lunes, 27 de enero de 2014

Noche de concierto: Sibelius y Lara St. John

Hace dos años y medio que una parte de nuestras vidas gira inevitablemente alrededor del violín. Es tan poco en términos de aprendizaje musical que todo lo que mi hija ha evolucionado en este tiempo equivale al gesto con que se inicia el primer paso de un largo, muy largo viaje a pie; y sin embargo, qué lejos ya de lo que yo, que jugué con ella en un principio a sostener el instrumento entre el mentón y el hombro, y a colocar correctamente el pulgar de la mano derecha en la nuez del arco, qué lejos de lo que yo aún puedo hacer con un violín en las manos, que es nada. Siendo ella la que empezaba a estudiarlo, fingimos que empezábamos juntos; ahora me limito a ajustar la almohadilla, a tensar las crines de su arco y a darles resina cuando vamos a practicar, y es ella la que leyendo la partitura repite una vez más un estudio de corcheas o una pieza de Weber o de Haendel o de Oskar Rieding que no por sencillas dejan de ser tan inalcanzables para mí como lo es para un pez la lectura en voz alta de una sola sílaba. 

Y esta parte de nuestras vidas nos ha proporionado ya alguna experiencia gratísima, la última este mismo fin de semana. El viernes 24 fue una noche mágica: la violinista canadiense Lara St. John, acompañada de la Orquesta Ciudad de Almería, interpretaba el Concierto para violín y orquesta de Jean Sibelius. Confieso que el anuncio del acontecimiento supuso para mí el encuentro con esta obra sublime de la música, y a medida que más y más la escuchaba en los días previos, más me emocionaba ser el poseedor de dos excelentes localidades. Completaban el  programa una selección de El Cascanueces -estupendo aperitivo, pues cuando mi hija era más pequeña usábamos la suite de Tchaikovski como fondo de nuestros teatros de marionetas- y, en la segunda parte, la sinfonía nº 9 de Shostakovich. La orquesta estuvo espléndida, como siempre, dirigida con manos maestras por Michael Thomas (Thomas es una de las mejores cosas que le ha pasado a esta ciudad en los últimos diez o quince años).
 Lara St. John durante su clase magistral en Almería la mañana 
siguiente al concierto del 24 de enero (Foto: JFH

Pero el interés principal estaba en Lara St. John, y en Sibelius, y en el Guadagnini ‘Salabue’ que uniría a ambos, un violín de 1779 que le fue cedido a St. John por un donante anónimo, y al que ella llama The Resurrection. Son más o menos las diez de la noche cuando finaliza la danza de los Merlitones, las sillas de los músicos que están a la izquierda del director se apartan hacia atrás, las luces del auditorio se atenúan de nuevo -¿o no llegaron a encenderse entre una obra y otra?-, y yo miro a mi hija como dice Cortázar que dos personas se miran antes de empezar un concierto, con un ligero temblor de despedida (“cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo”, añade Julio, también entre paréntesis). Antes o después de esa mirada ha salido St. John entre aplausos, ocupa su lugar en el escenario, de pie entre el concertino y el director, suenan los primeros acordes de violines, suaves, como soñados, como la bruma de aquel onírico Manderley, y Lara St. John comienza el primer movimiento para que a partir de ahí todo quede en suspenso durante algo más de media hora. 

Admitámoslo, todo intento de explicar con palabras una obra musical quedará siempre como de este lado, el nuestro, el que mejor conocemos, tan de colores, tamaños, sonidos, sabores y formas: tan de adjetivos. Quien posea conocimientos teóricos del lenguaje musical podrá describir lo que técnicamente dispuso el compositor y el artista ejecuta, pero no transmitirá ninguna emoción. Quien posea una sensibilidad poética podrá transmitir emociones, sí, pero emociones más literarias que musicales, a qué engañarnos. Aquellos largos sollozos de los violines otoñales que herían el corazón de Paul Verlaine con monótona languidez (y que jugaron su papel en el desembarco de Normandía) despiertan admiración como hallazgo metafórico, pero no enroscan su sonido alrededor del estómago. ¿Qué decir de la asombrosa interpretación de Lara St. John, entonces? Que hubo nostalgia y dramatismo y rabia y melancolía y delicadeza y fuego y atrevimiento y vértigo y altura y polonesa y complicidad; que hubo un viejo violín que lloraba y combatía y danzaba y una orquesta que estaba a su lado, como están los amigos, y callaba para escuchar, y apretaba los dientes cuando el meñique de Lara alcanzaba de pronto el filo cortante de la nota más aguda en el borde del diapasón. Fuimos testigos de una pura trinidad expresiva: se dirigió a nosotros la intérprete a través del viejo violín, pero también el viejo violín a través de la intérprete, y el compositor, en ausencia, a través de ambos. Nunca he tenido una sensación tan intensa de estar siendo interpelado a través de la música para intentar contarme una historia, tres historias, en realidad. Tras la apoteosis de Sibelius, Lara correspondió a las ovaciones regalándonos la giga de la partita número 2 de Bach. Ya digo: una noche absolutamente memorable.

Sin su 'Salabue' (Foto JFH)

A la mañana siguiente, los violinistas de la Orquesta Joven de Almería y los alumnos de su Academia –junto con algún que otro padre boquiabierto aún desde la víspera- tuvieron el privilegio de asistir a una master class impartida por la propia Lara: la genialidad en las distancias cortas, en la mirada atenta, en la indicación precisa y luminosa. El viejo ‘Salabue’ se quedó en el hotel, descansando en su estuche.

Nada me gustaría más que traer al Loser una versión del Concierto para violín y orquesta de Sibelius interpretado por ella. Pero no lo he encontrado. La mejor interpretación que se conoce de esta maravillosa obra es la del desdichado Christian Ferras. Yo dejo que sea nuestra siempre admirada Hilary Hahn quien lo toqué aquí.


sábado, 18 de enero de 2014

"Juan & John", de J. Adolfo Iglesias (las huellas de Lennon en Almería)


Es sobradamente conocida la visita que los Beatles realizaron a España en 1965 para actuar en  dos conciertos, uno en Madrid y otro en Barcelona, que muy a pesar del régimen franquista constituyeron un hito musical y sociológico cuyo verdadero alcance no se supo hasta tiempo después. Les hemos visto a los cuatro descendiendo en blanco y negro las escalerillas del avión, mascando chicle o tocados con monteras taurinas, según el aeropuerto; les hemos visto firmar unos toneles de vino de Jerez, y en medio de las apreturas de una rueda de prensa multitudinaria, y hemos visto a las yeyés bailando en las gradas de Las Ventas, y a John Lennon salir al escenario con un sombrero cordobés. Sin embargo, cuando al año siguiente Lennon regresó a nuestro país para rodar en Almería la película Cómo gané la guerra, una sátira antibelicista dirigida por Richard Lester, su presencia no provocó ya revuelo alguno, y durante años y años no hubo nadie que se interesara por los detalles de cómo trascurrió su estancia en esta ciudad.

Quien más sabe hoy acerca de lo que ocurrió en Almería durante aquellas seis semanas de 1966 es el periodista y filósofo Javier Adolfo Iglesias. Habrá quien todavía piense que tampoco es como para darle tanta importancia al asunto, pues por aquí pasaban en esa época decenas de luminarias del cine, y, en lo que se refiere al músico de Liverpool, es seguro que tuvo experiencias considerablemente más apasionantes que la de permanecer mes y medio aislado en un desierto y sesteando en una pequeña y sofocante ciudad de provincias española donde nunca pasaba nada. Yo fui durante muchos años una de esas personas a quienes les parecía excesivo estirar tanto lo que, a mi juicio, no pasaba de ser una simple anécdota. Sin embargo, Adolfo Iglesias acabó por contagiarnos a todos su entusiasmo por esta historia, y ha conseguido que la ciudad asuma como hecho notable aquella estancia de Lennon en Almería, que haya una estatua en bronce del músico en una de nuestras plazas y que el Ayuntamiento rehabilitara el viejo caserón donde residió parte de aquellas semanas, fantasmagóricamente abandonado durante décadas y convertido hoy en Casa del Cine.

John Lennon en Almería, 1966

Adolfo, que nació -como quien esto escribe- aquel 1966, lleva más de quince años hablando y escribiendo apasionadamente sobre esta historia, a la vez que ha seguido investigándola con creciente fascinación, de ahí que el magnífico libro que acaba de publicar, Juan & John. El profesor y Lennon en Almería para siempre (Edit. Círculo Rojo), sea, según sus propias palabras, no sólo una crónica histórico-periodística y un ensayo, sino también una autobiografía, la suya. Y es que la única manera que tenía de conseguir que se le diera importancia a aquel breve periodo que Lennon pasó en Almería era dedicar una parte de su vida a demostrar que dicha importancia trascendía lo local y lo anecdótico, y que merecía ocupar un lugar destacado en la historia de la música.

No cabe aquí, lógicamente, ni una pequeña parte de lo que el libro de J. Adolfo Iglesias contiene, una obra veraz, amena, emotiva, sorprendente, resultado de meticulosas indagaciones y de una ilimitada admiración y ternura por los personajes reales que desfilan por sus páginas. Baste decir que el autor, beatlemaniaco confeso, empezó a tirar del hilo de esta historia entonces desconocida cuando en 1995 supo que una de las mejores y más sugestivas canciones de la mítica banda británica, Strawberry Fields Forever, había sido escrita en Almería. Descubrió que el lugar donde la compuso, la Finca Santa Isabel, era una casona del siglo XIX que en los años sesenta estaba apartada de la ciudad y rodeada de balsas de riego y palmeras, entre cuyas paredes Cynthia Lennon, primera mujer del músico, sentía la presencia de espíritus, y a la que acudió Ringo Starr para celebrar la fiesta del vigesimosexto cumpleaños de John. Comprobó que la casa era en los noventa casi una ruina que milagrosamente había sobrevivido a la especulación inmobiliaria pero alrededor de la cual, ceñidas a sus muros, crecían ahora varias promociones de viviendas adosadas. Averiguó que el primer golpe de inspiración para componer la canción había surgido de la semejanza entre la verja de entrada a la Finca Santa Isabel y la verja de un orfanato que Lennon conoció en su infancia, próximo a su casa, llamado así, Strawberry Fields: Campos de Fresa. Fue sabiendo Adolfo más y más datos, poniéndole nombre a personas que trataron en Almería al músico y buscándoles para entrevistarse con ellos, así hasta dar con el verdadero corazón de toda la historia, la parte más querida para él: la existencia de un profesor de Cartagena, llamado Juan Carrión, que en los sesenta enseñaba inglés a sus alumnos ayudándose de las canciones de los Beatles, cuyas letras trascribía de oído.

J. Adolfo Iglesias y Juan Carrión (foto: EFE)

No he visto la película de David Trueba, Vivir es fácil con los ojos cerrados, y no puedo por tanto saber cuánto se aparta de los hechos reales que Javier Adolfo Iglesias tuvo ocasión de contarle; a saber: que cuando Juan Carrión tuvo noticia de que John Lennon estaba en la cercana Almería no dudó en ponerse en camino, que llegó en autocar, solo, que tardó una semana en conseguir una cita con el cantante y que se retrasó porque no supo encontrar el lugar en el que habían quedado; que le mostró al músico los textos de las canciones tal cual los había transcrito, para que los corrigiera y completara, y que Lennon, que usaba por primera vez unas gafas de montura redonda como parte de la caracterización de su personaje en la película, se puso a la tarea de buen grado, complacido de que los chavales españoles aprendieran inglés a partir de sus textos; que Juan le sugirió que los discos de la banda deberían incluir las letras de las canciones, y que John estuvo de acuerdo, de manera que su siguiente álbum, ni más ni menos que el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, apareció ya con las letras impresas en su funda, siendo el primero en la historia del pop-rock en que tal cosa sucede. Esto se repitió en los otros cinco discos que aún publicarían los Beatles.

Así es como queriendo saber más sobre John, un famoso cantante y compositor británico, Adolfo Iglesias se encontró con Juan, un vitalista hombre que a sus noventa años sigue hoy enseñando inglés, ahora a los ancianos de la residencia donde vive, la mayoría de los cuales son más jóvenes que él. Después de tan arduo proceso de investigación, el empeño de Adolfo es ahora, sobre todo, dar a conocer la figura de Juan Carrión, a quien le une una entrañable amistad. 

Esta sería una grabación de Strawberry Fields Forever realizada por el propio Lennon en Almería, en 1966 (cuentan los que saben la historia que la grabó en el cuarto de baño de la Finca Santa Isabel)


Y aunque al parecer hay muchas versiones, así sonaba la canción en el álbum Magical Mystery Tour:


martes, 14 de enero de 2014

John Shawnessy y su árbol de la vida


John Shawnessy es un perdedor por partida triple, y eso ya es motivo suficiente para que tenga su lugar en las paredes del Loser aun cuando la película a la que pertenece, El árbol de la vida (Raintree County, 1956), no figure entre las mejores de la historia del cine. Por un lado, es perdedor como personaje de ficción, pues así fue concebido por el autor de la mastodóntica novela que se llevó a la pantalla: a mediados del siglo XIX, Johnny Shawnessy (Montgomery Clift) es el graduado más brillante del condado de Raintree, Indiana. Todos están seguros de que llegará a ser alguien importante, en particular sus padres y su novia, la dulce Nell (Eva Marie Saint). Un día es seducido por la ampulosa oratoria de su antiguo profesor, quien les habla a sus alumnos del árbol de la vida oponiendo la grandeza basada en el poder del dinero a otra que tiene por símbolo este árbol «que no es de oro, sino de aspiraciones, cuya flor es el logro de ellas y su fruto el amor; los caminos para llegar a él son deliciosos, y sus senderos conducen a la paz». Todos cuantos asisten a esta última clase al aire libre son invitados a hallar este árbol en algún lugar del condado, donde supuestamente se alza en su «druídico silencio», con la advertencia de que quien abandona la búsqueda corre el riesgo de quedar convertido en una «mísera e incolora criatura»; únicamente él, John Shawnessy, decide ir inmediatamente en su busca, sin éxito. Unos días después, mantiene una fugaz y embriagada relación con una sureña voluptuosa llamada Susanna (Elizabeth Taylor), y cuándo más tarde ésta le anuncia que está embarazada, Johnny decide casarse con ella. Con elementos propios del folletín, tal embarazo resulta ser falso, y Susanna, una recalcitrante esclavista, no sólo es una mujer desequilibrada sino que parece atormentada por un secreto de infancia. Cuidar de ella –incluyendo su participación en la Guerra Civil- le obligará a renunciar a sus propias metas en la vida.

Pero John Shawnessy es también un perdedor como personaje cinematográfico, pues el desafortunado guión le convierte en un joven del cual se dicen cosas muy encomiásticas que el espectador, sin embargo, no consigue constatar por sí mismo: no sabemos cuáles eran esas metas a las que renuncia ni qué ideales son los que abandona a causa de su mujer, y la criatura en que se convierte al dejar de buscar el árbol de la vida no sólo es incolora sino a menudo también insípida. He visto muchas veces la película de Edward Dmytryk, y siempre me emociono ya con la primera escena. Sé que no es una gran película, y que, a pesar de las pretensiones de la MGM, el resultado quedó muy por debajo de Lo que el viento se llevó; pero yo la veo con ojos más benevolentes que los espectadores de su tiempo, los ojos del niño que era cuando la vi por primera vez. Hay muchas cosas en ella que me gustan: Liz Taylor es una de ellas, claro, y Lee Marvin, y el actor que interpreta al profesor Stiles, Nigel Patrick, y la bellísima canción interpretada por Nat “King” Cole, y los no menos hermosos paisajes, y, a ratos, también el pobre Monty Clift, que trata de darle entidad a un personaje algo anodino, y al menos durante una parte de la película lo consigue.


Ocurre que las escenas más satisfactorias de Clift están como barajadas con otras extrañamente perturbadoras, y he aquí el otro nivel de perdedor -el tercero- que alcanza John Shawnessy. Tomemos una escena no particularmente relevante, pero a la que Montgomery Clift concedió una gran importancia: John entra en la habitación en la que Susanna ha dado a luz, va a conocer a su hijo. Clift practicó infinidad de maneras de abrir la puerta, entrar y cerrar tras él, buscando la emoción adecuada. Son unos segundos en primer plano. Después le vemos acercarse a la cama, mirar al bebé y hablar con Taylor. Pero al salir su rostro ha cambiado. En realidad, entre su entrada y su salida han transcurrido al menos diez semanas, el duro periodo de convalecencia tras el accidente de coche que le desfiguró la cara y alteró para siempre el curso de su vida.

Ese accidente, ocurrido el 12 de mayo de 1956, deja al descubierto una de las grandes mentiras del cine: una película –salvo excepciones- no se rueda siguiendo el orden de la historia tal cual está escrita. Así, la noche que Clift estrelló su coche contra un poste de telégrafos había rodado más o menos la mitad de sus escenas, pero éstas estaban repartidas por todo el guión, no se corresponden con una primera mitad de la película. Aquella noche Elizabeth Taylor, que le había insistido para que acudiera a una fiesta en su casa, acabó salvándole la vida; avisada al instante del accidente, acudió al lugar, se internó en el vehículo por la parte de atrás, tomo en sus brazos la cabeza ensangrentada de quien era su mejor amigo y al darse cuenta de que se ahogaba le introdujo sus dedos en la boca y le arrancó varios dientes de la garganta.


Monty volvió al trabajo después de esas diez semanas, pero no era el mismo. No es sólo que su hermoso rostro ha cambiado (su nariz es otra ligeramente diferente, y sus labios y su mejilla izquierda se mueven con dificultad), es que también se ha convertido en un ser torturado por dentro, que se mueve distinto y mira distinto; de hecho, no volverá a mirar con la intensidad de antes en ninguna otra de sus películas, y sus ojos tendrán ya para siempre una expresión atónita y un aspecto vidrioso. El Clift de antes podía aparentar, a sus treinta y seis años, ser un joven de veintitantos; este otro Clift, repentinamente envejecido, no, y he ahí el principal defecto de Raintree County. Para soportar los dolores, bebe ahora más aún de lo que ya bebía e ingiere todo tipo de pastillas, a las que se hará adicto, anfetaminas, barbitúricos, tranquilizantes; sufre insomnio, tiene pesadillas, le abruma la preocupación por las escenas del día siguiente. Cuando la cámara le enfoca sabe que no es su rostro de siempre el que quedará impreso en la película, sino esa otra máscara que todavía no ha aprendido a mover y que le duele. John Shawnessy es el último de sus personajes por el que los espectadores nos sentimos atraídos y el primero que nos despierta rechazo. A partir de ahí, un proceso de autodestrucción que dio comienzo en ese rodaje y se prolongó hasta su muerte, diez años después, en lo que fue descrito por quienes le conocían como el suicidio más largo de Hollywood.


miércoles, 8 de enero de 2014

Un año que empieza

Juan Fernández Herrezuelo

El mismo cisne que este verano hacía temblar en su lento desplazamiento las pinceladas de un agua que era sobre todo cielo y árboles se desliza ahora entre la niebla, en medio de un silencio húmedo de ramas ateridas, se desliza como dejándose llevar a favor de corriente, como sin rumbo ni voluntad; y sin embargo es dueño de cada uno de sus movimientos, tan ra-len-ti-za-dos, de cada sutil cambio de dirección en el río, navegando blanco y elegante en compañía de otro. Claro que a saber si es en realidad el mismo cisne, si lo es cualquiera de ellos, él o el que le sigue o la imagen invertida de sí que curva el largo cuello ahí abajo, en proporciones exactas de identidad especular. Tal vez sea otro en cualquier caso, como otro es el mismo río, como yo que le observó soy otro distinto del que era hace unos meses, y es la nuestra, la de todos, una otredad que responde a razones digamos heráclitas. Escribió Borges que el tiempo se vuelve pasado enseguida porque el pasado es la sustancia de la que el tiempo está hecho. Así este nuevo año es una niebla que no nos deja ver otra cosa por ahora que el día que tenemos delante, y apenas lo alcanzamos -o él nos alcanza-, ese día se va convirtiendo en ayer. Así es enero, así es el invierno de nuestro descontento cuando no gozamos del imaginario sol de York ni hay en nosotros propósitos de enmienda ni conversión al coleccionismo de kiosco ni expectativas dignas de tal nombre: al llegar a una cierta edad, tiene uno la sensación de que se mueve por el río de su propia vida no como el cisne, con pleno dominio de su travesía, sino como una hoja de plátano. Basta recuperar, después de un par de semanas de retiro, el desganado hábito de escuchar o leer las noticias del día, para darse cuenta de que todo sigue desoladoramente igual. «¿Qué mayor prueba de que el futuro está ya escrito que la del periódico de cada día? (escribió Rafael Sánchez Ferlosio) ¿Cómo si no podrían pasar todos los días exactamente treinta y dos páginas de cosas?». Escrito o no lo que nos deparará el 2014, sean estas primeras palabras del año para transmitir mis mejores deseos. 

Foto: JFH