sábado, 30 de abril de 2011

El espía, de Justo Navarro


El crítico Ricardo Senabre definió a Justo Navarro como “autor para paladares delicados”, y con ello venía a señalar que la suya es una prosa “cuidada, precisa, de gran sobriedad, culta”, carente, añado yo, de copiosas salsas de retórica que disimulen el sabor primordial de la historia que narra o pretendan intensificarlo más allá de lo que la propia historia necesita. Estos rasgos de estilo, por cierto, son extensibles a su obra como poeta y como traductor. Esta primera semana de mayo llega a las librerías su nueva novela, El espía, y sus lectores habituales nos preguntamos ya qué pieza añadirá a ese universo literario propio que va completando libro a libro.

Justo Navarro es uno de esos raros ejemplos de escritor que hoy en día no busca su inspiración en la lista de los diez libros de ficción más vendidos. Lo suyo es ir introduciendo variantes enriquecedoras en la indagación constante y atenta a la que somete las relaciones humanas, preferentemente en el ámbito familiar, donde el presente suele ser consecuencia del pasado. Parte de su técnica narrativa consiste en favorecer la intromisión en la intimidad de sus personajes, describiendo una sucesión de gestos cotidianos -ese tipo de pequeños actos que realizamos de manera rutinaria cuando estamos solos- entre los que va insertando otros gestos más intrigantes –que también solemos hacer cuando nadie nos ve, pero que son mucho menos rutinarios y nos representan con la fidelidad secreta de los espejos en cuyo interior nos desnudamos-.

En sus novelas encontramos con frecuencia que la acción se desarrolla en un espacio que parece estar siendo físicamente desmontado (una casa rodeada de obras de construcción, un hotel que va a ser demolido, un consulado diplomático sometido a una rápida mudanza), y donde la conciencia de la muerte hilvana los conflictos que el argumento deja al descubierto: “¿No debería la gente saber cuál es su cumpleaños final? No digo que lo sepa desde siempre: lo podría saber en el momento de apagar las velas de la tarta” (Hermana muerte, 1989). “Te crees que todo va bien y te estás muriendo sin darte cuenta” (Accidentes íntimos, 1990). “El primer dolor es por el dolor que sabes que no te abandonará nunca, el dolor de no poder estar ya, ahora mismo, en otro tiempo sin dolor: como el dolor al recibir el anuncio de una enfermedad mortal y dolorosísima que está todavía en la primera fase” (El alma del controlador aéreo, 2000).

En El espía, y de acuerdo con la sinopsis que la editorial Anagrama ha difundido, Justo Navarro parece abordar abiertamente la novela de género, y sus lectores, ya he dicho, nos preguntamos de qué manera habrá adaptado la trama a su particular mundo narrativo. La respuesta, el 5 de mayo. 
 “Italia, Segunda Guerra Mundial: el poeta americano Ezra Pound participa desde Radio Roma en la batalla de propaganda contra los aliados y contra los judíos. Pero el fervor nazifascista de Pound a través de las ondas despierta las sospechas de los servicios de contraespionaje italianos. La radio, “cajón del diablo”, era ya una máquina de arenga, adoctrinamiento y movilización de masas, artefacto bélico y arma de espías. ¿Transmiten los programas radiofónicos de Pound mensajes cifrados al enemigo? ¿Fue el genio de la literatura un agente doble o una simple y patética figura criminal? O quizá la realidad sea doble y ambigua, «una desolación de espejos», como decía el poeta Eliot, amigo de Pound, y repetía otro personaje de esta historia, el futuro genio de la CIA James J. Angleton, para referirse al universo del espionaje. Esta es la historia que el autor de novelas de misterio Carlo Trenti le cuenta por escrito a su amigo y traductor J. N., residente por casualidad en Pisa durante los mismos meses en que lo fue Pound, pero más de sesenta años después. Allí, prisionero en un campo penitenciario para soldados de los Estados Unidos, Ezra Pound esperaba juicio, acusado de alta traición.”

lunes, 25 de abril de 2011

Una por Liz y Monty (Un lugar en el sol)



En el Loser hay también ocasión para la confidencia, casi siempre a esa hora temprana de la tarde en que aún no ha entrado nadie y el barman puede venirse frente a nosotros a escucharnos en silencio: Fue mi primer amor, podemos decirle, sin dejar de mirar la copa que acaba de servirnos. Elizabeth. Sí. Uno de esos amores arrebatados que nacen en esa tierra de nadie que es el final de la infancia y el comienzo de la adolescencia. Un amor irremediable y secreto. Verás, yo di mi primera patada intrauterina en un cine donde mis padres veían Ben-Hur, y puede decirse que desde entonces he vivido en estado de película. Soy una de esas personas que las ha visto todas, ya sabes, y que se ha creído las suficientes como para echar de menos una música de fondo en los grandes momentos de la vida o una buena elipsis que suprima esos otros insoportablemente anodinos. Bueno, pues creo que ninguna película me ha provocado tanta conmoción como Gigante a los doce años. Entonces podía pasar mucho tiempo antes de que volvieran a emitir por televisión una película, así que yo estuve varios años conservando en mi cabeza dos imágenes que en sí mismas acumulaban toda la fascinación que había despertado en mí: la de un caserón alto y solitario en medio de un secarral que se perdía en el horizonte y la de un zapato de mujer hundiéndose en el barro y dejando una profunda huella que al instante era colmada desde el interior por un líquido pastoso y oscuro. Y luego estaba ella, claro. Elizabeth, sí. Elizabeth Taylor. Pequeña y tan pero tan bella, una chica que era a la vez frágil y resuelta, y que tenía conciencia social, además. Nuestra tele era en blanco y negro, de modo que me importó muy poco de qué color pudiera tener los ojos: era la forma en que los usaba lo que cortaba la respiración... En fin, aquello me duró casi hasta los catorce.

Debió de ser por esa época cuando encontré una foto suya en uno de los tomos de la enciclopedia que había en casa. De ella y de Montgomery Clift. Era una imagen de Un lugar en el sol, dirigida, como Gigante, por George StevensLiz tenía los hombros desnudos, la cara vuelta de perfil, mirándole a él fijamente. Ella de blanco, él de negro. Clift hablaba por teléfono, Liz rodeaba con sus manos, delicadamente, una botellita de champán. Al lado de esta foto había otra, la de un boceto para una escena de la película. Yo no sabía entonces lo que era un storyboard, y me parecía el colmo de la meticulosidad el que alguien hubiera planificado una película al extremo de dibujarla previamente. Llegué a idealizar esa película. En casa, además, se hablaba de ella de una manera un tanto misteriosa, o a mí me lo parecía: era la película de la barca. Pasaron los años, aparecieron en mi vida chicas de las que no era tan descabellado enamorarse, y lo hice, lo hice a conciencia, además, fatalmente. De modo que en algún momento Liz pasó a ser simplemente mi actriz favorita, la más guapa, la mejor de todas. Vi otras películas suyas, pero no aquella, Un lugar en el sol. Ya digo: si no la ponían, no la ponían. Eso era todo.

Fui sabiendo cosas de ella, claro: que estaba basada en una novela titulada An American Tragedy, de Theodor Dreiser; que Liz, aun cuando llevaba desde niña en el mundo del cine, había tomado verdadera conciencia de lo que era actuar interpretando a Angela Vickers, y que esto había ocurrido gracias a la ayuda de Motgomery Clift, un joven refinado e intelectual que provenía del Actors Studio y había compuesto un personaje tan atormentado como lo era él mismo.

Por fortuna todo llega, y pude al fin verla a los diecisiete años, la misma edad que tenía Liz cuando la hizo (cinco menos que en Gigante). Naturalmente, cabía la posibilidad de que no colmase mis expectativas, ya sabes lo que sucede en estos casos… Bien, nada más lejos. Desde luego, no es fácil hablar en pocas palabras de la película de toda una vida. Todo en Un lugar en el sol parece indicar que quienes participaron en ella sabían que estaban haciendo algo fuera de lo común, algo que justificara absolutamente su condición de obra de arte. Tiene su propio ritmo, una manera única de contarte la historia, con elegantes movimientos de cámara y encadenados plenos de sentido, que no se limitan a un simple cambio de escena, sino que son una segunda lectura entre líneas; los guionistas, el director de fotografía, la diseñadora de vestuario, Franz Waxman como compositor de la banda sonora, Stevens en la dirección, todos dieron lo mejor de sí mismos y todos obtuvieron el Oscar por su exquisito trabajo.

Cada plano de Un lugar en el sol está, en efecto, tan minuciosamente planificado que a la película la sostiene invisiblemente un sutil juego de indicios que nos traducen los pensamientos del joven George Eastman, desde que en el mismo arranque le vemos haciendo autostop al borde de la carretera, contemplando primero el que también es su apellido en un enorme anuncio de bañadores y luego un deportivo que pasa rápido junto a él –es Angela-, pero siendo recogido por un destartalado camión de buhonero. El cuadro de Ofelia ahogada que vemos fugazmente colgado en su habitación de alquiler y el obsesivo neón con el nombre de Vickers que se ve desde su ventana; la turbación petrificada que despierta en él una familia cantando en la acera himnos religiosos (esa mirada resume las primeras doscientas páginas de la novela); la manera en que Angela le introduce simbólicamente en la alta sociedad la misma noche en que al fin se conocen, bailando, bailando, sí, del salón vacío por el que él ha estado deambulando un poco fuera de lugar a ese otro donde realmente está la fiesta; el canto sarcástico de un somormujo en los momentos más dramáticos; el ladrido de los perros; la cuerda que se le enrosca en el tobillo cuando ante el tribunal trata de reconstruir a vida o muerte qué ocurrió en la barca aquella tarde, en aquel lago solitario...

Y si todo esto no fuera ya bastante, bueno, está la interpretación de Montgomery Clift, estremecedora, la mejor que yo haya visto jamás. Tanto llegó a metabolizar el conflicto del personaje que cuando acababa cada escena su camisa, dicen, estaba empapada de sudor. Liz Taylor no había visto nunca tal grado de tensión, de sufrimiento, en una actuación, y desde luego duele verle debatirse en la duda, en el miedo a ser detenido, a perder a la chica que ama y con ella la posición social que tan cerca, tan condenadamente cerca ha estado de alcanzar.

Montgomery Clift, buen retrato para una galería de losers. Mi actor favorito, mi actriz favorita… En fin, brindo por ellos… Liz murió el mes pasado, lo habrás oído… Elizabeth Taylor. Mi primer amor.





miércoles, 20 de abril de 2011

De lugares imaginarios (2)

Alberto Manguel y Gianni Guadalupi nos explican en su Breve guía de lugares imaginarios cómo llegar hasta estos lugares, su localización (en algunos casos con precisas coordenadas), cuándo, cómo y por quiénes fueron fundados; se nos describen sus accidentes geográficos, sus particularidades urbanísticas, sus costumbres, sus religiones, sus bosques, tradiciones, festividades, su historia, sus formas de gobierno. Conocemos bien el nombre de alguno de esos lugares:  Camelot, Shangri-La, Narnia, Liliput, la Tierra Media, la Isla del Tesoro, Zenda, Macondo, Sleepy Hollow, la próspera Utopía de Tomás Moro, donde son declarados festivos "los días en que no hay nada urgente que hacer, de modo que sus habitantes tienen la oportunidad de ejercitar y perfeccionar la mente", el País de Nunca Jamás, con la descripción de las tres formas en que puede llegarse a él, y el de las Maravillas, y la Cueva de Montesinos, y la Atlántida, de la que se señalan cuatro fuentes bibliográficas distintas, y la Babel borgeana, famosa por su biblioteca infinita, y Oz, vasto país dividido en otros cuatro más pequeños, cuya capital es Ciudad Esmeralda. Otros nombres sólo nos resultan familiares, la mayoría completamente desconocidos.


Utopía
Se nos dice que Alali está situado en el corazón de las Grandes Espinas, en África, y se llega a él atravesando una estrecha garganta erosionada "por los elementos en la arquitectura caprichosa de un sueño". Que para llegar a Arnheim es preciso realizar un extraño, largo y cambiante viaje fluvial en dos etapas. Donde-nadie-habla es un "país situado dentro del sonido de nuestra propia voz", y al País del Espejo se accede entrando en las dependencias del decano de cierto college de Oxford, encaramándose a la repisa de la chimenea -cuidando de no rozar los vasos de flores secas- y atravesando el cristal de un gran espejo que allí mismo hay ubicado.
Varios están gobernados por mujeres, y se trata de lugares en los que a menudo los hombres están esclavizados, proscritos o simplemente son desconocidos, como ocurre en un país submarino llamado Capillaria, situado entre Noruega y Estados Unidos, donde sus habitantes, hermosas, altas, de flotantes cabelleras y con capacidad para autorreproducirse, visten amplias capas que al andar se abren y dejan ver una piel translúcida, que transparenta sus órganos internos. En Erewhon "la enseñanza se imparte en los Colegios del Desatino, donde sólo se estudia lo hipotético". El Reino de Afania cuenta con un código especial para los delitos literarios y un Tribunal de Letras. Algunos de los habitantes de Jansenia poseen dos corazones, condición "que explicaría la notoria falta de sinceridad que les caracteriza". En Presente, los nativos no tienen memoria: cada momento es nuevo y perfecto; nada cambia, nada tiene futuro.
Realmente hay sitios increíbles, la mente de un creador puede multiplicar los mundos: en la ciudad de Gramblambla existe un famoso museo que el viajero no debe perderse, en el que están conservadas en grandes y herméticas botellas de cristal siete célebres familias que, "tras haber caído en desgracia por culpa de la mala conducta de sus hijos, se escabecharon ellas mismas con mucha cayena, brandy y vinagre". En la Isla del Termómetro el viajero se asombrará al descubrir un instrumento extraño: "un clave que en lugar de producir notas musicales gradúa los colores según la escala de sonidos". En Helikonda se encontrará con el optófono, artefacto "que trasmuta cualquier objeto en su equivalente musical". Pero también se nos advierte que en ocasiones las costumbres del lugar pueden parecernos crueles (la advertencia es explícita y plenamente justificada en el caso del Reino de los Abdales, donde la piel de algunos ajusticiados se curte en orina y se vende luego a las damas elegantes como finísimo material para sus vestidos).
Y además, resulta fascinante advertir en sus referencias bibliográficas cómo es rigurosamente cierto que hay pasadizos que comunican todos los libros.


La Sala de los Planetas, ilustración de Erik Desmaziéres para La Biblioteca de Babel,
de J. L. Borges (David R Godine edition, 2000)

lunes, 18 de abril de 2011

jueves, 14 de abril de 2011

De lugares imaginarios (1)


De manera que sí, que se trata de un lugar imaginario, el Loser, digo, pero nada más que de un bar de copas, con todo el encanto que ustedes quieran, pero un bar de copas: no le alcanza para haber podido ser incluido en ese libro singular que es la Guía de lugares imaginarios, de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, publicado por Alianza en 1992 (o la Breve guía…, en el 2000, reeditado ahora en el 2011). Singular porque sólo al tener conocimiento de su existencia se da uno cuenta de cuánto le apetecía poseerlo, cuánto deseaba, sin saberlo, que alguien incurriera en la osadía intelectual de indagar tan a fondo, tan minuciosamente, en la historia de la literatura con el fin de confeccionar una obra a medias entre la enciclopedia y la guía de viajes quiméricos, con cientos de entradas en riguroso orden alfabético, con referencias precisas sobre cientos de países, continentes, islas, regiones recónditas, cuevas, abadías, ciudades de toda condición y forma, valles, aldeas, incluso algún que otro castillo de especial significado y un túnel ferroviario construido bajo el océano Atlántico que unía Manhattan con cierta ciudad de la Bretaña francesa. Y cada lugar, además, con su reseña bibliográfica, como no podía ser de otro modo: obras de Plinio el Viejo, Poe, Chesterton, Verne, Swift, Rabelais, H. G. Wells, Kafka, Tolkien, Melville, Ibsen… todo un universo de lecturas posibles donde la geografía de lo real es sobrepasada por ese ansía puramente humana de aventurarse en lo desconocido, sobre todo hoy, cuando, como señala Manguel en el prólogo, “viajar ya no consiste en descubrir sino en confirmar la información de un mapa”.
Pero no están recogidos, ya he dicho, bares como el de Floro Bloom, de El invierno en Lisboa, pongamos por caso, o el de Joe Bell, de Desayuno en Tiffany’s, o el Yellow Sky Club de aquel embrujador Shanghai de Juan Marsé, ni figuran tampoco esos inquietantes barcos literarios como el Malcolm, el Pequod, el Grampus, La Hispaniola. Tal vez quepa concebir también una especie de Guía del Ocio imaginario o una Guía de Agencias de viajes imaginarias. Italo Calvino - bien representado en sus páginas a través de varias de sus ciudades invisibles- dijo de este curioso libro de Manguel y Guadalupi que “en la Biblioteca de lo Superfluo, que me gustaría que encontrase siempre lugar en nuestros anaqueles (…) es, creo, una obra de consulta indispensable”. También lo serían esas otras Guías.

domingo, 10 de abril de 2011

El Loser, sus ceremonias

Y qué importa si el lugar no existió más allá de mi imaginación y de las páginas de un libro: puedo apoyarme si así lo quiero en el extremo de la barra imposible del Loser, beber sin apartar la mirada de la estatua de Bogart y del decrépito piano de atrezzo, allá al fondo, en un rincón donde la luz no llegaba del todo: un Bogart alto, granítico y blanco, de angulosas e irregulares cinceladas, con aquel gesto de pétreo cinismo, el brazo izquierdo desapareciendo a la altura de un supuesto bolsillo, en el muslo, y  el derecho acodado en la tapa del piano, la mano colgando y los dedos entreabiertos  para que se cumpliera la tradición que el Loser había exigido en sus comienzos: los fumadores tenían que rendirle el tributo de apretar entre ellos un cigarrillo encendido. Pero esos comienzos están muy lejanos: durante los tres primeros años  Javier y Ruth, sus dueños, oficiaron de perfectos anfitriones, pero de esto me acuerdo vagamente, es extraño, como si se tratara de un sueño; sé, no obstante, que el Loser se convirtió en aquel tiempo en un local de referencia para artistas o estudiantes de arte, compañeros de Ruth, rendidos admiradores suyos. El local tenía por entonces –así está escrito- un ambiente familiar, muy animado, que atraía a más pintores en ciernes, o escultores, o fotógrafos, o actores, o poetas, junto con los amantes de la buena música, el buen cine y los licores bien combinados. Javier aseguró una vez, recordando aquellos años, que no había nada intelectual porque desde un principio él y Ruth se negaron a permitir que creciera allí ese autismo diletante, como de ateneo de subsuelo. El Loser, sí, era un refugio también contra eso, una especie de consulado para todos cuantos no podían dejar de sentirse extranjeros en cualquier otro sitio. Y yo puedo dejar el vaso alto y húmedo en la barra y encender un cigarrillo, y mirar ahora las viejas fotografías clavadas en un panel de corcho junto al equipo de música –suenan o sonaron, sucesivamente, Ray Charles, Goodman, Ellington, Billie Holiday, Lou Reed, Supertramp, Clapton-, estudiar esos momentos estelares del Loser, en blanco y negro o color, también hay fotos de los otros cuatro años, cuando se quedó Javier solo tras la barra, pero ésas no serán tenidas en cuenta, Javier venderá el Loser y se desprenderá de ellas, no de las otras, claro, venderá el Loser o lo vendió ya hace más de quince años, qué más da si no existió nunca y eso no impide que yo sonría apenas las teclas de un piano anteceden a la voz de Sinatra, She gets too hungry…, sonrío y sigo el ritmo con la cabeza, porque escrito está también que el Bogart de granito y cara pálida parecía torcer una sonrisa difícil si en los bafles sonaba “The lady is a tramp”, esa canción, concretamente. Y si alguien me preguntara: Oye, ¿y eso de Loser, qué es?, bueno, pues bebería otro trago y luego respondería a la manera de Flaubert, ya saben, cuando le preguntaron quién era Madame Bovary; diría: Loser c’est moi. Y ésa es la verdad. Ésa es la puñetera verdad.

Foto: Cafetín, c. 1997. JFH

martes, 5 de abril de 2011

Recorrer los Pasadizos

Reunir en un libro los nueve relatos de que se compone Pasadizos les ha dotado de existencia, o, por seguir un poco el hilo argumental del primero de ellos, les ha concedido del don de la visibilidad. No importa que la mayoría ya hubiera visto la luz en algún periódico: es ahora, uno detrás de otro entre las páginas de un libro, cuando se alían en una voluntad común de sorprender al lector, de jugar con él, de cautivar su atención. Son cuentos con distinta temática, distinto enfoque narrativo y variada extensión, están escritos a lo largo de más de una década y bajo muy diferentes estados de ánimo, y a pesar de todo eso adquirieron una curiosa sugestión de unidad cuando logré armar el puzle de su orden en el libro. Quiero creer que esto se debe a que cada uno de ellos se concibió como un juego literario con el lector, y, más allá de la mera cronología, cada juego contenía por sí solo la secreta posibilidad de burlar las reglas de alguno de los otros.

Cuando decidí este título para el libro, Pasadizos, no pensé en lo mucho que remite al título de mi primer libro de relatos, Desde el lugar donde me oculto (1991). Pensé, sí, que el cuento del que proviene el título enlazaba ambos libros, pero mi idea era que se trataba más de un puente entre ambos. Ese cuento, “Los pasadizos de la ficción”, fue escrito para aquel primer libro. Hablo de veinte años atrás. Yo estaba a punto de cumplir un sueño, era muy joven y por primera vez escribía sabiendo que aquello iba a ser publicado. El resultado fue un cuento mal escrito, en el que más que contar una historia importaba la forma en que se hiciera. Renuncié a publicarlo y lo guardé en una carpeta. Todos estos años ha estado, de alguna manera, reclamándome para ser escrito de nuevo. Lo hice hace algo más de un año. Lo despojé de la prosa y lo dejé en la pura estructura, cambié el nombre de los personajes y empecé desde la primera palabra, dejándome llevar, igual que si estuviera contándomelo a mí mismo, hasta descubrir finalmente el sentido de esos pasadizos. De ahí la idea de puente entre una colección de relatos y otra, puente que atravesaron los cuentos que he escrito desde entonces para llegar a este libro.


Sin embargo, fue después, mientras pensaba en la forma en que podría presentar el libro en sociedad, cuando me di cuenta de la relación semántica entre “los lugares donde ocultarse” y los “pasadizos”, y de que, por tanto, la vinculación entre aquellos doce relatos y estos nueve estaba, más que en algo tan visible como un puente, en el doble fondo, en la trampilla disimulada, en las escaleras estrechas, las galerías que no se sabe a dónde conducen pero que de alguna forma comunican todos los libros. Son, en fin, cuentos que bordean el territorio del realismo mágico o caen plenamente dentro de él; es decir, introducen una anomalía en lo cotidiano, o la sugieren, o poseen una determinada atmósfera que permite imaginar que lo cotidiano contiene ya de por sí el germen de lo anómalo.

Puesto que he escrito novelas y he escrito cuentos, a menudo me han preguntado, como a tantos otros, por la diferencia entre estos dos géneros. La idea con la que estoy más de acuerdo es que en el relato breve todo el peso recae en la historia misma, en tanto que en la novela lo esencial es desarrollar el carácter de los personajes, de quienes dependerá en buena parte el verdadero interés de lo que se está narrando. De ahí el despojamiento de cualquier elemento accesorio que debe tener todo buen cuento. En palabras de Julio Cortázar, el cuento contemporáneo “se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios”; el cuento es, añade, “una implacable carrera contra el reloj”, y la imagen del reloj sirve por igual para explicar la angustia de una cuenta atrás que comienza en el primer párrafo y también el alto grado de precisión interna que el mecanismo de un relato ha de tener para ser eficaz. Cortázar se refería también al cuento, el cuento fantástico, especificaba, diciendo que “te cae encima”, que es necesario librarse de un cuento así como quien se quita una alimaña de encima, que se empieza a escribirlos ignorando el desenlace, que son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran.

Sin duda habrá quienes encuentren la descripción que hace Cortázar excesivamente literaria, pero lo cierto es que la mayor parte de mis relatos surgieron de una manera muy parecida a ésa. El detonante puede ser un hecho trivial, pero un cierto tipo de imaginación no necesita demasiados elementos para desatarse y actuar por su cuenta…



El pasado 24 de marzo se presentó el libro formalmente: por la mañana, en la Universidad de Almería, de la mano de un escritor al que admiro mucho, Justo Navarro (en la foto junto al decano de Humanidades, Manuel López, en el centro, y al que esto escribe, allá al fondo); por la tarde, entre amigos y con otro buen escritor, Francisco Ortiz, llegándome al corazón como sólo él sabe hacerlo.


Foto: Gabinete de comunicación de la UAL