martes, 29 de noviembre de 2011

Dixon Steele: En un lugar solitario


Más allá de las muchas fotografías de actores y escritores que cuelgan de la paredes del Loser, nadie encarna mejor el espíritu de este local que Humphrey Bogart. Su escultura a tamaño natural, apoyada en un viejo piano fuera de uso con el que forma un todo imponente, fue desde el comienzo una traducción al granito del nombre que figura en la entrada, y aunque parece evidente que representa a Rick Blaine, no son pocos los habituales que han visto en ella los rasgos más perturbadores de Dixon Steele, aquel acerado guionista que escondía la posibilidad de una repentina y enloquecida violencia en el lugar más solitario de todos los imaginables: dentro de sí mismo.

El destino juega con cartas marcadas: Bogart llevaba en su nombre completo (Humphrey DeForest Bogart) una parte del título que cambiaría su carrera, El bosque petrificado (y, por qué no decirlo, ese “petrificado” parece querer anticipar el rostro como tallado en piedra que acabaría convirtiéndose en el mayor incono de la historia del cine: ¡The Petrified Forest era él!). En 1935, darle el papel de gángster en la obra teatral de Robert E. Sherwood era un acto de audacia, pues no podía estar más a contra estilo de casi todo cuanto había hecho hasta ese momento en los escenarios (y, ocasionalmente, también en el cine): jóvenes sanos y deportivos de la alta sociedad, con blancas sonrisas y blanquísimos jerséis a juego con la raqueta de tenis. De modo que más o menos se estrenó en el matonismo de ficción encarnado a Duke Mantee, siendo Leslie Howard el héroe de la historia. Cuando la obra se llevó a la pantalla un año después, la estrella británica supeditó categóricamente su participación en la película a la de Bogart, y a partir de entonces éste fue el duro entre los duros, frecuentemente armado y durante varios años a la sombra de un gángster más rutilante, un Edward G. Robinson, un James Cagney, un George Raft. Éste último no quiso a comienzos de los cuarenta morir en El último refugio ni tampoco ponerse a las órdenes de un novato John Houston en El halcón maltés. Bogey no se anduvo con tantos remilgos, y el mito comenzó a forjarse.


Hagamos una elipsis sobre esa gloriosa década de los cuarenta (que es tanto como decir sobrevolemos el cartel del Rick’s, un barco en aguas de la Martinica, el ala del sombrero de Marlowe, una nube de polvo de oro dispersándose en el viento junto a unas ruinas mejicanas, los Cayos de Florida en plena tormenta...). Estamos en un Hollywood dentro de Hollywood, en 1950. Aquél no fue un buen año para los guionistas de ficción: al Joe Gillis de William Holden lo encontraron flotando en la piscina de una fantasmal mansión de Sunset Boulevard, con varios tiros en la espalda. Dixon Steel, por su parte, el más complejo personaje que interpretara Bogart, se vio envuelto en el asesinato de una chica a la que había llevado a su casa la noche de su muerte y, bueno, y perdió a la mujer de su vida por culpa de ese Míster Hyde que llevaba dentro. Fue en In a Lonely Place, tal vez la mejor película de Nicholas Ray.


Hoy en día resulta difícil hablar de Dixon Steele, porque uno se siente obligado a reprobarlo por completo en su condición de hombre ocasionalmente agresivo. Desde luego, el lado más oscuro de su carácter no merece un ápice de nuestra condescendencia. Sabemos que no ha cometido el crimen del que es sospechoso, pero sin duda pierde el control de sí mismo con demasiada frecuencia: cuando provoca que un amigo, como hechizado por sus ojos y su persuasiva voz, casi estrangule a su mujer mientras le escucha describir los hipotéticos pormenores de un crimen, algo dentro de nosotros se remueve; cuando golpea brutalmente a un joven por una simple discusión de tráfico nos sumamos al grito de Gloria Graham, que asiste sobrecogida a la escena; cuando abofetea a su agente, un buen hombre al que él aprecia, nuestro desagrado no tiene matices, y nos sentimos tan incómodos como si estuviéramos allí mismo. Todo eso es repudiable, pero Dixon no es solamente todo eso (nadie es solamente lo peor de sí mismo), y, en cualquier caso, acaba pagando el alto precio que merecen sus actos, sobre todo el último al que asistimos: es entonces como si despertase de golpe y descubriera que ese otro yo que lo domina le ha acabado derrotando. Cuando se aleja por aquel sendero de losas en un The end desolador no sentimos ninguna compasión por él, ninguna en absoluto, pero entendemos las lágrimas de Laurel-Gloria. 

   
Porque Dixon Steele, ese guionista que nunca ve las películas que escribe, es un tipo desengañado en el que aún quedan muchos restos de una vieja integridad. Desde que regresó de la guerra, su oficio y el lugar donde lo lleva a cabo le producen hastío. Quienes levantaron la industria del cine con su esfuerzo y talento han sido sustituidos por sus estúpidos hijos; los grandes actores que daban prestigio a las películas han sido relegados a un menesteroso alcoholismo y son objeto de escarnio (él mismo parece ser el único que aún respeta y ayuda a uno de ellos). Hace tiempo que no tiene un éxito, y poco parece importarle: ha vuelto allí porque, bueno, qué otra cosa iba a hacer: es escritor de cine. Le proponen que adapte un folletín de varios cientos de páginas, pero no está dispuesto a leerlo; le basta escuchar el resumen que le hace la chica que más tarde será asesinada para saber que el libro es basura. La suya es una melancolía cínica al más puro estilo Bogart; en su mirada se ha endurecido el desencanto y de su barbilla podría haber sacado Miguel Ángel una pequeña réplica de su Piedad. Quienes le conocen de antes, lo admiran y están dispuestos a confiar en él. Incluso logra enamorar a una mujer que está de vuelta de todo y que consigue que él recupere la felicidad y la ilusión (fascinante Gloria Graham). Pero Dixon Steele ya no es libre para elegir qué clase de persona desea ser: el monstruo que habita los sótanos de su soledad ruge cada tanto, le reclama para sí, y él nada puede hacer para someterlo. ¿Qué creó ese monstruo interior? Poco importa ya: el mejor Dixon Steele nació cuando ella le besó y vivió unas semanas mientras lo amó. El peor, merecidamente, lo pierde todo.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Exposiciones temporales


Ese artista llamado Amanecer expone cada día una obra nueva en el museo de mi ventana. Y esa obra cambia minuto a minuto, y es de un formato tan extenso que el fotógrafo no puede sino captar un fragmento de cada instante…


11 de noviembre de 2011



 13 de septiembre de 2009



17 de noviembre de 2011 



 23 de noviembre de 2011



 20 de septiembre de 2010



 1 de octubre de 2010



14 de septiembre de 2009



Fotografías: JFH

viernes, 18 de noviembre de 2011

El trino del ángel

El Príncipe. Foto: JFH

En medio de no pocas tribulaciones, y casi con la esperanza de poder apartar su mente de ellas, quien esto escribe se complace estos días en la emoción de ir adentrándose poco a poco, siquiera vicariamente, en la fascinante experiencia del aprendizaje musical.

En realidad, es ella quien lo hace en primera persona, y yo la acompaño en la medida de mis limitadas posibilidades: son sus pequeños dedos de ocho años, tan amados, los que se adiestran sobre las cuerdas y en el extremo inferior del arco, son su delicado mentón y su hombro izquierdo los que aprenden a sostener el violín con la firmeza debida y en el ángulo correcto; yo, a través de ellos, recupero una parte de aquel inconfesado sueño de poder interpretar música. Mi tiempo ha pasado, claro, pero la fascinación que ejerce en mí la belleza de todo instrumento musical permanece intacta.

Leí en un libro que el violín es el príncipe de los instrumentos (es al primer violín de una orquesta, o concertino, a quien el director estrecha su mano antes y después del concierto, quien tomará la batuta si éste sufre una indisposición, quien supervisa previamente la afinación de toda la orquesta), y a partir de esa definición ella y yo hemos establecido un juego de vínculos afectivos con ese cuarto habitante de la casa que principescamente llegó a nuestras vidas hace poco más de dos meses. Es, en cualquier caso, un príncipe en el exilio, que conserva las delicadas maneras aprendidas en la corte de los milagros musicales pero se aviene con naturalidad al trato con nosotros, acaso porque ha advertido ya que somos exiliados también, pero de ese reino quimérico de lo que pudo haber sido y no fue.

Después de los primeros descubrimientos (el violín es extrañamente liviano, el puente es una pieza suelta, sujeta a la tapa tan solo por las presión de las propias cuerdas, la cinta del arco no es tal, sino una multitud apretada y tensa de crines de caballo que, además, hay que frotar regularmente con una pequeña pastilla de resina, a través de las efes de la tapa puede olerse la madera...), buscamos conocer más acerca de su historia, de su fabricación, de las leyendas en que están envueltos los más famosos luthiers de la historia. Aprovecho para releer El trino del diablo, la novela corta de Daniel Moyano, y para disfrutar otra vez de esa estupenda película que es El violín rojo. Y buscando buscando, nos encontramos con una joven virtuosa que nos tiene hechizados, Hilary Hahn....

Hágase el silencio, pues de esta asombrosa manera interpreta una pieza de Bach:  



lunes, 14 de noviembre de 2011

Literatura y viaje: Los autonautas de la cosmopista

Literatura y viaje han sido siempre cómplices necesarios de la pasión por contar y conocer una historia, desde la Odisea hasta La carretera, ese aterrador libro de Cormac McCarthy que pasa por ser la última gran novela norteamericana –hasta el momento- y en cuyas páginas un padre y un hijo atraviesan a pie un país cubierto de cenizas, donde todo rastro de civilización ha sido aniquilado y el milagro de la supervivencia se ve amenazado en cada curva. Entremedias caben, apresuradamente, Simbad el Marino y los peligros corridos en sus siete viajes, y Don Quijote, quien como personaje vino a perder el juicio del poco dormir y del mucho leer y acabó echándose al polvoriento camino, y como libro, en palabras de Borges, es menos antídoto de las ficciones pastoriles y de caballería que una secreta despedida nostálgica; caben los viajes ilustrados y románticos del XVIII y XIX, y los muchos y excitantes con los que fabuló Verne -alrededor del mundo, bajo la superficie del mar, al fondo de la Tierra, a la mismísima Luna-. Las más de las veces, la narración de un viaje lleva aparejado el concepto de riesgo y aventura, pero viaje literario es también sinónimo de conocimiento, de curiosidad, de observación, de realización personal. Cada época ha tenido un modo propio de referir el viaje o, dicho de otro modo, de atraer la atención del lector: la epopeya griega, la fantasía oriental, las novelas de caballería, la crónica antropológica, el relato anticipatorio, el puro juego surrealista o esa deriva apocalíptica en que se traduce la desesperanza del hombre ante la confusa evolución del siglo XXI. 

Entre tantos títulos posibles existe un muy curioso y divertido libro de Julio Cortázar y Carol Dunlop, Los autonautas de la cosmopista, donde ambos, embarcados en una furgoneta Volkswagen convenientemente equipada, se lanzan en 1982 nada menos que a explorar la autopista París-Marsella durante un mes, sin salir nunca de ella y deteniéndose en sus aproximadamente setenta apeaderos a razón de dos por día: “el resultado”, escribió Cortázar, “será, espero, un libro con un cierto aire falsamente científico de exploración, pastiche de los viajes al polo o a África”. La veracidad de lo relatado queda patente en un desenlace tristemente real. Pero antes de llegar a él, el lector acompañará al Lobo y a la Osita, que así se llaman mutuamente los exploradores, en un viaje inolvidable, cuyo resultado literario es un maravilloso cuaderno de bitácora o de campo, que de ambas cosas tiene. Pasadas casi tres décadas, todo cuanto ocurrió permanece vivo en el libro, prolongándose en el tiempo, en tanto que aquellos dos seres desaparecieron ya, pues, como señaló Joseph Conrad en el prologo al Negro del Narcisus, el arte es largo y la vida corta (afirmación que Ángel González hizo verso, añadiéndole un segundo: como un cuchillo).

 Carol y Julio, París 1979 (Foto Carlos Freire)


sábado, 5 de noviembre de 2011

Elogio del silencio dos

Dedicado a José Luis Campos, camarada y poeta.
Imagen: Paul Klee, Seiltänzer (Funambulista), 1923


Permanecí, permanecí, pero mi obra es la retracción, la retirada hacia una especie maternal

y la virtud de mis oídos se adelgazaba dentro del silencio.
 ANTONIO GAMONEDA

La primera manifestación del silencio está ligada precisamente a su ausencia: hay ese instante único, primigenio, imposible de concebir, en que la vida de cada uno de nosotros comienza a ser digna de tal nombre, ese paso imperceptible de la nada absoluta a un sonido que en el principio no será una palabra sino el eco de sí mismo, creciendo desde una oscuridad remota hasta esta otra oscuridad en la que un ser acuático va revelándose, un sonido de pronto constante, repetitivo, soberano, un bombear casi invariable, acaso estremeciendo levemente el líquido que nos cobija y es cálido y está ceñido a nuestra naturaleza translúcida, un sonido que es apunte primordial de todos los sonidos, golpeando, repitiéndose, el latido que resuena dentro del cuerpo en el que el nuestro va adquiriendo forma, y ese latido era el primer dios. El silencio es antes que nada una pausa igualmente constante y repetida en ese sonido; el silencio hace al latido: es el latido.

Dice María Zambrano que nacer es nacer en el tiempo, de la misma forma que dormir es nacer en la noche de los tiempos; nuestra vida, fragmento de ese fluir temporal independiente de nosotros, sucede entre ese sueño prenatal al que regresamos cada vez que dormimos y el gran sueño al que estamos abocados todos. Pero hoy nacer es también nacer en el ruido, un ruido continuo, ininterrumpido, implacable, una acumulación de muchos ruidos superpuestos, un magma de estridencias, capas y capas de ruidos desacompasados, el rumor incesante de motores lejanos y de motores próximos, el excitado traqueteo de maquinas que ventilan, perforan, sierran, trasportan, refrigeran, imprimen, elevan; el runrún de voces múltiples, el acoso de músicas inarmónicas, violentas, deliberadamente apremiantes. Somos prisioneros de una cultura del estrépito y la prisa, que asume el ruido como seña de identidad global, como sector económico, como depravación del carácter: en la arrogancia irracional del tipo que atraviesa la ciudad con un retumbar de altavoces trucados anida la predisposición a la tortura.

Ocurre que ruido y aceleración establecen una complicidad en el filo del vértigo, se engendran mutuamente, como si suprimir los silencios intermedios equivaliera a suprimir el espacio inapreciable que separa un segundo del siguiente, o viceversa, y entonces el tiempo se precipita, y nuestras vidas con él: todo parece más rápido y la meditación se hace imposible. En las sociedades modernas no hay lugar para la duda porque no hay lugar para el pensamiento (se duda porque se piensa, afirma Zambrano): toda decisión ha de ser tomada de manera inmediata e irreflexiva, sin que medie la consideración de las consecuencias, de tal manera que la aceleración del tiempo se vuelve constante y progresiva, como en una caída. Y como el poema tiende por naturaleza al silencio, según afirmación de José Ángel Valente, o lo contiene como materia natural, el pensamiento alegórico, al igual que el meramente reflexivo, no encuentra hueco y se apaga, y un rasgo tan significativo de la inteligencia puramente humana, como es la abstracción de la palabra poética, es sustituido por una suerte de instantaneidad cibernética.

Al mismo tiempo que el silencio desaparece y el tiempo se acelera, el espacio parece empequeñecer, el mundo se angosta a nuestro alrededor, las distancias se ven reducidas, se rompe la barrera del sonido. Es la tiranía de la velocidad, la “dromocracia”, según término acuñado por el urbanista y pensador francés Paul Virilio, para quien la globalización del tiempo, derivado de la revolución de los transportes, se resuelve en una reducción mental de la Tierra y en la amenaza de perder la consciencia de la medida del mundo, de su vastedad alrededor de nosotros, y con ella un elemento de la libertad y de  la grandeza del hombre. Si el silencio es una de las formas del infinito, como dijo Balzac, el ruido es una de las deformidades de todo aquello que limita en la inmediatez, en el ya mismo, en el aquí, en la angustia de saberte una anomalía en la multitud.

Pero un día te alejas de la ciudad, subes a una montaña o te adentras en la anchura sin extremos de un desierto, o en un viaje nocturno te apartas de la ruta trazada por la autovía, tomas un camino estrecho que las luces del coche van inventando como de la nada, te internas en un bosque, desapareces del tiempo mensurable y paras el motor en medio de ningún sitio, sales a un exterior donde apenas cuentas con la compañía acústica de alguna criatura invisible que araña la oscuridad con su cricri menudo, constante, repetitivo, perfecto, y alzas la mirada hacia la inmensidad de un cielo salpicado por una infinitud de estrellas, y como dentro de un sueño te sabes suspendido en el silencio, en el tiempo y en el espacio: el instante se dilata, todo sonido retorna a una condición primordial, eres tú en tu interior y en el interior del misterio, porque el silencio es la suma de todo lo que ignoramos, es la duda, la curiosidad, la lentitud en el asombro, el latido pausado de nuestras aspiraciones.





silencio
yo me uno al silencio
yo me he unido al silencio
y me dejo hacer
y me dejo beber
y me dejo decir

ALEJADRA PIZARNIK


(Un primer y estimulante Elogio del silencio, firmado por José Luis Campos, puede leerse en el nuevo espacio Estación Suipacha, cuyo nacimiento ha supuesto para mí una enorme alegría. Con tal motivo, el Loser no abre hoy esa figurada trampilla que, escondida tras la barra, de acceso a una serie de  pasadizos a través de la red, sino que tensa en la cornisa el extremo de un alambre de funambulista, homenaje al camarada poeta que inicia la aventura)


Foto: ForestWander.com