martes, 31 de mayo de 2011

¿Encontraría a La Maga? (2)

S.S. Conte Biancamano

Sus miradas habían coincidido por primera vez en el salón de tercera clase del Conte Biancamano. Edith, con 23 años, regresaba a Europa para reencontrarse con su padre, del que su madre y ella se separaron poco antes de que comenzara la II Guerra Mundial. Julio, con 36, atravesaba el Atlántico por segunda vez, muchos años después del primer viaje, el que le llevó a la Argentina siendo muy niño aún (el trabajo de su padre había determinado accidentalmente su nacimiento en Bruselas, al comienzo de la I Guerra). Era enero de 1950. A ella le llamó la atención aquel joven alto y delgado que tocaba tangos en un piano, acompañado por otro pasajero.  Hubiera querido que se sentara a su mesa, pero esto no llegó a suceder, y acabada la travesía desembarcaron en Cannes siendo dos perfectos desconocidos y emprendieron caminos distintos. Un tiempo más tarde, sin embargo, Edith le vio al otro lado del cristal de una librería del Boulevard Saint Germain, en París. Él, desde la calle, la reconoció también, le hizo un gesto con la cabeza, tal vez se cruzaron unas breves palabras. El segundo encuentro se produjo en un cine, el tercero en los  Jardines de Luxemburgo, donde prácticamente tropezaron el uno con el otro y Julio decidió que no tenía sentido seguir dándole la espalda a tan evidente cúmulo de coincidencias. Un café, los primeros paseos por las calles de París, la primera cita para otro día. Antes de que Julio regresara a Buenos Aires acudieron a escuchar a Bach, contemplaron juntos un eclipse de luna desde la plaza de Notre-Dame, botaron en el Sena un barquito de papel.

De nuevo en Argentina, Cortázar le escribe a un amigo acerca de su incesante nostalgia europea: “si pudiera irme por siempre allá lo haría sin vacilar (…) me elijo europeo, y me siento un cobarde por no cumplir mi elección. No quiero decir: tal vez un día… porque ésa es la más repugnante de las cobardías. Un día me iré y eso será todo.” Esa oportunidad se presenta a mediados del 51, cuando obtiene una beca del gobierno francés para estudiar diez meses en París. En los preparativos del viaje, sin embargo, se intuye que su voluntad es la de  permanecer más tiempo: las emotivas despedidas, las cartas que echa al fuego, la colección de doscientos discos de jazz que tan arduamente ha ido reuniendo y que ahora vende.

Edith Aron
En París se reencuentra con Edith e inician una relación: recorren la ciudad en bicicleta, acuden a un concierto de Louis Armstrong, enormísimo cronopio, descubren los axolotl en el Jardin des Plantes, recogen de la calle, y posteriormente entierran, un viejo paraguas abandonado. Ella estaba impresionada por su cultura y su creatividad, y de alguna forma él ejercía de maestro con ella.  Pero aquella Navidad Julio se decidió por Aurora Bernárdez, a la que él ya admiraba. Edith lo entendió (“Edith no se engañaba sobre mis sentimientos y en ese sentido nunca nos mentimos”); no fue ésa la causa por la que ella dio por concluida su amistad, ni tampoco el momento.

En los sesenta, Edith tradujo al alemán varios cuentos de Cortázar, así como Historias de cronopios  y de famas; pero surgieron problemas con Los premios y, sobre todo, con Rayuela, cuya traducción, en opinión de Cortázar, no podía ser hecha por ella: “su naturaleza es profundamente anti-intelectual, anti-lógica, es decir, un alma de cronopio (…) nadie traducirá nunca los cronopios como Edith, y en este sentido soy formal y definitivo (…). Ya hace mucho que le dije a Edith en París que ella no estaba capacitada intelectualmente para traducir Rayuela, y tuvimos una de esas escenas que mejor no hablar. No necesito decirte quién es Edith, vos lo habrás adivinado, ¿verdad? Entonces, ¿vos te imaginás Rayuela traducida por ella? (…) En Rayuela la Maga confundía a Tomás de Aquino con el otro Tomás. Eso ocurriría a cada línea…”.

Cuando en 1978 se encontraron casualmente en el metro de Londres (él iba acompañado de Carol Dunlop, su última esposa), Edith aún pensaba que Julio simplemente no había sabido defender su trabajo ante los editores alemanes. Fue años más tarde, leyendo una carta que él le envío al editor Paco Porrúa en el 64, cuando supo sus razones.


Foto: Antonio Gálvez

Edith Aron tenía 80 años cuando la entrevistó, en el 2004, Juana Libedinsky para La Nación, de Buenos Aires, y 81 cuando lo hizo Juan Cruz (¿para El País Semanal? Yo la he encontrado en el periódico argentino Página/12). Esas dos entrevistas, los dos primeros tomos de cartas de Cortázar publicadas en el 2000, con edición a cargo de Aurora Bernárdez, por Alfaguara, y la propia Rayuela, claro está, son las fuentes de este texto.

No tengo constancia de que Edith -y lo que en ella perdure de la Maga- no haya cumplido los 86, y es por ello que en el Loser levantamos nuestras copas y brindamos por su salud.


Foto Conte Biancamano: Fotografía Vera

jueves, 26 de mayo de 2011

¿Encontraría a la Maga? (1)






"No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo."

RAYUELA




Julio Cortázar. 1914-1984




 
¿Es Rayuela una novela de juventud, como a veces se oye decir? Tal vez así se lo parezca a quienes se apartaron de ella en algún momento de sus vidas y no supieron reconocerse años más tarde en sus páginas. Yo, por  mi parte, no he dejado de leerla en estos casi veinticinco años que llevamos recorriendo juntos el camino: la he leído completa tres veces, una por cada edición que tengo, y lo he hecho, además, en cada una de esas ediciones, de las dos formas principales que propuso Julio Cortázar, primero de corrido hasta el capítulo 56 y luego siguiendo el tablero de dirección, asombrándome de estar construyendo una novela diferente, otra vez. A partir de ahí, me convertí en un frecuentador constante de capítulos sueltos, y en esa situación sigo estando. Así no es de extrañar que tan a menudo me encuentre repitiendo para mí pasajes del libro, no con el ensimismamiento devoto de un cuáquero apegado a sus versículos bíblicos, sino distraídamente, tal y como uno puede ser asaltado de pronto por una melodía: “Sí, pero quien nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer…”; “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso…”; “Toco tu boca, toco el borde de tu boca…”; y, naturalmente, ese “¿Encontraría a la Maga?...”, que es, a mi juicio, el “Llamadme Ismael” de la literatura latinoamericana.

En cualquier caso, el propio Cortázar ya pudo advertir, no sin sorpresa, que su libro fue amado fundamentalmente, y desde su misma aparición, en 1963, no por los lectores de su generación, a quienes, con cuarenta y nueve años, él creía estar dirigiéndose, sino por los jóvenes; y acaso la Maga, precisamente, no sea del todo ajena a este hecho. Un personaje enigmático que es todo un mundo de “torpeza” y “confusión” en el que apenas ingresabas “te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un  alfil”, una mujer a quien no podía planteársele “la realidad en términos metódicos” y para la que el desorden no existía en oposición a un orden y por tanto no existía en modo alguno, aun envolviéndola, aun generándolo como una consecuencia inevitable de vivir; un puro cronopio a quien “le encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por causa del fracaso de las leyes en su vida”, intuitiva entre intelectuales de buhardilla parisina, ajena a sus angustias existenciales y a sus spinozas pero ágil y alucinada golondrina en los ríos metafísicos que Horacio Oliveira tan solo alcanzaba a describir, definir, desear; espontánea, irreflexiva, “perfecta en su manera de denunciar la falsa perfección de los demás”. “Ella sufre en alguna parte”, le dijo una quiromántica a Oliveira leyéndole la mano con que la había acariciado. “Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts”.


Mis tres Rayuelas

Hace unos tres años supe que la Maga estaba inspirada en una mujer real, de apellido inequívocamente judío: Edith Aron. Nacida en el Sarre -un territorio situado entre Alemania y Francia cuyo dominio se disputaron durante siglos ambos países-, su relación con Cortázar estuvo marcada por el azar. Antes ya de presentarse se encontraron varias veces sin buscarse, como la Maga y Oliveira, y pasados los años, en la madurez de ambos y alejados el uno del otro desde hacía años, sus vidas volvieron a cruzarse fugazmente en un vagón del metro de Londres...


Dibujo: Escolástico Fernández

jueves, 19 de mayo de 2011

Almería 66, de Francisco Ortiz


En un relato de Julio Cortázar titulado “Apocalipsis de Solantiname”, escrito a mediados de los años setenta, una época que fue para él de máximo compromiso social y político, se cuenta cómo alguien que muy bien pudiera ser el propio Cortázar regresa a París tras un viaje de dos meses por América Latina, lleva a revelar las diapositivas que ha hecho en este tiempo y cuando las proyecta en casa descubre que en lugar de los cuadritos pintados por campesinos que él había fotografiado (vaquitas en un prado de amapolas, un lago con botecitos como zapatos, una madre con dos niños en las rodillas, fiestas en los prados) lo que se ve es una sucesión de ejecuciones, cadáveres junto a chabolas, escenas de tortura, miedo… Un horror habitual para los latinoamericanos y que a él sólo le es dado ver en toda su crudeza en su casa de París. Su compañera llega de la calle, él le pide que mire aquello, incapaz de decirle nada, va al baño, vomita, llora, deja pasar el tiempo sentado en el filo de la bañera. Pero cuando regresa al salón, ella sólo ha visto lo que él fotografío: las vaquitas, el lago, la madre con los niños. Qué bonitas te salieron, le dice.

Éste es uno de los cuentos de Cortázar que más le gusta a Francisco Ortiz, no por lo que pueda tener de fantástico, ni por esa prosa hipnótica del maestro argentino, sino por lo inequívocamente comprometido de su planteamiento. Los cuentos de Francisco Ortiz recogidos en este libro, Almería 66, poco o nada tienen que ver formalmente con los de Cortázar, pero sí están vinculados en lo ideológico a aquellos que empezó escribir después de lo que él llamo su “toma de conciencia”. Estos cuarenta y cuatro relatos intensos y terribles, que en ocasiones transitan por el territorio de la pesadilla, son, de alguna forma, esa parte de la historia que pasaste por alto cuando la leíste en el periódico o la escuchaste en la tele, de tal manera que lo que hay de pesadilla no está en lo que nos cuentan o en la forma en que nos lo cuentan, sino en el hecho de que llegas a ellos tras un despertar, no al permanecer dormido.
 
Foto: Juan Sánchez
Tomemos, por ejemplo, esta noticia de hace apenas mes y medio: un hombre estrangula a su mujer, embarazada de cinco meses, y muestra el cadáver a sus familiares, que viven en Rumanía, a través de la webcam, advirtiéndoles, además, que está esperando a que la hermana de la víctima, de trece años, regrese a casa para matarla también. Los relatos de Almería 66 están escritos para denunciar el hecho inconcebible de que hayamos aprendido a digerir con naturalidad este tipo de historias reales. Podemos pasar de la página en que se nos relata algo tan espantoso a la página de deportes sin soltar la tostada, pero acaso encontremos insoportablemente perturbadoras estas historias de ficción. ¿Por qué? Porque no son algo que nos refiere una reportera junto al contenedor de basura donde el día antes hallaron un cuerpo: son algo que sucede ante nuestros ojos de lectores: es un hombre que asfixia a su propio bebé, un hombre que apuñala a su mujer al tiempo que apela al amor que dice tenerle, es la indiferencia con que un asesino a sueldo mata mientras trata de recordar los ojos de un amor de la infancia o el olor de los churros que comía de niño, es un jefe que abusa de sus empleados, un profesional del crimen que fríamente habla en televisión de los pormenores de su trabajo, en el mismo programa donde suelen entrevistar a políticos y futbolistas, y que habla exactamente como él sabe que los espectadores esperan que les hable; es un hombre que va a suicidarse y en un cuarto de baño se da cuenta de que aquélla es su última meada, es un grupo de racistas que irrumpe con extrema violencia en un albergue para mendigos, son seres humanos a los cuales la vejez, la enfermedad o el olvido de las instituciones públicas les empuja a quitarse la vida, es un secuestrado que jamás recupera una vida normal una vez liberado y reproduce en casa las condiciones humillantes de su cautiverio. Es una brutalidad esencialmente masculina, que se ejerce sobre las mujeres pero también contra otros hombres, alguno de ellos indefensos, débiles, otros igualmente violentos. En cuarenta y cuatro relatos caben más de un centenar de personajes, perfectamente dibujados con trazos muy breves, víctimas y verdugos que entran a formar parte de nuestras vidas en los minutos que tardamos en leer su historia, cada uno de ellos con su fragmento de tragedia, con su perversidad o su cólera o su terror dibujado en los ojos muy abiertos, con todo eso que está ahí mismo, tal vez en el piso de al lado, y no lo sabemos, no queremos saberlo.

Fiódor Dostoievski. 1821-1881
Francisco Ortiz ha escrito un libro profundamente transgresor, que no se ciñe a los límites de un género ni es complaciente con las modas literarias. Es, posiblemente, una de las personas que hoy más saben en España de novela negra, y digo novela negra y no policíaca, porque a este lector voraz no le interesan los procesos deductivos que conducen a la resolución de un crimen sino el hecho social en que ese crimen está envuelto. En estos relatos apenas se describen lugares, pero de alguna forma sabemos que trascurren sobre todo en barrios humildes, en los márgenes de nuestras ciudades, en espacios pequeños, donde los personajes rumian su soledad, su insatisfacción, su desengaño, su rabia; en bares con retretes sucios, en modestas habitaciones donde se ha llorado, en centros de acogida. La propia brevedad de los textos le añade aún mayor estrechez al entorno, de tal modo que las ventanas y los balcones aparecen reiteradamente como una salida que atrae fatalmente. Si la acción se desarrolla en un bosque, éste es un laberinto de árboles y maleza, y en las raras ocasiones en que un personaje llega a una playa o a la orilla de un río es después de arrebatar una vida. Y siempre, como un sonido de fondo en todos ellos, ese sentimiento opresivo de estar aislados, de estar solos, aun en pareja. “Yo estoy solo y ellos son todos”, se decía a sí mismo, abrumado y caviloso, el narrador de Apuntes del subsuelo, de Dostoievski. Y he aquí, tal vez, la mayor influencia de todas cuantas puedan encontrarse en Almería 66, una influencia declarada, por lo demás: bien podría decirse que estamos ante una puesta al día de Crimen y castigo, que aquí ruge aquella tormenta interior en que se debatía Raskolnikov pero traída a nuestro despiadado siglo XXI y multiplicada por tantos personajes como viven y mueren en las páginas de este libro. Porque, en definitiva, tan importante es el sutil andamiaje social que sostiene a estas cuarenta y cuatro historias como la indagación psicológica que en ellas se hace.

Desde un punto de vista formal, sorprende la variedad de estilos, la polifonía de voces narrativas, la alternancia de tiempos verbales, en ocasiones en un mismo relato, como es el caso del cuento que da título al libro. Hay cuentos construidos con frases muy cortas y cuentos sin un solo punto, hay prosa poética y lenguaje coloquial. Hay complejas estructuras internas  adaptadas prodigiosamente a la reducida dimensión del relato, como mecanismos de relojería muy reducidos y muy precisos insertados en un pequeño cuerpo literario, y tal vez el mejor ejemplo de esto sea el relato titulado “El tiempo como enemigo”, un texto escalofriante donde el protagonismo va pasando de un personaje a otro con extraordinaria naturalidad hasta alcanzar un desenlace que es un nuevo comienzo, una especie de eterno retorno al espanto, de círculo de fuego en el que no hay salida. Este relato sirve también para ejemplificar el ejercicio de condensación narrativa que hay en todos ellos: su brevedad es el resultado de la  concentración de los recursos expresivos utilizados para desarrollar un argumento, no de una voluntad de fragmentar otra historia posible, más extensa y compleja. No en vano, en Almería 66, más aún que en su novela Última noche en Granada, publicada el año pasado, culmina Francisco Ortiz el largo proceso con el que ha ido destilando un estilo propio, años y años de escribir y leer con pasión solitaria y la disciplina de un samurái de la literatura, puliendo, cincelando el perfil de sus personajes para extraer de ellos una identidad auténtica, reconocible, tangible, la identidad de alguien con quien podríamos cruzarnos por la calle y cuyos conflictos nos resultaran igualmente auténticos, reconocibles, tangibles.

Foto: JFH

Nos hemos olvidado de que un acto de violencia, cualquier acto de violencia, es una pesadilla hecha realidad en algún lugar, en un instante preciso, para una o más personas, pero también que quien la ejerce es otro ser humano. Escribió Albert Camus en La peste: “Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible estar con las plagas”. No hay ni ha habido mayor plaga entre los hombres y las mujeres que la indiferencia ante el dolor ajeno, el que provocamos o el que sabemos que está siendo provocado por otros. Por todo ello, con Almería 66 su autor no pretendía escribir un libro más, sino zarandearnos, y eso es algo que lo convierte en un libro tan necesario hoy.


  De la presentación de Almería 66 en la ciudad de Almería, hoy, 19 de mayo

lunes, 16 de mayo de 2011

El Loser, sus habituales


Al Loser arriba con frecuencia un tipo que hace un par de años pretendió crear su propia bitácora en la red. Llegó a escribir el borrador de una primera entrada, pero le salió demasiado amarga y alguien le aconsejó que esperase tiempos mejores. A juzgar por sus costumbres, esos tiempos le siguen siendo esquivos: o no se ha hecho merecedor de ellos o le han sido negados por la fortuna. Llega como a la deriva, fondea su melancolía en un extremo de la barra y apenas ha tomado un par de copas entona a media voz aquella primera entrada que no fue:
-Este diario -o bitácora, ya se verá- es una voz entre las ruinas de un sueño. Como tales ruinas, hay en sus calles un aire de fantasmagoría al sol, las ventanas están abiertas a interiores sin techo y toda casa es un corral abandonado donde reverbera el chillido de los pájaros, la vegetación va ejecutando su victoria lenta entre las grietas, todo parece suspendido en un tiempo fuera del tiempo, en un extravío de la memoria, en un laberinto de esquinas donde a veces queda atrapado el viento, y eso es esta voz.
Luego calla, y el barman observa cómo casi va arboreciendo en su silencio y su quietud, y no le sirve la última copa hasta que repentinamente el tipo aquél deshace la sugestión de corteza y fronda para desplazar unos centímetros el vaso.



Fotografía: JFH

martes, 10 de mayo de 2011

Eterno presente azul


Las costas del sur de Europa y las del norte de África son los labios de esa gran boca abierta que es el Mediterráneo. La semana pasada, una vez más, este viejo mar volvió a tragarse un puñado de vidas humanas. Es, como decía Víctor Manuel en aquella estremecedora  canción titulada En la planta catorce, “la tragedia repetida”: mineros o inmigrantes, asiduos son a la tragedia. Un naufragio a veintitrés millas náuticas de Almería, veintidós seres humanos engullidos. Hombres y mujeres que fueron una vez niños, niños que no llegarán nunca a ser hombres ni mujeres.

Rescato hoy un texto con el que en 2002 participé en un proyecto artístico organizado por el Instituto de Estudios Almerienses en colaboración con MECA Mediterráneo Centro Artístico, en el que, bajo el nombre A2 Mediterráneo Arte y Literatura, se trataba de conjugar en una exposición dos modos distintos de sentir el Mediterráneo: desde una visión plástica y desde otra literaria.

 
 
En sus aguas nacieron los mitos y agoniza la Historia. Sucede así que no sé dialogar con este mar, su reposada majestad me acalla por fuera y me hunde hasta la secreta raíz de una nostalgia que aun estando en mí no me pertenece: es más antigua que mi pasado o el pasado de mi estirpe o incluso el remoto pasado de mi especie. Acaso uno no se sienta más pequeño frente al Mediterráneo que frente a cualquier otro mar, pero se sabe más efímero.

Su solemnidad me silenció desde el primer día, quizá porque mi niñez había jugado hasta entonces a la orilla de un río, allí desde donde las aguas no se ven llegar sino transcurrir, y ocasionalmente también junto a un mar siempre embravecido y bramante que a horas señaladas invade la playa con gran aparato de espuma y trueno y a horas señaladas repliega su orilla. Ahora las olas venían a murmurar quedamente al oído de la arena, tal vez porque cualquiera de ellas conoce el secreto de un ánfora etrusca, o le robó al Egeo parte de las dispersas plumas de Ícaro, o ha lamido la herrumbre de una espada romana, o deshizo la penúltima ceniza de la biblioteca de Alejandría, o ha escuchado los naufragados lamentos de toda una tripulación de galeotes, o sabe exactamente dónde flotan los huesos de la mano de Cervantes, o tembló en la garganta de Serrat, o anoche mismo fue hendida sigilosamente por la vulnerable quilla de una patera: cada ola mediterránea es un dedo sobre los labios, es complicidad enredándose en los tobillos, resbalando hacia otra ola que arriba pidiendo silencio. No saben los mares de mansedumbre ni de pereza, son formas de jugar a las metáforas: simplemente los hay que contienden con las costas y está este otro que las dibuja a su alrededor con un liviano festón de espumas. En los días o noches sin viento, de cerca y con los ojos cerrados, es un vaivén que se vuelve hipnótico rumor en la sangre y efervescencia en las sienes. Hay otros días y otras noches, hay furias y plomizas ondulaciones erizadas por la lluvia y retumbos contra las escolleras: al fin y al cabo no es mar sólo por lo extenso o lo azul; pero apenas se aleja la tormenta vuelve el Mediterráneo a detener el tiempo, a pactar con la luna una aparente quietud, a desmentir rotaciones y corrientes.

Por todo eso callo, supongo, y porque frente a su condición perdurable me ahoga la certeza de que toda ciudad a la que yo pudiera pertenecer es en sí misma la prefiguración de los restos arqueológicos en que acabará convirtiéndose: cómo hablarle a quien seguirá meciéndose en un eterno presente azul.

Carmen Sicre. Sin título.
Técnica mixta pan de oro y grafito. 60x60 cm. 



Fotografía: JFH

jueves, 5 de mayo de 2011

Historia abreviada de una desdichada obra maestra: Suave es la noche










-¿Sabes?, eres un poco complicada, después de todo.
 -¡Oh, no! –se apresuró a asegurarle-. Realmente no lo soy. Sólo soy… Sólo soy una suma de muchas personas diferentes, muy sencillas todas ellas.

SUAVE ES LA NOCHE




F. Scott Fitzgerald (1896-1940)           



Hace unos meses releí, más de veinte años después de mi primera lectura, la novela Suave es la noche, de Francis Scott Fitzgerald. Fue una experiencia totalmente distinta, para empezar porque tuve la osadía de leerla en inglés (ayudado, eso sí, por dos traducciones diferentes y un diccionario): quería oír la voz de Fitzgerald, la música de su prosa. Además, sabía mucho más de su autor y mucho más acerca de cómo se fue escribiendo esa novela, y, en definitiva, yo no era la misma persona de aquella primera vez. 

Suave es la noche es un ejemplo perfecto de esa segunda novela que hay en muchas novelas: la de las vicisitudes por las que fue atravesando para llegar a existir. Scott Fitzgerald había publicado tres novelas de éxito entre 1920 y 1925; tenía veintinueve años y se había convertido, junto con su mujer, Zelda, en un icono de su generación y de su tiempo, la llamada Era del Jazz, una era, como él mismo escribió, de milagros, de arte, de excesos y de sátira. Proyectó la que sería su cuarta novela tras acabar El gran Gatsby, publicada en 1925: sería algo “verdaderamente nuevo en forma, idea y estructura”. Pero Suave es la noche no vio la luz hasta 1934, nueve años después. Para entonces era una obra muy diferente a la imaginada en un principio, y muchas cosas habían cambiado  también en su vida y en su país: la desenfrenada década de los veinte, que había comenzado al tiempo que Zelda y Scott se casaban y asumían como propio ese feliz desenfreno, se vino abajo abruptamente muy poco antes de que ella ingresara por primera vez en una clínica mental: la fiesta había terminado.

Se ha escrito que ese retraso de nueve largos años fue motivado por la ambiciosa búsqueda de la perfección, por el éxito de Hemingway durante ese mismo período, por el exceso de alcohol y por la necesidad de costear los tratamientos psiquiátricos de Zelda con el dinero que obtenía de la venta de sus relatos. Tuvo varios títulos iniciales (Our Type en 1925, The World`s Fair al año siguiente) y una idea generadora: el matricidio. El protagonista, Francis Melarky, un técnico de Hollywood que parece inspirado en la figura de Edgar Allan Poe, mata a su dominante madre enfurecido por sus ofensas. No obstante, cuando a finales de 1925 se publica con enorme éxito Una tragedia americana, de Theodor Dreiser, cuyo argumento descansa también sobre un crimen, Scott detecta ciertas similitudes con su historia y se desanima. En una carta le había indicado a su editor que la novela trataba, por un lado, de “un asesinato intelectual a la manera de Leopold y Loeb”, pero también “sobre Zelda y yo y la histeria en París en mayo y junio pasado”. Durante esos meses a los que se refiere, los Fitzgerald frecuentaron en el sur de Francia la casa de los adinerados y elegantes Gerald y Sarah Murphy, quienes sirvieron de modelo para un primer bosquejo de los personajes Seth y Dinah Piper. A Melarky le fascina la personalidad de Seth, hasta el punto de que poco a poco le cede todo el protagonismo y él pasa a ser en los siguientes borradores un mero observador. Baraja otros títulos (The Drunkard´s Holiday y Doctor Diver´s Holiday: A Romance) e introduce el tema de la locura aprovechando los conocimientos que adquiere en su trato con los médicos de Zelda.

Cuántas veces he tratado de imaginar la tortura de Fitzgerald ante su incapacidad para acabar esta novela: esta dilación, la bebida y la enfermedad de Zelda estaban fraguando su ruina y él no podía saberlo. En 1932 se decide por el titulo final, Tender is the Nigth; Seth y Dinah Piper son ya protagonistas absolutos con los nombres de Richard y Nicole Diver, y el tema del matricidio es abandonado definitivamente: en su lugar, la novela pasa a ser una exploración del “problema insoluble del encanto personal”, es decir, de la capacidad de seducción, y de cómo la necesidad obsesiva de complacer a los demás conduce a la perdición: Dick Diver, un psiquiatra idealista y de brillante porvenir, se casa con una joven y rica paciente suya, y en el curso de la nueva vida que inician juntos va transfiriendo su energía y su integridad no sólo a Nicole sino a todos cuantos se acercan a él fascinados por sus cualidades, de tal modo que pierde progresivamente su magia y acaba convertido en un hombre vacío: esto es, en esencia, Suave es la noche.

Cuando por fin se publicó, fueron pocos los lectores norteamericanos que, en plena depresión económica, se sintieron interesados por los problemas que pudieran tener unos compatriotas suyos en la Riviera francesa. Este relativo fracaso es la causa de que tan extraordinaria obra literaria siguiera experimentado cambios incluso más allá de la muerte de su autor, ocurrida prematuramente en 1940, pues a comienzos de los cincuenta apareció una versión que respetaba, según dijo el editor, los cambios de estructura que se habría planteado el propio Fitzgerald tras la primera y decepcionante edición.  En España existen las dos versiones, yo las tengo: una en la editorial Argos Vergara y otra en Alfaguara. Su autor me acompaña desde hace años como un camarada muy próximo, la luz verde al otro lado de la bahía.



El 27 de septiembre de 1996, con motivo del centenario de su nacimiento, el Servicio Postal de los Estados Unidos emitió un sello conmemorativo. Mi hermana, que vive en Jacksonville, Florida, (apenas a cinco horas por carretera de Montgomery, Alabama, ciudad donde nació Zelda y donde existe un museo dedicado a la memoria de ambos), me consiguió este juego de cuatro sellos, una de mis más preciadas posesiones.

El retrato de F. Scott Fitzgerald que encabeza este texto es obra de Escolástico Fernández, mi padre.