martes, 8 de agosto de 2017

Eclipse

21:05 h. Tomo posición en la ventana del dormitorio, observatorio privilegiado aquí en las alturas, desde donde esperaré la salida de la luna. Se supone que esta es la hora, y confío en que un golpe de suerte la haga aparecer justo tras esa franja de horizonte montañoso no ocultada por los edificios. En cualquier caso, mi compañera de observación, situada en un mejor emplazamiento (a unos pocos kilómetros, en lo alto de un acantilado, ella puede ver la ciudad completa y, detrás, adentrándose en el mar, el Cabo de Gata), me dará aviso: es una operación a la vez solitaria y conjunta.

21:15 h. Sin rastro de la luna llena, que esta noche estará anaranjada a causa del eclipse: es Luna de sangre. Sin duda ya es visible, pero no para mí. Tal vez una formación de nubes bajas nos dificulte la experiencia.

21:25. Mi compañera de observación me envía al móvil la primera foto. Es raro que yo no pueda verla aún, pues ya está algo elevada. Calculo la posición que ocupa en la fotografía, miro mejor el cielo, y, ¡diablos!, si está ahí, cómo no la he visto hasta ahora. Ha jugado al escondite con una chimenea de ventilación. Pero ahí está. Cojo los viejos prismáticos paternos de doce aumentos y la Luna se me revela cercana en todos sus hipnóticos detalles, perfectamente iluminados a pesar del tono rojizo que le imprime el eclipse: el juego de matices claros y oscuros de su superficie, las manchas de los llamados mares, los amplios continentes argénteos más elevados, los cráteres, Tycho, sobre todo. Aviso a mi hija y le paso los binoculares. Mira ella también y luego me los devuelve. Vuelvo a ser yo quien la observa de cerca, tan nítida, tan rodeada de oscuridad creciente. Me fascina la rotunda evidencia de su condición esférica, sólida, como flotante, y apenas me paro a considerar hoy todos esos misterios que la envuelven, las características extrañas que ponen en cuestión lo que la astronomía oficial nos dice de ella: lo asombroso de su enorme tamaño en proporción con el de la Tierra, de la que es satélite; el hecho de que siempre nos muestre la misma cara, a pesar de que también gira alrededor de sí misma (por más que leo y releo sobre la sincronicidad rotatoria no acabo de entenderlo); su órbita circular, y no elíptica; que todos los cráteres, desde los más pequeños a los más grandes, tengan más o menos la misma profundidad, no demasiado acentuada; lo increíble que resulta que la precisa combinación de su diámetro, la distancia al Sol y el diámetro de éste haga posible que en los eclipses solares totales el tamaño de una coincida exactamente con el tamaño del otro para ocultarlo. Por cierto, que este eclipse lunar que contemplo es el primer paso de un baile de sombras en el que participamos los tres, estrella, planeta y satélite, este mes de agosto. En apenas 14 días, el día 21, será la Luna quien se interponga para tapar al Sol, en un eclipse que sólo será visible, como total, en Estados Unidos, una mancha oscura que cruzará el país a 1.700 millas por hora, desde la costa Oeste a la costa Este en diagonal descendente. Tomo la cámara. No tengo trípode, y el peso del teleobjetivo hace que me resulte más difícil mantenerla inmóvil. No será una foto perfecta, pero será mi foto del eclipse.




Foto: JFH