viernes, 22 de septiembre de 2017

Esas puertas musicales al pasado

Hay canciones que tuvieron un significado muy importante en algún momento de nuestras vidas y que luego, sin saber por qué, dejamos de escuchar durante años, décadas incluso. Un día, una noche, tal vez al calor de un buen vino e iluminados por unas cuantas velas nada más, jugamos con alguien que formó parte de nuestra infancia y juventud a rescatar viejas canciones, y entre todas ellas aparece de pronto esa que desborda los recuerdos más que ninguna otra. Una canción que por no haber sido oída después conserva íntegramente el valor que tuvo, sin que otras experiencias, otras edades, otras circunstancias pudieran añadirle nada más a lo que ya significó, como en una preservación geológica de la memoria, enterrada tal cual en un aparente olvido. Yo fui, fuimos mi hermana y yo, grandes admiradores de Supertramp en nuestra lejana primera juventud. Teníamos varios de sus discos grabados en cintas de casete, y también el libreto a todo color del memorable concierto en París. Desde entonces he seguido oyendo muchas de sus canciones, pero sin saber por qué, ya digo, no, precisamente, la que más nos impresionó entonces; un extenso “tema” que además rondaba el territorio que parecía propio de Pink Floyd, donde largos pasajes instrumentales e inquietantes efectos acústicos anticipaban la voz que después de varios minutos empezaba a contar una historia, no sabíamos cuál, no entendíamos inglés. Esa canción es Fool's Overture, incluida en el disco Even in the quietest moments –del 77, el del piano de cola cubierto por la nieve-, y también en el mítico concierto de París. Hace apenas una semana, con velas y vino y el mar ahí cerca, y siendo ahora mi hermana perfectamente bilingüe, La obertura del loco regresó a nuestras vidas como el mapa del tesoro de nuestra adolescencia, y de pronto se obró el prodigio del viaje en el tiempo, que sí, que es posible, vaya si es posible. History recalls, how great the fall can be, dice en su primer verso: La Historia cuenta cuán de grande puede ser una caída.

Traigo al Loser no la versión original de estudio ni la del directo de París, sino una posterior, con un Roger Hodgson (que junto con Rick Davies lideró Supertramp) ya apartado del grupo, y acompañado por toda una orquesta. Aparece también, cómo no, la breve arenga de Churchill: We shall never surrender.


lunes, 11 de septiembre de 2017

Tras los últimos pasos de Jorge Manrique

Jorge Manrique en Paredes de Nava

Reconozco en mí una marcada naturaleza manriqueña, y no sé cuánto puedan pesar en ello razones geográficas. Mi alma no ha de despertar a la evidencia de lo velozmente que passa la vida, pues es cosa que no deja de asombrarme cada día, y más me asombra aún a medida que voy amontonando años. Vivo instalado en el dolor de comprobar cuán presto se va el plazer, y temo que también a mi parescer cualquiere tiempo pasado fue mejor, y si no cualquier tiempo, sí al menos los tiempos que yo he conocido. No soy de los que se engañan pensando que lo que espero ha de durar más de lo que ya que vi (y viví, y a su tiempo esperé), y no me cabe duda de que más allá de la desembocadura de nuestras vidas todos seremos iguales, de que la frescura de la cara y la ligereza y la fuerça corporal desaparecen al llegar al arrabal de la senectud (¡qué bella y terrible expresión!), de que la vida se va apriessa, como un sueño, tempus fugit.

Pero hablé de razones geográficas –y me callé las que acaso sean más importantes aún: las literarias-. Mis padres nacieron en Paredes de Nava, y los padres de mis padres, y los padres de mis abuelos, y así hasta quién sabe qué generación. En esta noble villa palentina brotó el manantial de la vida de Jorge Manrique alrededor del año 1440 (no se sabe con precisión). Recuerdo que cuando era joven soñaba con encontrar algún día, indagando en archivos y colecciones privadas, alguna obra no conocida hasta entonces de quien es autor del mejor poema –quizá- de la lírica castellana, las Coplas a la muerte de su padre. Estudié Filología Hispánica pensando que el mero hecho de hacerlo me acercaba a la consecución de tal anhelo, pero como me ocurrió más tarde con tantas otras cosas, no fue posible llevar a cabo aquella empresa sin poner en ella un mínimo de voluntad, ah, la pereza, la inconstancia, la ingenuidad, todo ello tan poco manriqueño y sin embargo también propio de mi naturaleza.

Este verano sí he podido llevar a cabo otro viejo propósito relacionado con D. Jorge Manrique, grandioso poeta y aguerrido soldado: visitar el castillo de Garcimuñoz, a cuyas puertas el río de su vida vino a dar al estuario de una herida mortal. ¡Tiempo turbulento el del reinado de Enrique IV! Hijo de D. Rodrigo Manrique de Lara, D. Jorge tuvo siempre como meta no desmerecer la fama de su padre, aquel segundo Cid, maestre de la Orden de Santiago, comendador de Segura de la Sierra y primer conde de Paredes de Nava. En la guerra contra los “moros”, para los Manrique hubiera tenido pleno sentido hablar de Reconquista, pues por sus venas corría sangre de Godos, así de antigua era la nobleza de su linaje. Pero la batalla en la que perdió la vida a los 39 años no se libró en la frontera con el reino nazarí de Granada, sino en los campos de Cuenca y como parte de una de tantas guerras civiles que han asolado nuestra historia. Fue la suya época de conspiraciones, de farsas en que se derrocaba a un rey en efigie y se entronizaba a otro, apenas un niño, hermano del rey indeseado. Dos reyes en Castilla y una hija del primero de ellos, Juana, a la que una parte de la nobleza le negaba legitimidad. Muerto repentinamente el niño rey Alfonso -“el innocente”, en las Coplas de Manrique-, sus partidarios abrazaron la causa de su hermana Isabel, quien ya sin farsas subió al trono a la muerte de Enrique. Pero la guerra entre unos y otros continuó.

Castillo de Garcimuñoz

Puerta del castillo

Nombrado capitán de la Hermandad del Reino de Toledo por los Reyes Católicos, Jorge Manrique pretendió rendir el castillo de Garcimuñoz, del que era señor su enemigo, el marqués de Villena. Era en la primavera de 1479. D. Rodrigo Manrique había muerto apenas tres años antes. Jorge Manrique cae en una emboscada frente a la fortaleza, sus tropas y las del marqués entablan combate, D. Jorge lucha contra el capitán Pedro de Baeza, y en la desordenada refriega de tantos hombres embravecidos, a pie unos y a caballo otros, una lanza le entra al poeta por los riñones. Se le traslada a la cercana localidad de Santa María del Campo Rus. Entre sus ropas, escrito en papeles ensangrentados, sus últimos poemas, dos coplas no contabilizadas entre las dedicadas a la muerte de su padre (“¡Oh, mundo!, pues que nos matas…”, empieza el primero). El marqués de Villena le envió a dos de sus cirujanos, que nada pudieron hacer tampoco para salvarle la vida.

Uclés, que fuera en su tiempo cabeza de la Orden de Santiago, dista 66 kilómetros del municipio de Castillo de Garcimuñoz. Allí se alza un monasterio al que merecidamente se conoce como El Escorial de La Mancha, y que impresiona ya en la distancia. Tan solo unas décadas antes de ser construido, Jorge Manrique fue enterrado en la capilla del convento que entonces formaba parte de la gran fortaleza, junto al sepulcro de alabastro bajo el que reposaba el cuerpo de D. Rodrigo (“Aquí yace muerto un hombre / que vivo dejó su nombre”). La tumba del poeta estuvo cubierta tan solo por una losa negra. Cincuenta años más tarde se dispuso la construcción en aquel mismo lugar de un gran monasterio, el actual. Los restos del padre y del hijo se trasladaron a su iglesia, y fueron enterrados bajo sendas losas, leyéndose en la que cubría al poeta: “Aquí yace Jorge Manrique, el que hizo las Coplas". En 1809 las tropas francesas saquearon el monasterio, aunque no es seguro que fuera entonces cuando se perdieron los huesos de los Manrique. A quien visita hoy el imponente monasterio de Uclés se le indica que, en efecto allí, está enterrado el poeta, pero que nadie sabe dónde.

Monasterio y fortaleza de Uclés

Monasterio de Uclés

¿En qué lugar de esta iglesia del Monasterio reposan
los restos de Jorge Manrique?

La Edad Media resbalaba hacia el Renacimiento cuando Jorge Manrique escribió y luchó y amó. Fue época de “huestes innumerables”, de “pendones, estandartes e banderas”, de “castillos impugnables” de “muros e balüartes e barreras”, pero también, como señala Antonio Serrano de Haro en su magnífico libro Personalidad y destino de Jorge Manrique (1966), “Era aquel un mundo fantasmagórico y divertido, lujoso e inmoral. Oscilante luz de hachones. El vino circulando en ricos vasos. Manjares muy condimentados con especias. Perfumes intensos. Juegos de manos. Ingenio, requiebros y proposiciones. Danzas. Y un fondo musical de ministriles y cantores”. 

La primera palabra de las Coplas es “Recuerde”, la última “memoria”. Garcimuñoz y Uclés serán ya para mí, manriqueño por carácter y geografía, lugares inolvidables.


Fotos: JFH