lunes, 31 de diciembre de 2012

Y la imaginación en los espacios (o fin de año en el Loser)


Basta con empujar su puerta batiente para ingresar de golpe en una especie de Brigadoon portuario: el tiempo, la oscuridad y el silencio lo han conservado extrañamente intacto hasta en el último de los detalles de su decoración. No recuerdo cuántos años llevaba cerrado el mítico "Port of Spain", encallado en el olvido. Ya ni siquiera le echaba una mirada de reojo al pasar con el coche a su altura, en el parque que corre paralelo al puerto, al otro lado de los grandes árboles centenarios y junto a la escalinata por la que una vez subió George C. Scott metido en la piel y el uniforme del general Patton. Uno imaginaba que a la muerte de su propietario alguien habría desmantelado completamente el local, y que tras los postigos de madera pintada iría cubriéndose de polvo lo que pudiera quedar allí, si es que algo quedaba; que no era posible un hermetismo tal que impidiera entrar la humedad del mar y que, por tanto, las maderas nobles de los panelados, de las barandas o del entorno majestuoso de la barra estarían irremediablemente deterioradas; que algún amigo de lo ajeno habría encontrado la manera de acceder al interior y entregarse a un alevoso pillaje.


Fue el camarada poeta, recién llegado de Barcelona, quien me dijo que creía haberlo visto abierto. Nos acercamos para comprobarlo una desapacible tarde de viernes, después de desafiar al viento paseando despacio por el casco histórico de la ciudad y dejándonos ir por las calles que desembocan en la zona del puerto. Y allí estaba, con las ventanas iluminadas, como salido de un sueño, como esperando a dos viejos lobos de mar que llegaran desde el futuro, devueltos quizá por una galerna encantada. Para mi asombro, dentro nada parecía haber cambiado; seguía igual aquel venerable aire de camarote o de taberna marinera de otra época y otro lugar, con sus caobas reflejando la tenue luz de las lamparillas, el piano cerrado, los estantes de la barra repletos de botellas de todos los lugares del mundo y en las mesas la posibilidad de la confidencia o la evocación; un espléndido decorado teatral que hubiera vencido los límites de la ficción y nos incorporase a él de manera natural. Y mientras le daba el primer sorbo al gintónic, escuchando la voz de Dinah Washington, me dije que como decorado bien podría serlo del Loser, aunque el Loser literario, del que es continuación imaginaria este blog-bar, tuviera como modelo principal un local no menos mítico, el Georgia Jazz Club, este sí desaparecido ya. En fin, bueno, sólo era una idea.


Celebremos hoy aquí una imaginaria fiesta para despedir el año del fin del mundo y dar la bienvenida al de la vida sigue (y qué remedio); no una gran fiesta, sino algo tranquilo, con buena música y bebidas bien combinadas, eso es todo.

Unas copas entre amigos, acodados en la barra con esa complicidad que da la camaradería...




Un baile, quizá el último baile, quizá el más romántico jamás filmado…




Fotos: JFH

sábado, 8 de diciembre de 2012

Los espacios de la imaginación


Texto para el Encuentro: Literatura e imagen. Aproximación 
al lenguaje cinematográfico, celebrado el 6 de diciembre en 
el marco del XI Festival Internacional de Cortometrajes “Almería en Corto”



En esa novela colosal que es La montaña mágica, de Thomas Mann, hay una escena en la que se describe de manera muy ilustrativa el efecto que causaba el cinematógrafo a los espectadores de la primera década del siglo XX. La novela se publicó por primera vez en 1924, pero esta escena en concreto se desarrolla alrededor de 1908, y a pesar de lo mucho que el cine había evolucionado en esos dieciséis años, el escritor alemán transmite una opinión muy poco halagüeña de aquel invento. Para empezar, el local al que acude el protagonista, acompañado de otros dos personajes del libro, está envuelto en una atmósfera viciada. Ante los ojos de los presentes, unos ojos doloridos, añade el narrador, cientos de imágenes se suceden apresuradamente, centelleando: son instantes fugaces, fragmentos de presente para narrar en pasado una historia oriental, llena de sensualidad y lujo y crueldad, con odaliscas semidesnudas y un tirano opresor y un pueblo entregado al fervor religioso y verdugos de musculosos brazos… Y aunque el protagonista de la novela piensa con desagrado que la técnica se ha puesto al servicio de imágenes que envilecen la dignidad humana, comprueba que a su alrededor los espectadores "parecen cautivados". La última imagen se desvanece al fin, las luces de la sala se encienden y " “el escenario de aquellas visiones se revela como una simple pantalla en blanco". 

Esto parece confundir al público, que no puede aplaudir, que sabe absurdo aplaudir y permanece así en un silencio incómodo, las manos impotentes, los ojos cegados por una iluminación que de pronto parece abusiva. Frente a todos ellos no hay nadie, no lo ha habido en ningún momento, nadie a quien agradecerle la expresión de su arte interpretativo, nadie a quien hacer salir a saludar con una ovación. En realidad, el espectáculo del que han sido testigos había ocurrido en el pasado, la reunión de los actores que lo habían llevado a cabo se había disuelto hacía tiempo, y ellos, los espectadores, no habían visto más que su sombra, el resultado de haber descompuesto sus acciones en brevísimas instantáneas con el fin, dice Thomas Mann, de poder ser reproducidas después "cuantas veces se quisiera a una velocidad vertiginosa que, como por arte de magia, las transformaría de nuevo en tiempo". En la oscuridad, la gente se había sentido turbada ante los seductores rostros en primer plano que parecían ver pero no veían, rostros a los cuales sus miradas no llegaban y cuyas sonrisas no pertenecían al presente. El espacio y el tiempo estaban alterados: abolido uno, como detenido el otro: el allí y el antaño se habían convertido en un aquí y un ahora lleno de movimiento. Y de pronto, todo había desaparecido en la luz, la gente se frotaba los ojos en silencio y con algo de vergüenza, anhelando sumergirse otra vez en la oscuridad "para mirar de nuevo, para ver cómo aquellas cosas pasadas volvían a hacerse presentes"

Con María Dolores García, Juan Antonio Porto y Pilar Quirosa

Ese estar sin estar, esa mutación del pasado en presente, esa velocidad vertiginosa con que las imágenes cinematográficas se suceden en una pantalla, ha sido definida por el pensador y urbanista francés Paul Virilio como "la estética de la desaparición puesta en escena por las secuencias"; la "estética de la desaparición" estaría vinculada a otras revoluciones del siglo XIX, y habría sucedido a la "estética de la aparición", propia de la escultura y la pintura, donde las formas surgen de sus sustratos, el mármol o el lienzo, y "la persistencia del soporte", es decir, su permanencia física, tangible, "es la esencia de la llegada de la imagen" hasta nosotros. Por el contrario, el fotograma cinematográfico otorga movimiento a la estética, y la velocidad de veinticuatro imágenes por segundo de la película precisa una "persistencia retiniana". En realidad, la película no existe como tal en la pantalla, sino en el interior de nuestros ojos. "Las cosas", afirma Virilio, "existirán más cuanto más desaparezcan". Dicho de otro modo, el cine sustituye la presencia física de la obra de arte por una ilusión, y nosotros aceptamos el espejismo, nos entregamos a lo que muy bien podría ser la contemplación de un sueño. Pero eso sí: del sueño de otra persona.

Hasta el nacimiento y expansión del cinematógrafo, los inventores de historias alimentaban la imaginación de las gentes básicamente mediante la palabra. Con sus narraciones, orales o escritas, ese tipo tradicional de inventor de historias buscaba, y aún busca, dar forma reconocible a personajes, espacios o sentimientos valiéndose de una hábil combinación de signos lingüísticos o de aquellos otros que los representan mediante la escritura. No debemos olvidar que, más allá del lugar común, una palabra equivale a tantas imágenes como lectores u oyentes tiene: esta multiplicación es el privilegio del que gozamos los seres humanos en virtud del pensamiento abstracto. Es más que probable que Thomas Mann no fuera el único escritor a caballo entre los siglos XIX y XX a quien le desagradara como cosa vulgar y engañosa ese nuevo espectáculo de imágenes en movimiento que tanto hechizo parecía ejercer en el público. Pero a medida que avanzaba el siglo XX, literatura y cine fueron estableciendo una complicidad cada vez mayor, y no sólo de manera instrumental, esto es, mediante la adaptación para la pantalla de novelas, relatos y obras de teatro, sino sobre todo en un plano subconsciente: puesto que la afición a las películas y la afición a la lectura tienen un origen común en la apetencia de conocer historias, incluso de participar en ellas con la fantasía, nada más lógico que la concurrencia de ambas aficiones en una persona. De ahí que hoy no sea ya posible que un hombre o una mujer se sienten a escribir o a leer un relato situándose completamente al margen de la huella que el cine ha dejado en todos nosotros.

Ahora no es infrecuente que digamos de una novela que es “muy visual”, olvidándonos de que los grandes escritores han creado desde siempre en los lectores una intensa sugestión de “estar viendo” las escenas que ellos describían. La imagen ejerce un poder tiránico en la mente, sin duda, y la influencia de los recursos propios del lenguaje cinematográfico parece alcanzar incluso a obras literarias escritas antes de la invención del cine. Para sentirse arrastrados por las vicisitudes relatadas en una novela, los lectores del siglo XIX disponían tan solo con la corriente tumultuosa de la imaginación, que no es poco. Nosotros leemos aquellas grandes novelas y se nos figura que de alguna manera había ya en ellas los fundamentos de una película: en la viveza de sus descripciones, en la fluidez de los diálogos, en un ritmo que se ralentiza o se apresura según conviene a la escena, y también en las estructuras que emplean para sostener las tramas, y en recursos narrativos tales como la elipsis, por ejemplo. Leyendo Guerra y Paz vemos materializarse inesperada y temiblemente el ejército de Napoleón entre la niebla, al comienzo de la batalla de Austerlitz, y también la algarabía que una fiesta navideña de disfraces provoca en la familia Rostov, los gorros y abrigos de piel, los falsos bigotes pintados con corcho quemado sobre el labio superior de las jóvenes, los trineos deslizándose velozmente de noche sobre la nieve, el cielo estrellado, las risas, el amor brillando en los ojos de un húsar vestido de mujer. Lo vemos. Y en las primeras páginas de Drácula nos sobrecoge la inmediatez de ese tenebroso bosque de los Cárpatos, cuyas sombras parecen rodearnos, y que conocemos a través de las innumerables versiones cinematográficas que se han hecho del mito. Una de las escenas más conocidas y admiradas de Madame Bovary es aquella en que Emma acude a la catedral de Ruán para encontrarse con un pretendiente y entregarle en mano una larga carta en la que viene a decirle que nada puede haber entre ellos. El hombre, sin embargo, la toma del brazo y la lleva casi en volandas hasta el exterior del templo, la introduce dentro de un coche de alquiler y le grita al cochero que se dirija a cualquier sitio. Durante varias páginas el coche recorre la ciudad con las cortinas echadas, urgido el cochero desde el interior por la voz del hombre, que en modo alguno permite que los caballos se paren: una de las escenas más eróticas de la historia de la Literatura es, pues, una relación de las calles y plazas de Ruán por las que pasa el coche una y otra vez para asombro de los vecinos, sin que nos sea permitido atisbar lo que ocurre allí dentro. Finalmente, el coche se detiene, una mano de mujer asoma por debajo de la cortinilla y arroja al viento unos pedacitos de papel. Leída hoy, el cinéfilo no podrá dejar de pensar que en Flaubert se daba una prefiguración literaria de ese don de la insinuación visual que Ernest Lubitsch o Billy Willder elevaron a categoría de arte.

Un escritor, Antonio Muñoz Molina, afirmó en una ocasión que el cine es la continuación de la Literatura por otros medios; mucho antes, un maravilloso prestidigitador, George Méliès, entendió que el cinematógrafo era la continuación de la magia por otros medios, más aún, era el vehículo perfecto para la materialización de los sueños. Estamos, pues, en ese territorio donde se encuentran la ficción y el ilusionismo. Si la literatura nos abre hacia el paisaje de la imaginación a través de la palabra, el cine nos lo representa mediante la sucesión de imágenes; en los libros concebimos los espacios donde transcurren las peripecias de los personajes –a los que acabamos acompañando- a partir de la descripción por escrito que se nos hace de ellos; ante la pantalla asistimos a la proyección de esos espacios con la fascinación de quien se entromete en los sueños de otro y poco a poco va siendo atraído a ellos. Y son espacios inmensos, de una inmensidad interior, eso sí, esa inmensidad que según escribió Gaston Bachelard es el movimiento del hombre inmóvil.

El guionista Juan Antonio Porto durante su conferencia (Foto: JFH)

Departiendo con Porto


Foto de familia. A mi izquierda: Yolanda Cruz, Pilar Quirosa, María Dolores García, Ignacio Martín Lerma, Juan Gabriel García, Miguel Ángel Blanco, Juan Antonio Porto y Jesús Salazar.