martes, 6 de octubre de 2015

Alfanhuí

El Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio es, en más de un sentido, un libro maravilloso, a mi juicio el libro por el que más merecidamente su autor debiera ocupar el lugar de honor que en efecto ocupa en la literatura española gracias a su siguiente novela, El Jarama. Pero eso va en los gustos, claro. Como a tantos otros libros esenciales, he llegado a éste tardíamente, que no tarde: esos matices. Lo recuerdo rondándome con su extraño nombre durante mi infancia y juventud, porque formaba parte de aquella memorable colección de RTV Biblioteca Básica Salvat que no faltaba en ninguna casa, generalmente incompleta. Esta novela en concreto no estaba entre las que tenían mis padres; yo veía el libro en otras casas, entre los de color naranja, reservado para la narrativa y la poesía (el teatro en azul, el ensayo en verde), y me llamaba mucho la atención ese título tan raro en la portada, que por cierto era sólo una parte del título: el cabal venía dentro: Industrias y andanzas de Alfanhuí. Antes del verano lo busqué en esa colección, precisamente, atraído por una hermosísima cita que José Ángel Valente incluyó en su Diario Anónimo, y pude comprarlo al fin en una librería de lance.

Alfanhuí puede ser lectura de unos días o de varios meses, según el grado de disfrute que uno quiera permitirse. En el mes de julio yo había superado ya un tercio de sus páginas cuando lo cogió mi padre y burla burlando, a pesar de su actual mala vista para las letras de imprenta, se lo fue bebiendo en el sopor del estío. Qué cosas más absurdas cuenta, me decía, riendo, pero qué bien las cuenta. Seguramente le enganchó el que retratase el mundo rural mesetario de los años cincuenta, que él tan bien conoció, y puedo imaginar su gratísima sorpresa -que fue también la mía más tarde- al comprobar que en los últimos capítulos llega Alfanhuí a nuestra amada Palencia, ciudad que por "cualquier parte tenía franca y alegre la entrada y se partía como una hogaza de pan", y se pone a trabajar en una herboristería de la Calle Mayor, y sale a menudo a los campos de alrededor a buscar hierbas curativas.

'Realismo absurdo' podría ser una buena corriente literaria en la que incluir esta atípica, maravillosamente atípica novela española de 1951, pero no existe tal corriente -creo-; existe la de realismo mágico, del que bien podría ser avanzadilla en nuestro país, en espera de que empezaran a desembarcar los escritores latinoamericanos una década más tarde, y existe el surrealismo, y también lo real maravilloso: a medio camino entre estos territorios y el juguetón vanguardismo ramoniano se alza el Alfanhuí de Sánchez Ferlosio, con el eco entreverado de aquella picaresca estirpe de lázaros y buscones y guzmanes.

Escrita con una bellísima prosa poética, precisa y minuciosa en la descripción, Alfanhuí está construida con muy breves capítulos repartidos en tres partes. Admirado, ya desde el principio me dio por pensar en esos textos breves que hoy en día tratan de pasar por microrrelatos con el aplauso de algunos astutos promotores, y que no son sino, en la mayoría de los casos, fragmentos sueltos, ocurrencias, frases ingeniosas, pinceladas narrativas a la sombra -escueta- de un duradero dinosaurio. (Hay cierto libro reciente dedicado a este género en el que los microrrelatos están ordenados por su extensión, de los más largos a los más breves, y juro que el último, como por otra parte era previsible, es una página en blanco, salvo por el título y el nombre del autor, que es la versión narrativa de aquel lienzo en blanco que dio lugar a Arte, la magnífica obra de Yasmina Reza que Flotats, Pou e Hipólito elevaron a la cumbre de la escena teatral). Por el contrario, cada uno de los 41 capítulos de Alfanhuí, que forman parte de una única historia, podrían al mismo tiempo ser una historia independiente; más aún: con frecuencia encuentra el lector párrafos con una notable autonomía argumental, auténticos microrrelatos, lo que le confiere a la novela de Ferlosio la virtud de ser una miríada de historias dentro de una historia mayor. Valga este ejemplo con el que acabo ya, y con el que pretendo lograr interesar a otros en este libro imprescindible:

     "El maestro contaba historias por la noche. Cuando empezaba a contar, la criada encendía la chimenea. La criada sabía todas las historias y avivaba el fuego cuando la historia crecía. Cuando se hacía monótona, lo dejaba languidecer; en los momentos de emoción, volvía a echar leña en el fuego, hasta que la historia terminaba y lo dejaba apagarse.
     Una noche se acabó la leña antes que la historia, y el maestro no pudo continuar"


Jarrón con cardos. Escolástico Fernández

martes, 29 de septiembre de 2015

James Dean, la forma más perfecta de un mito


El mecanismo de la memoria tiene su propios resortes, y por lo que a mí respecta no hay un solo 30 de septiembre, desde hace ya muchos años, que de manera automática no recuerde que en tal día de un cada vez más lejano 1955 James Dean se mató en una carretera de California a bordo de su flamante Porsche 550 Spyder. Uno de los recortes de prensa más antiguos que conservo es un reportaje publicado en el semanal de El País cuando se cumplían treinta años justos de aquel accidente, con el título “El mito de una muerte”. Este año serán otros treinta años más los que hayan pasado, y van sesenta: aquella rutilante promesa del cine hubiera cumplido los cincuenta y cuatro en el 85, que no estaba mal, y sería todo un anciano de ochenta y cuatro este 2015. Claro que ambas edades son absolutamente inverosímiles en su caso, pues el destino le tenía reservada una eterna parada en sus veinticuatro años.

A mis dieciocho y diecinueve yo era, o pretendía ser, un poquito James Dean, y una parte de la culpa la tienen aquel largo artículo y las muchas fotografías y semblanzas que se publicaron por entonces en otros medios. Entre otras cosas, gracias a él aprendí a aceptar mi miopía; tuve, incluso, una montura de gafas muy parecida a la de Dean. También hizo que me reafirmara en el hábito de fumar tabaco negro, Ducados, porque sus cigarrillos tenían el filtro de color blanco, como el de los que se le veía fumar en las fotos, y que adquiera ciertos gestos desmañados al andar y al apoyarme en las cosas. Su influencia, en cualquier caso, fue infinitamente más extensa que la que pudo calar en aquel chaval alto y tímido que vivía en Almería a mediados de los ochenta, y el James Dean style, estético e interpretativo, se ha prolongado hasta el presente, cuando lo siguen imitando hasta los más recientes ídolos juveniles, aunque bien es cierto que ya como una mera pose con fines publicitarios.

Curiosamente, el vigente atractivo del modelo de actitud que encarnó James Dean se debe a que todo en él era rabiosamente auténtico, a la par que moderno, moderno no sólo para su tiempo, sino incluso para el nuestro. Por regla general, resultan ridículas las biografías de estrellas del deporte, la música o el cine que no han cumplido aún los veinticinco. No es el caso de las innumerables que se han escrito sobre James Byron –por Lord Byron- Dean, y todas ellas se justifican, precisamente, a causa de su legendaria muerte. Tengo una de las primeras que se escribieron, encontrada al azar en un mercadillo callejero, James Dean. El inadaptado, de Yves Salgues, editorial Albor, Barcelona, 1957, significativamente traducida al español tan solo unos meses después de su aparición en Francia (su título original era James Dean, ou le mal de vivre). Es oportuno recordar que los franceses de la Nouvelle vague, con Truffaut a la cabeza, fueron de los primeros en sentirse fascinados por aquella nueva estrella de Hollywood desde su aparición en Al Este del Edén, la única de sus tres películas, por cierto, que se estrenó en vida del actor (rodó tres películas en apenas año y medio; Rebelde sin causa se estrenó un mes después de su muerte y Gigante un año más tarde).


La lectura hoy de esta temprana biografía novelada a cargo de Yves Salgues resulta muy reveladora, pues evidencia que los detalles de su corta vida y los rasgos de carácter que conocemos estaban ya perfectamente registrados antes de que se cumpliera el segundo aniversario de su muerte: la pérdida prematura de su madre, con esa escena macabra en que el niño le corta un mechón de cabellos a su cadáver, su llegada con ocho años a la granja de sus tíos, que habrían de cuidar de él, lo meteórico de su ascenso, desde un pueblecito de Indiana al Nueva York del Actor’s Studio, con su bohemia y su periodo de privaciones, de Broadway a Hollywood, de Gide a Steinbeck, y de una película de Elia Kazan a una de Nicholas Ray; su matrimonio imposible con Pier Angeli, malogrado por una mamma demasiado italiana; el Jimmy Dean solitario, huraño, rudo, con pésimos modales y cambiantes estados de ánimo, desaliñado siempre, impredecible, salvaje, vulnerable, irritante para unos, magnético para otros; su afición a la música afrocubana, a la escultura, a la fotografía, a las corridas de toros, su pasión por el bramido de los motores y la velocidad, sobre dos ruedas o sobre cuatro, el “Litlle bastard” que pintó sobre el aluminio de su nuevo Porsche y el Vive deprisa, muere joven y harás un bonito cadáver que se le quedó grabado de Llamad a cualquier puerta, dirigida por su amigo Nick Ray, el único de sus tres directores con el tuvo una buena relación, y con quien planeó una futura alianza artística; los pormenores del accidente, el nombre de su mecánico, que lo acompañaba, y el del tipo que conducía el otro coche, el lugar del choque, la despiadada explotación de un muerto llevada a cabo a partir de aquel 30 septiembre, el nombre del que compró los restos del Porsche para tratar de aprovechar el motor y que no encontró decente sacar beneficio a pesar de la multitud de admiradores que desfilaba ante el jardín de su casa, donde lo había depositado; la historia de los agentes de publicidad que se lo recompraron y no tuvieron tantos escrúpulos y lo expusieron cobrando la entrada: por 35 centavos uno no solo podía ver el coche destrozado, sino incluso sentarse al volante durante treinta segundos; los rumores que decían que había sobrevivido al accidente y estaba escondido, la mascarilla que colocaron en la Universidad de Princeton, los espiritistas que aseguraban que oían su voz, el robo de la ropa que había vestido en el rodaje de Gigante, las actividades de sus clubs de fans, que en 1957 sumaban ya 84 en todo el país y reunían nada menos que a 3.800.000 afiliados… Todo eso, y más, hasta enero de 1957, que es cuando Salgues pone punto final a su libro.

No es mi actor favorito, pero me reconozco rendido a sus tres interpretaciones y soy de los que juegan (uno de tantos) a imaginar cómo habría sido su carrera, qué películas habría interpretado y cuáles habría dirigido (era su aspiración), cómo habría sido la competencia con los consagrados Brando o Monty Clift, a quienes inicialmente había tomado de modelo, o la que se habría podido establecer con Paul Newman, seis años mayor que él y que también trataba de abrirse un camino en el cine, a quien le ganó el papel de Cal Trask en Al Este del Edén y que, a su vez, se quedó con los protagonistas de Marcado por el odio y El zurzo, que James Dean no pudo ya rodar, o con Steve McQueen, otro rebelde cool, herederos ambos de la pasión por las carreras de coches que le llevó a James Byron Dean hasta aquel cruce de la 466 (hoy 46) con la 41, en Cholame, California, a 128 millas de Salinas, hacia donde se dirigía, y a unos cientos de metros de donde hoy está ubicado un modesto monumento que le recuerda y un restaurante de carretera llamado Jack Ranch Café. Podemos imaginar que estamos allí, que hemos llegado en nuestro propio coche, que paramos en el arcén y bajamos y estiramos los músculos y sentimos el aire en la cara y miramos a nuestro alrededor…

 30 de septiembre de 1955

domingo, 13 de septiembre de 2015

La derrota de nunca acabar, de Miguel Naveros

Acaso todas las guerras sean la misma guerra, como todos los fuegos el fuego, una guerra inacabable, estallando aquí o allá y dejando periodos transitorios de paz en lugares de la Tierra donde ya cargaron los ejércitos y donde antes o después volverán a arder las calles, fragmentos de una misma contienda sucediéndose en el tiempo, afectando a distintos territorios y distintos dioses y distintas lenguas pero amasando un mismo terror, empujando a hombres y mujeres en una huida que acaso sea también la misma huida, padres con sus hijos en brazos, madres implorando con las manos tendidas, una única e incesante diáspora en la que un día se vieron envueltos nuestros abuelos y que quizá nos arrastre mañana a nosotros mismos.

Cuenta Jeffrey Eugenides en su magnífica novela Middlesex que a comienzos de los años veinte del pasado siglo miles de ciudadanos griegos enraizados en aldeas próximas a la ciudad de Esmirna decidieron expatriarse a América como consecuencia de la guerra greco-turca: en una de las escenas más conmovedoras que he leído nunca, nos dice Eugenides que quienes embarcaban para Estados Unidos sostenían en sus manos un carrete de hilo, en tanto que los parientes que se quedaban en el puerto sujetaban el otro extremo; cuando el buque comenzaba a separarse del muelle, cientos de hilos de colores se tensaban sobre el agua, había gestos de despedida entre quienes probablemente no volverían a verse nunca, se agitaban pañuelos, los carretes comenzaban a girar en cubierta, al principio despacio, luego más rápidamente, hilos azules, rojos, amarillos, verdes con los que unos y otros mantenían un último y finísimo contacto, hasta que la última vuelta de hilo dejaba los colores abatiéndose con levedad en el aire, y la separación se consumaba definitivamente.

Me vino a la cabeza esta escena al acabar el libro de relatos La derrota de nunca acabar, de Miguel Naveros, y me figuré una España deshilachada en su contorno por el desgarrón del exilio, porque también este país sucumbió en su momento al vendaval de esa guerra interminable, tan interminable como la memoria de los vencidos, de la cual se alimentan estos once cuentos. Once historias, en parte reales y en parte trabajadas por la imaginación del escritor, que son once maneras de experimentar cómo la guerra modifica para siempre el curso de unas vidas, a las que bien podría añadirse una duodécima no escrita y por tanto no incluida en el libro, aunque esté presente entre cada una de las líneas: la de un niño llamado también Miguel, como los protagonistas de todos los relatos, que escucha con fascinación a los amigos de su padre, derrotados como él, contar una y otra vez las mismas historias sobre la guerra perdida, fecundando así, en la infancia, lo que el autor llama en sus reconocimientos finales “mi pulsión literaria”.

Con este libro, pues, Miguel Naveros salda una deuda con aquellos hombres a quienes, por la vía de la rememoración oral, les debe buena parte de sus razones para escribir. Y lo hace a través de diferentes enfoques narrativos, porque distintos son los hombres y mujeres que sufrieron una derrota que les persigue allá donde vayan, pues, como dice uno de los personajes, “las derrotas tienden a no acabar”, afirmación que corrobora más adelante el cuento que da título al libro; en efecto, las derrotas se prolongan en los desarraigos de toda emigración forzada, en la invalidez de un futbolista represaliado, en el origen secreto de una fortuna, en el expolio llevado a cabo al amparo del desorden bélico que una generación más tarde pretende presentarse –y venderse- como lícito patrimonio bibliográfico, en el rabioso desencanto de quien pagó con veinte años de cárcel su fidelidad a la República y acogido al fin por la Unión Soviética descubre que es espiado por su camaradas, en los poetas, los ingenieros, los fotógrafos exiliados y en profesores italianos que participaron en nuestra guerra incivil y llegados a octogenarios regresan a sus escenarios más dramáticos, en las revanchas demoradas, en la nostalgia inacabable de todos los sabores y todos los sonidos de la tierra lejana…

Eso sí, en cada uno de los relatos, de una forma u otra, late la dignidad de la derrota, la dignidad e incluso el triunfo, como dice desde su título otro de los relatos, donde el autor de unas memorias de la guerra les da término agradeciendo “a los dioses del Olimpo la derrota, porque nos ha permitido caminar con la cabeza alta”, lo que remite a aquella frase de Fernando Pessoa citada por Juan Goytisolo en su discurso de recepción del Premio Cervantes: “Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”. Porque, en opinión de Miguel Naveros, que yo comparto, lo que separa al vencedor del vencido es que el maleficio del triunfo conduce al exceso.

Sé que la imagen del libro que al autor le resulta más reveladora es la de un campesino y su burro arando la tierra bajo el fuego cruzado de ambos bandos, impasibles los dos y como ajenos en apariencia a la guerra, sabedor el hombre que puede o no matarlo cualquiera de las bombas, pero que es seguro que lo mataría el hambre si abandonara las labores del campo. Junto a esta imagen, otras muchas igual de descriptivas, algunas emocionantes hasta las lágrimas, literalmente: la actriz María Botto, argentina de nacimiento, hija del exilio inverso, no fue capaz de evitar un breve acceso de llanto mientras leía en voz alta el primer relato del libro, durante su presentación en Madrid.

Por cierto que ese relato con el que se abre el libro, “Los dos exilios”, está entre los que a mí más me gustan, y sin duda es uno de los mejores textos literarios que jamás se hayan escrito sobre el exilio español, un relato para leer una y otra vez, recorriendo de nuevo, en cada lectura, ese pasillo de una casa en Ciudad de México empapelado a uno y otro lado con fotografías ampliadas de la calle Embajadores, la calle madrileña donde vivía el fotógrafo español que la habita en un doble exilio y que renuncia a volver a su país tras la muerte de su compañera, como poco a poco va renunciado a los sabores que le recuerdan a ella, a las lecturas de los clásicos que sólo concibe en su voz, a la música de un violín que la emocionaba tanto…

Este es el arranque de un libro cuyas historias también yo tuve el privilegio de escuchar antes de ser escritas, en mi caso en boca del propio autor, que es también un apasionado contador de historias (historias que, por asombroso que pueda parecer a veces, son siempre ciertas); un libro espléndido, sentido, necesario aún. 

Entre amigos en la presentación en Almería de La derrota de nunca acabar, el pasado abril

lunes, 7 de septiembre de 2015

Un cuento en El Toro Celeste

“Como mancha negra” es el último relato que escribí antes de que ese personaje llamado Juan Herrezuelo hiciera una garbosa reverencia con su empenachado sombrero de ala ancha y se retirara por el foro de los Bartleby y compañía. No quise dejar sin desarrollar una vieja idea cuyo borrador fue separado en su momento de un manuscrito mayor al resultar incompatible con otra escena en la que también se jugaba con las figuras retóricas. Como ya me ha pasado otras veces, la posibilidad de convertir aquella idea en una historia que pudiera ser contada no me abandonó nunca, y en octubre del año pasado me puse a la tarea. Fue un trabajo rápido y gratificante, como si el cuento hubiera querido salir fuera de mí desde hacía años tal y como iba creciendo en la pantalla, y ni siquiera me extrañó que al llegar al final, de manera casi inevitable, esta historia más bien desasosegante desembocara en un homenaje al libro que hizo de mí, en mi infancia, este eterno rehén de la lectura que aún sigo siendo. El cuento aparece ahora publicado en el número 12 de la revista El Toro Celeste, un magnífico espacio digital de arte y literatura, y me complace proponer de nuevo un pasadizo hasta sus páginas, como ya hiciera con el número inicial.

Para abrir boca, dejo aquí el primer párrafo de “Como mancha negra”:

«En cuántas manos habrá temblado el papel en el que está escrito el poema antes de llegar a las mías, en cuántas habrá temblado desde que me deshice de él, cuántos hombres y mujeres llevarán ahora esta misma vida de fugitivo que me empuja de un lugar a otro, quiénes son y a qué ciudades han huido ellos, sobresaltándose cada vez que oyen una voz a la espalda, temiendo siempre que alguien vuelva a tenderles una hoja doblada, que todos los versos estén hechizados, que toda lectura, aún la más distraída, la del peatón que cruza ante un puesto de periódicos, desemboque en el horror, otra vez. Me pregunto si, como yo, pasan la mayor parte del tiempo encerrados en habitaciones de hotel y si en ellas también penetra a intervalos regulares la luz de un rótulo de neón para iluminar la soledad absoluta de las noches sin sueño. He jugado a imaginar sus caras, pero todos ellos acaban teniendo los rasgos de los únicos dos que he conocido, el viejo que me precedió y la mujer en quien yo prolongué el encantamiento del poema. Alguna vez, en el vestíbulo de un hotel, en cualquier calle, en uno de tantos trenes y autocares, un rostro torturado por el miedo me ha hecho reconocer la naturaleza de mi propio miedo, y en cada una de esas ocasiones, a pesar de todo, he sentido la tentación de acercarme a él, o a ella, y preguntarles; una tentación muy fugaz, claro está, porque más que de ningún otro ser humano huimos de todos nosotros, y quién nos asegura que ese hombre o esa mujer que parecen sufrir nuestro mismo desasosiego no acaben por poner de nuevo en nuestra mano ese papel.» SEGUIR LEYENDO...



sábado, 29 de agosto de 2015

Una aproximación a “Interstellar”

 

La (digamos) actualidad cultural, que tanto interés llegó a despertar en mí durante tanto tiempo, cada vez ha ido preocupándome menos, conocedor de que, tratándose ya de un mero sector económico, toda expresión artística o literaria está por ello mismo envuelta en la mentira, el espectáculo, la superficialidad. A cambio, cada vez me he ido volviendo más hacia el espacio, hacia el cielo: he dejado de mirarme los pies y miro ahora a las estrellas, tal y como aseguró Stephen Hawking que le convenía hacer a la humanidad. Acudo, antes que a ninguna otra notica, a las de ciencia, y de entre ellas a las de astronomía: me fascina la información que genera la exploración espacial: la búsqueda incesante de exoplanetas que pudieran tener unas condiciones similares a las de la Tierra, a través, por ejemplo, del telescopio espacial Kepler; el increíble viaje de la sonda Voyager 1, lanzada en 1977, que en 2012 salió de los límites del sistema solar y navega solitaria en el espacio sideral llevando en su interior un disco de oro con imágenes de la vida y la cultura en la Tierra, mensajes de saludo en cincuenta y cinco idiomas, diferentes sonidos, música, todo ello de acuerdo con la selección llevada a cabo por un comité presidido por Carl Sagan; me fascinan las distintas misiones a Marte, no tripuladas, de las que forman parte los astromóviles que se han desplazado por la roja superficie marciana, dos de los cuales, el Curiosity y el viejo Opportunity, siguen moviéndose ahora mismo allí; la misión de la sonda espacial europea Rosetta y del módulo de aterrizaje Philae, anclado en el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko, en el que ha hallado ya moléculas precursoras de la vida… Todo esto que debería ser la primera noticia todos los días aparece en los medios de comunicación tradicionales de tarde en tarde, y hay que seguirlo fundamentalmente en las ediciones digitales de los periódicos.

No es extraño, pues, que me haya sentido arrebatado por la película Interstellar, arrebato que por cierto no se produjo cuando la vi en pantalla grande hace meses: se ha producido este verano, en el salón de mi casa, bajo circunstancias mucho más favorables. Tengo para mí que la película de Christopher Nolan va ganando con cada visionado, al contrario que la práctica totalidad de las películas que se hacen hoy. La primera vez quedé atrapado en la historia de un padre y una hija de una edad parecida a la de mi propia hija, en la importancia de cumplir las promesas que se les hacen, y atrapado también en las potentísimas imágenes de los planetas que visitan Matthew McConaughey y Anne Hathaway en busca de un nuevo hogar para la humanidad, y en la excitante tensión que provoca la música de Han Zimmer (que tanto recuerda en algunos pasajes a la que compuso para Origen...)

Y a lo mejor cuando vuelva tenemos la misma edad...

Mi segunda experiencia, sin embargo, ha sido más intensa, al entender que desde un principio la historia de Nolan plantea una situación límite a la que se enfrentan los dos caracteres elementales, primigenios, en que se dividen los seres humanos, según vengo proponiendo desde hace años a partir de mi experiencia familiar: o nómadas o sedentarios. A los sedentarios les debe la humanidad pasar de la recolección a la agricultura, de la caza a la ganadería, les debe la creación de núcleos urbanos, la distribución de tareas, la estructura social, la civilización, en suma; a los nómadas, que miraban el horizonte y se preguntaban qué habría más allá, y que partían en su exploración, les debemos la expansión de la especie.

El fundamento de Interstellar podría explicarse así: colonizado ya todo el planeta, el ser humano ha quedado retenido en la última frontera, la que limita con el espacio, y justo cuando las condiciones de la Tierra, en un futuro indeterminado pero aparentemente no demasiado alejado de nuestro tiempo, se están volviendo inhabitables. El interés exclusivo de quienes detentan la autoridad recae ahora en la agricultura: todos son granjeros, incluso los ingenieros /pilotos como McConaughey, que asume su nuevo estado a duras penas: el hombre, dice, es explorador, pionero, no cultivador, y se lamenta de que la humanidad haya dejado de mirar hacia arriba preguntándose qué lugar ocupará en las estrellas, para mirar hacia abajo, angustiada, pensando en cuál será su lugar entre el polvo (que es otra manera de citar a Hawking).

Pero la vida en la Tierra tiene los años contados, en la película. Cada ciclo agrícola se pierde la cosecha de un nuevo tipo de cultivo, y todo parece abocado a la producción única de maíz, cereal que también acabará por morir. Los últimos en pasar hambre serán los primeros en asfixiarse, anuncia el personaje interpretado por Michael Caine.

Escribió Arthur C. Clark, autor de 2001: Una odisea del espacio, que tal vez la bella Tierra no sea más que un lugar de descanso entre el mar de sal del que procedemos y el mar de los astros. El propio Stephen Hawking ha asegurado que la humanidad tendrá que colonizar otro planeta en los próximos mil años o no sobrevivirá. Interstellar parece una llamada de atención sobre el hecho de que hayamos abandonado el empeño de alcanzar otros mundos: al comienzo de la película se comprueba que ha prevalecido (aparentemente) el instinto de los sedentarios, y que las sociedades se aferran a un planeta enfermo. De este lado, del lado de la realidad, sabemos que desde julio de 2011, cuando despegó de Cabo Cañaveral el último transbordador de la NASA, Estados Unidos no ha vuelto a enviar un ser humano al espacio: carece de medios para ello, como nos contaba El País Semanal de 14 de agosto. Muy atrás quedan los programas Mercury (qué gran película Elegidos para la gloria, de Philip Kaufman) y Apollo, que en poco más de diez años, de 1958 a 1969, lograron desarrollar la tecnología que hizo posible poner al hombre en la Luna. Desde 1972 ningún ser humano –que se sepa- ha puesto un pie en otro astro, y la idea de empezar a colonizar Marte parece vaga: hasta 2035 no está previsto enviar un vehículo tripulado a la órbita del Planeta Rojo.


Ahora un grupo de científicos ha recomendado, desde las páginas de dos prestigiosas revistas especializadas, que Interstellar (de cuyo complejo y apasionante argumento tan solo he trazado un breve apunte) sea utilizada como material didáctico en los colegios, sobre todo por su representación de los agujeros negros y los agujeros de gusano, así como por la transmisión de conceptos básicos de la Relatividad. No en vano participó en su concepción una autoridad en astrofísica, órbitas gravitacionales y en la curvatura espacio tiempo, el profesor Kip Thorne. De manera que el porcentaje de ciencia en la ecuación ‘ciencia-ficción’ es, en Interstellar, mayor que en ninguna otra película del género.

Bien, creo que es fácil entender lo lejos que estoy de preocuparme por conocer con qué agencia literaria ha negociado la editorial de turno el último premio de novela, o la bisutería narrativa que colma la sección de novedades de las librerías, los olvidables estrenos cinematográficos de cada semana, hasta qué punto la pintura ha dejado de ser algo que merezca ser mirado, qué innovación gastronómica se le ha ocurrido al cocinero de turno (la cocina es alta cultura ahora)… A quién le importa. Tomo los versos de Dylan Thomas que con tan conmovedor entusiasmo recita Michael Caine en Interstellar para decir que no quiero entrar “dócilmente en esa noche quieta”: “Rabia, rabia contra la agonía de la luz”. 



sábado, 22 de agosto de 2015

"Apuntes taurinos"

Publicado en el suplemento especial de Feria de La Voz de Almería, 22/8/2015


"Mi despertar a la afición por el arte de torear tuvo lugar entre la primera vez que acudí a una plaza de toros y la segunda, ambas en Almería. De la primera no guardo ningún recuerdo grato. Debía de ser finales de los ochenta, e iba tan sólo para conocer el ambiente. Llegamos tarde y me perdí el primer toro. Nuestras localidades estaban justo delante del personal que toca clarines y timbales, y en el difícil trance de intentar ocuparlas entre las apreturas del público entorpecimos su labor de anunciar la salida del segundo toro. Luego Espartaco, Roberto Domínguez y un tercero fueron abucheados. Nada. Una mala tarde. La segunda vez ya fue cosa muy distinta. Era la Feria del 94 y yo anhelaba ahora ver al joven matador al que le debía la revelación del toreo, Enrique Ponce, cuya actuación en la corrida de Beneficencia de dos años antes, televisada, supuso para mí un absoluto deslumbramiento.

En estos años he tenido la oportunidad de ver al maestro de Chiva muchas veces, de disfrutar de su excelsa e inagotable tauromaquia, de su temple prodigioso, de la elegancia que imprime a cada gesto, de su asombrosa sabiduría. Es el diestro que más Capotes de Paseo de la Virgen del Mar ha conquistado, cinco, lo que explica la importancia de su paso por Almería; que medien nada menos que 24 años entre el primer Capote, que obtuvo el año de su alternativa, y el quinto, la pasada Feria, habla de la dimensión histórica de su magisterio taurino.

Más allá de la infinidad de detalles sublimes que Ponce ha dejado en mi memoria, son muchos los recuerdos taurinos de gran carga emocional que debo a otros matadores. Y es que se han visto grandes cosas en nuestra plaza. Es una gran Feria. En los noventa mereció la consideración de mejor plaza de segunda categoría de España, y en la actualidad concita el interés de los mejores aficionados del mundo, como pudimos contar el año pasado desde las páginas de La Voz de Almería, dando cuenta de la presencia en el coso de la Avenida de Vilches de los presidentes de los Clubes Taurinos de Nueva York, París y Milán.

En estos veinte años he visto a Joselito atornillar las zapatillas a la arena, parar la música, tirar el estoque y torear al natural con la derecha entre el clamor del público. He asistido con el corazón en un puño al valor impávido de José Tomás, y jamás olvidaré un magno duelo de toreo con la mano izquierda que protagonizaron él y Morante de la Puebla la tarde en que el primero pudo cortar un rabo. He visto a Manzanares padre sufrir un revolcón y luego hacerle al toro una gran faena con su inconfundible sello, y a su hijo ligar los pases como no parecía posible ligarlos y levantar, él sí, los máximos trofeos después de treinta años sin que tal cosa sucediera en Almería. He visto una eterna media verónica de Curro Vázquez en el centro del ruedo que provocó en los espectadores un estremecimiento unánime. En fin, decenas de instantes mágicos. Curiosamente, la faena que más hondamente atesoro en la memoria no lleva la firma de Ponce, sino la de Manolo Sánchez, aquella tarde del 94 en que por primera vez acudí a los toros como verdadero aficionado: inspiradísimo el vallisoletano, de celeste y oro, en una faena que le convirtió en el triunfador de la Feria: aquellos portentosos y lentísimos naturales son mi primer recuerdo de emoción extrema en una plaza de toros.

Este año, como los últimos tres o cuatro, seré imprecado de nuevo por un grupo de antitaurinos cuando llegue a las inmediaciones de la plaza. Lo seremos todos los aficionados, hombres y mujeres, ancianos y niños, adinerados y humildes, de derechas y de izquierdas, monárquicos y republicanos: el gusto por la Fiesta de los toros no sólo viene de muy atrás en el tiempo, sino que alcanza a todos los estratos sociales, a todas las edades, a todas las ideologías. Con voces iracundas me llamarán –nos llamarán- crueles y bárbaros; nos gritarán que nos cortemos las venas si queremos ver sangre, y yo volveré a sentirme injustamente vilipendiado en el ejercicio de mi libertad y como agredido en lo íntimo. Cuánto bien han hecho a lo largo de los años quienes se ocupan de impedir el maltrato animal, pero hasta qué punto se equivocan en su lucha contra las corridas de toros. Tal vez consigan algún día que los derechos de los animales sean equiparados a los de los seres humanos, todo un despropósito al que podría ayudar la tiranía de lo políticamente correcto, y entonces ya sería tarde para explicarles lo terriblemente equivocados que están. Yo por mi parte espero que este increíble espectáculo de arte, rito y sensibilidad siga existiendo aún muchos años más, entre otras cosas porque, paradójicamente, de ello depende la conservación de este animal único, el toro de lidia, que no es ni doméstico ni salvaje, sino bravo." 

Enrique Ponce y el toro “Espía” en la faena que le hizo merecedor al matador 
valenciano del Capote de Paseo de la Virgen del Mar en la pasada Feria. Foto: JFH

domingo, 2 de agosto de 2015

Don Quijote, segunda parte: 1615 - 2015

Había oído muchas veces que al llegar al final de El Quijote el lector no puede reprimir las lágrimas o, en los más endurecidos, evitar el nudo en la garganta, y mi hija pude dar fe de que hace un par de meses fui incapaz de leer en voz alta, de una manera inteligible, esas palabras de Sancho con las que, también él llorando, le pide a un moribundo y ya devuelto a la cordura don Quijote que no se muera, que "la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”, y que no sea perezoso, y que le eche a él la culpa de haber sido derribado de Rocinante en ese último enfrentamiento entre caballeros andantes…. 

No me atrevo a estas alturas a tratar de decir algo original sobre esta magna obra literaria, “the world’s best work of fiction”, que así ha sido elegida y así se refirió a ella el New York Times, según nos recuerda Francisco Rico en una de las muchas ediciones de la novela que se han llevado a cabo recientemente: la mejor obra de ficción jamás escrita. Tan solo puedo aportar mi propia experiencia. Quise leerla de niño y también de adolescente, pues me fascinaban las ilustraciones que traía el pequeño ejemplar de la primera parte que había en casa, de Gustave Doré, a mi juicio el artista que mejor captó el espíritu del libro y de su héroe, pero una y otra vez fracasaba en el intento, y siempre en el mismo punto, en la narración del desdichado amor de Grisóstomo hacia Marcela y el entierro del primero. Ya en la universidad leí infinidad de pasajes y no menos ensayos críticos, y con eso di por ampliamente conocido el texto. Fue hace unos doce años cuando determiné leerla cabalmente, en una maravillosa edición a cargo de Vicente Gaos que tiempo atrás había entrado en casa como providencial regalo de bodas: leí con enorme y fructífero placer la primera parte y la mitad de la segunda, dos veces cada capítulo, una acudiendo a las múltiples notas a pie de página y otra ya de corrido. A la mitad de la segunda parte, la de 1615, y temiendo saturarme, creí necesitar abrir un paréntesis y evadirme en otras lecturas que también me apetecían, y el paréntesis se amplió, burla burlando, estos doce años. 

Es la primera vez que le saco provecho a un centenario: en mayo regresé a esa segunda parte justo en el lugar donde la dejé, a punto de que don Quijote y Sancho, víctimas de una estúpida chanza de los duques (a quienes por su insufrible necedad Cervantes condenó al anonimato) suban a lomos de Clavileño. Para mi sorpresa, no necesité ya acudir a las notas, salvo para averiguar el significado de alguna palabra en concreto. El resultado ha sido el deslumbramiento, la emoción extrema, la risa, la rabia hacia los burladores del caballero y de su escudero: la vida toda en un libro.

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros... (grabado G. Doré)

Lo he dicho y escrito muchas veces: cada libro tiene, para cada uno de nosotros, su exacto momento. Nada más emocionante que ese encuentro en el momento oportuno. Y éste era mi momento, no ya porque mi edad frise también con la de del ingenioso hidalgo, sino porque la derrota vital en uno y otro se produce con parecidas razones, como parecida fue también la locura que a don Quijote le llevó a creerse uno de esos personajes que leía en los libros y a mí  a soñar ser quien los escribiera. 

Todo lo que se ha dicho a lo largo de los siglos, en todos los idiomas, sobre la excelencia de esta obra es rigurosa y asombrosamente cierto. Ya no se trata sólo de que sea la primera novela moderna de la historia, sino que al mismo tiempo es la superación de sí misma, un paso más allá: la primera posmoderna, la que inventa verdaderamente un género para, al mismo tiempo, jugar con él de un modo en que no se atrevería a hacerlo ningún otro novelista hasta varios siglos después, aunque ya sin tanto acierto. 

Luis Landero, el escritor más cervantesco de cuantos escriben hoy, decía en sus clases de literatura que El Quijote es uno de esos pocos libros cuya vocación es contener cantidades ilimitadas de realidad, y citaba también la Biblia y Las mil y una noches; pero, añadía, en estas dos obras intervinieron varias generaciones, en tanto que El Quijote fue escrito por una sola persona. Es, decía, como si nos contaran que una única persona había construido las pirámides de Egipto.

Hay en El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, en la unidad que forman esos dos libros escritos con diez años de separación (1605 y 1615) escenas que parecen anticipar recursos técnicos más propios de otras artes no nacidas aún, como el cine, y ahí está ese memorable momento en el que quien hasta ese momento parecía narrador (si bien es cierto que sumado a otros autores “que deste caso escriben”) deja suspensos, literalmente congelados, a don Quijote y al Vizcaíno con las espadas en alto y a punto de golpearse con ellas mutuamente, para explicarnos en un inserto asombrosamente audaz que cuanto lleva contado, apenas ocho capítulos, proviene del relato de un primer narrador, y que tal relato llega hasta ese punto, no más, para, a continuación, referirnos las indagaciones que hace para encontrar el resto de la historia, y cómo da con la autoría de un árabe llamado Cide Hamete Benengeli, y cómo lo manda traducir, y cómo prosigue de este modo el relato. 

Luego está el pasmo ante audacias narrativas no por mil veces señaladas menos fascinantes de comprobar, como el hecho de que en la segunda parte don Quijote, que se hizo caballero andante a causa de los libros que leía, se lee ahora él mismo convertido en personaje de novela, la de la primera parte, y con él el resto de los personajes principales, y lee además ese otro Quijote apócrifo publicado en 1614, un año antes, el de Avellaneda, y lo denigra por falso, y encontrándose en el camino con un personaje de esa mentirosa continuación de las andanzas de nuestro caballero le hace declarar mediante documento jurídico que él es el verdadero don Quijote, y no aquel otro a quien él tomó por el auténtico... ¡en otro libro! En esta segunda parte nuestro héroe llega a variar el rumbo que había puesto hacia Zaragoza al saber que es allí donde tiene lugar una justa en El Quijote de Avellaneda, y se encamina en su lugar a Barcelona, en cuyas playas es vencido por el Caballero de la Blanca Luna, quedando comprometido a regresar a casa y abandonar el ejercicio de la caballería durante un año. Lo que sigue es el  penoso retorno al que le obliga la derrota, quijotizado ya Sancho y sanchificado don Quijote, con algo de ese futuro retorno de Napoleón en su retirada de la campaña rusa, retratado magistralmente por Tolstoi doscientos cincuenta años más tarde. Y en el camino a casa aún proclama su voluntad de ir a Berbería a liberar cristianos cautivos, para de inmediato caer en la cuenta de su rendición: “Pero ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el derribado?”, al tiempo que, poco más adelante, reconoce traer “alborotado y trastornado el juicio” y no estar ya “ni para dar migas a un gato”…

Muerte de don Quijote, según Gustave Doré

No seré yo quien trate de añadir más páginas a las muchas que se han escrito ya sobre esta obra. Al terminarla al fin, tengo una intensa sensación como de haber consumado algo que me era imprescindible para ir completándome como persona, un poco como hacer el Camino de Santiago, según dicen, proyecto que yo tenía para este mismo año y no ha sido posible llevar a cabo. Para otro será; éste que ya entró en su agosto he alcanzado a leer el epitafio del inmortal hidalgo según redacción de Sansón Carrasco y la prudente despedida de Cide Hamete, hecho lo cual, y como no podía ser de otro modo, tomé de nuevo la primera parte e inicié su lectura desde el principio, ya sin notas ni entretenimientos: no hay mejor libro que éste, ni para el verano ni para otra estación. Y vale.

martes, 23 de junio de 2015

GIMLET

 
                                                                                                                        JFH

«-Me gustan los bares cuando acaban de abrirse. Cuando la atmósfera interior todavía es fresca, limpia, todo está reluciente y el barman se mira por última vez al espejo para ver si la corbata está derecha y el cabello bien peinado. Me gustan las botellas prolijamente colocadas en los estantes del bar y los vasos que brillan y la expectación. Me gusta observar cómo se prepara el primer cóctel de la noche y se coloca sobre una impaciente bandeja con una servilletita doblada al lado. Me gusta saborearlo lentamente. El primer trago de la noche, en un bar tranquilo, es maravilloso». Terry Lennox en El largo adiós, de Raymond Chandler.

Suenan morosamente una trompeta, un saxo, un piano, una batería y un contrabajo, lento diálogo musical en el que los instrumentos conciertan una nostalgia no revelada, jazz noir para una nueva Noche de San Juan en el Loser con cóctel y algo de conversación en la barra, donde está servido ya el primer Gimlet. Atmósfera de novela y cine negro: toda la singular iconografía del universo criminal años cuarenta-cincuenta parece brotar de la copa de Martini que le da forma triangular a este frío brebaje de color verde pálido: el fuego de la cerilla delatando el endurecido rictus de los labios que sostienen el cigarrillo, los ojos entrecerrados a causa del humo, la mirada torva bajo el ala del sombrero, la gabardina de anchas solapas con el cuello levantado, el chirrido de las ruedas de un Plymouth al girar una esquina a toda velocidad, una felina silueta de mujer iluminada brevemente por la luz de los faros; glorioso blanco y negro de las junglas de asfalto y los atracos perfectos, de los jefes de Homicidios que se exceden en los interrogatorios, del contoneo de una rubia de largas piernas; smooth jazz aunque sobre todo Waxman, Steiner, Rózsa, Tiomkin, la música mejor concebida para la presentación de los tipos más duros que ha habido nunca, de los que empuñan un arma a media altura sin que la mirada revele que están a punto de apretar el gatillo, sin que el estampido del disparo les altere el gesto; puertas de cristales esmerilados con el nombre del detective y un “vuelvo enseguida” escrito en una cuartilla, el calor del Sur de California -San Bernardino, Pasadena, Los Ángeles, Hollywood, Encino- que obliga a veces a llevar la americana doblada en el brazo y el nudo de la corbata aflojado, la naturalidad del sombrero siempre, la cintura del pantalón alta y la corbata corta, el crujido de la grava en el camino que conduce a la puerta de la mansión estilo español donde espera el millonario que teme por la reputación de su malcriada hija, la pulsera en ese tobillo que desciende una escalera y será la perdición de un agente de seguros, los diálogos rápidos y cargados de cinismo, el olor a pólvora en el aire, el estallido cegador de un flash sobre un cadáver tendido en un callejón, un grito femenino en mitad de la noche, el aullido metálico de una sirena.

Ocurre que si el Gimlet está considerado el cóctel noir por antonomasia es específicamente por la novela El largo adiós (The Long Goodbye), de Raymond Chandler, 1953, y no por ninguna otra. La bebida en cuestión está vinculada a esa parte del libro –los primeros capítulos- que se apoya en la amistad entre el detective Philip Marlowe y Terry Lennox, una amistad a primera vista, breve y no tan íntima que les permita tutearse. La primera vez que Marlowe le vio, Lennox estaba borracho en un Rolls Royce y la muchacha que lo acompañaba le dejó abandonado en el asfalto. Se vieron unas cuentas veces, no demasiadas. Iban a algún bar, sobre todo el Víctor, y tomaban Gimlets. Según Lennox “el verdadero Gimlet está hecho mitad de gin y mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Deja chiquito al Martini” (“a real gimlet is half gin and Rose’s lime juice and nothing else. It beats martinis hollow”). Si Marlowe le hubiera preguntado más sobre su vida, o incluso sobre las cicatrices de su cara, antes de ayudarle a huir a México, tal vez se hubieran podido salvar un par de vidas, pero no más.

Raymond Chandler (1888-1959)
Identificamos a Marlowe con el rostro de Humphrey Bogart, sobre todo (El sueño eterno, 1946), aunque también lo encarnaron, entre otros, un maduro Robert Mitchum en 1975 (Adiós, muñeca) y Elliot Gould, en una decepcionante adaptación de El largo adiós dirigida por Robert Altman en 1973. Sin embargo, Raymond Chandler afirmó que el actor que mejor lo representaba físicamente era Cary Grant, tal y como se recoge en la magnífica biografía escrita por Frank MacShane. Chandler, un hombre desdichado, sensible en lo personal y asombrosamente duro en lo literario, tímido y por tanto sarcástico y hostil con los extraños, alcohólico y “ferozmente romántico”, según señaló él mismo, escribió El largo adiós en penosas circunstancias, pues su mujer estaba gravemente enferma. Pretendía, además, que fuese su gran novela, la obra que le permitiera ser considerado algo más que un buen autor de historias de crímenes: no le importaba que el misterio resultara obvio, le importaba “la gente, el mundo corrompido en que vivimos y el hecho de que cualquier hombre que intente ser honesto acaba pareciendo sentimental o sencillamente insensato”. La novela nacía de la necesidad de la amistad y el amor, aunque eso significara cambiar el carácter de Marlowe, hacer que se involucrase personalmente en la trama. Y el resultado fue la mejor novela negra que se haya escrito nunca.

Respecto al Gimlet, ese trago moderadamente ácido que no admite demoras, al parecer sólo en el Loser respetamos aún la fórmula magistral que se propone en El largo adiós. Fuera de aquí, hay consenso a la hora de desdeñar la proporción a partes iguales de ginebra y lima establecida por Raymond Chandler (o por Lennox): el Gimlet se prepara en coctelera, con hielo, dos tercios de ginebra y un tercio de lima, preferentemente Rose’s, dicen, aunque el que servimos en el Loser está elaborado con Lima Tropic Rives y ginebra al cincuenta por ciento. José Luis Garci, en ese vademécum de coctelería fílmica que es su libro Beber de cine, propone trocear una lima y machacarla previamente en la coctelera; asegura Garci que “el Gimlet es a los cócteles lo que la voz en off a las películas negras”, y advierte de los efectos de su ingesta: “si quieres descubrir en qué grado eres un tipo duro, atrévete con dos; pero no olvides apuntar en el espejo de tu baño lo que el asesino de Fritz Lang: «Por favor, captúrenme antes de que beba el cuarto»”.

En cuanto a su origen, corren varias historias. Se cuenta de un cirujano de la Marina Real Británica llamado Thomas D. Gimlette que en torno a 1879 se lo administraba a los marineros para aumentar el consumo de vitamina C y combatir así el escorbuto. Se habla también de ciertos carpinteros sin identificar que en 1928 bebían, al parecer frecuentemente, una mezcla simple de ginebra y jugo de lima, a la que llamaron gimlet, ‘barrena de mano’, y hay quien se refiere a la herramienta con la que los camareros abrían un orificio en los barriles de los licores espirituosos; desde luego, la idea de una pequeña taladradora ofrece una imagen algo exagerada de los efectos del bebedizo en cuestión, y yo prefiero pensar en este cóctel como símbolo de la amistad, aunque sea una amistad triste, solitaria y final, igual que aquel adiós que Marlowe se niega a pronunciar en el desenlace de la gloriosa novela de Raymond Chandler.


Bogart y Bacall derrochan clase en una escena de El sueño eterno, dirigida en 1946 por Howard Hawks a partir de la primera novela de Raymond Chandler, con guión de William Faulkner... Si, el cine fue esto una vez...

lunes, 15 de junio de 2015

El que espera, de Andrés Neuman

Comparto con Andrés Neuman el haber sido elegidos en 1999 por El Cultural de El Mundo dos de los diez noveles de aquel año, aunque no el haber tenido una continuación literaria impresa, y de éxito, además, como ha sido su caso desde entonces. Comparto con él el gusto por el billar, la admiración por los Beatles, el aprendizaje en Cortázar y que en nuestras biografías aparezca un violín, en la suya en manos de su madre y en la mía en las de mi hija; no compartimos opinión sobre el fútbol: yo cada vez lo detesto más.

La editorial Páginas de Espuma publica estos días una edición corregida y aumentada de El que espera, su primer libro de relatos, otro cruce de caminos en nuestras vidas, pues a finales del año 2000 lo acompañé en su presentación en Almería. Recuerdo haber citado al comienzo de aquella lejana intervención a -cómo no- Julio Cortázar: en algún sitio el maestro argentino dejó escrito que revisando la traducción de sus relatos sintió hasta qué punto «la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de los parámetros de lo pre-visto, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable». Neuman, con este libro, se sumó ya a esa nómina de escritores que, como el propio Cortázar, no se limitan a cultivar un determinado género literario, en este caso el cuento brevísimo o microcuento, sino que se manifiestan sobre él, lo vindican por escrito y lo interpretan de acuerdo con un criterio perfectamente asumido y coherente. Así, El que espera contiene dos series de relatos, “Brevedades” y “Miniaturas”, y también un epílogo-manifiesto, “Las mínimas palabras”, donde el autor expone, de una manera clarificadora, las coordenadas teóricas en las cuales sitúa el género tal y como él lo ha venido practicando. Su lectura, como la de todo buen epílogo, nos obliga a una segunda cita, inmediata, con el libro que acabábamos de terminar.

No es casual la condición de poeta de Neuman, ni por tanto la cita de Cortázar: todos los relatos, pero muy especialmente las miniaturas de la primera serie, están sostenidos por un marcado aliento poético sin dejar de ser narrativos. En un género que tiene como una de sus principales características la perfección y hermeticidad de la esfera, cada metáfora, el ritmo o su estructura contribuyen a transmitir sordamente complejas sensaciones de las cuales sólo emergen en el propio texto una pequeña parte: el resto está apuntado entre el título y el estremecimiento final, crece y se desarrolla en secreto a través de las elipsis y se prolonga en nuestra conciencia de lector como una resonancia que impide leer uno detrás de otro mecánicamente, como se pasaría de un capítulo a otro. La escritura de este tipo de relato, dice Neuman, comienza en lo narrado y continúa en sus omisiones, y ante esta afirmación uno no puede sino recordar aquella sentencia del Quijote mediante la cual Cervantes pedía ser juzgado no tanto por lo que decía sino sobre todo por lo que callaba.

El relato breve funciona como una máquina de relojería, más aún, como una máquina de relojería atada a un cartucho de dinamita. El escritor se desprende de él como si temiera la apremiante obstinación con que un relato se adhiere a la conciencia del autor; el lector, por contra, recorre sus líneas inquietado por el tic-tac que subyace entre cada punto y seguido o que se acelera tras un punto y aparte. El microcuento “El deseo”, uno de mis favoritos, es un ejemplo modélico de cómo su composición resulta de prescindir de todo lo accesorio, de enredar y subvertir el planeamiento, el nudo y el desenlace hasta provocar la sensación de que lo esencial está siendo sugerido o ha sido sugerido ya. “El deseo” tiene cuatro párrafos, uno de ellos de una sola línea, contenidos en dos páginas. Lo pequeño no significa escasez, sino concentración, síntesis, economía de medios. Todos estos cuentos de Neuman parecen afirmarse en la voluntad de desarrollar el máximo contenido que quepa en una mínima expresión.

Cuanto más pequeña sea la máquina, más perfecta ha de resultar la miniaturización de sus ruedas dentadas y mayor es también la atención que se exige del lector. Los microrrelatos incluidos en este libro no pueden contarse: son. Hay relatos tan breves, que, si me es permitida la exageración, bastaría con mencionar uno de sus verbos para destripar el argumento.

Hablaba Cortázar en la cita recogida más arriba de la coincidencia de determinados valores que otorgan su carácter específico tanto al relato breve como al poema: ritmo, tensión, pulsión interna, inalterabilidad de los elementos que los componen... A aquella afirmación le seguía esta otra: «Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca». Pues bien, quien los merece es aquel que espera ser atrapado por el aura del cuento, ser sorprendido al final o en cada uno de sus párrafos, descender por los renglones como quien desciende una escalera cuyo último escalón está hundido en la oscuridad. Y es que la idea de espera que está encerrada en el título de este libro remite por igual a los conceptos de paciencia y de desesperación, y ambos se alternan, coherentemente, tanto en los personajes como en el lector.
  

Con Miguel Ángel Muñoz y Andrés Neuman, Almería, diciembre 2014
(Foto: J. Adolfo Iglesias)



miércoles, 3 de junio de 2015

En la casa de José Ángel Valente








     La puerta abre la casa hacia su adentro
     donde no estás.
                            Vacío.
                                    Late
     el corazón muy tenue, solo.
     Todavía.



JOSÉ ÁNGEL VALENTE
Fragmentos de un libro futuro 



 He tardado más de quince años en corresponder a la invitación que el poeta José Ángel Valente me hizo para visitarle en su casa deAlmería. O para ser más preciso, fue Juan Herrezuelo el destinatario de la invitación y Juan Fernández el que entonces hizo prevalecer su timidez, su permanente temor a molestar, y quien finalmente ha podido entrar ahora en la casa de Valente, recientemente abierta al público como espacio museístico. Y visitarle en ella, sí, porque, aunque fallecido no muchos meses después de aquel primer encuentro, el poeta permanece en ese poema arquitectónico que fue -que es aún- su vivienda en la ciudad del Sur, la ciudad celeste, "esta ciudad abandonada".

Cuatro, fueron al parecer, las razones por las cuales Valente decidió a finales de 1984 instalarse en Almería. Una, tal vez la primera, fue la luz: gallego de nacimiento, había vivido en Oxford, París o Ginebra, ciudades de cielos grises la mayor parte del año: en Almería fue deslumbrado por la luz. Otra razón está en el desierto (el de Tabernas), que él vincula a la soledad del poeta. Que la Al-Mariyya del siglo XI constituyera el principal foco del sufismo místico fue otra de esas razones de peso. Finalmente, ocurrió el descubrimiento casual de esta casa, ubicada en el caco antiguo, cerca de la Catedral y del Convento de Las Puras. José Ángel Valente nunca estuvo seguro de si había sido él quien había elegido la casa o si fue la casa quien le eligió a él....

Le planteó la rehabilitación de la vivienda al arquitecto Ramón de Torres, quien ha explicado la forma en que ambos abordaron el trabajo como un proyecto de acción poética y la estructura simbólica de esta casa (“La casa y la memoria”, en el libro colectivo El guardián del fin de los desiertos)). El propio Valente hizo, en "Perspectivas de la ciudad celeste", un hermosísimo retrato de su vivienda, y sobre todo de lo que desde su azotea o terrao se observa: el fuego del atardecer al otro lado de la Alcazaba, el "rápido vuelo cruzado de los vencejos" o el de una bandada de palomas de alas pintadas que el silbido de un grupo de hombres regula en el aire; las casas cúbicas; los terrados:
"¿Cómo pensar o imaginar la azotea sin imaginar o pensar el sótano? Dos espacios extremos de la construcción y, sin embargo, dos espacios tan íntimamente unidos. Una escalera de caracol une en la casa uno y otro punto. En el camino entre ambos se realiza, en verdad, toda la obra alquímica: la ascensión de la cripta a la luz".


En el sótano, raíz de la casa, cimentos, semilla, vínculo inmediato con los sustratos urbanos anteriores, ubicaron la biblioteca del poeta. Donada en vida a la Universidad de Santiago de Compostela, es ahora un espacio despojado de estanterías y casi vacío, con el sonido permanente de un documental biográfico. Leer en ese sótano algún poema de Valente posterior a mediados de los ochenta es, de algún modo, devolverlo a su lugar de origen.

La casa crece desde el sótano hacia la luz: en la casa tradicional almeriense el patio de luces está cubierto e integrado a la vivienda. Solo el pasadizo vertical casi oculto -mareante tirabuzón de escalones no accesible al visitante- lleva a la azotea, con entrada en cada una de las plantas. La escalera central solo conduce hasta la primera planta, donde el despacho del poeta parece conservarse hasta en sus más pequeños detalles. En esta planta y en la de abajo recorro las habitaciones a medias como intruso y como invitado tardío que admira infinitamente la obra literaria de quien habitó aquí hasta poco antes de su muerte en Ginebra, ocurrida el 18 de julio del año 2000.


"¿Cómo ascender si antes no hemos descendido? Sólo por eso, puedo ahora, arriba, en la plenitud celeste, convocar al universo, llamar a los vivos y a los muertos, es decir, apurar mi luminosa copa de sombra".  ("Perspectiva de la ciudad celeste")


                                                   Foto: Luis Matilla


 Fotos: JFH (excepto la señalada de Luis Matilla)