martes, 24 de diciembre de 2013

«Indefensos» (un cuento junto al fuego)

De pronto se ve a sí mismo en un aula, sentado en los últimos pupitres. Es un aula extraña, de otra época, una época muy anterior a la de su etapa escolar, en apariencia estrecha y con los techos muy altos y unos amplios ventanales laterales a través de los que entra una claridad a la vez intensa y débil, en modo alguno natural (en realidad, ninguno de estos detalles es constante). No sabe qué hace allí, pero alguien sentado delante de él, alguien a quien en el sueño conoce, se vuelve para explicarle que aquel otro muchacho que permanece de pie ante la mesa del tribunal está haciendo una larga y desafiante exposición de los errores que convierten a Apocalypse Now en una película sobrevalorada, y en ese preciso momento se intercala una imagen de Robert Duvall diciendo: ¡Charlie no hace surf! Ese muchacho, al que no ha reconocido de espaldas, resulta ser Paco Castillo, un amigo de juventud, y basta con que se le haya revelado su identidad para encontrarse ahora en una cena pantagruélica que tiene lugar en lo que parece ser un restaurante ubicado en los soportales de una imaginaria plaza mayor porticada. A veces los comensales están sentados alrededor de una larga mesa y a veces todo ocurre sobre un suelo cubierto de alfombras y grandes cojines de terciopelo y mesitas de clara inspiración árabe. Y no le resulta raro que sea Emilio Arán, del que tampoco ha vuelto a saber nada desde hace años, quien les agasaje con aquel banquete, a él y a María Elena, que está a su lado, y a la niña, la hija de ambos, y también a Paco Castillo, otra vez, y a las mujeres de Paco y de Emilio. Van llegando más y más platos de comida, y jarras de cerveza, y eso sí le sorprende, que sigan trayendo más comida: ya no cabe nada en la mesa -o en las mesas, según-, y las bandejas van siendo colocadas unas encima de otras, y la conversación es animada, las risas constantes, todos parecen felices, todos salvo la niña, que se aburre entre mayores. Y de pronto todo esto se reduce a una mera sensación de bienestar, al eco de un sonido impreciso; las imágenes del sueño quedan como flotando en la superficie de un estanque mientras va tomando conciencia de su despertar en medio de la noche, de la impertinencia de su cuerpo que le advierte de las ganas de mear y le aparta del sueño. 
Se niega a levantarse de la cama; le irrita estar perdiendo contacto con la placentera escena que estaba viviendo, desearía abandonarse al sueño pero toda su mente está dominada por la voluntad de retener aquello que ni siquiera responde a una vejiga llena pero que afecta a un remoto temor infantil a dormirse y dejar de hacerlo. Tiene los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la almohada; María Elena respira a su lado. No desea renunciar al calor del lecho compartido ni al acogedor peso del edredón sobre su cuerpo, y deja pasar unos minutos; finalmente aparta sigiloso la ropa de cama, qué remedio, y abandona el colchón, y sin encender la luz emprende el camino del baño, tantea la cortina a oscuras, y la puerta del armario; conoce de sobra el camino y sólo le preocupa conservar el recuerdo del sueño: lo lleva en la cabeza como si fuera algo muy frágil, algo que podría desvanecerse por completo si se rompieran los hilos que todavía le ligan muy sutilmente al acto de dormir. Sabe que del olvido no regresan nunca los sueños, y pretende, con una obstinación que en sí misma ya tiene algo de onírico, incorporarse nuevamente al sueño que ha abandonado; por eso va pensando en sus imágenes, pero sin forzarlas. Sale al pasillo, lo recorre a oscuras y pegado a la pared, supera la puerta abierta de la habitación de la niña, entra en el baño, sin encender ninguna luz, levanta la tapa del váter y se sienta, tan mezclado con la oscuridad como si aún permaneciera en la cama con la cara pegada a la almohada y esperando ir resbalándose hacia la inconsciencia, y así se abandona al alivio de orinar en completo silencio y con los ojos cerrados. Regresa despacio, a tientas siempre, como un ciego, sin haber accionado la cisterna para no hacer ningún ruido: la pared, la puerta de su dormitorio, el armario, la cortina, se vuelve a introducir bajo el edredón, respira él también, como quien ha culminado con éxito una misión fastidiosa, recupera la tibia inmovilidad de un letargo, la inmediatez del cuerpo cálido de María Elena dormida, la esperanza de dormir él también, de nuevo, la imagen de unas caras sonrientes y unas bandejas de nécoras, la textura y el sabor de unos champiñones al ajillo... Pero se trata de un pensamiento consciente. No hay nada que hacer.
Ha conseguido evitar que el recuerdo del sueño desaparezca, pero ya no cree posible regresar a él. Es cierto que algo así le ocurrió una vez, retomar un sueño del que había despertado, pero nunca más se ha repetido. Ahora está cada vez más desvelado, y se pregunta por qué Paco Castillo y Emilio Arán, después de tanto tiempo. No se pregunta por lo que haya podido ser de ellos, sino por las razones para haber soñado con ellos y con sus parejas de entonces, y piensa en su hija, que se aburría en el sueño, y en María Elena, y le invade una indefinible tristeza, el ahogo de una repentina soledad. No entiende de dónde procede este pesar, y por un instante se pregunta si no estará soñando otra vez. Le molesta ahora una incómoda sensación de frío, la dureza y angostura del colchón, en el que sabe que no podría darse la vuelta sino girando trabajosamente sobre sí mismo. La ventana debe de estar abierta, por eso el ruido de la calle llega tan definido a sus oídos, sonidos aislados que apenas hubieran sido audibles entre el bullicio diurno pero que son capaces de alzarse sobre el silencio de la ciudad dormida: un coche que circula a lo lejos o una motocicleta trepidante, unas voces que parecen las únicas en toda la ciudad, una botella que rueda en algún sitio. Trata de taparse mejor, pero al tirar del embozo nota que la ropa que le cubre es ligera y está como enredada a su cuerpo, parece que estuviera envuelto con ella, y de pronto nota también el hedor que él mismo desprende, y se da cuenta de que ahora sí ha abandonado definitivamente el sueño, de que está a la intemperie, de que forma parte de la alta noche y sigue tumbado en el mismo banco de un parque. No puede saber cuánto ha dormido, poco sin duda: siente demasiado miedo, demasiada vergüenza, un infinito desamparo. Detrás de esa botella de cristal que rueda nítidamente por el suelo hay alguien que la ha dejado caer a la acera o que la ha golpeado con el pie, y todo es una amenaza; la noche es tan larga en la calle, a la luz de las farolas: tan larga. Y eso a pesar de que la falta de alimento le provoca un permanente estado de debilitamiento, de sopor. Y entonces vuelve a su boca el sabor de unos champiñones, como si en verdad los hubiera masticado hace poco, y piensa en María Elena, que estaba tan cerca en el sueño, respirando, en lo real que parecía; y piensa en la niña, que habrá crecido tanto en estos años, su princesa. Y trata de envolverse un poco mejor en la manta vieja, encajado muy rígido en el ángulo que forman el respaldo y el asiento del banco, tan despierto ahora, tan indefenso.



"La crisis ha acabado claramente en España y está entrando 
dinero porque la gente ve que es un país de oportunidades".
César Alierta, presidente de Telefónica y del Consejo 
Empresarial para la Competitividad. 11/11/2013





sábado, 21 de diciembre de 2013

Cuentos engranados


Frente a quienes desde posiciones privilegiadas afirman que en España empieza a amanecer (otra vez), a pie de calle todos sabemos que a los más necesitados aún les queda mucha noche por vivir, que incluso la mayoría de ellos, lamentablemente, no volverán a conocer ya tiempos mejores, que a día de hoy sólo los que perdieron su empleo este año han dejado de tener miedo a perderlo, y con ese temor caminan cada día junto a la frontera que separa las clases medias de la pobreza.

La solidaridad sólo es un cuento en boca de los que nunca la ejercen o lo hacen desde el exhibicionismo caritativo, como ocurría en esa imperecedera obra maestra del cine titulada Plácido, donde los ricos subastaban a los pobres del municipio para determinar a cuál de ellos sentaban a su mesa en Nochebuena. Radicalmente alejada de esta actitud, la escritora Carolina Molina pensó que la solidaridad sí podía, por el contrario, viajar a lomos de un libro de cuentos, aunque fuera modestamente, como por otro lado corresponde con el papel que la literatura juega en nuestra sociedad. Imaginó Carolina una antología de relatos que a un tiempo reuniera en sus páginas a un buen puñado de escritores vinculados de una u otra manera a la ciudad de Granada y permitiera, con su edición, ayudar a los más desfavorecidos a través del Banco de Alimentos, una organización sin ánimo de lucro a la que irían destinados los beneficios obtenidos con el libro. Esa antología existe ya y lleva el significativo título de Cuentos engranados, y he de agradecerle a Carolina Molina el que me ofreciera la oportunidad de embarcarme en este proyecto junto con los otros cincuenta y cuatro escritores que aparecen en ella, entre los que está Medardo Fraile, fallecido este mismo año y a quien justamente está dedicado el libro.



martes, 10 de diciembre de 2013

Huir al interior de un libro (otra vez)

En un relato titulado «Los pasadizos de la ficción» me permití plantear la posibilidad de que existan unos corredores o túneles secretos a través de los cuáles los personajes de todos los libros podrían pasar a su antojo de unos a otros, participar discretamente en la historia que deseen y relacionarse entre sí, independientemente de quién fuera el escritor que los inventó y sin que los lectores tengan posibilidad alguna de advertirlo, salvo en circunstancias muy muy excepcionales. (Sí, es de ese relato de donde parten todos los demás pasadizos con los que he tenido o tengo algo que ver). Sé que es mala señal que uno empiece a citarse a sí mismo, pero no encuentro mejor manera de explicarme ahora… 

Digamos que este relato al que me refiero le sugirió a mi padre el siguiente boceto: 


Se trata de una imagen que a mi juicio invita a un cierto tipo de persona a descender esas escaleras, doblar aquel recodo del fondo y perderse. Pertenezco a ese tipo de personas, lo confieso. Siempre he sospechado que soy en realidad un personaje literario que de algún modo, por error sin duda, escapó de vaya a saber qué libro y busca por medio de la lectura el hueco por el cual regresar a la ficción. Cuanto más tiempo paso a este lado más abomino de lo que llaman realidad y más desesperadamente leo, es decir, más desesperadamente recorro con atención la superficie de las páginas impresas, esperando encontrar el acceso al interior de un libro para allí dentro tomar cualquiera de esos pasadizos y moverme ya con entera libertad. Hay un infierno de mediocridad y de mentira y de estupidez triunfante a este maldito lado, en el que me siento cada vez más fuera de lugar; es más, quiero apartarme de esa detestable realidad tanto como del riesgo a que se descubra en cualquier momento que no soy sino un impostor de mí mismo. En la realidad que me asfixia aún es posible, por ejemplo, que varias de nuestras cadenas de televisión se disputen el pelotazo mediático que supondría, al parecer, entrevistar en exclusiva a un depravado que hace dos décadas secuestró, torturó, violó y asesinó a tres niñas, y es algo que me produce una repugnancia más allá de lo que puedo soportar; pero es que en esta realidad es posible también que todavía se me brinde la ocasión de seguir usurpando ocasionalmente una identidad de la que fui desposeído hace tiempo, y lo terrible es que cada vez se nota más el titubeo, la inseguridad, la desazón: el artificio, en suma. 

Por eso he decidido ahora huir al interior de Anna Karénina, con la misma determinación, por cierto, con la que hace poco más de un año decidí huir al interior de Guerra y paz, y más o menos por las mismas razones. En realidad, la idea era haberlo hecho este verano, atraído por el mito literario y sobre todo seducido por la que a mi juicio es la mejor frase con la que jamás se haya dado comienzo a una novela («Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo», según la traducción que prefiero). Pero pensé que después de todo es una lectura más apropiada para el mes de diciembre, y en eso estoy. Confío en residir en este libro hasta después de la Navidad, bien abrigado. Al principio no me pareció que estuviera a la altura de Guerra y paz, ésa es la verdad; pero he aquí que en capítulo XVII de la primera parte un tren silba a lo lejos, los empleados de la estación de Moscú se entregan afanosamente a los preparativos de una llegada, la pesada locomotora y los vagones que arrastra hacen su aparición, provocan el temblor de los andenes e incluso del propio libro que sostengo en las manos, hay un humo denso que se arrastra por el suelo, y un lento sube y baja de la bielas, y un estremecerse de los vagones de pasajeros justo antes de detenerse… Y ya estoy ahí dentro, aquí dentro, y todo lo demás deja de preocuparme (es una forma de hablar, claro); subo con Vronski a uno de los vagones, y cuando él y una dama de brillantes ojos grises que sale del compartimento en el que ha viajado su madre cruzan una mirada, una mujer elegante y de expresión tierna que poco después nos es presentada como Anna… En fin, digamos que el tiempo se detiene, el tiempo real y el figurado, pues es éste uno de los instantes más trascendentales de toda la historia de la Literatura. Y ya estoy gozosamente atrapado de nuevo, y desaparezco entre sus páginas como una moneda en la mano de un prestidigitador.


Dibujo: Escolástico Fernández. Fotografía: JFH