Basta con empujar su puerta batiente para ingresar de golpe en una especie
de Brigadoon portuario: el tiempo, la oscuridad y el silencio lo han conservado
extrañamente intacto hasta en el último de los detalles de su decoración. No
recuerdo cuántos años llevaba cerrado el mítico "Port of Spain",
encallado en el olvido. Ya ni siquiera le echaba una mirada de reojo al pasar
con el coche a su altura, en el parque que corre paralelo al puerto, al otro
lado de los grandes árboles centenarios y junto a la escalinata por la que una
vez subió George C. Scott metido en la piel y el uniforme del general Patton.
Uno imaginaba que a la muerte de su propietario alguien habría desmantelado
completamente el local, y que tras los postigos de madera pintada iría
cubriéndose de polvo lo que pudiera quedar allí, si es que algo quedaba; que no
era posible un hermetismo tal que impidiera entrar la humedad del mar y que,
por tanto, las maderas nobles de los panelados, de las barandas o del entorno majestuoso
de la barra estarían irremediablemente deterioradas; que algún amigo de lo
ajeno habría encontrado la manera de acceder al interior y entregarse a un
alevoso pillaje.
Fue el camarada poeta, recién llegado de Barcelona, quien me dijo que
creía haberlo visto abierto. Nos acercamos para comprobarlo una desapacible
tarde de viernes, después de desafiar al viento paseando despacio por el casco histórico
de la ciudad y dejándonos ir por las calles que desembocan en la zona del
puerto. Y allí estaba, con las ventanas iluminadas, como salido de un sueño,
como esperando a dos viejos lobos de mar que llegaran desde el futuro,
devueltos quizá por una galerna encantada. Para mi asombro, dentro nada parecía
haber cambiado; seguía igual aquel venerable aire de camarote o de taberna marinera
de otra época y otro lugar, con sus caobas reflejando la tenue luz de las
lamparillas, el piano cerrado, los estantes de la barra repletos de botellas de
todos los lugares del mundo y en las mesas la posibilidad de la confidencia o la
evocación; un espléndido decorado teatral que hubiera vencido los límites de la
ficción y nos incorporase a él de manera natural. Y mientras le daba el primer
sorbo al gintónic, escuchando la voz de Dinah Washington, me dije que como
decorado bien podría serlo del Loser, aunque el Loser literario, del que es continuación
imaginaria este blog-bar, tuviera como modelo principal un local no menos mítico,
el Georgia Jazz Club, este sí desaparecido ya. En fin, bueno, sólo era una idea.
Celebremos hoy aquí una imaginaria fiesta para despedir
el año del fin del mundo y dar la bienvenida al de la vida sigue (y qué remedio); no una gran
fiesta, sino algo tranquilo, con buena música y bebidas bien combinadas, eso es
todo.
Unas copas entre amigos, acodados en la barra con esa complicidad que da la camaradería...
Un baile, quizá el último baile, quizá el más romántico jamás filmado…
Fotos: JFH