas, resulta ser Paco Castillo, un amigo de juventud, y basta con que se le haya revelado su identidad para encontrarse ahora en una cena pantagruélica que tiene lugar en lo que parece ser un restaurante ubicado en los soportales de una imaginaria plaza mayor porticada. A veces los comensales están sentados alrededor de una larga mesa y a veces todo ocurre sobre un suelo cubierto de alfombras y grandes cojines de terciopelo y mesitas de clara inspiración árabe. Y no le resulta raro que sea Emilio Arán, del que tampoco ha vuelto a saber nada desde hace años, quien les agasaje con aquel banquete, a él y a María Elena, que está a su lado, y a la niña, la hija de ambos, y también a Paco Castillo, otra vez, y a las mujeres de Paco y de Emilio. Van llegando más y más platos de comida, y jarras de cerveza, y eso sí le sorprende, que sigan trayendo más comida: ya no cabe nada en la mesa -o en las mesas, según-, y las bandejas van siendo colocadas unas encima de otras, y la conversación es animada, las risas constantes, todos parecen felices, todos salvo la niña, que se aburre entre mayores. Y de pronto todo esto se reduce a una mera sensación de bienestar, al eco de un sonido impreciso; las imágenes del sueño quedan como flotando en la superficie de un estanque mientras va tomando conciencia de su despertar en medio de la noche, de la impertinencia de su cuerpo que le advierte de las ganas de mear y le aparta del sueño. 
Se niega a levantarse de la cama; le irrita estar perdiendo contacto con la placentera escena que estaba viviendo, desearía abandonarse al sueño pero toda su mente está dominada por la voluntad de retener aquello que ni siquiera responde a una vejiga llena pero que afecta a un remoto temor infantil a dormirse y dejar de hacerlo. Tiene los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la almohada; María Elena respira a su lado. No desea renunciar al calor del lecho compartido ni al acogedor peso del edredón sobre su cuerpo, y deja pasar unos minutos; finalmente aparta sigiloso la ropa de cama, qué remedio, y abandona el colchón, y sin encender la luz emprende el camino del baño, tantea la cortina a oscuras, y la puerta del armario; conoce de sobra el camino y sólo le preocupa conservar el recuerdo del sueño: lo lleva en la cabeza como si fuera algo muy frágil, algo que podría desvanecerse por completo si se rompieran los hilos que todavía le ligan muy sutilmente al acto de dormir. Sabe que del olvido no regresan nunca los sueños, y pretende, con una obstinación que en sí misma ya tiene algo de onírico, incorporarse nuevamente al sueño que ha abandonado; por eso va pensando en sus imágenes, pero sin forzarlas. Sale al pasillo, lo recorre a oscuras y pegado a la pared, supera la puerta abierta de la habitación de la niña, entra en el baño, sin encender ninguna luz, levanta la tapa del váter y se sienta, tan mezclado con la oscuridad como si aún permaneciera en la cama con la cara pegada a la almohada y esperando ir resbalándose hacia la inconsciencia, y así se abandona al alivio de orinar en completo silencio y con los ojos cerrados. Regresa despacio, a tientas siempre, como un ciego, sin haber accionado la cisterna para no hacer ningún ruido: la pared, la puerta de su dormitorio, el armario, la cortina, se vuelve a introducir bajo el edredón, respira él también, como quien ha culminado con éxito una misión fastidiosa, recupera la tibia inmovilidad de un letargo, la inmediatez del cuerpo cálido de María Elena dormida, la esperanza de dormir él también, de nuevo, la imagen de unas caras sonrientes y unas bandejas de nécoras, la textura y el sabor de unos champiñones al ajillo... Pero se trata de un pensamiento consciente. No hay nada que hacer.
Ha conseguido evitar que el recuerdo del sueño desaparezca, pero ya no cree posible regresar a él. Es cierto que algo así le ocurrió una vez, retomar un sueño del que había despertado, pero nunca más se ha repetido. Ahora está cada vez más desvelado, y se pregunta por qué Paco Castillo y Emilio Arán, después de tanto tiempo. No se pregunta por lo que haya podido ser de ellos, sino por las razones para haber soñado con ellos y con sus parejas de entonces, y piensa en su hija, que se aburría en el sueño, y en María Elena, y le invade una indefinible tristeza, el ahogo de una repentina soledad. No entiende de dónde procede este pesar, y por un instante se pregunta si no estará soñando otra vez. Le molesta ahora una incómoda sensación de frío, la dureza y angostura del colchón, en el que sabe que no podría darse la vuelta sino girando trabajosamente sobre sí mismo. La ventana debe de estar abierta, por eso el ruido de la calle llega tan definido a sus oídos, sonidos aislados que apenas hubieran sido audibles entre el bullicio diurno pero que son capaces de alzarse sobre el silencio de la ciudad dormida: un coche que circula a lo lejos o una motocicleta trepidante, unas voces que parecen las únicas en toda la ciudad, una botella que rueda en algún sitio. Trata de taparse mejor, pero al tirar del embozo nota que la ropa que le cubre es ligera y está como enredada a su cuerpo, parece que estuviera envuelto con ella, y de pronto nota también el hedor que él mismo desprende, y se da cuenta de que ahora sí ha abandonado definitivamente el sueño, de que está a la intemperie, de que forma parte de la alta noche y sigue tumbado en el mismo banco de un parque. No puede saber cuánto ha dormido, poco sin duda: siente demasiado miedo, demasiada vergüenza, un infinito desamparo. Detrás de esa botella de cristal que rueda nítidamente por el suelo hay alguien que la ha dejado caer a la acera o que la ha golpeado con el pie, y todo es una amenaza; la noche es tan larga en la calle, a la luz de las farolas: tan larga. Y eso a pesar de que la falta de alimento le provoca un permanente estado de debilitamiento, de sopor. Y entonces vuelve a su boca el sabor de unos champiñones, como si en verdad los hubiera masticado hace poco, y piensa en María Elena, que estaba tan cerca en el sueño, respirando, en lo real que parecía; y piensa en la niña, que habrá crecido tanto en estos años, su princesa. Y trata de envolverse un poco mejor en la manta vieja, encajado muy rígido en el ángulo que forman el respaldo y el asiento del banco, tan despierto ahora, tan indefenso.



"La crisis ha acabado claramente en España y está entrando 
dinero porque la gente ve que es un país de oportunidades".
César Alierta, presidente de Telefónica y del Consejo 
Empresarial para la Competitividad. 11/11/2013





sábado, 21 de diciembre de 2013

Cuentos engranados


Frente a quienes desde posiciones privilegiadas afirman que en España empieza a amanecer (otra vez), a pie de calle todos sabemos que a los más necesitados aún les queda mucha noche por vivir, que incluso la mayoría de ellos, lamentablemente, no volverán a conocer ya tiempos mejores, que a día de hoy sólo los que perdieron su empleo este año han dejado de tener miedo a perderlo, y con ese temor caminan cada día junto a la frontera que separa las clases medias de la pobreza.

La solidaridad sólo es un cuento en boca de los que nunca la ejercen o lo hacen desde el exhibicionismo caritativo, como ocurría en esa imperecedera obra maestra del cine titulada Plácido, donde los ricos subastaban a los pobres del municipio para determinar a cuál de ellos sentaban a su mesa en Nochebuena. Radicalmente alejada de esta actitud, la escritora Carolina Molina pensó que la solidaridad sí podía, por el contrario, viajar a lomos de un libro de cuentos, aunque fuera modestamente, como por otro lado corresponde con el papel que la literatura juega en nuestra sociedad. Imaginó Carolina una antología de relatos que a un tiempo reuniera en sus páginas a un buen puñado de escritores vinculados de una u otra manera a la ciudad de Granada y permitiera, con su edición, ayudar a los más desfavorecidos a través del Banco de Alimentos, una organización sin ánimo de lucro a la que irían destinados los beneficios obtenidos con el libro. Esa antología existe ya y lleva el significativo título de Cuentos engranados, y he de agradecerle a Carolina Molina el que me ofreciera la oportunidad de embarcarme en este proyecto junto con los otros cincuenta y cuatro escritores que aparecen en ella, entre los que está Medardo Fraile, fallecido este mismo año y a quien justamente está dedicado el libro.



martes, 10 de diciembre de 2013

Huir al interior de un libro (otra vez)

En un relato titulado «Los pasadizos de la ficción» me permití plantear la posibilidad de que existan unos corredores o túneles secretos a través de los cuáles los personajes de todos los libros podrían pasar a su antojo de unos a otros, participar discretamente en la historia que deseen y relacionarse entre sí, independientemente de quién fuera el escritor que los inventó y sin que los lectores tengan posibilidad alguna de advertirlo, salvo en circunstancias muy muy excepcionales. (Sí, es de ese relato de donde parten todos los demás pasadizos con los que he tenido o tengo algo que ver). Sé que es mala señal que uno empiece a citarse a sí mismo, pero no encuentro mejor manera de explicarme ahora… 

Digamos que este relato al que me refiero le sugirió a mi padre el siguiente boceto: 


Se trata de una imagen que a mi juicio invita a un cierto tipo de persona a descender esas escaleras, doblar aquel recodo del fondo y perderse. Pertenezco a ese tipo de personas, lo confieso. Siempre he sospechado que soy en realidad un personaje literario que de algún modo, por error sin duda, escapó de vaya a saber qué libro y busca por medio de la lectura el hueco por el cual regresar a la ficción. Cuanto más tiempo paso a este lado más abomino de lo que llaman realidad y más desesperadamente leo, es decir, más desesperadamente recorro con atención la superficie de las páginas impresas, esperando encontrar el acceso al interior de un libro para allí dentro tomar cualquiera de esos pasadizos y moverme ya con entera libertad. Hay un infierno de mediocridad y de mentira y de estupidez triunfante a este maldito lado, en el que me siento cada vez más fuera de lugar; es más, quiero apartarme de esa detestable realidad tanto como del riesgo a que se descubra en cualquier momento que no soy sino un impostor de mí mismo. En la realidad que me asfixia aún es posible, por ejemplo, que varias de nuestras cadenas de televisión se disputen el pelotazo mediático que supondría, al parecer, entrevistar en exclusiva a un depravado que hace dos décadas secuestró, torturó, violó y asesinó a tres niñas, y es algo que me produce una repugnancia más allá de lo que puedo soportar; pero es que en esta realidad es posible también que todavía se me brinde la ocasión de seguir usurpando ocasionalmente una identidad de la que fui desposeído hace tiempo, y lo terrible es que cada vez se nota más el titubeo, la inseguridad, la desazón: el artificio, en suma. 

Por eso he decidido ahora huir al interior de Anna Karénina, con la misma determinación, por cierto, con la que hace poco más de un año decidí huir al interior de Guerra y paz, y más o menos por las mismas razones. En realidad, la idea era haberlo hecho este verano, atraído por el mito literario y sobre todo seducido por la que a mi juicio es la mejor frase con la que jamás se haya dado comienzo a una novela («Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo», según la traducción que prefiero). Pero pensé que después de todo es una lectura más apropiada para el mes de diciembre, y en eso estoy. Confío en residir en este libro hasta después de la Navidad, bien abrigado. Al principio no me pareció que estuviera a la altura de Guerra y paz, ésa es la verdad; pero he aquí que en capítulo XVII de la primera parte un tren silba a lo lejos, los empleados de la estación de Moscú se entregan afanosamente a los preparativos de una llegada, la pesada locomotora y los vagones que arrastra hacen su aparición, provocan el temblor de los andenes e incluso del propio libro que sostengo en las manos, hay un humo denso que se arrastra por el suelo, y un lento sube y baja de la bielas, y un estremecerse de los vagones de pasajeros justo antes de detenerse… Y ya estoy ahí dentro, aquí dentro, y todo lo demás deja de preocuparme (es una forma de hablar, claro); subo con Vronski a uno de los vagones, y cuando él y una dama de brillantes ojos grises que sale del compartimento en el que ha viajado su madre cruzan una mirada, una mujer elegante y de expresión tierna que poco después nos es presentada como Anna… En fin, digamos que el tiempo se detiene, el tiempo real y el figurado, pues es éste uno de los instantes más trascendentales de toda la historia de la Literatura. Y ya estoy gozosamente atrapado de nuevo, y desaparezco entre sus páginas como una moneda en la mano de un prestidigitador.


Dibujo: Escolástico Fernández. Fotografía: JFH

jueves, 28 de noviembre de 2013

El malogrado, de Thomas Bernhard

Según Miguel Sáenz, traductor al español de la novela El malogrado, del austriaco Thomas Bernhard, el título original Der Untergeher resulta difícil de traducir con un adjetivo sustantivado que venga a expresar lo que significa literalmente, ‘el que se hunde’, y afirma que «El perdedor» hubiera sido una buena opción, pero que sonaba «demasiado yanqui». Después de leer la novela, el lector español concluye que la elección del término malogrado fue un acierto, pues abarca muchos más matices en relación con el personaje al que se refiere. En cualquier caso, hay un ejemplar de este libro en el Loser, en un estante junto al viejo piano de pared.

Una buena lectura de El malogrado es indisociable de la audición, previa o simultánea, de las Variaciones Goldberg, de Bach, interpretadas, claro está, por Glenn Gould, de la misma manera que para acometer dicha lectura en condiciones idóneas haríamos bien en regalarnos un día de ociosidad y tumbarnos en la cama durante horas y horas con el libro en las manos, y esto debido a su ininterrumpido desarrollo narrativo, esa pura hemorragia musical y repetitiva de palabras imposible de contener.

Glenn Gould es uno de los tres protagonistas de la novela, pero no el protagonista, a pesar de ser el personaje real, el genio indiscutible del piano. El narrador, conocido como El filósofo, elige una curiosa manera de hablar de él y de Wertheimer, el malogrado: al igual que algunos pasajes de las Variaciones exigen cruzar las manos sobre el teclado, así Bernhard decide que el narrador defina a veces el carácter de Gould a través del de Wertheimer y, sobre todo, el débil y complejo carácter de Wetheimer por oposición a la genialidad de Gould. De sí mismo, el narrador apenas nos deja saber que ha sobrevivido a los otros dos, y que, como el malogrado, decidió ahogar en la cuna una prometedora carrera de pianista. La amargura de su fracaso no es exactamente como la de Wertheimer, pero es amargura también.

La historia, de algún modo, sería la siguiente: Johann Sebastian Bach, aquel hombre dotado de un talento musical tan abrumador que trascendió lo estrictamente humano («No soy ateo porque existe Bach», ha dicho recientemente Salvador Pániker), compuso en 1741, por encargo, las llamadas Variaciones Goldberg, y doscientos doce años más tarde dos jóvenes y aventajados alumnos del Mozarteum, prestigiosa escuela superior de música de Salzburgo, escuchan a un condiscípulo tocarlas tan prodigiosamente que resuelven, cada uno a su modo, abandonar el piano para siempre; veintiocho años después, uno de ellos, el malogrado, incapaz de aceptar sobrevivir a Glenn Gould, muerto de muerte natural, se ahorca en las proximidades de la casa de su hermana, a la que acusa de haberle abandonado para casarse con un hombre «helvéticamente rico».

Glenn Gould no aspiraba, según el narrador, sino a ser ese pianista ideal que quiere ser piano, convertirse en su Steinway, ser uno con él, ser Glenn Steinway, no el hombre que toca el Steinway, que está entre Bach y el piano como mero mediador. Y el lector no puede evitar pensar en la extraña imagen de un Glenn Gould encogido sobre el teclado desde su asiento en una silla ridículamente bajita, metabolizado con el sonido y convertido todo él en la pasmosa agilidad de sus dedos, a veces lentos y tecla a tecla, a veces tan veloces que le arrancan al piano la sugestión de una interpretación a cuatro manos, cada una de las cuales parece estar tocando de manera completamente independiente de las otras.

En algún lugar oí que el segundo es el primero de los perdedores: ésa parece la conclusión a la que llega Wertheimer, cuyo virtuosismo no soporta la comparación con la excelsitud pianística de Glenn Gould y es aniquilado por ella. Wertheimer, incapaz de asombrarse sin sentir envidia, está, dice el narrador, fascinado por la infelicidad, y ahí radica todo: para él nacer es una infelicidad y vivir prolongar la infelicidad, y en esa infelicidad, no obstante, encuentra la felicidad; hombre “de callejón sin salida”, se mató por miedo a que le arrebataran un día su infelicidad.

Thomas Bernhard, 1931-1989

Thomas Bernhard elige en El malogrado el camino de la música para llegar al centro de un retrato psicológico, y al mismo tiempo, cruzando las manos sobre el texto, alcanzar el corazón de la música a través de un penetrante retrato psicológico, de una, digamos, disección del fracaso.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

En recuerdo de Enriqueta Antolín

A Enriqueta Antolín le pareció extraño que en el restaurante del Club de Mar de Almería yo me pidiera, para cenar, unas chuletillas de cordero. Ella tomó un plato de pescado, como corresponde a una palentina que vive en Madrid desde hace años y está pasando un par de días en una ciudad andaluza bañada por el Mediterráneo. Mi caso era otro: yo era entonces, y sigo siendo hoy, un palentino que vive en una ciudad andaluza bañada por el Mediterráneo y que en cuestiones gastronómicas se confiesa incurablemente castellano. Aquella misma tarde nos había presentado la escritora y buena amiga Ana María Romero Yebra, el tercer comensal. Era el final de un día de marzo del año 1997. De aquella Enriqueta Antolín que había venido a dar una conferencia recuerdo su voz cálida, la sonrisa como estado natural de los labios y los ojos, la mirada sosegada, hospitalaria, elegante, igual que su voz y sus maneras; y recuerdo una gran mata de pelo: si alguna vez fue realmente una gata con alas, como tituló su primera novela, debió de tratarse de una gata de angora de edad indefinible, una gata sonriente y perpetuamente joven, pues en modo alguno pude imaginar que tuviera veinticinco años más que yo. Curiosamente yo leía esos días, embelesado, La gaznápira, de Andrés Berlanga, y en el curso de aquella cena me referí, vaya a saber por qué, a la disputa judicial que a cuenta de los derechos de tan extraordinaria novela habían mantenido su autor y José Luis Garci: fue una de esas casualidades que le ponen a uno al borde de meter la pata, porque yo ignoraba que Andrés Berlanga y Enriqueta Antolín estaban casados. Me lo dijo ella, sin perder la sonrisa, pero como extrañada de que yo no lo supiera: era la segunda vez que la sorprendía. Supongo que le dije también que había enviado mi primera novela a la editorial Alfaguara, porque al dedicarme Regiones devastadas quiso mostrar su confianza en que, además de paisanos, pudiéramos llegar a ser algún día «caballos de la misma cuadra». Me gustó aquella manera de expresarlo, me hizo pensar que tal vez sí, por qué no. Ya Regiones devastadas me había gustado mucho: aquella voz narrativa en segunda persona que se dirige a la adolescente que fue durante la posguerra y la conduce de recuerdo en recuerdo me había parecido de una ternura y una belleza admirables; eran los tiempos en que de la guerra civil se hablaba en voz baja y aún podía suceder que de tanto en tanto apareciesen huesos en los descampados y terraplenes cercanos a los nuevos barrios, donde antes hubo paredones, huesos mondos que pagaban a buen precio en la refinería de azúcar; y era, la de aquella jovencita, una de esas «edades en que bastan unos meses arriba o abajo para pasar de la oscuridad a la luz, de las tinieblas más absolutas a los débiles rayos que iluminan los primeros recuerdos».

Esta mañana vi su fotografía en El País, y antes de saber a qué sección me había llevado el pasar las páginas he sentido un escalofrío. Dice Juan Cruz en su hermoso obituario que ayer mismo cumplió Enriqueta 72 años. Cuando somos niños no podemos concebir que podamos morirnos el día de nuestro cumpleaños. Incluso a los adultos nos parece un giro del destino demasiado cerrado, un desenlace con una irritante vocación de final perfecto. Pero no hay nada perfecto en un definitivo adiós, ni siquiera la melancolía que nos queda.

Sirvan estas líneas apresuradas de emocionado recuerdo.

Foto: Ricardo Gutiérrez. El País

lunes, 18 de noviembre de 2013

Albert Camus: verdad y libertad

                                                            Foto: JFH

Al comienzo de su última e inacabada novela, El primer hombre, Albert Camus nos presenta al protagonista, Jacques Cormery, en el cementerio de Saint-Brieuc, frente a la tumba de su padre, muerto durante la Primera Guerra Mundial antes de que él cumpliera un año. Cormery lee las fechas de nacimiento y muerte, calcula la edad, 29 años, piensa en su propia edad actual, 40 años, y repentinamente la idea de que el hombre enterrado bajo aquella lápida es más joven que él, su hijo, le sacude físicamente; se siente invadido por la ternura, la compasión, la piedad, el vértigo: quieto entre las tumbas –ocupadas todas ellas por jóvenes muertos en la misma guerra, padres de hombres encanecidos-, le confunde la quiebra de un orden natural del tiempo, la inexistencia de tal orden fluvial, su sustitución por la locura y el caos: hijos que son más viejos que sus padres.

Estas últimas semanas he asistido a varios homenajes tributados en mi ciudad al escritor Albert Camus. En algún momento recordé esa escena que tanto me impresionó cuando la leí en 1995, a mis propios 29 años. El manuscrito de aquella novela –autobiográfica, por lo demás- fue encontrado entre los restos del coche en el que Camus se mató en enero de 1960, cuando contaba 46 años. Disfrutando de un vaso de pastis  –tal vez algunos más- en la tarde noche del día siete de noviembre, fecha en que se cumplía el centenario de su nacimiento –y también el primer aniversario de la librería Zebras, que organizaba el acto-, caí en la cuenta de que ahora yo soy un año mayor que Camus: un hijo que supera en edad a uno de sus padres literarios.

Admiro desde hace mucho a Albert Camus, pero estos días en que he profundizado más en su obra y, sobre todo, en su vida y su pensamiento, las razones para admirarlo se han multiplicado. Más que una mera grandeza literaria, la suya fue –es- una grandeza intelectual y ética. Una figura como ésta resultaría inconcebible hoy, quizá incluso resultaba enorme en su tiempo, de ahí que le fuera concedió el Nobel antes de cumplir los 45; he vuelto a leer, con un estremecimiento de emoción, la carta que con tal motivo le escribió a su maestro de primaria, Louis Germain («… cuando supe la noticia pensé en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto»); y he leído por primera vez el discurso que pronunció en Estocolmo en aquellos ceremoniosos días: persuadido de que, por su juventud, la suya era una obra «todavía en formación», y consciente de pertenecer a una generación destinada a enfrentarse a grandes retos («impedir que el mundo se deshaga», «restaurar entre las naciones una paz que no sea la de las servidumbres, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura»), aseguró comprender que el honor del premio recaía en realidad en esa generación.

En aquel discurso memorable, Camus trazaba el que a su juicio debe ser el papel del escritor; desde luego, no estar aislado, no estar separado de nadie, ser uno mismo entre todos, estar con quienes sufren la Historia y no con quienes la hacen («Quién a menudo ha escogido ser artista por sentirse diferente, no tarda en darse cuenta de que no nutrirá su arte y su diferencia sino reconociendo su semejanza con todos»). En este texto establece también las dos responsabilidades que comporta el oficio de escribir, y su grandeza: «el servicio a la verdad y el de la libertad»; de estas responsabilidades surgen dos compromisos: «la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión». Y uno no puede sino preguntarse qué ha sido hoy de estas responsabilidades y estos compromisos.

Para finalizar estas dos semanas de homenaje y recuerdo, un magnífico gesto de amistad y bibliofilia puso en mis manos la edición especial de El extranjero que hizo circular Alianza Editorial este mismo año, con traducción de José Ángel Valente y dibujos de José Muñoz. Describo mi emoción mediante la fotografía que encabeza este texto.

Hubiera querido proyectar aquí mismo, en el Loser, el documental que vi el jueves 14 en un acto organizado conjuntamente por la librería Zebras y la Alianza Francesa, Albert Camus, una tragèdie du bonheur (Albert Camus, una tragedia de la felicidad), un testimonio realmente iluminador sobre el autor. He preferido, sin embargo, abrir un pasadizo e invitar a todos cuantos aman la literatura a recorrerlo con un pastis en la mano y verlo ahí, al otro lado, entrando por AQUÍ. 


lunes, 11 de noviembre de 2013

Los inadaptados Gay, Roslyn y Perce


Una gran fotografía de los tres protagonistas de The Misfits ocupa un lugar privilegiado en las paredes del Loser, pues no en vano el aire de derrota y melancolía que transpira cada plano de la película de Huston va más allá de los personajes y alcanza a los propios actores. De un lado tenemos al viejo Gay Langland y a Perce Howland, vaqueros fuera de su época, y al piloto Guido, que los acompaña en su despreocupada deriva vital. Misfits significa, literalmente, ‘inadaptados’, y eso es lo que son estos tres tipos; lo de vidas rebeldes parece quedarles tan ancho como el ala de sus viejos sombreros, a menos que se trate de una rebeldía limitada al hecho de que se han negado a adaptarse a los tiempos, con lo que volvemos al principio. En este punto cualquiera de ellos podría escupir de lado contra la tierra o encender una cerilla en el relieve de la gran hebilla del cinturón y acercar la llama al cigarrillo haciendo hueco con la otra mano. Cualquier cosa antes que vivir de un jornal, ¿verdad Perce?

Ninguno de los tres ha podido acomodarse tampoco a una vida familiar más o menos corriente. Qué diablos. Gay hace años que no ve a sus hijos, Perce se ha distanciado de su madre después de que ésta se casara por segunda vez, Guido perdió a su mujer. Ahora están organizándose para ir de nuevo a coger unos cuantos caballos salvajes. Las extensas praderas americanas en que se desarrollaba la vida de los cowboys han sido sustituidas por el desierto de Nevada; las grandes y mugidoras manadas de cornilargos son ahora un puñado de mustangs que solo sirven para convertirse en comida para perros. Pero antes de partir hacia el desierto conocen a una antigua bailarina que ha venido a Reno a divorciarse, Roslyn, una mujer difícil de entender, aparentemente ingenua, desconcertante, a ratos triste y a ratos llena de vida, y en todo momento de una contoneante y perturbadora desnudez bajo cualquier cosa que se ponga encima.

                                                                                          Foto: Eve Arnold

En el fondo, Roslyn es otra inadaptada: demasiado sensible. Todo dolor a su alrededor es un dolor que siente en sí misma: el del caballo que corcovea en el rodeo y el del tipo que lo trata de montar y es arrojado al suelo, y por supuesto el de los caballos cimarrones que los otros pretenden capturar y entregar al tratante de ganado. En la ardiente llanura del desierto, Gay y Perce esperan que la avioneta de Guido aparezca de vuelta por entre las montañas del horizonte, y que por abajo vengan espantados al galope unos cuantos caballos, al final muy pocos, comprueban con los prismáticos, pero en fin, mejor esto que trabajar a sueldo, ¿no Perce? Sí, mejor esto que trabajar con un puñetero equipo de vaqueros para que otro pueda ponerle gasolina a su Cadillac, dice Perce en el relato escrito por Arthur Miller. Enlazan a los caballos desde la caja del camión que conduce ahora Guido, les atan las patas para dejarlos allí tendidos toda la noche. Y es en ese momento cuando la carnal y compasiva Roslyn rompe en una histeria desgarrada y desgarradora en medio de las ondas de calor que reverberan en el aire. De nada ha servido que el viejo Gay le explicara que es eso o aceptar una paga; que él caza caballos para conservar su libertad, para ser un hombre libre.

En el magnífico relato de Arthur Miller, fechado en 1957 y titulado así, «Los inadaptados» (Ya no te necesito, Tusquets 2003), Roslyn no está allí para salvar a los caballos salvajes: no es más que un nombre pronunciado de vez en cuando. Convertido este texto en un guión de cine, Roslyn adquiere forma y carácter, y desde luego también la pálida piel y la voz susurrante de Marilyn Monroe. Dicen que Miller tardó tres años en escribir y reescribir aquel guión; cuando al fin comenzó a rodarse, en julio de 1960, su matrimonio con Marilyn ya estaba roto: lo que iba a ser el regalo de un gran dramaturgo a la rutilante estrella cinematográfica con la que estaba casado, acabó por convertirse en una de las muchas razones por las cuales el rodaje The Misfits fue tan turbulento.


                                                                                                  Foto: Eve Arnold

Es estupendo que esta película exista, pero tal vez hubiera sido mejor que no llegara a rodarse nunca, sobre todo si tenemos en cuenta el desgaste físico y mental que supuso para quienes participaron en ella. Desde luego, aceptar aquel papel fue el mayor error que cometió Clark Gable en toda su vida, pues es muy probable que todo aquel esfuerzo fuera el causante de que un infarto acabara con él doce días después de rodar la última escena. Este desenlace resulta casi inexplicable viendo la película: de los tres protagonistas, es sin duda el que tiene mejor aspecto; a sus 59 años, encaja perfectamente en la piel tostada del rudo y vigoroso vaquero Gay Langland.

Lo de Marilyn y Monty Clift es otra cosa. El productor del film diría más tarde que ambos eran gemelos psíquicos, que reconocían el desastre en el rostro del otro y se reían de ello. Son, realmente, dos almas atormentadas, cada uno a su modo; dos seres inadaptados de verdad, dos insomnes encadenados a sus adicciones y a sus inseguridades. La interpretación de Marilyn se queda a medio camino entre ese arquetipo de sí misma del que deseaba escapar y la actriz que hubiera podido llegar a ser, y en ese terreno de nadie se la ve tan abrumadoramente frágil y perdida como seguramente lo estaba en su propia vida. Monty apenas recuerda a aquel hipnótico actor que había sido tan solo siete años antes: el accidente de tráfico que sufrió en el 56 modificó su rostro lo justo para que su belleza desapareciera; a veces, es cierto, un gesto, un movimiento de la cabeza, algo nos devuelve fugazmente al Clift de Un lugar en el sol o de De aquí a la eternidad o de Yo confieso, pero ni los rasgos faciales ni la desconcertada mirada ni las manos ni lo quebradizo de su cuerpo entero tienen nada que ver con aquel joven; las drogas y el alcohol han hecho el resto del trabajo. Cuál no sería su extremada vulnerabilidad para que una mujer tan absolutamente desvalida como Marilyn Monroe, que no volvería a completar ninguna otra película después de aquella, y que moriría dos años después, a los treinta y seis, se sintiera inclinada a protegerlo a él. Tampoco hizo gran cosa Monty en el cine tras The Misfits, y murió envejecido prematuramente a los cuarenta y cinco años, en el verano del 66. Por el contrario, Eli Wallach (Guido) sigue vivo y en activo; cumplirá cien años en 2015.


Gay ha dejado escapar al último caballo justo después de haberlo atrapado de nuevo, y exhausto, sentado en el estribo del camión, maldice a los que «han cambiado esto: lo han envenenado todo y lo han manchado todo con sangre». «Para mí ha terminado», añade. «Es tanto como estrangular un sueño. Hay otra manera de seguir viviendo, si es que queda alguna todavía». Podrían ser mis propias palabras.

jueves, 31 de octubre de 2013

Demasiada felicidad, de Alice Munro

El mayor elogio que en nuestro tiempo merece un libro de narrativa es, lo he comprobado,  que se lee muy fácilmente, que se lee de un tirón, o de una sentada. A menudo se oye decir que alguien lee un poco cada noche porque le despeja de un agotador día de trabajo. Bien, ésa no es la forma en que yo concibo la lectura. A mi juicio, la literatura no debe despejar la mente del lector, sino ocuparla. De ahí que continúe rehuyendo precavido ciertos autores y libros que pudieran encajar en ese elogio tan moderno de la facilidad. Pues bien, en ningún otro caso esta cautela mía ha resultado tan abrumadoramente injusta como en el de Alice Munro.

A lo largo de los dos últimos años he intentado varias veces acercarme a la obra de esta escritora canadiense, aunque sin duda no estaba acertando ni con el momento adecuado ni con la obra que más podía cautivarme. Munro venía muy recomendada por personas en cuyo criterio confío, pero los cuentos que trataba de leer no me decían nada. Pesaba en mi ánimo esa constante referencia al hecho de retratar personajes comunes con rutinarias existencias, y bueno, en fin, no necesito sumergirme en un  libro para saber lo que es una existencia rutinaria.  Hace diez días, sin embargo,  cayó en mis manos Demasiada felicidad (Lumen, 2010). Me bastó el primer relato, “Dimensiones”, para sentirme fatalmente atrapado en un verdadero prodigio literario. A ese cuento le deberé siempre el haberme facilitado el acceso al “universo Munro”, hasta entonces vedado para mí, un territorio narrativo que, sinceramente, no tengo la más mínima intención de abandonar por ahora. Después de este primer libro me aguarda un segundo, que es precisamente el último que ha publicado, y tras éste otro más, relatos también, claro, de 1990. Y es sólo el comienzo.

Alice Munro, nacida en un pueblo de Ontario, Canadá, hace 82 años, tal y como se ha repetido tanto estas semanas, fue una niña extremadamente rebelde, según sus propias palabras, y una jovencita que soñaba con ser escritora. Pero se casó, abandonó la universidad y se dedicó al cuidado de su familia. Sin embargo, el veneno de la ficción no se diluyó en el tedio infinito de las tareas domésticas, y no dejó de escribir. El primer titular de prensa que mereció, en 1961, fue “Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos”. Y así era, exactamente, aprovechando la hora de la siesta de sus hijas. Su deseo hubiera sido escribir novelas, pero la atención de la casa y de las niñas la obligaba a desarrollar sus historias de manera más breve. De la necesidad hizo virtud, y sin renunciar a todo cuanto quería contar en cada ocasión fue madurando una estructura, un estilo y un uso del tiempo narrativo que suponen todo un logro literario: el de contar en unas decenas de páginas lo que a cualquier otro escritor le hubiera ocupado el espacio mucho más dilatado de una novela.

Leer un libro de Alice Munro –leer el libro que acabo de terminar, Demasiada felicidad, y ahora presiento que cualquier otro- equivale a adentrarse en un complejo entramado de vidas humanas, cada una de las cuales se abre a otras vidas, a otros caracteres perfectamente dibujados, a otras honduras psicológicas que acaban penetrando en la conciencia del lector. La sencillez expresiva que uno cree percibir leyendo las primeras líneas de sus relatos o abriendo cualquiera de sus libros al azar, no sólo es aparente: es totalmente engañosa. Terminado el libro, después de haber pasado con fascinación de un relato al siguiente, el lector está habitado por una pluralidad de seres de ficción, pero también por mínimos instantes imperecederos que, por alguna razón, uno cree recordar como si los hubiera tenido delante de los ojos: esa mujer joven que ha perdido a sus tres hijos siempre será un rostro inexpresivamente asomado a las ventanillas de cualquiera de los tres autobuses que ha de tomar para visitar a su marido encarcelado; hay otra mujer, mayor esta vez, que hace cola en una librería para que una joven escritora le firme la novela en la que esa mujer ha creído reconocer algunas escenas de su propia vida, contadas desde una perspectiva distinta; hay el chasquido que hacen unas nalgas desnudas al separarse «de la lustrosa tapicería de la silla del comedor» en una casa opulenta; hay una viuda reciente charlando en su cocina con un desconocido cada vez más amenazante; hay una niña pintándose la cara con una brocha y un padre que se echa al hombro el cuerpo maltrecho de su hijo, que acaba de caer por un hueco de una montaña, y una niña de trece años sentada en el primer escalón de una larga escalera después de haber cerrado con llave la habitación donde agoniza un enfermo, y dos niñas a quienes todos toman por mellizas aunque acaban de conocerse en un campamento de verano, y un hombre gateando en un bosque, y una matemática de finales del XIX atravesando el crudo invierno centroeuropeo en tren.

Alice Munro. Foto: Derek Shapton

A Alice Munro algunos le llaman el Chejov canadiense. Yo no puedo opinar, no tengo elementos de juicio. Sí sé que al menos cumple con aquella máxima chejoviana, tan citada, según la cual si al comienzo de un relato -o en el primer acto de una obra de teatro- aparece un clavo en la pared -o una pistola colgada de un clavo en la pared-, al final ha de aparecer alguien colgado de ese clavo -o alguien ha de ser muerto con esa pistola: hay varias versiones-. Son muchos los casos en que esto es así en los macrocuentos de Munro: así por ejemplo, la primera frase de uno de ellos es una exclamación de tristeza y horror, puesta en boca de la madre de la narradora, y tras conocer en primera persona la vida entera de esta mujer, el cuento acaba colgando una monstruosidad de esa tristeza y ese horror. En realidad, en casi todos los cuentos de Alice Munro una anécdota de infancia atraviesa toda una vida para aparecerse al final y mostrarse como explicación de muchas cosas, y en eso se parece más a Ross Macdonald, maestro de la novela negra.

Y si esto no fuera bastante para trasmitir mi recién adquirido entusiasmo por la escritora canadiense, diré que incluso uno de los personajes de Demasiada felicidad «detestaba la palabra “evasión” aplicada a la ficción. Podría haber argumentado, y no solo por llevar la contraria, que la evasión era la vida real». Diablos, ¿no es eso lo que trataba de explicar yo al principio de todo esto?

jueves, 24 de octubre de 2013

Prodigios ópticos

Pensando estos días en el cine tridimensional, o estereoscópico, o binocular, o en relieve, que de todas estas maneras se le ha llamado alguna vez, y que, como ya quedó dicho aquí, nunca alcanzó ni tanta perfección ni tanto sentido como en Gravity, recordé algo que este verano le oí decir a una guía del museo de la catedral de Palencia al enseñarnos un extraño cuadro que allí se conserva. Vaya por delante lo mucho que disfruto de las visitas a este tipo de museos, los catedralicios y los diocesanos, sobre todo si son de pequeñas capitales de provincia. Se trata de recorridos que sólo se hacen en grupos reducidos y acompañados de un guía, y a las obras de arte que nos van siendo mostradas y descritas se le añade la sobrecogedora solemnidad del edificio, el silencio y cierta sensación de aislamiento del mundo: a medida que se va avanzando, el guía abre una nueva puerta, enciende la luz y rescata del letargo y la oscuridad un tesoro de tallas románicas, y de relieves labrados en madera, y de enormes y finísimos tapices, y de cuadros de maestros de la pintura gótica o renacentista o barroca, y de grandes libros de cantos, o cantorales, anteriores a la imprenta, minuciosamente escritos e ilustrados sobre pergamino por monjes amanuenses. Si la salida del museo es diferente a la entrada -y muchas veces incluso aunque no sea así-, el guía va apagando la luz en las estancias que dejamos atrás y cerrando la (com)puerta, como si estuviéramos abriéndonos paso a través de un canal cerrado, de techos muy altos y bóvedas de crucería, por el cual vamos avanzando cuidadosamente y sin permitir que escape el tiempo detenido, el aire y el silencio de siglos, el milagro del arte.

El museo de la catedral de Palencia forma parte de la visita al propio templo. Se accede a él desde el claustro, y lo primero con lo que uno se encuentra ya en el interior es un imponente lienzo de El Greco, El martirio de san Sebastián. Pero yo empecé todo esto refiriéndome a las tres dimensiones. Creo que es en la última sala del museo, la más amplia, donde hay expuesto un cuadro alargado, casi una caja de madera protegida por un cristal. Se trata de un retrato anamórfico del Emperador Carlos V, atribuido a Lucas Cranach y pintado, pues, en la primera mitad del siglo XVI. Nuestra guía era una religiosa joven, menuda y alegre, con una dulce voz conventual y un acento levemente mejicano, que se expresaba sobre arte con la soltura que da el estudio, nunca la mera memorización de unas explicaciones. Al mostrarnos aquel extraño cuadro, en el que yo no había reparado las otras veces que estuve en el museo, nos indicó que a los visitantes más jóvenes les decía ante él que las tres dimensiones no se han inventado ni recientemente ni para el cine. Y nos hizo saber que para verlo bien teníamos que asomar un ojo por un orificio practicado en el lado izquierdo del marco.

Catedral de Palencia. Claustro. Foto: JFH

El historiador del arte Jurgis Baltrušaitis (1903-1988) escribió un libro cuyo título en francés, al parecer, es Les perspectives depravees, anamorphoses ou thaumaturgus, es decir, más o menos Las perspectivas depravadas, anamorfosis o magia. Digo al parecer porque no me consta que haya sido traducido ni publicado en España, y he encontrado referencias en las que desaparece del título la palabra 'taumaturgia' y otras en las que a ésta se le añade la palabra 'óptica': anamorfosis o prodigio óptico. Baltrušaitis define la anamorfosis como una técnica pictórica que consiste en «proyectar las formas fuera de sí mismas en lugar de reducirlas a sus propios límites visibles, y distorsionarlas de tal manera que únicamente desde un determinado punto vuelvan a su normalidad». Es decir, un artificio lúdico, un juego de engaños entre los sentidos del observador y la perspectiva. Visto de frente, en efecto, el retrato de Carlos V que se conserva en la catedral de Palencia se antoja una abstracción, un capricho cromático donde vagamente se deduce una cara, algo así como una caricatura estirada hasta lo grotesco. Pero apenas acerca uno el ojo al pequeño agujero del marco se desvela la verdadera naturaleza del cuadro, y en el interior de aquella caja apaisada aparece, como un holograma o una fantasmagoría, el severo perfil del Emperador, perfectamente tridimensional pero intangible. Casi me avergüenza confesar que intenté hacer una foto del prodigio apoyando el objetivo en el agujero: la magia no puede ser captada por las cámaras. De modo que me limité a fotografiar su apariencia exterior.

Siempre estuvo el ser humano necesitado de juego y de magia; siempre nos alentó esta apetencia de provocar la sorpresa y de ser sorprendidos. 

Retrato anamórfico de Carlos V. Lucas Cranach (?) 
Catedral de Palencia (Foto JFH)

miércoles, 16 de octubre de 2013

Gravity

 

La oscuridad y amplitud de una sala de cine adquieren un nuevo significado cuando se desvanece la certeza de que frente a nosotros hay una pantalla en la que se proyecta la película, cuando el espacio que nos contiene como espectadores y el espacio en el que se desarrolla la ficción cinematográfica se funden en uno solo y ahí mismo aparece la Tierra en toda su sobrecogedora belleza. Un grueso tornillo puede flotar hacia mí y ser capturado justo a tiempo por la mano enguantada del astronauta que trabaja a mi lado, en el exterior del transbordador. El amanecer es una luz que asoma en la curvatura del mundo, un reflejo en la trasparencia de las escafandras, un destello de círculos violetas que nos alcanza aquí mismo, donde quiera que estemos ahora, un lugar que desde luego ya no es tan solo un patio de butacas. La noche y el día se suceden ante nuestros ojos en apenas unos minutos, orbitamos también alrededor del tiempo y todo es lento y está envuelto en el silencio. La vida es esa brillante esfera azul que está ahí, no debajo, ni encima, ni cerca, ni lejos, sino ahí, suspendida en un vacio sin límites, indescriptiblemente azul y veteada de nubes blancas, con a veces el contorno reconocible de un continente o de una isla. No hay vértigo, ni altura, ni una distancia propiamente dicha; hay un quedarse sin aliento, y un puro asombro, y una dificultad de creer que es cierto que estás aquí. Y no puedes dejar de sonreír embriagado de una felicidad nueva, absoluta, estás aquí, sí, y te mueves sin peso, giras en la nada. Y entonces, de pronto, ese instante de suprema serenidad se quiebra en pedazos, barrido por un enjambre de fragmentos de chatarra que te involucra aún más en esta experiencia abrumadora: ahora somos también el miedo, la soledad, la respiración entrecortada, el aliento que empaña la escafandra, esta tensa angustia, este vaciarse de adrenalina, esta ciega voluntad de sobrevivir.

A Alfonso Cuarón le deberé ya para siempre el haber podido cumplir ese sueño inalcanzable de viajar al espacio. Porque Gravity, su película, no se ve: se experimenta, en toda la extensión de la palabra. Al menos en tres dimensiones, que es como yo he experimentado en ella y ella ha experimentado en mí.  Nunca las tres dimensiones alcanzaron tanta perfección ni estuvieron tan cargadas de sentido, y dudo que pueda repetirse algo parecido en el futuro. Mucho me temo que el fascinante territorio de emociones que ha fundado esta película empiece y termine en sí misma.

Gravity supone un verdadero hito en la historia del cine, y si esta afirmación se antoja exagerada en términos generales, limitémosla  entonces al género al que pertenece. Pero, ¿a qué género pertenece? Hechizados por su prodigioso planteamiento visual y por la peripecia humana de la que nos hace partícipes, llegamos a olvidarnos de que Gravity es un logro de la tecnología, como lo es también el propio transbordador, el telescopio Hubble, las estaciones espaciales, los satélites. Por eso no se trata de ciencia ficción: si existe como película, éste ya es, pues, el futuro. Y es algo más que acción trepidante, desde luego, y algo más que suspense, y algo más que tragedia y que metafísica antropológica: es la suma de todo eso, es esa especie de preexistencia en el útero del cosmos, ese gran vacío amniótico en el que todo lo que ya es está a punto de empezar a ser, otra vez. 


Music by Steven Price                             

jueves, 3 de octubre de 2013

Las Meninas, de Velázquez a Buero Vallejo

Detalle de Las Meninas


«En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad;
 vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla 
un pintor (…). Y sin embrago, esta sutil línea de visibilidad
 implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, 
de cambios y de esquivos (… ) ¿Vemos o nos ven?»
 MICHEL FOUCAULT


Preguntado Salvador Dalí  en cierta ocasión acerca de qué es lo que él salvaría del Museo del Prado si éste se incendiara, respondió: «¡El aire, y específicamente el aire contenido en Las Meninas de Velázquez, que es el de mejor calidad que existe!». A su lado, Jean Cocteau, que a esa misma pregunta había contestado: «¡El fuego!», reconoció la victoria a Dalí poniéndose en los extremos del labio superior unas pajas recogidas del suelo, a manera de falsos bigotes engomados, e inclinando la cabeza en un sutil gesto de reverencia.

El 10 de agosto pasado volví a respirar ese aire tan puro, acompañando esta vez a mi hija en su primera visita al Prado. Su madre, ella y yo estuvimos apenas un par de horas, suficiente, creo, para que una niña de diez años tome conciencia de los tesoros que allí se contienen pero sin llegar a fatigarse. La idea era recorrer con atención las salas de Velázquez y de Goya, con alguna que otra parada puntual (El Bosco, por ejemplo), pero sobre todo se trataba de contemplar al natural esa obra asombrosa que es Las Meninas. Habían pasado catorce años desde la última vez que estuve frente al cuadro, una eternidad para mí pero apenas nada comparado con el tiempo trascurrido desde que Diego Velázquez lo pintara en 1656: sólo he sido uno más entre una multitud inconcebible de personas que a lo largo de tres siglos y medio han venido quedándose hechizadas por la prodigiosa audacia de sus trazos, sus enfoques múltiples, sus geometrías invisibles; fascinados, en fin, por los enigmas que parecen multiplicarse mientras trata uno de explorar con los ojos el espacio que ocupa, que no es sólo el de una superficie plana, un lienzo enorme, de 3,18 metros por 2,76, sino, poco a poco, un hueco que puede ser ocupado, una estancia a la que es posible acceder, abriéndose paso entre los personajes, oyendo el frú frú de los vestidos hinchados por el armazón de los guardainfantes, mirando absorto al techo y a los lados, asomándose al no menos enorme cuadro que pinta el pintor que nos miraba cuando estábamos ahí fuera, o al espejo que acaso hubiera podido reflejarnos, o a la puerta del fondo desde la que un hombre con capa no ha dejado de observarnos. Aquella otra vez, en septiembre del noventa y nueve, estuve tres cuartos de hora parado ante el cuadro, como estudiándolo palmo a palmo, y cuando se hizo obligado apartarse ya para seguir recorriendo el museo, traté de capturar el momento con una foto robada, lo confieso, sí, robada, sin flash, naturalmente, y con el pulso tembloroso, temiendo ser reprendido pero incapaz de desligarme definitivamente de él. Es una foto muy imperfecta, pero contiene motivos sobrados para mi fascinación, y no todos están en el cuadro.

                                                                                                 JFH

En agosto de este año, como digo, pude acompañar a mi hija en su primera visita a Las Meninas: nos distanciamos del cuadro y fuimos acercándonos luego muy lentamente para acentuar la sensación de penetración, y a la inversa, nos alejamos, despacio también, para sentir que salíamos de él y volvíamos a la realidad. A sus pies, nos movimos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin dejar de mirar a los ojos de los personajes más atentos a nosotros, y sin dejar de notar esas otras miradas. Luego le planteé preguntas, las mismas que se han hecho tantos: ¿Qué miran en realidad los personajes que miran hacia fuera del cuadro? No, desde luego, al pintor que les pinta -que les ha pintado ya-, pues curiosamente está ahí, a su lado, con un pincel y una paleta en las manos. ¿Miran a los modelos que posan para ese pintor, las figuras del rey y de la reina que se reflejan en el espejo que hay al fondo del obrador, un espejo iluminado en el centro de una pared sumida en las sombras? ¿Están, pues, a nuestro lado el rey y la reina? ¿Acaso no podría reflejar ese espejo el cuadro que pinta Velázquez, como parecen exigir la perspectiva y las leyes de la reflexión? ¿Entra o sale, aquel hombre del fondo? ¿Y no parece toda la escena un instante paralizado? ¿Qué ocurría aquí un momento antes? ¿Qué ocurrió un momento después? ¿Qué sucede realmente ante nosotros, en definitiva: qué sigue sucediendo? ¿Y qué fue de todos ellos, cuyas identidades se conocen, salvo en un solo caso? ¿No será que siempre hemos sido nosotros, tú y yo, Aida, los mirados?...

Pero aunque lo vaya pareciendo, este artículo no está dedicado a un cuadro, el más extraordinario de todos cuantos han sido pintados, sino a una película que no existe: una película que lleva años realizándose en mi imaginación. Nunca he entendido que nadie haya dado en hacer una película sobre Velázquez. De Goya sí hay, varias. Pero no de Velázquez, a pesar de su grandeza. Y ni siquiera sería necesario concebir un argumento: la historia está escrita, lo hizo ya uno de los mejores dramaturgos del siglo XX. En 1960, Antonio Buero Vallejo estrenó en el Teatro Español de Madrid, con gran éxito, Las Meninas, una fantasía velazqueña en dos partes, tal y como apuntaba el autor bajo el título. Yo la vi en televisión en 1991: fue uno de los espacios dramáticos que programaron como homenaje al gran actor José María Rodero, fallecido aquel mes de mayo. Aquellas «Meninas» habían sido emitidas originalmente en 1974, en los tiempos gloriosos en que existía el teatro en televisión, y no tan sólo la gala anual de entrega de premios de teatro. Rodero estaba espléndido como Velázquez (sin duda también lo estuvo Carlos Lemos en los escenarios). Aquella noche de 1991 fue la primera vez que me pregunté cómo era posible que no existiera una película basada en aquella obra teatral.

Antonio Buero Vallejo (imagen: LaCerca.com)

El de Las Meninas es, a mi juicio, uno de los casos más incomprensibles de película que no ha llegado a hacerse. Hay, lamentablemente, muchos más en el cine español. De hecho, no es sólo que, hasta donde yo sé, no exista ninguna película sobre Velázquez, es que en nuestro país tampoco se ha rodado ninguna basada en una obra de Buero Vallejo (de alguna manera, nuestro Arthur Miller). En cualquier caso, y esperando a que algún director descubriera al fin el inmenso y excitante potencial cinematográfico que hay en esta “fantasía velazqueña”, a medias para mi propio deleite y a medias por si en una de éstas me tocaba la lotería, he ido adaptado la obra en mi cabeza desde hace más de dos décadas: he tratado de ampliar escenarios y alterar el tiempo de la acción para hacerlo menos teatral, he localizado exteriores e interiores (el Alcázar de los Austrias, donde Velázquez pintó Las Meninas, donde vivió y donde transcurre la historia, fue destruido por un incendio en 1734); he imaginado una fotografía apropiada, he concebido una banda sonara en la que se escucharían, claro está, las piezas a la vihuela que indica Buero, pero cuya base sería la Suite número 3 de las Danzas y Aires antiguos de Ottorino Respighi; he visualizado actores posibles, les he ayudado a ensayar una entonación, un gesto, me he emocionado con los diálogos…

El Diego Velázquez de Buero Vallejo es un rebelde en el palacio de Felipe IV, un hombre poseído por el ardor de un arte que nadie está preparado para entender plenamente y que al mismo tiempo ansía la verdad allí donde no podrá hallarla nunca, entre poderosos y gente enredadora y falsa, y aduladores del monarca, y pintores inferiores que aspiran a la posición que gracias al favor del rey Velázquez ocupa. Y él está tan solo en su condición de artista capaz de concebir una obra tan adelantada a su tiempo... Únicamente un hombre supo comprender su pintura, y era alguien que podría ayudarle «a soportar el tormento de ver claro en este país de ciegos y de locos». Posó quince años atrás para un cuadro suyo. Un mendigo. Y ese mendigo, un anciano casi ciego, anda a su vez buscando la casa de don Diego. En el estudio de su casa guarda Velázquez un cuadro que nadie ha de ver porque es un tema prohibido, una Venus desnuda, y en el obrador de palacio ha hecho el boceto de un cuadro que será especial y que espera la autorización real para ser pintado: un cuadro de grandes dimensiones de la pequeña infantita acompañada de sus damas de honor y otros miembros de su séquito, incluidos dos enanos de los que la divierten, y un perro, y él mismo, pintor de cámara y aposentador de palacio, retratado en el trance de pintar un cuadro de grandes dimensiones. La verdad de los momentos sencillos, le explica el pintor a su rey; la niña alejada de la etiqueta. “¿Os referís a la infanta Margarita?”, pregunta el monarca, severo. “Sí”. “¿No es más que una niña para vos?”. “Es nada menos que una niña, majestad”. Los celos de su esposa, el despecho de otra mujer, el oscurantismo religioso de quienes en el fondo no quieren sino medrar en palacio, pero también el encuentro con ese mendigo, Pedro Briones, un hombre que ha conocido la injusticia y que ante el boceto del que será algún día llamado Las Meninas reconoce «Un cuadro sereno pero con toda la tristeza de España dentro. Quien vea a estos seres comprenderá lo irremediablemente condenados al dolor que están Son fantasmas vivos cuya verdad es la muerte. Quien los mire mañana lo advertirá con espanto… Sí, con espanto, pues llegará un momento en que ya no sabrá si es él el fantasma ante las miradas de estas figuras…». Emocionado, Velázquez le responde: «Esta tela os esperaba (…) Un cuadro de pobres seres salvados por la luz… He llegado a sospechar que la forma misma de Dios, si alguna tiene, sería la luz».

José María Pou y José María Rodero

Realmente no entiendo que sólo yo pueda disfrutar de esta hermosísima película, donde se dan cita el amor hacia el arte y las intrigas palaciegas, y donde el pintor se ve arrastrado a un proceso ante el Santo Oficio, al cual representa, para caso tan especial, el propio rey. Como nada se sabe en realidad del carácter de Velázquez o de sus inquietudes más intimas, pues no se conserva ni un solo documento personal, este Velázquez de la fantasía de Buero no entra en contradicción con el histórico: el autor lo imagina libremente, sin más. Al pensar en la película posible pienso en la excelente Un hombre para la eternidad, de Zinnemann, o en Amadeus, o en Becket, basadas todas ellas en obras de teatro que, escritas en el siglo XX, recrearon episodios de la vida de personajes históricos (Thomas More, Mozart, Thomas Becket y Enrique II de Inglaterra). No está el interés de estas obras en el rigor de su historicidad. «El teatro histórico es valioso en la medida en que ilumina el tiempo presente», dejó escrito Antonio Buero Vallejo. Y a fe mía que aquel país decadente que gobernaba Felipe IV tiene mucho que ver con la España de ahora, y no sólo porque sigan sin solución las mismas discordias territoriales: digamos que las injusticias que el pueblo sufría entonces a manos de los poderos no son cosa desconocida hoy. No lo han sido nunca.

Las Meninas, de Buero Vallejo, en el Teatro Español (1960). Foto Gyenes, 
tomada de  la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes


...Por cierto, que este 8 de octubre se inaugura en el Museo del Prado una exposición bajo el título Velázquez y la familia de Felipe IV, formada por treinta piezas, algunas procedentes de museos de Viena, Nueva York o París. De Kingston Lacy llegan las llamadas Meninas de Dorset, que un especialista considera ahora las «Primeras Meninas» o «modeletto» de la gran obra final: ¿tal vez ese boceto que en la obra de Buero ha pintado Velázquez para someter el proyecto a la consideración del rey? Dicen que la exposición será todo un acontecimento. Ay, quién pudiera…

(En este demorado punto y final, ruego a quien haya llegado hasta aquí que le dé una segunda oportunidad a la suite de Ottorino Respighi: en mi cabeza conviven sus notas, los personajes de Las Meninas, detenidos en el tiempo, los diálogos de Buero Vallejo y las imágenes de esa película inexistente)