domingo, 30 de abril de 2017

Un apasionado orfebre de la literatura: Miguel Naveros


Con motivo de la publicación de su primera novela, La ciudad del sol (Alfaguara, 1999), Miguel Naveros quiso dejar claro que no había llegado a la literatura a través del periodismo, sino que se trató de un camino inverso. La literatura significa para mí, añadió, una forma de vivir a través de la poesía. De ahí que siempre sostuviera, en público y en privado, que no escribía para nadie, salvo para sí mismo. Con ello quería decir que el gusto cambiante de los lectores no intervino nunca en su trabajo creativo, que no se paraba a pensar en quiénes podrían o no comprar un libro suyo, y que todo el esfuerzo que es necesario invertir en la construcción de ese mundo imaginario que contiene una novela para él sólo estaba justificado por el afán de hacer algo que fuera enteramente del autor, en motivaciones, contenido y forma.

El futuro estudioso de la obra del escritor y periodista Miguel Naveros se encontrará con que toda ella, de algún modo, constituye una unidad coherente donde cada uno de sus libros, y tal vez incluso de sus artículos, es una pieza matizada que le da sentido al conjunto. Ese futuro estudioso desentrañará una urdimbre de remisiones, analizará no sólo la sólida estructura de cada una de sus novelas y relatos, sino también esa estructura mayor que los une. Así, en el poemario Trifase, de 1988, el Naveros poeta asegura que la novela que más de diez años después conoceremos como La ciudad del sol ocupa ya por entonces mil folios, y en Futura memoria, de 1998, unos versos adelantan la que será una de las ideas más conmovedoras de su magnífico libro de relatos La derrota de nunca acabar (Bartleby, 2015): que perder la guerra civil libró a los derrotados de haber sido quienes mostraran “lo más oscuro de la especie humana” (poema “La historia”), permitiéndoles “caminar con la cabeza alta” (relato “El triunfo de la derrota”).

El futuro estudioso de las novelas de Miguel Naveros no sólo advertirá ese juego de alternancias en los títulos: SOL, DÍA, LUNA y -ojalá al fin publicada- NOCHE: de La ciudad del sol a Al calor del día (Alfaguara 2001); de El malduque de la Luna (Alianza, 2006) a esa inédita Amarga es la noche cuya carpintería literaria explicó el autor en un ciclo del Centro Andaluz de las Letras, y que en cierta forma nació a partir del encuentro casual, en un pub de Almería, con uno de los personajes inventados por él para la novela anterior, la bella Thérèse, tal y como desveló, a su vez, en un artículo publicado en La Voz de Almería. Reparará también, ese futuro estudioso, en que la primera novela transcurre a lo largo de casi todo el siglo XX y está narrada a través de diecisiete ejes distintos, en tanto que la segunda ocurre en un solo día y está construida de forma coral, a la manera de La colmena, de Cela, o Manhattan Transfer, de Dos Passos, con la intervención de más de 230 personajes diferentes; que esa primera novela es la crónica de un siglo tremendo, el de la imposición y derrumbe de las ideologías, donde una ciudad del sur llamada Claudia puede ser a Almería lo que Vetusta a Oviedo y a la vez lo que Macondo al mundo: un lugar a medias entre la realidad y la fantasía; y que esa segunda novela hablaba ya de especulación inmobiliaria, de degradación medioambiental y de corrupta complicidad entre política y finanzas varios años antes de que el paraíso de bienestar artificial en que vivíamos se viniera estrepitosamente abajo.

Y llegará el futuro estudioso a su tercera novela, a ese malduque con el que ganó el VII Premio Fernando Quiñones, y se asombrará del contraste entre una prosa torrencial, incontenible, y una estructura narrativa construida minuciosamente mediante un prodigioso entramado de fidelidades sucesivas, de retratos por pintar para una hipotética exposición sobre el gesto humano, de fases de la luna asociadas a las distintas edades de Pedro Luna Luna, el protagonista, y a sus primeros grandes recuerdos, dilemas, certezas e ideas, y a la adquisición ante la vida de la memoria, la razón, la pasión y el olvido suficientes, y también a las ciudades en que todo ello fue posible. Y en La derrota de nunca acabar se encontrará con once cuentos que son once variaciones sobre el tema de la derrota y el exilio, once historias, en parte reales y en parte trabajadas por la imaginación, que son once maneras de experimentar cómo la guerra modifica para siempre el curso de unas vidas, y con una duodécima historia no escrita pero sugerida: la de un niño llamado también Miguel, como los protagonistas de todos los cuentos, que escucha fascinado a los amigos de su padre relatar una y otra vez las mismas historias sobre la guerra perdida, con las que irá alimentando en la infancia su pulsión literaria.

Nunca conocí a nadie que hablara de aquello sobre lo que estuviera escribiendo con un apasionamiento parecido al de Miguel Naveros cuando me desvelaba parte de la novela o los relatos en cuya creación estaba inmerso, porque sus personajes y cuanto les ocurría nunca eran del todo imaginarios ni del todo reales. A una primera redacción fluida y más o menos rápida de cada una de sus obras le seguía una laboriosa corrección que duraba varios años, un ajustar cada párrafo, cada línea, la estructura toda a lo que él deseaba expresar en la forma en que debía ser expresado, una suerte de orfebrería literaria reservada sólo a quienes aman los libros -y sobre todo la lectura- de la manera en que Miguel lo hizo desde niño: una forma de vivir, al fin y al cabo. Quien lo probó, lo sabe.

(Artículo publicado en el cuadernillo especial de La Voz de Almería 
HOMENAJE A MIGUEL NAVEROS, 30 de abril de 2017)

Miguel Naveros, amigo y maestro
(Madrid, 18 de julio de 1956 - Almería 29 de marzo de 2017)

jueves, 20 de abril de 2017

Diálogos de cine: Ángel


Sir Frederick Barker (Herbert Marshall) y Anthony Halton (Melvyn Douglas) hablan en casa del primero de la misma mujer, sin saberlo. La película es Ángel, de Ernest Lubitsch (1937). El guión, de Samson Raphaelson, a partir de la pieza teatral de Melchior Lengyel. Ella, esa mujer, es María para uno y Ángel para el otro; para todos los demás, Marlene Dietrich.

BARKER: Hola, amigo, me alegro de verte.
HALTON: Hola.
B.: Hacía tiempo que no tomaba tantas copas como ayer.
H.: De hecho, yo también tomé demasiadas.
B.: Me alegro de que hayas podido romper tu otro compromiso.
H.: Bueno… Es curioso. Sólo te conozco desde ayer y… aún así…
B.: Me siento igual. Es curioso, ¿no? Vamos a sentarnos.
H.: He estado siguiendo tu causa en los periódicos. Admiro lo que has hecho. Admiro tu valor e inteligencia, y el arrojo con que te enfrentas a tus problemas. Yo… Estoy orgulloso de estar en tu casa.
B.: Gracias. (Enciende un cigarrillo) He estado pensando mucho en ti.
H.: Espero que mi pequeña historia no te haya preocupado.
B.: Es una historia poco corriente. No me importaría leerla en una novela. Pero no me gustaría ser el protagonista. O tenerle como amigo.
H.: Gracias, Barker.
B.: Créeme, un hombre no debería crearse problemas.
H.: Supongo que eso es lo que Bruto le dijo a César cuando César dijo: “Bruto, acabo de conocer a una chica egipcia llamada Cleopatra. Me está volviendo loco”.
B.: Si recuerdo correctamente, César lo superó, ¿no?
H.: Pero Cleopatra no era Ángel. Si César hubiera conocido a Ángel… habría cambiado la historia del Imperio Romano.
B.: Habría caído doscientos años antes.
H.: ¿Qué son doscientos años en la Historia? Veinticinco páginas. Pero una hora con Ángel…
B.: Sesenta minutos.
H.: (Niega con la cabeza) Tres mil seiscientos segundos.
B.: Bueno, me rindo. Siempre es difícil razonar con un hombre enamorado. Me temo que eres un hombre enamorado.
H.: No lo sé. Puede que sea más que amor, o menos que amor.
B.: Bueno, decídete. ¿Qué es?
H.: Es un sentimiento determinado. Un secreto entre dos personas y sólo entre esas dos personas. Algo que no puede… Vamos, ¿nunca has perdido la cabeza por una mujer? ¿No has sentido que podías dejar de buscar, que lo habías encontrado?
B.: Sí. Y vas a conocerla.

lunes, 3 de abril de 2017

Danny Rose


Que el bueno de Danny Rose es un perdedor casi nadie lo pondría en duda, y sin embargo entre la gente del espectáculo, y sobre todo en el gremio de los cómicos neoyorquinos, todo el mundo conoce una historia divertida con la que recordarle. En realidad, los cómicos nunca se hubieran referido a Danny como un loser: era un tipo sin suerte, simplemente. Quiso ser humorista, de los llamados comediantes en vivo, como el propio Woddy Allen que inventó e hizo suyo el personaje en 1984, solo que no pasó de animador de fiestas para octogenarios y acabó por hacerse agente de artistas, qué otra cosa le quedaba. Eso sí, qué artistas. Sus representados ocupaban el nivel más bajo del show business: un bailarín de claqué cojo, un xilofonista ciego, un malabarista manco, un pingüino que patinaba vestido de rabino, una mujer autodidacta que interpretaba música deslizando los dedos por el filo de varias copas con agua, un doblador de globos o un ventrílocuo tartamudo del que ni siquiera Danny Rose quiso hacerse cargo en un principio, pero al que después de una paliza propinada por la mafia, de la que Danny fue involuntario responsable, acogió en el grupo de disparatados faranduleros a los que representaba.

A pesar de todo, Danny Rose creía realmente en aquellos números y se dejaba la piel por ellos cuando negociaba un contrato. De tanto en tanto uno de sus artistas conseguía tener éxito, y entonces, indefectiblemente, éste lo abandonaba. Él no lo veía venir. Nunca lo vio. Ya he dicho que era un buen tipo. Más que un agente, era un amigo y un confesor para sus representados, haciéndoles creer en sus posibilidades e intentado sacar lo mejor de ellos, que nunca era mucho más de que lo que ya mostraban a simple vista: Repite frente al espejo las tres palabras, les decía: estrella, sonrisa, firmeza. Y funcionaba. Al menos eso pensaba él. Y no, nunca vio venir la ingratitud.


Era un hombrecillo nervioso hasta la úlcera de estómago, con gafas de gruesa montura y un frenético lenguaje no verbal, con unas manos empeñadas en dar forma a cada una de las palabras que soltaba con su incontenible labia. No decía déjeme decirle una cosa, decía déjeme introducir un concepto en esta coyuntura, y las manos iban, venían, introducían, conceptuaban. Cierto día, alguien contó en una tertulia de cómicos y agentes celebrada en el pequeño delicatesen Carnegie Deli de Nueva York la historia más divertida de Danny Rose, y tal vez la más larga, aunque nunca se sabe; además, a ratos resultaba más triste que divertida. Tenía que ver con Lou Canova (Nick Apolo Forte), un crooner italoamericano con exceso de peso y cierta inclinación a la bebida y la infidelidad conyugal que veinticinco años atrás había conocido un fugaz éxito y que ahora trataba de reflotar su carrera con el apoyo indeclinable de Danny Rose. Para un concierto en el que se jugaba el todo o la nada, Canova le pidió a Danny que llevara consigo a su amante, Tina, Tina Vitale (Mia Farrow). El esforzado agente se sorprendió, creía que su matrimonio iba bien, que había dejado los líos de faldas, pero aceptó el encargo: qué no haría por su mejor artista la noche más importante de sus vidas. Lamentablemente, la temperamental Tina estaba vinculada con la mafia, y Danny Rose  acabó perseguido y casi liquidado por un par de gánsteres al ser confundido con el tipo que mantenía una relación con ella. Al final todo terminó bien. Salvo por ese pequeño detalle de la ingratitud de la que solía ser objeto, claro. Pero él siempre salía adelante. Sus artistas sin fortuna nunca le abandonaban. Y era un tipo querido en la profesión.


En una filmografía tan extensa como la de Woody Allen, las opiniones acerca de cuáles son sus mejores películas o qué época, qué década, es la que acumula más títulos brillantes, diferirán entre sus incondicionales. En lo que a mí respecta, Broadway Danny Rose es una de las que más me han gustado siempre, desde que la vi en cine hace más de treinta años. Rodada en un magnífico blanco y negro, como esa auténtica joya cinematográfica que es Zelig, estrenada el año anterior, este emotivo homenaje a los cómicos más humildes precede en la década de los ochenta a títulos como La rosa púrpura del Cairo, Hannah y sus hermanas, Días de radio, September, Otra mujer y Delitos y faltas, palabras mayores todas ellas. Y es que no fue una mala década para Allen la de los ochenta. ¿La mejor de su carrera? Posiblemente la que reúne un mayor número de películas redondas.

Maestro en conseguir el Oscar para sus actrices, bien pudo haberlo obtenido Mia Farrow, su pareja en aquella época, por su papel de Tina Vitale. Desde luego, es la única ocasión en toda la filmografía de esta actriz en que el espectador no echa de menos un saquito de sal al alcance de la mano para añadírsela puñado a puñado a su interpretación (y cabe recordar que entre los personajes que ha encarnado está el de la madre del hijo del diablo). Una actitud descarada y algo vulgar y las grandes gafas oscuras que ocultan sus ojos casi todo el metraje obran el prodigio de vigorizar su trabajo en Broadway Danny Rose, como si fuera su mirada la responsable de la habitual sosería de Farrow. Sin duda también ayudó a la composición del papel el haber visto en vídeo cientos de veces el Toro salvaje de Scorsese, según confesión propia. De todas maneras, no es descartable que ésta sea la verdadera Mia Farrow. Si sumamos Frank Sinatra (Danny Rose tiene una foto de Sinatra en su apartamento, un cuchitril de loser, según le dice Tina), Farrow y la posibilidad de que la mafia le rompa las piernas a Woody Allen por su causa, casi da como resultado un film profético, al menos en relación con cierta leyenda urbana. Afortunadamente, ningún hampón acabó ni con Danny Rose ni con Allen: no los metieron en un armario y aspiraron el aire del interior con una pajita, no convirtieron sus cabezas en un instrumento de viento ni tampoco levantaron ningún edificio de oficinas en el puente de sus narices, procedimientos todos ellos seguidos por la Cosa Nostra en sus ajustes de cuentas según el genio neoyorkino escribió en “Para acabar con la Mafía”, texto recogido en su hilarante libro Cómo acabar de una vez por todas con la cultura.  


sábado, 1 de abril de 2017

... y ahora qué

De modo que perder a tu mejor amigo es esto, este aturdimiento, este estar sin estar del todo y escribir esas líneas que te han pedido para el periódico, su periódico, y no saber qué escribes, coger el coche convencido de que sabes adónde vas y dar vueltas y rondar su casa, es este temor a interferir en el dolor de los suyos, el abrazo, el primer lamento compartido, el coche de nuevo, el ir y venir y llegar a casa, hablar de él con tu chica, dejar una película a la mitad y pasar a una obra de teatro y a otra película y no entrar en el juego y acostarte, creer que no vas a dormir y dormirte, y despertar a las tres y entonces el primer aluvión de recuerdos, de golpe, valgan ahora cuáles, no sé, el preciso timbre de su voz, que perdiste primero, el tacto de su mano en la tuya al estrecharlas en el saludo, el gesto de alzar ambos brazos en la exposición de una idea, las gafas bajas y la cabeza agachada para leer por encima de la montura lo que la presbicia no deja de otra manera, el reloj de pulsera en la mesa, el bolsillo de la camisa pesado de bolígrafos y plumas y notas, la corbata siempre, aun en verano y en manga corta, la chaqueta en el respaldo, el café corto y espeso, el cigarrillo entre los dedos, la cabeza despejada y a los lados la lacia longitud de su cabello al viento, si soplaba, su mirada, durante un tiempo una colección de pipas entrando y saliendo de los bolsillos de la americana, el sobre del tabaco, el humo, y la gabardina, y más atrás en el tiempo un traje de pana, pero eso fue cuándo, hace mucho, la barba rala, o más densa, o ausente, según la época, oscura o ya entrecana, la despedida en el coche con el cenicero cargado y un ya nos llamamos, cada una de las veces que te presentó a alguien encareciendo tus méritos frente a tu timidez de metro ochenta y nueve y tu callado agradecimiento de quien no merece tanto y sin embargo gracias por hacerme sentir alguien, Miguel, cada una de las veces que peleó por ti la publicación de otro libro, después de que hubiera sido tan fácil la de la novela, el trabajo que te consiguió cuando más lo necesitabas, cada uno de los poetas o narradores o editores o pintores o fotógrafos a quienes pudiste tratar de cerca gracias a estar a su lado, ese acogimiento tan cargado de afecto con el que quiso impedir que te dejaras llevar por tu dificultad para el trato social, el recuerdo de un café en el Gijón, donde se le recibía con una deferencia reservada a muy pocos, de una cena de campanillas en el Círculo de Bellas Artes a la que te fue vinculando de a poco, homenaje a un novelista barcelonés, y de un par de cenas y una comida con un grandísimo poeta leonés, el recuerdo del don de la improvisación al hablar en público, de su generosidad al mencionarte si tú estabas sentado entre quienes le escuchaban, y estuviste tantas veces, por la sola voluntad de acompañarle y fuera cual fuese la naturaleza del acto, bastaba que él te hubiera sugerido que debías estar para salir de tu encierro, el recuerdo de su primera edición de Rayuela, que él te regaló de pronto después de una conferencia, el recuerdo de su letra menuda y casi ilegible, en las dedicatorias de sus libros, en esa servilleta de bar en la que hace tan solo dos semanas te escribió el título de dos poemas suyos, uno por escribir, todo a las tres de la mañana, todo de golpe, como un aleph, pero todo es tan poco para tanto como hubo, de modo que es esto perder a tu mejor amigo, no poder volver a conciliar el sueño, levantarte a ordenar el despacho, oír el trote descalzo de tu hija, a quien has despertado con la luz, acostarte de nuevo, esperar el amanecer, iniciar el día que no será como ningún otro, llorar por primera vez al verle en la portada de su periódico fotografiado junto a la vieja rotativa, el coche de nuevo y de nuevo proponerte un destino y cambiar de idea y dirigirte a su casa y darte cuenta de que es tarde para cualquier otra cosa que no sea acudir al lugar donde habrás de leer ese poema, recoger a otro amigo que se ha ofrecido a acompañarte, caminar juntos hasta el lugar donde esperarás a los suyos y donde poco a poco empiezan a llegar tantos, tantos, toda una ciudad de luto y tú apartado, saludando, no hay consuelo en cuantos lo quisieron pero tú esperas a los suyos, está ese poema, y siguen llegando tantos, hoy se despide a un ser único, y entre tantos desearías ser uno más, pero él lo quiso así, Para Isabel (… allegro danzante…), perder a tu mejor amigo es este dolor, este desamparo, el abrazo de muchos, la desolación de todos, el no hacerse a la idea, la cita para la tarde, en la intimidad de unos pocos, el coche otra vez, llegar antes quién sabe por qué, porque no tienes adónde ir, estar a solas, dejarse batir por el viento frente al mar, perder a tu mejor amigo es empezar a notar que realmente hay una ausencia, un vacío que no es físico pero sí es real y está como al lado, es extraño, y los recuerdos se amontonan en el límite del hoy más allá del cual no habrá añadidura, y empieza a crecer entre ellos la sensación de no haber estado a la altura de lo que esperaba de ti, a pesar de todo cuanto quiso enseñarte, y hay una llamada de teléfono y luego un llegar de coches, su madre, su mujer, su hija, su nieta, sus más íntimos amigos, entre los que no puedes evitar sentirte un intruso aunque te hayan acogido con cariño como a uno más, como alguien a quien también él quiso, perder a tu mejor amigo es quedarse todos en silencio mirando las olas rompiendo mansamente contra la orilla, mirando las rosas rojas dispersase muy despacio en el mar ondulante, el cielo anaranjado en el horizonte, la luz declinante, qué solos se quedan los vivos. Perder a tu mejor amigo es revisar al día siguiente los mensajes de wasap que intercambiasteis, tan ahí mismo en el tiempo y tan en otro tiempo ya, reñidos los dos con las tecnologías pero acogidos con alivio a este medio para seguir hablándoos cuando su voz era ya casi un imposible, leer todo aquello que es para ti de él, llegar a ese último libro que te recomendó encarecidamente, Guerra del tiempo, de Carpentier, “¡Juan, hubo un día en que se escribía!”, y entrar en la biblioteca pública y pedirlo y luego querer escribirle en el móvil “Lo tengo, Miguel”, sin que te parezca absurdo hacerlo. Pero no hacerlo. Perder a tu mejor amigo es un y ahora qué que puede durar quién sabe cuánto.