jueves, 21 de diciembre de 2017

Desde la cubierta de la Nao Victoria


Cuando hace un mes tuve oportunidad de subir a bordo de la réplica de la Nao Victoria y del Galeón Andalucía –réplica, a su vez, de los galeones españoles del siglo XVII-, recordé una frase que me dijo una buena amiga en cierta ocasión (pongamos que en un pasado increíblemente remoto ya): «Los barcos están más seguros en el puerto, pero no se hicieron para eso». Lo dijo en sentido figurado, en un contexto nada marítimo, pero aún así lo recordé de pronto al sentir en el cuerpo el débil pero perceptible balanceo del Victoria, incluso atracado en el muelle. No es, desde luego, un movimiento que te haga dudar de la estabilidad de la superficie que pisas, pero uno puede sentir que la cubierta de un barco no es tierra firme, y que el casco es cáscara mecida por el vaivén del agua que se oye chapotear entre la madera y la piedra.

Y como llevo la infancia a flor de piel, y además estoy hecho de literatura casi tanto como de materia biológica, me acordé también de todos los navíos en los que alguna vez navegué con la imaginación: el Unicornio el primero de todos, del que fue capitán el caballero Francisco de Hadoque, bravo antepasado del capitán Haddock; luego la goleta Hispaniola, en la que nos embarcamos para buscar la Isla del Tesoro, y a bordo de la cual leí fascinado los primeros términos navales: toldilla, mamparo, combés, bauprés, foque, castillo de proa, trinquete, mesana, obenques, botavara… Luego volé sobre las olas en aquel bajel pirata llamado por su bravura el Temido, y más tarde aún pasé zozobrantes aventuras enrolado con Arthur Gordon Pym en el Grampus y en la Jane Guy, y fui de los que llamé Ismael a quien vivió para contarla aquella enloquecida persecución de la ballena blanca en el Pequod.

La de la nao Victoria, sin embargo, supera a todas las aventuras de ficción, e incluso a todas las aventuras emprendidas por el hombre, o tan solo imaginadas. Escribió Alberto Manguel que viajar hoy ya no consiste en descubrir, sino en confirmar la información de un mapa. El primer viaje alrededor del mundo pertenece a otro tiempo: no fue para confirmar, sino para darle forma casi definitiva a todos los mapas, para demostrar ya sin género de dudas que la Tierra es redonda, y que todos los mares son en realidad uno solo, y al mismo tiempo, con la pérdida de un solo día en la meticulosa contabilidad de todos los que ocupó el viaje, para descubrir también un secreto formulado de este modo por Stefan Zweig en su libro sobre Magallanes: «que la esfera del mundo no permanece fija en medio del universo, sino que se mueve con ritmo regular sobre su propio eje, y que quien la sigue en su giro navegando hacia Occidente puede arrebatar tiempo a la eternidad». O puede ganar una apuesta, como la de Phileas Fogg sobre otra vuelta al mundo trescientos cincuenta años más tarde.

Victoria
Aquella primera circunnavegación fue fruto de ese asombroso viaje para el que un terco navegante portugués llamado Fernando de Magallanes puso todo su empeño, emprendido el 10 de agosto de 1519 por cinco naves y doscientos sesenta y cinco hombres a su mando y finalizado tres años más tarde por Juan Sebastián Elcano y otros diecisiete extenuados, famélicos, envejecidos supervivientes a bordo del Victoria, solamente el Victoria, solamente dieciocho hombres. Después de leer sobre aquella odisea (el libro de Zweig es magnífico) o de ver alguno de los documentales que dan cuenta de sus vicisitudes, resulta, para un cinéfilo, inexplicable que tal hazaña no haya merecido una gran película, ni siquiera una pequeña.

Se trataba, en una primera etapa, de atravesar el Atlántico hacia el ya conocido nuevo mundo. El almirante de la flota guardaba celosamente el secreto que animaba su propósito: un mapa mediante el cual podría descubrir al sur la manera de alcanzar con las naves el océano ya divisado por Nuñez de Balboa desde la cima de los Montes Urrucallala, en Panamá, y de este modo llegar a las islas de las especias por una ruta distinta a la que seguían los portugueses de acuerdo con la partición de la Tierra que había hecho el Papa. Tormentas y fuego de San Telmo, como respuesta a las oraciones; ilusión de haber encontrado ese paso al otro lado, navegarlo durante días para darse cuenta al fin de que el agua era dulce y que por tanto estaban en un río, en la inmensa desembocadura del Río de la Plata; desaliento; conspiraciones; sublevación de los capitanes españoles de los otros barcos, juicio y castigo a los rebeldes; navegación más hacia al sur, hacia los hielos; primeros naufragios en la flota; exploración de cada bahía, de cada ensenada, de cada desembocadura, de cada mordisco en la costa que pudiera ser entrada de ese paso; meses de espera en puerto natural hasta la llegada de la primavera austral; y luego más hacia al sur, y al fin un acceso, o lo que parece un acceso, no un canal recto, sino un laberinto de islotes, de vueltas y revueltas, de meandros, de recodos sin salida, entre montañas donde de noche ardían fuegos, y al fin, después de otro mes, mar abierto: ¡el otro lado!

Han pasado más de catorce meses desde que salieron de Sevilla, y una vez atravesado el que será conocido como Estrecho de Magallanes, uno de los barcos, el San Antonio, el más grande y mejor aprovisionado, deserta y regresa a España. El viaje entra en otra etapa: son ahora tres naves, que habrán de surcar el Pacífico, mucho más extenso de lo que nadie hubiera podido concebir: un «infinito desierto líquido», escribe Stefan Zweig, tres meses y veinte días más, con sus noches inacabables, de agua y agua y agua y agua y no otro horizonte que el agua, y hambre, y escorbuto, y muerte: «el viaje marítimo tal vez más terrible y lleno de privaciones que registra la eterna crónica del dolor humano y de la humana capacidad de sufrimiento que llamamos Historia».

Galeón Andalucía a popa de la Nao Victoria
Y al fin unas islas, desconocidas, las Filipinas, donde sus habitantes jamás habían visto hombres como aquellos que llegaron, ni oído el retumbar de unos cañones, ni se habían admirado con la invulnerabilidad de las corazas. Como a Moisés, tampoco a Magallanes le será dado alcanzar la tierra prometida estando ya tan cerca, y encuentra la muerte en una escaramuza con los nativos de otra isla. Habrán de ser otros capitanes quienes alcancen en dos de los barcos, tras quemar el otro por falta de marinería que la tripule, las Molucas. Después de cargar las bodegas, descubren que el Trinidad, la nave que Magallanes eligió como capitana, hace aguas. Habrá de ser el Victoria quien trate de culminar el viaje y Elcano quien la guíe a través del Océano Índico, quien la haga doblar el peligroso cabo de Buena Esperanza, quien ascienda la costa de África sin tocar nunca tierra para evitar a los portugueses, y al fin, el 6 de septiembre de 1522, casi hundido, arribar a Sanlúcar de Barrameda, y el 8, remolcado por el Guadalquivir, al puerto de Sevilla.

¿Todo esto en un barco del que es réplica este en que me encuentro? No parece tan grande como para soportarlo. Hubiera sido más comprensible en el galeón que está atracado justo detrás, y al que subo más tarde. 

Y en uno y otro, qué ganas de soltar amarras de todo, de mí mismo antes que de ninguna otra cosa, y de desplegar velas, y de salir a mar abierto, y de buscar también yo un cabo de Buena Esperanza que me lleve a las aguas de otro año distinto de este, y apuntar, con los cañones del galeón, a los problemas que me han perseguido durante toda la travesía del diecisiete, y volarlos por los aires, y seguir navegando, y no detenerme nunca… 

En el Galeón Andalucía

sábado, 2 de diciembre de 2017

Cierta distancia, de Miguel Sanfeliu


Una parte importante de lo que somos se la debemos
 a los libros que hemos leído

MIGUEL SANFELIU



Apenas leí las primeras páginas de Cierta distancia. Manual de supervivencia para amantes de la literatura, supe que entre este último libro de Miguel Sanfeliu y yo iba a haber algo personal. Acabado ya el libro, disfrutado plenamente hasta la última línea, ahora que quiero escribir sobre él importa mucho menos ese vínculo especial que se ha establecido entre nosotros que mi deseo de llegar a todos aquellos que en sus páginas podrían también encontrar ese algo personal, tan personal como pueda serlo la huella de un pie descalzo en la arena de una isla en la que nos creíamos solos.

En cierta ocasión le preguntaron a Ignacio Aldecoa qué haría si no pudiera escribir: “Intentar escribir”, respondió. Cierta distancia, que fue primero el título de un extenso artículo, luego de un blog literario de referencia y ahora lo es de este libro –supermanual de vivencias, propias y ajenas-, indaga en las razones de esa inclinación ciega a construir historias, a pelearse con las palabras, a tirar del hilo de una frase, de una imagen, de un personaje posible, de un determinado recurso estilístico que se nos ha ocurrido para desarrollar un argumento, todo aquello que puede ser la chispa que encienda la imaginación, tal y como detalla Sanfeliu, con sus palabras y con las palabras de otros muchos escritores, en quienes se apoya para tratar de dar una respuesta al porqué se escribe literatura.

Y no sólo por qué se escribe: por qué robarle tiempo a la familia para hacerlo, sobre todo si no se trata del oficio del que uno vive, sino “una pulsión casi física”, un estar cavilando todo el tiempo, un tratar de retener en la memoria un hecho concreto de nuestro vivir cotidiano para llevarlo luego al papel, un permanente esto tengo que escribirlo, un estar en todo momento como en otro sitio, componiendo historias o fragmentos de historias en la cabeza, eso que hace de uno un excéntrico, un insociable, sabiendo además que “si no has publicado nadie entiende que sigas escribiendo, que te sigas sacrificando”.

Me gusta pensar en Kafka como alguien capaz de comprenderme cuando siento que nadie me entiende; alguien para quien la literatura era el único lugar en el que se encontraba a salvo”, señala Sanfeliu. La literatura como refugio, como forma de vida, como mundo privado en el que obtener “ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana” (George Orwell), como medio y fin de todo, como “razón sobre la cual gira toda la existencia”, como laboratorio en el que experimentar con las reacciones de los personajes, por ejemplo; la literatura como necesidad, como herramienta para evadirnos de la realidad o para cuestionarla o para intentar explicar el mundo; la literatura como enfermedad y como terapia. Todo ello está en el libro de Miguel Sanfeliu y por todo ello se escribe. Y por el gusto de escribir, también. Y porque no hacerlo nos hace sentir culpables. En una entrevista reciente, Peter Handke afirma que “El escritor debe ser un niño, un ser confuso, un buscador”. Diablos. Por eso no se puede dejar de escribir sin correr el riesgo de perder para siempre esa excitante sensación.

Rainer María Rilke le aconsejó a un joven poeta que no escribiera si no le era absolutamente necesario hacerlo, y Miguel Sanfeliu hace suyo este consejo, a través también de José Luis Sampedro: sí, dejar de escribir, demostrase a uno mismo, de este modo, si se es o no escritor: “El verdadero novelista es el que no renuncia”, cita Sanfeliu de un manual literario escrito por John Gardner. En este punto es donde no he podido evitar recordar cierto juego que teníamos hace años una amiga mía y yo: si uno confesaba haber dejado de hacer algo el otro preguntaba: ¿Y se puede vivir?, siendo la respuesta pactada entre ambos la siguiente: Si a esto le llamas vida…

Termino por donde habría debido empezar, por el título: esa “cierta distancia” alude al apartamiento que el escritor adopta respecto de sí mismo, de su propia vida, según señala Sanfeliu, incluso de la propia realidad, añado, para buscar otra perspectiva de las cosas, cuestionarlas, reinventarlas. Y como “Manual de supervivencia” lo es, de una forma documentada, amena, placentera, útil, no solo para “amantes de la literatura”, sino también, y sobre todo, para quienes tienen la literatura como amante, como el centro de su otra vida. El 7 de junio de 1912 Kafka escribió en su diario: “Fatal. Hoy no he escrito nada. Mañana no tendré tiempo”. La cita aparece en el libro de Miguel Sanfeliu, y no concibo una manera más exacta de explicar esa desazón que nos provoca no disponer de todo el tiempo del mundo para entregarnos a la escritura, y saber que el encuentro con la inspiración habrá de plantearse en términos de discontinuidad. ¿Que por qué escribimos? Por eso, porque es otra vida que llevamos, y en esa otra vida alternativa somos más nosotros mismos.


Cierta distancia. Manual de supervivencia para amantes de la literatura 
está publicado por Silex Ediciones.