Ese estar sin estar, esa
mutación del pasado en presente, esa velocidad vertiginosa con que las imágenes
cinematográficas se suceden en una pantalla, ha sido definida por el pensador y
urbanista francés Paul Virilio como "la estética de
la desaparición puesta en escena por las secuencias"; la
"estética de la desaparición" estaría vinculada a otras revoluciones
del siglo XIX, y habría sucedido a la "estética de la aparición",
propia de la escultura y la pintura, donde las formas surgen de sus sustratos,
el mármol o el lienzo, y "la persistencia del soporte", es
decir, su permanencia física, tangible, "es la esencia de la llegada de
la imagen" hasta
nosotros. Por el contrario, el fotograma cinematográfico otorga movimiento a la
estética, y la velocidad de veinticuatro imágenes por segundo de la película
precisa una "persistencia retiniana". En realidad, la película no
existe como tal en la pantalla, sino en el interior de nuestros ojos. "Las
cosas", afirma Virilio,
"existirán más cuanto más desaparezcan". Dicho de otro modo,
el cine sustituye la presencia física de la obra de arte por una ilusión, y
nosotros aceptamos el espejismo, nos entregamos a lo que muy bien podría ser la
contemplación de un sueño. Pero eso sí: del sueño de otra persona.
Hasta el nacimiento y
expansión del cinematógrafo, los inventores de historias alimentaban la
imaginación de las gentes básicamente mediante la palabra. Con sus narraciones,
orales o escritas, ese tipo tradicional de inventor de historias buscaba, y aún
busca, dar forma reconocible a personajes, espacios o sentimientos valiéndose
de una hábil combinación de signos lingüísticos o de aquellos otros que los
representan mediante la escritura. No debemos olvidar que, más allá del lugar
común, una palabra equivale a tantas imágenes como lectores u oyentes tiene:
esta multiplicación es el privilegio del que gozamos los seres humanos en
virtud del pensamiento abstracto. Es más que probable que Thomas Mann no fuera el único escritor a caballo
entre los siglos XIX y XX a quien le desagradara como cosa vulgar y engañosa
ese nuevo espectáculo de imágenes en movimiento que tanto hechizo parecía
ejercer en el público. Pero a medida que avanzaba el siglo XX, literatura y
cine fueron estableciendo una complicidad cada vez mayor, y no sólo de manera
instrumental, esto es, mediante la adaptación para la pantalla de novelas,
relatos y obras de teatro, sino sobre todo en un plano subconsciente: puesto
que la afición a las películas y la afición a la lectura tienen un origen común
en la apetencia de conocer historias, incluso de participar en ellas con la
fantasía, nada más lógico que la concurrencia de ambas aficiones en una
persona. De ahí que hoy no sea ya posible que un hombre o una mujer se sienten
a escribir o a leer un relato situándose completamente al margen de la huella
que el cine ha dejado en todos nosotros.
Ahora no es infrecuente que
digamos de una novela que es “muy visual”, olvidándonos de que los grandes
escritores han creado desde siempre en los lectores una intensa sugestión de
“estar viendo” las escenas que ellos describían. La imagen ejerce un poder tiránico
en la mente, sin duda, y la influencia de los recursos propios del lenguaje
cinematográfico parece alcanzar incluso a obras literarias escritas antes de la
invención del cine. Para sentirse arrastrados por las vicisitudes relatadas en
una novela, los lectores del siglo XIX disponían tan solo con la corriente
tumultuosa de la imaginación, que no es poco. Nosotros leemos aquellas grandes
novelas y se nos figura que de alguna manera había ya en ellas los fundamentos
de una película: en la viveza de sus descripciones, en la fluidez de los
diálogos, en un ritmo que se ralentiza o se apresura según conviene a la
escena, y también en las estructuras que emplean para sostener las tramas, y en
recursos narrativos tales como la elipsis, por ejemplo. Leyendo Guerra y Paz vemos
materializarse inesperada y temiblemente el ejército de Napoleón entre la
niebla, al comienzo de la batalla de Austerlitz, y también la algarabía que una
fiesta navideña de disfraces provoca en la familia Rostov, los gorros y abrigos
de piel, los falsos bigotes pintados con corcho quemado sobre el labio superior
de las jóvenes, los trineos deslizándose velozmente de noche sobre la nieve, el
cielo estrellado, las risas, el amor brillando en los ojos de un húsar vestido
de mujer. Lo vemos. Y en las primeras páginas de Drácula nos
sobrecoge la inmediatez de ese tenebroso bosque de los Cárpatos, cuyas sombras
parecen rodearnos, y que conocemos a través de las innumerables versiones
cinematográficas que se han hecho del mito. Una de las escenas más conocidas y
admiradas de Madame
Bovary es aquella en que Emma acude a la catedral de Ruán para
encontrarse con un pretendiente y entregarle en mano una larga carta en la que
viene a decirle que nada puede haber entre ellos. El hombre, sin embargo, la toma
del brazo y la lleva casi en volandas hasta el exterior del templo, la
introduce dentro de un coche de alquiler y le grita al cochero que se dirija a
cualquier sitio. Durante varias páginas el coche recorre la ciudad con las
cortinas echadas, urgido el cochero desde el interior por la voz del hombre,
que en modo alguno permite que los caballos se paren: una de las escenas más
eróticas de la historia de la Literatura es, pues, una relación de las calles y
plazas de Ruán por las que pasa el coche una y otra vez para asombro de los
vecinos, sin que nos sea permitido atisbar lo que ocurre allí dentro.
Finalmente, el coche se detiene, una mano de mujer asoma por debajo de la
cortinilla y arroja al viento unos pedacitos de papel. Leída hoy, el cinéfilo
no podrá dejar de pensar que en Flaubert se daba una prefiguración
literaria de ese don de la insinuación visual que Ernest Lubitsch o Billy
Willder elevaron a categoría
de arte.
Un escritor, Antonio Muñoz Molina, afirmó en
una ocasión que el cine es la continuación de la Literatura por otros medios;
mucho antes, un maravilloso prestidigitador, George
Méliès, entendió que el cinematógrafo era la continuación de la magia por
otros medios, más aún, era el vehículo perfecto para la materialización de los
sueños. Estamos, pues, en ese territorio donde se encuentran la ficción y el
ilusionismo. Si la literatura nos abre hacia el paisaje de la imaginación a
través de la palabra, el cine nos lo representa mediante la sucesión de
imágenes; en los libros concebimos los espacios donde transcurren las
peripecias de los personajes –a los que acabamos acompañando- a partir de la
descripción por escrito que se nos hace de ellos; ante la pantalla asistimos a
la proyección de esos espacios con la fascinación de quien se entromete en los
sueños de otro y poco a poco va siendo atraído a ellos. Y son espacios
inmensos, de una inmensidad interior, eso sí, esa inmensidad que según escribió Gaston Bachelard es el movimiento del hombre inmóvil.