lunes, 31 de diciembre de 2012

Y la imaginación en los espacios (o fin de año en el Loser)


Basta con empujar su puerta batiente para ingresar de golpe en una especie de Brigadoon portuario: el tiempo, la oscuridad y el silencio lo han conservado extrañamente intacto hasta en el último de los detalles de su decoración. No recuerdo cuántos años llevaba cerrado el mítico "Port of Spain", encallado en el olvido. Ya ni siquiera le echaba una mirada de reojo al pasar con el coche a su altura, en el parque que corre paralelo al puerto, al otro lado de los grandes árboles centenarios y junto a la escalinata por la que una vez subió George C. Scott metido en la piel y el uniforme del general Patton. Uno imaginaba que a la muerte de su propietario alguien habría desmantelado completamente el local, y que tras los postigos de madera pintada iría cubriéndose de polvo lo que pudiera quedar allí, si es que algo quedaba; que no era posible un hermetismo tal que impidiera entrar la humedad del mar y que, por tanto, las maderas nobles de los panelados, de las barandas o del entorno majestuoso de la barra estarían irremediablemente deterioradas; que algún amigo de lo ajeno habría encontrado la manera de acceder al interior y entregarse a un alevoso pillaje.


Fue el camarada poeta, recién llegado de Barcelona, quien me dijo que creía haberlo visto abierto. Nos acercamos para comprobarlo una desapacible tarde de viernes, después de desafiar al viento paseando despacio por el casco histórico de la ciudad y dejándonos ir por las calles que desembocan en la zona del puerto. Y allí estaba, con las ventanas iluminadas, como salido de un sueño, como esperando a dos viejos lobos de mar que llegaran desde el futuro, devueltos quizá por una galerna encantada. Para mi asombro, dentro nada parecía haber cambiado; seguía igual aquel venerable aire de camarote o de taberna marinera de otra época y otro lugar, con sus caobas reflejando la tenue luz de las lamparillas, el piano cerrado, los estantes de la barra repletos de botellas de todos los lugares del mundo y en las mesas la posibilidad de la confidencia o la evocación; un espléndido decorado teatral que hubiera vencido los límites de la ficción y nos incorporase a él de manera natural. Y mientras le daba el primer sorbo al gintónic, escuchando la voz de Dinah Washington, me dije que como decorado bien podría serlo del Loser, aunque el Loser literario, del que es continuación imaginaria este blog-bar, tuviera como modelo principal un local no menos mítico, el Georgia Jazz Club, este sí desaparecido ya. En fin, bueno, sólo era una idea.


Celebremos hoy aquí una imaginaria fiesta para despedir el año del fin del mundo y dar la bienvenida al de la vida sigue (y qué remedio); no una gran fiesta, sino algo tranquilo, con buena música y bebidas bien combinadas, eso es todo.

Unas copas entre amigos, acodados en la barra con esa complicidad que da la camaradería...




Un baile, quizá el último baile, quizá el más romántico jamás filmado…




Fotos: JFH

sábado, 8 de diciembre de 2012

Los espacios de la imaginación


Texto para el Encuentro: Literatura e imagen. Aproximación 
al lenguaje cinematográfico, celebrado el 6 de diciembre en 
el marco del XI Festival Internacional de Cortometrajes “Almería en Corto”



En esa novela colosal que es La montaña mágica, de Thomas Mann, hay una escena en la que se describe de manera muy ilustrativa el efecto que causaba el cinematógrafo a los espectadores de la primera década del siglo XX. La novela se publicó por primera vez en 1924, pero esta escena en concreto se desarrolla alrededor de 1908, y a pesar de lo mucho que el cine había evolucionado en esos dieciséis años, el escritor alemán transmite una opinión muy poco halagüeña de aquel invento. Para empezar, el local al que acude el protagonista, acompañado de otros dos personajes del libro, está envuelto en una atmósfera viciada. Ante los ojos de los presentes, unos ojos doloridos, añade el narrador, cientos de imágenes se suceden apresuradamente, centelleando: son instantes fugaces, fragmentos de presente para narrar en pasado una historia oriental, llena de sensualidad y lujo y crueldad, con odaliscas semidesnudas y un tirano opresor y un pueblo entregado al fervor religioso y verdugos de musculosos brazos… Y aunque el protagonista de la novela piensa con desagrado que la técnica se ha puesto al servicio de imágenes que envilecen la dignidad humana, comprueba que a su alrededor los espectadores "parecen cautivados". La última imagen se desvanece al fin, las luces de la sala se encienden y " “el escenario de aquellas visiones se revela como una simple pantalla en blanco". 

Esto parece confundir al público, que no puede aplaudir, que sabe absurdo aplaudir y permanece así en un silencio incómodo, las manos impotentes, los ojos cegados por una iluminación que de pronto parece abusiva. Frente a todos ellos no hay nadie, no lo ha habido en ningún momento, nadie a quien agradecerle la expresión de su arte interpretativo, nadie a quien hacer salir a saludar con una ovación. En realidad, el espectáculo del que han sido testigos había ocurrido en el pasado, la reunión de los actores que lo habían llevado a cabo se había disuelto hacía tiempo, y ellos, los espectadores, no habían visto más que su sombra, el resultado de haber descompuesto sus acciones en brevísimas instantáneas con el fin, dice Thomas Mann, de poder ser reproducidas después "cuantas veces se quisiera a una velocidad vertiginosa que, como por arte de magia, las transformaría de nuevo en tiempo". En la oscuridad, la gente se había sentido turbada ante los seductores rostros en primer plano que parecían ver pero no veían, rostros a los cuales sus miradas no llegaban y cuyas sonrisas no pertenecían al presente. El espacio y el tiempo estaban alterados: abolido uno, como detenido el otro: el allí y el antaño se habían convertido en un aquí y un ahora lleno de movimiento. Y de pronto, todo había desaparecido en la luz, la gente se frotaba los ojos en silencio y con algo de vergüenza, anhelando sumergirse otra vez en la oscuridad "para mirar de nuevo, para ver cómo aquellas cosas pasadas volvían a hacerse presentes"

Con María Dolores García, Juan Antonio Porto y Pilar Quirosa

Ese estar sin estar, esa mutación del pasado en presente, esa velocidad vertiginosa con que las imágenes cinematográficas se suceden en una pantalla, ha sido definida por el pensador y urbanista francés Paul Virilio como "la estética de la desaparición puesta en escena por las secuencias"; la "estética de la desaparición" estaría vinculada a otras revoluciones del siglo XIX, y habría sucedido a la "estética de la aparición", propia de la escultura y la pintura, donde las formas surgen de sus sustratos, el mármol o el lienzo, y "la persistencia del soporte", es decir, su permanencia física, tangible, "es la esencia de la llegada de la imagen" hasta nosotros. Por el contrario, el fotograma cinematográfico otorga movimiento a la estética, y la velocidad de veinticuatro imágenes por segundo de la película precisa una "persistencia retiniana". En realidad, la película no existe como tal en la pantalla, sino en el interior de nuestros ojos. "Las cosas", afirma Virilio, "existirán más cuanto más desaparezcan". Dicho de otro modo, el cine sustituye la presencia física de la obra de arte por una ilusión, y nosotros aceptamos el espejismo, nos entregamos a lo que muy bien podría ser la contemplación de un sueño. Pero eso sí: del sueño de otra persona.

Hasta el nacimiento y expansión del cinematógrafo, los inventores de historias alimentaban la imaginación de las gentes básicamente mediante la palabra. Con sus narraciones, orales o escritas, ese tipo tradicional de inventor de historias buscaba, y aún busca, dar forma reconocible a personajes, espacios o sentimientos valiéndose de una hábil combinación de signos lingüísticos o de aquellos otros que los representan mediante la escritura. No debemos olvidar que, más allá del lugar común, una palabra equivale a tantas imágenes como lectores u oyentes tiene: esta multiplicación es el privilegio del que gozamos los seres humanos en virtud del pensamiento abstracto. Es más que probable que Thomas Mann no fuera el único escritor a caballo entre los siglos XIX y XX a quien le desagradara como cosa vulgar y engañosa ese nuevo espectáculo de imágenes en movimiento que tanto hechizo parecía ejercer en el público. Pero a medida que avanzaba el siglo XX, literatura y cine fueron estableciendo una complicidad cada vez mayor, y no sólo de manera instrumental, esto es, mediante la adaptación para la pantalla de novelas, relatos y obras de teatro, sino sobre todo en un plano subconsciente: puesto que la afición a las películas y la afición a la lectura tienen un origen común en la apetencia de conocer historias, incluso de participar en ellas con la fantasía, nada más lógico que la concurrencia de ambas aficiones en una persona. De ahí que hoy no sea ya posible que un hombre o una mujer se sienten a escribir o a leer un relato situándose completamente al margen de la huella que el cine ha dejado en todos nosotros.

Ahora no es infrecuente que digamos de una novela que es “muy visual”, olvidándonos de que los grandes escritores han creado desde siempre en los lectores una intensa sugestión de “estar viendo” las escenas que ellos describían. La imagen ejerce un poder tiránico en la mente, sin duda, y la influencia de los recursos propios del lenguaje cinematográfico parece alcanzar incluso a obras literarias escritas antes de la invención del cine. Para sentirse arrastrados por las vicisitudes relatadas en una novela, los lectores del siglo XIX disponían tan solo con la corriente tumultuosa de la imaginación, que no es poco. Nosotros leemos aquellas grandes novelas y se nos figura que de alguna manera había ya en ellas los fundamentos de una película: en la viveza de sus descripciones, en la fluidez de los diálogos, en un ritmo que se ralentiza o se apresura según conviene a la escena, y también en las estructuras que emplean para sostener las tramas, y en recursos narrativos tales como la elipsis, por ejemplo. Leyendo Guerra y Paz vemos materializarse inesperada y temiblemente el ejército de Napoleón entre la niebla, al comienzo de la batalla de Austerlitz, y también la algarabía que una fiesta navideña de disfraces provoca en la familia Rostov, los gorros y abrigos de piel, los falsos bigotes pintados con corcho quemado sobre el labio superior de las jóvenes, los trineos deslizándose velozmente de noche sobre la nieve, el cielo estrellado, las risas, el amor brillando en los ojos de un húsar vestido de mujer. Lo vemos. Y en las primeras páginas de Drácula nos sobrecoge la inmediatez de ese tenebroso bosque de los Cárpatos, cuyas sombras parecen rodearnos, y que conocemos a través de las innumerables versiones cinematográficas que se han hecho del mito. Una de las escenas más conocidas y admiradas de Madame Bovary es aquella en que Emma acude a la catedral de Ruán para encontrarse con un pretendiente y entregarle en mano una larga carta en la que viene a decirle que nada puede haber entre ellos. El hombre, sin embargo, la toma del brazo y la lleva casi en volandas hasta el exterior del templo, la introduce dentro de un coche de alquiler y le grita al cochero que se dirija a cualquier sitio. Durante varias páginas el coche recorre la ciudad con las cortinas echadas, urgido el cochero desde el interior por la voz del hombre, que en modo alguno permite que los caballos se paren: una de las escenas más eróticas de la historia de la Literatura es, pues, una relación de las calles y plazas de Ruán por las que pasa el coche una y otra vez para asombro de los vecinos, sin que nos sea permitido atisbar lo que ocurre allí dentro. Finalmente, el coche se detiene, una mano de mujer asoma por debajo de la cortinilla y arroja al viento unos pedacitos de papel. Leída hoy, el cinéfilo no podrá dejar de pensar que en Flaubert se daba una prefiguración literaria de ese don de la insinuación visual que Ernest Lubitsch o Billy Willder elevaron a categoría de arte.

Un escritor, Antonio Muñoz Molina, afirmó en una ocasión que el cine es la continuación de la Literatura por otros medios; mucho antes, un maravilloso prestidigitador, George Méliès, entendió que el cinematógrafo era la continuación de la magia por otros medios, más aún, era el vehículo perfecto para la materialización de los sueños. Estamos, pues, en ese territorio donde se encuentran la ficción y el ilusionismo. Si la literatura nos abre hacia el paisaje de la imaginación a través de la palabra, el cine nos lo representa mediante la sucesión de imágenes; en los libros concebimos los espacios donde transcurren las peripecias de los personajes –a los que acabamos acompañando- a partir de la descripción por escrito que se nos hace de ellos; ante la pantalla asistimos a la proyección de esos espacios con la fascinación de quien se entromete en los sueños de otro y poco a poco va siendo atraído a ellos. Y son espacios inmensos, de una inmensidad interior, eso sí, esa inmensidad que según escribió Gaston Bachelard es el movimiento del hombre inmóvil.

El guionista Juan Antonio Porto durante su conferencia (Foto: JFH)

Departiendo con Porto


Foto de familia. A mi izquierda: Yolanda Cruz, Pilar Quirosa, María Dolores García, Ignacio Martín Lerma, Juan Gabriel García, Miguel Ángel Blanco, Juan Antonio Porto y Jesús Salazar.

sábado, 20 de octubre de 2012

Los alrededores de una ciudad que no existe

No se puede escribir sobre la imposibilidad de escribir; no en presente de indicativo, al menos. Lo haré mejor cuando en el texto de la confesión pueda conjugar todos los verbos en pretérito, que suele ser más perfecto cuanto más pretérito. A duras penas y no sin esfuerzo soy capaz de plantearme la posibilidad de haber abierto estos pasadizos para escapar de tantas cosas que me amargan en la boca, de tanta hiel acumulada, de tanto desencanto y tanta rabia. Acaso tengan también algo de catacumba íntima: un espacio protegido de los rigores de la realidad donde los sueños no cumplidos puedan seguir oficiando el disparate de la obstinación. Como el Crisóstomo de El Quijote, anegado estoy en el golfo de mi desatino, pues, a pesar de que la vida quiso desengañarme, porfié contra la esperanza y navegué contra el viento. Pero si sólo fuera eso... Más allá de mis derrotas personales, a las que estoy encadenado, hay un país que se desmorona y es el mío y no tiene arreglo. Desubicado en el tiempo que me ha tocado vivir, asisto al hundimiento de una sociedad que eligió la velocidad a ciegas, la estridencia forzosa, la codicia, la mentira siempre, la especulación con o sin apellidos, la rentabilidad inmediata de lo novedoso frente a los méritos duraderos, la mediocridad que iguala al talento que sobresale e incomoda. ¿Puedo hacer yo algo más que lamentarme por ello?, me pregunto. Pero de las decenas de miles de páginas que he leído a lo largo de mi vida de ninguna me siento más próximo hoy por hoy –y tal vez desde hace demasiado- como de aquella del Libro del desasosiego en la que Fernando Pessoa/Bernardo Soares dice:

«Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no supo completarme…»

Así las cosas, he decidido huir conscientemente al interior de una novela, no cualquier novela, sino una monumental, titánica: Guerra y Paz; he decidido exiliarme en su acogedora inmensidad, viajar en el tiempo, hasta la Rusia de comienzos del XIX, confiando en que sea cierta esa propiedad que se le atribuye desde hace casi ciento cincuenta años, y a la que se refiere Eduardo Mendoza en el prólogo a la edición que he elegido: la de sustituir, en la consciencia del lector, el mundo real que nos rodea por la realidad narrada en el libro.



lunes, 8 de octubre de 2012

Lanzarse al poema


                                       Nueve de enero

Para Eva, tan lejos  
y tan aquí mismo



Quién te aquietó en el aire vertical, quién te eligió
para deslizar una caída;
quién ralentizó el tiempo en el espacio
para renacerte a los cinco años.

Tu hermano vio sostenida en unos brazos
aquella muñeca rota y en sangre.
Tu hermano de ojos abiertos
petrificado en su cartera escolar,
en su verdugo ceñido,
en su abrigo, en su bufanda
mordida y húmeda,
intentando
comprender
ese cuerpo llegado de lo alto con tus ropas.
Tu hermano imaginando
el recorrido de altura más vacío,
tallado en un pánico perpetuo,
grabando a fuego en la memoria,
empequeñecido en lo incompresible
de una ventana 
y un vacío
y una acera
y ahora unos brazos.

Aislado de ese eterno corro de curiosos
y de esa madre que cae también desde otra altura.

Solo,
solo en medio de ese enero.

                                                                                      (Noviembre de 2010)


                                    Atardecer en Odessa, Texas (USA). Foto: Eva Fernández

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Ángel, de Ernts Lubitsch


La última fotografía que el barman ha colgado en las paredes del Loser, junto con las del resto de perdedores ilustres que en el cine (y la literatura) han sido, es la del trío protagonista de Ángel, de Ernst Lubitsch, 1937. Si no se decidió por la imagen de uno solo de los tres personajes que forman este memorable triángulo amoroso fue, en parte, porque sería tal vez una forma de desvelar el final de la película, pero sobre todo porque con ello estaría dando una engañosa interpretación de esta historia en particular y del desenlace de todos los triángulos amorosos en general. Ni María ni sir Frederick Barker ni Anthony Halton (o dicho de otro modo: ni Marlene Dietrich, ni Herbert Marshall ni Melvyn Douglas) acaban ganado esa felicidad que está ausente de sus anhelantes miradas a lo largo de toda la película. Nadie gana en estos casos: quien es finalmente desestimado, por razones evidentes; quien ha de elegir entre dos, porque toda elección lleva aparejada una renuncia; quien conservó o conquistó el vértice en disputa, porque la persona amada y él serán ya para siempre una pareja de tres miembros.

Cuesta creer que Ángel estuviera considerada durante años una obra menor dentro de la filmografía de Lubitsch. Hoy se ve con absoluta fascinación, casi con incredulidad, que es uno de los sentimientos que siempre despierta la inspiración del genio: cómo es posible tanta clase, cómo es posible llegar tan lejos en cada una de las escenas, e ir enlazándolas todas con un ritmo tan preciso, tan natural. Cómo son posibles unos diálogos tan pero tan brillantes, capaces de provocar la sensación de que el tiempo queda en suspenso, como si tratara de un misterio que habrá de resolverse con una última réplica. Hacía varias décadas que no seguía con tan reverencial admiración el desarrollo de una película: la vi por primera vez hace apenas tres meses, y al hechizo contribuyó el total desconocimiento que yo tenía de ella, y también, de manera determinante, la presumible restauración o digitalización a la que habrá sido sometida, tratamiento que la ha rescatado de ese marchito aspecto que tenían hasta hace poco todas las películas de los años treinta y la ha devuelto la asombrosa belleza de su fotografía en blanco y negro y la limpieza de su sonido original.


Seguramente habrá sido Billy Wilder quien más veces se encontrara en la circunstancia de intentar explicar el llamado Lubitsch touch, el toque Lubitsch, y casi siempre prefirió hacerlo mediante algún ejemplo antes que con una definición (acaso porque en el fondo sea indefinible).  Nadie mejor que Wilder para referirse a esa manera de ir más allá en el planteamiento de una escena: co-escribió el guión de dos de sus mejores películas y durante toda su carrera lo tuvo por maestro: el criterio por el que se guiaba a la hora de escribir sus propias películas, todas ellas, era una pregunta que tenía enmarcada frente a su mesa de trabajo: How would Lubitsch done it?, ¿Cómo lo hubiera hecho Lubitsch? La fórmula estaba más o menos clara: “La mayoría de los cineastas”, dijo Wilder, “calculan ante el público: dos más dos igual a cuatro; Lubitsch decía dos más dos, y dejad que el público obtenga el resultado por su cuenta”.

En Ángel no hay uno, dos o tres toques Lubitsch: toda la película es un entramado de ellos, concéntricos como las ondas que una piedra abre en el agua, sutilmente encadenados, sobrepuestos. Todo el arte cinematográfico Ernst Lubitsch tiene como principio el juego de inteligencia que establece con el espectador: juega con nuestra inteligencia como Hitchcock lo hace con nuestra capacidad para experimentar la intriga y el miedo, como otros lo hacen con nuestra emotividad o nuestra paciencia.



París. A través de las ventanas atisbamos el interior de un exclusivo club, cuya naturaleza licenciosa deducimos sumando lo que ocurre en cada una de sus habitaciones;  en uno de sus discretos salones, envuelto en el inevitable equívoco inicial, se producirá el encuentro que dará lugar a un fugaz romance de una noche: ella es una Marlene Dietrich deslumbrante dentro de ese arquetipo de sí misma que la convirtió en leyenda: sofisticada, enigmática, de oscuro pasado, distante, inalcanzable, extrañamente triste (“Tu nombre empieza como una caricia y acaba como un latigazo”, dijo de ella Jean Cocteau). Él, Melvyn Douglas, es un americano que sólo pretendía pasar una velada en agradable compañía femenina y acaba enamorado de una mujer cuyo nombre no conoce y a la que llama Ángel  Londres, unos días después. Un caballero inglés regresa a su mansión después de realizar un importante viaje diplomático y encuentra a esa misma mujer impecablemente dormida en su cama, la misma mujer que aparece junto a él en una fotografía que hay sobre la cómoda.

Los momentos más importantes de Ángel suceden fuera de cámara; no es que se nos oculten, es que son contados de manera indirecta, a través del rostro de una violetera, o de un cenicero lleno de colillas entre las sábanas de una cama, o del reverso de un portarretratos, o de los platos de la cena que el servicio va retirando, o del auricular de un teléfono dejado sobre un aparador. Más que la elegancia de los personajes o de los interiores en que se desarrolla la historia, que es mucha, seduce la extrema elegancia de la puesta en escena, ese suave avanzar sin un solo instante de transición, como si una escena no diera paso a otra sino que la engendrara, o como si fluyera mansamente a través de las innumerables puertas que se abren y se cierran, constantemente, sin la comicidad apremiante de un vodevil: lentamente los personajes entran y salen, proponen y abandonan, se exponen y se protegen. La economía de gestos y movimientos de que hacen gala los personajes encuentra justa correspondencia en un ritmo suave, apenas subrayado por otra música que la que juega un papel fundamental en la trama, improvisada por un violinista y nunca olvidada por los fugaces amantes. Todo está, en fin, a una altura artística tan elevada, que uno sale de ella, sobre todo la primera vez, con la conciencia de estar gozosamente cautivo en sus imágenes y en sus voces. No sé explicarlo de otro modo.



domingo, 16 de septiembre de 2012

My huckleberry friend


Johnny Mercer, 1909-1976
Mientras escribo, empieza a sonar, en la voz de Sinatra, Laura, composición de David Raksin para la película del mismo título, a la que puso letra Johnny Mercer en 1945… Laura is the face in the mysty light… Amo la llamada música popular norteamericana del siglo XX, pero reconozco que no he sido nunca de los que indagan demasiado en el origen de las canciones que yo mismo repito en un idioma completamente inventado, donde vagamente suena aquí o allá alguna palabra en inglés y, a veces -raras veces-, todo un verso literal. Soy capaz de relacionar varias de esas inmortales melodías con el nombre de sus compositores, sobre todo Gershwin o Cole Porter, y más allá de eso sólo me muevo con familiaridad entre las voces de quienes las interpretaron: Frank Sinatra en primer lugar, claro, y Fred Astaire, Nat "King" Cole, Bing Crosby, Ella Fitzgerald, Judy Garland, Dean Martin, Sharah Vaughan, Tony Benett, Lena Horne, Rosemary Clooney... En fin, la lista es larga, y conocida. Nada sabía, pues, de Johnny Mercer hasta hace poco, salvo que su nombre estaba asociado al de Harold Arden en la autoría del mítico tema One for my baby, que Sinatra elevo a la cima de las llamadas song bar, pero que Arden y Mercer no escribieron para él, sino para que fuera interpretada por Fred Astaire en una película titulada El límite es el cielo (The Sky’s the Limit, 1943): Ah, la escena es digna de ver, créanme -llega hasta el minuto 5,48-: Astaire, dicen, era el intérprete favorito de Mercer, y sólo un tipo con un absoluto dominio del ritmo y de su propio cuerpo podía moverse con tanta rabia y, a un tiempo, tan virtuosa delicadeza sobre la barra de un bar (un bar mucho más elegante que el Loser, por cierto):



Hace un par de meses tuve la oportunidad de ver un documental sobre la vida de Johnny Mercer presentado por Clint Eastwood, The Dream’s on Me, y quedé fascinado tanto por una carrera empedrada de letras memorables como por una vida a la altura de las mismas. Porque Mercer fue, fundamentalmente, letrista: hijo de una acomodada familia del profundo sur, quizá habría podido dedicarse a la literatura de no haber mediado una temprana pasión por la música; poemas son sus canciones, en cualquier caso, más de 1.500, y en ellas encontramos esa impronta típicamente sureña de autores como Faulkner, Capote, Tennessee Williams, Flannery O’Connor o Harper Lee. Es fácil entender que el lugar que ocupan todas estas canciones en la cultura popular norteamericana se debe en buena parte a las letras, pero al español medio siempre se le escapará la historia que contienen, o al menos una buena parte de ella y sin duda el sentido exacto de muchos de sus versos. Incluso teniendo un aceptable nivel de inglés, hay brillantes juegos de palabras que no son sencillos de captar, y en las traducciones se pierde la rima, que juega un papel no menor en el original de estas canciones, e incluso, buscando una traducción que vaya más al significado y menos a la literalidad, se perderá igualmente el ritmo musical que imprime la métrica.

Supe, pues, que Mercer alcanzó éxito y prestigio en los años treinta y cuarenta, en Broadway y sobre todo en Hollywood; que ya era casi una leyenda en los cincuenta, precisamente cuando su estrella parecía que podía ir apagándose como consecuencia de la introducción en la música americana de nuevos ritmos cuyos consumidores naturales pedían unas letras menos sofisticadas; y supe, en fin, que a comienzos de los años sesenta en su camino vino a cruzarse providencialmente el de Henry Mancini: de ese encuentro surgieron, entre otras canciones, Moon River, Days of Wine and Roses y Charade, ganando su tercer y cuarto Oscar con las dos primeras.

Y es un verso de Moon River, precisamente, el que justifica todo este texto, que pretendía ser mucho más breve de lo que ha resultado al final: prometo que mi idea era haber hecho una simple introducción a este otro texto al que deseo conducir a todos cuantos pasen por el Loser. Lo encontré casualmente en una página llamada SINERIS, Revista de Musicología. En él se cuenta, y de manera brillante, la historia que hay detrás de uno de mis versos favoritos de todos cuantos han dado forma a una canción, cualquier canción, y que siempre, siempre, consigue emocionarme, la cante y quien la cante: ... my Huckleberry friend. Y es que se dice que Audrey Hepburn, para quien Mancini había compuesto expresamente la canción, no acababa de estar convencida de cuál pudiera ser el significado real de ese juego de palabras: ‘huckleberry’ es arándano: ¿El amigo arándano?, ¿El amigo de los arándanos?... Sí, sí, era evidente la identificación con el Huckleberry Finn de Mark Twain, y que eso sugería ciertas imágenes y cierta manera de entender la amistad y todo eso, pero ella, la dulce Audrey..., en fin, que no acaba de estar cómoda con aquel juego de palabras. Es entonces cuando Mercer, según este texto, le dio una larga y magnífica explicación.... Invito a todos a abrir esa trampilla que hay tras la barra del Loser y recorrer el pasadizo que conduce a esta historia que llevo semanas leyéndole a todo aquel que quiere prestarme oídos: Acompáñenme por AQUÍ.



Nunca nadie ha cantado Moon River como Audrey Hepburn, sin duda, pero he querido traer hasta el escenario del Loser no la justamente célebre y admirada escena de Desayuno con diamantes, sino una versión menos conocida y, a mi juicio, tan emotiva. No en vano se trata de Judy Garland, con quien Mercer mantuvo un intenso y breve romance en 1941, cuando él estaba casado y ella, con 19 años, era aún poco menos que la adolescente de América (y estaba además a punto de contraer matrimonio). Dice el biógrafo de Mercer que los sentimientos hacia ella nunca desaparecieron del todo, y que incluso pueden rastrearse en varias de las letras de sus canciones. En esta grabación de 1963, para su show de televisión, nos encontramos a esa Judy Garland que había atravesado por las más penosas crisis emocionales, que había luchado contra la desolación y las adicciones. En su rostro, donde aún no han desaparecido del todo los cándidos rasgos de la Dorothy-Dorita de El mago de Oz o de la tantas veces compañera juvenil de Mickey Rooney, se puede apreciar también la huella de todas las pesadumbres vividas. Judy murió seis años más tarde, con tan sólo 47.


domingo, 9 de septiembre de 2012

Mitología del espejo

Antonio López. Lavabo y espejo. 1963










Espejos: jamás se ha dicho todavía con certeza
lo que sois en vuestra esencia.
Vosotros, colmados de intervalos de tiempo
como los intersticios de un cedazo.
Vosotros, pródigos de la sala vacía...
Rainer Maria Rilke
Sonetos a Orfeo

¿Es de extrañar que a veces nos miremos desde el espejo con algo parecido al miedo, siendo tan cierto que no podemos estar seguros de quiénes acompañan a nuestros reflejos cuando no los vemos, cuando no estamos ahí para hacerles aparecer, cuando los dejamos solos?

Veamos: Jurgis Baltrušaitis (1903-1988), en su excelente libro El espejo (“Ensayo sobre una leyenda científica”), nos dice que el griego Pausanías atribuyó a los cuerpos reflectantes la capacidad de hacer aparecer fantasmas, y también que Lucrecio afirmó: “El mundo entero está lleno de simulacros invisibles que se desprenden de la superficie del objeto, girando al azar en la atmósfera, y adquieren apariencia cuando golpean en una pantalla reflectante”. Podemos decir, pues, que sumados los vivos y los muertos se deduce que la población de los espejos es mucho mayor que la de este otro lado, pero también que nuestra imagen en los espejos conoce el secreto de los fantasmas.

¿Y aquella antigua asociación del espejo con las prácticas de brujería? En efecto, en una bula de Juan XXII aparece la siguiente afirmación referida a los participantes de un aquelarre: “A veces encierran a los demonios en un espejo para interrogarlos”. Pareciera como si los acólitos del demonio utilizaran el espejo de la misma manera que utilizaban en sus sacrificios pequeños corderos blancos, niñas impúberes y todo cuanto hiciera referencia a la pureza. Para ilustrar una vieja sentencia medieval según la cual “el espejo es el verdadero culo del diablo”, Baltrušaitis nos recuerda un detalle de El jardín de las delicias, de El Bosco, en el cual aparece un espejo de acero recubriendo las nalgas de un personaje monstruoso que se arrastra bajo el trono de Satán.

 El Bosco. El jardín de las delicias. El infierno.

Por su parte, en el libro Los abusos de los espejos, Bernardo Cesi establece una cronología mítica de la la progresiva corrupción del espejo. Nos dice cómo en el comienzo de los tiempos el mundo era tal y como uno se lo imagina: limpio y claro. Los espejos naturales existían para que los hombres pudieran conocerse, y sus primeras revelaciones habrían tenido lugar en la edad pastoril, cuando el hombre vivía en un ambiente que ignoraba los artificios. Cesi menciona un pasaje de Virgilio en el que da cuenta de las distintas etapas en que fue “degradándose” el uso del espejo: los hombres de aquel tiempo, dice, no empleaban aún como instrumento de vicio lo que había sido creado para su propio bien, y no utilizaban para el libertinaje y el lujo los inventos de la Naturaleza. El azar enseñó a cada uno su rostro. Luego, como el amor que los hombres sentían naturalmente por sí mismos les hacía encontrar placer al mirar sus propios rasgos, bajaban a menudo la vista hacia objetos en los que habían visto su imagen…

Todos los espejos el espejo: El espejo de Venus, del que procede el símbolo femenino, una circunferencia en cuya parte inferior va unida una pequeña cruz, y la catoptromancia, o el arte de la adivinación por medio del espejo, y los espejos rotos, desazón de supersticiosos, y el espejo mágico de la perversamente vanidosa reina de Blancanieves, y el espejo franqueable de Alicia, y la misma cara, sin ir más lejos, que es el espejo del alma y por tanto muchas veces un espejo frente a un espejo, y también el espejo como arma, ese espejo ustorio que Arquímedes usó para quemar y destruir la flota romana que asediaba Siracusa, y el espejo de tinta, que según refirió Borges fue aquél que un hechicero vertió en la mano ahuecada de un tirano del Sudán y en cuya superficie podían verse todas las apariencias del mundo, y el espejo acuático de Narciso, que es, al fin y al cabo, semilla de todos los espejos, la superficie reflectante que devuelve un rostro ignorado, el de un extraño que mira fijamente a los ojos y tiende la mano hacia la mano tendida de quien lo ha descubierto, “Mas su mirar no entiende que es mirarse, / ni este su querer era quererse, / ni que su desear es desearse, / ni su no conocer desconocerse”, como escribió Hernando de Acuña: o en palabras de Federico García Lorca: “Narciso. / Mi dolor. / Y mi dolor mismo”.

En los espejos se dan cita el misterio de nuestra identidad y el misterio propio de sus superficies y de sus profundidades. Y están aquí, encerrados con nosotros, casi desde siempre. Multiplicándonos.


 
Paul Delvaux. Le miroir. 1936

lunes, 3 de septiembre de 2012

El Loser, sus habituales (6): cuestión de espejos


Hay quien dice que la más precisa imagen del perdedor que hay en las paredes del Loser no es un afiche sino una acusación y está colgada en los aseos, sobre el lavabo. De más está decir que el encuentro se produce en la más estricta intimidad: apenas se cierra la puerta, él o ella se quedan a solas con esa especie de encarnación especular de su otro yo, esa otra personalidad secreta para todos que de pronto se hace presente como una mala conciencia o un bufón triste o un espía fingiendo indiferencia (o de pronto desbaratándola para mirar de frente). Lo que sucede entonces, sobre todo si él -o ella- ha bebido un par de copas de más, no es difícil de imaginar; al fin y al cabo también el barman ha tratado de encontrar más de una vez alguna respuesta en sus propios ojos: te acercas a esa cara oculta de ti mismo que es convocada por los espejos, ese ser que siendo tú es otro y no es del todo creíble cuando parece moverse, oscurecido por el azogue, al tiempo que tú lo haces, que te intriga con cierta identidad propia, cierta personalidad al margen de ti, a veces burlona y a veces severa, y en no pocas ocasiones te sorprende con una mueca, una mirada un poco perdida, un visaje extraño y a todas luces exagerado después de tanto disimulo ahí afuera, en la barra (si es que realmente sigue habiendo una barra ahí afuera). A determinada edad es muy probable que quien se mire así frente a frente y a solas se sienta como aquel personaje de la viñeta del maestro Forges que hay a la derecha del espejo:



Los más jóvenes entre los habituales, sin embargo, se sentirán más identificados con la cita que hay justo debajo, enmarcada de manera sencilla:


Nace el pájaro de las indecisiones de las entrañas de los espejos y se alimenta de la reflexión y la refracción de la luz. Su vuelo es el inicio de toda cristalografía, y su canto, filosóficamente pertenece a la exaltación emblemática del yo. Esta ave suele volver de vez en cuando a su espejo de origen, en el que se sumerge y del que obtiene su alimento, amarillentas imágenes de adolescentes perdidos en la búsqueda de su identidad. Y ovan en los brazos de los narcisos y las ofelias que navegan en los ríos de siempre. 

Rafael Pérez Estrada: Pájaro de las indecisiones.”


Imagen: "Mano con esfera reflejante", M. C. Escher, 1935