miércoles, 20 de marzo de 2013

Ned Merrill


Merrill, Merrill, Ned Merrill… Un momento: ¡Neddy Merrill! Claro que lo recuerdo. Vivía en el condado de…, en una gran casa, con su mujer, Lucinda, y sus hijas. Uno de esos tipos que transmiten vigor deportivo, la sensación de una inagotable juventud y una no menos inagotable capacidad de sorprender. Hubo quien decía que era inmaduro, algo imperdonable cuando se tiene la posición que él llegó a ocupar en la comunidad. Quiero decir que uno puede excederse un poco con la bebida los sábados por la noche, y quién no, pero Neddy, bueno, Neddy empezó a dejarse ver borracho, y a pedir dinero prestado, y luego fingía no recordarlo, y sonreía. Tenía una sonrisa maravillosa… Qué le pasó… Sí, qué les pasó a los Merrill… Eso no lo recuerdo; tal vez nunca llegué saberlo exactamente. Neddy Merrill. Caray. Un domingo de mediados de verano, en el sesenta y cuatro, tuvo la ocurrencia más insólita que jamás haya concebido nadie: recorrer a nado, desde la casa de los Westerhazy, donde él estaba esa mañana, los doce quilómetros que le separaban de su casa. ¿Cómo? Siguiendo el curso de un río de piscinas, o dicho de otro modo: cruzar el condado entrando y saliendo de todas y cada una de las propiedades que mediaban entre aquella casa y la suya, zambulléndose en sus piscinas, de  cabeza, naturalmente (sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza), dejándose abrazar y sostener por el agua verde y cristalina mientras las cruzaba y saliendo a pulso por el otro extremo, a pulso siempre, nada de escalerillas… Qué le ocurrió… Se supone que hizo aquel recorrido en un solo día, en unas horas, y sin embargo bastó para que pasara de la plenitud a la derrota, del calor al frío, del aprecio de sus vecinos a ser tratado con cierta displicencia, e incluso con una abierta descortesía… Y dicen que al llegar a casa…, oh, pobre Ulises fluvial…, al llegar a aquella anhelada Ítaca pareció que hubieran trascurrido no ya varios días, sino años…


Mi primer encuentro con Neddy Merrill tuvo lugar a través de la película dirigida en el sesenta y seis por Frank Perry (con escenas rodadas por un joven Sydney Pollack). Es decir: Ned Merrill tuvo antes que ningún otro rostro u otro cuerpo el rostro y el cuerpo de Burt Lancaster. Fue en el verano de 1991, imagino que tórrido: donde vivo no existe otra clase de veranos. Si alguien creyó que aquella historia de piscinas iba a refrescar el ambiente, se equivocó de medio a medio: El nadador es la película más triste que he visto nunca. Yo, que nada sabía de ella, y que ni siquiera conocía aún el nombre de John Cheever, autor del cuento en que se basa, estaba convencido de que contenía la no menos tórrida canción Mad about the boy, de Dinah Washington, pues había sacado la errónea conclusión de que si sonaba en cierto conocido anuncio de vaqueros que remedaba la película, era porque formaba parte de su banda sonora. Pero nada más lejos: la música de El nadador, compuesta por Marvin Hamlisch (El golpe, Tal como éramos), no sugiere sensualidad, sino todo aquello que la película acaba siendo: la confusa e itinerante crónica de un cataclismo personal en absoluto anunciado. Neddy Merrill es uno de los más patéticos perdedores de la historia de la literatura -y de la del cine-, patético no en esa acepción apócrifa de ‘ridículo’ que se le viene dando al término, sino tal y como lo define el diccionario: ‘Que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía’. Y es precisamente por eso que en el Loser se recuerda su viaje a través de las aguas color zafiro del río Lucinda.

John Cheever, 1912-1982
Dos años después de ver la película leí por fin el cuento. Si la opinión que merece el film de Frank Perry está sujeta a controversia, la admiración hacia el texto de Cheever es unánime. Conmovedoramente influido por Scott Fitzgerald en más de un sentido («Yo soy, él fue, de los que leen las dolorosas historias de los escritores alcohólicos y autodestructivos con el vaso de whisky en la mano y las lágrimas rodando por las mejillas», escribió en sus Diarios), los relatos de Cheever, y muy especialmente El nadador, destilan una romántica melancolía vestida con las galas del ascenso social, su fragilidad, sus imposturas, sus caídas. Cuando hoy pienso en la historia de Neddy Merrill, pienso sobre todo en su fuente literaria. Es cierto que la película resuelve visualmente no solo la imagen física de Merrill –Burt Lancaster es Ned Merrill-, sino también la del condado en que transcurre la historia (probablemente Westchester, en el sur del Estado de Nueva York), sus casas, las piscinas, el aspecto de los personajes. Sin embargo, el relato contiene una de las más soberbias manipulaciones narrativas del tiempo que jamás se haya hecho, al punto de crear para el texto un espacio propio en la frontera misma entre lo fantástico y lo realista.

En este sentido, la primera escena de la película es casi idéntica a la del cuento, sólo que en ese casi está contenido un elemento determinante para entender las diferencias entre una y otro: la aparición de Lucinda, la mujer de Merrill, que participa en el primer diálogo del cuento y llega a preguntarle a su marido where he was going cuando le ve alejarse por el césped. Neddy ya ha creído descubrir, con una mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado, le ha puesto a ese nuevo río el nombre de su mujer y ha decidido recorrerlo a nado hasta su casa. Sabemos ya que se considera a sí mismo, de una manera vaga y sin darle apenas importancia, una figura legendaria. El día es espléndido, el sol calienta, las aguas son de un verde cristalino…


En el relato de Cheever, cada inmersión en ese río de la vida parece que acelerase el tiempo sin que Merrill llegue a tener plena conciencia de ello; en la película (donde Lucinda tan sólo es mencionada), cada piscina incide un poco más en esa progresiva y confusa intuición de que el tiempo parece haber pasado ya, antes incluso de iniciar su viaje. El tiempo, en cualquier caso, fluye intermitente, como las piscinas, como los recuerdos; las lagunas de la memoria son aquí, a la inversa, largos tramos secos, ajenos al tiempo líquido: espacios boscosos, caminos de tierra o grava, la accidentada interrupción de una autopista, ante la que se sabe fuera de lugar, vulnerable, amenazado, ridículo incluso. En algún punto encontrará hojas amarillas caídas de los árboles, el cielo se oscurecerá antes de tiempo, la lluvia acentúa penumbras otoñales, él siente frío, está cansado, no es capaz ya de lanzarse de cabeza, ni de salir a pulso, algunas propiedades por las que atraviesa parecen cerradas hace tiempo, algún vecino fue operado hace años y él no lo recuerda, alguien le dice que lamenta el que le hayan ido tan mal las cosas, ¿de qué habla?, la populosa y sumamente clorada piscina municipal supone un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda, más hojas caídas, salen las estrellas, y él no se explica qué fue de las constelaciones de pleno verano, y rompe a llorar por primera vez desde que era niño.

Entonces llega por fin a casa…



viernes, 8 de marzo de 2013

En El Toro Celeste



Cuenta el primer poema épico del que se tiene noticia, grabado con escritura cuneiforme en tabillas de arcilla, que Inanna, diosa sumeria del amor y de la guerra, se enamoró de Gilgamesh, rey de Uruk, y que rechazada por éste clamó a su padre para que creara el Toro Celeste y lo enviase a castigar a su desdeñador. Aquel toro fue vencido (como también lo fue tiempo después el Minotauro), pero le ha dado ahora nombre a una revista digital que con su primer número viene a demostrar que entre los escombros de nuestra economía –y acaso también de todas nuestras certezas- puede seguir naciendo esa rara y hermosa flor que es la cultura.

Vivimos tiempos ásperos, en que iniciativas de este tipo ocurren como a contracorriente de todo y gracias al empeño de gente que no desiste del conocimiento, de la contemplación de un cuadro, de la lectura reflexiva de un poema, y que sobre todo no renuncia a la divulgación de esta experiencia, que es tanto como decir que no renuncia a compartir una emoción. Este primer número de El Toro Celeste propone un acercamiento a la escritora y filósofa Chantal Maillard, a la poética de José Antonio Muñoz Rojas, a la biosinfonía inacabada de la escultora francesa Camille Claudel, a dos artículos inéditos de César Vallejo o a los últimos óleos del pintor malagueño Enrique Brikmann, entre otras cosas.

Y bueno, este primer ETC contiene también un fragmento de mi novela inédita, fragmento que he titulado para la ocasión «Enrique», pues forma parte de la presentación de este personaje, uno de los cuatro que protagonizan la historia. Que estas páginas se publiquen ahora (gracias al escritor Rafael Ballesteros, que me invitó a colaborar en el primero número de la revista), me ha llevado a imaginar cien formas diferentes de hablar de las vicisitudes por las que esta novela ha pasado; de hablar de todo ello no con rencor, sino con la autoridad del fracaso, que es frase de F. Scott Fitzgerald («I talk with the authority of failure», dejó escrito en sus cuadernos). Un buen amigo mío, apelando al pudor, me disuadió a tiempo de hacer tal cosa. De modo que me limito sin más a invitar a quien por aquí pase a visitar esa estupenda revista que es El Toro Celeste y, cómo no, a leer el texto que allí firmo, ese fragmento de mí.


viernes, 1 de marzo de 2013

Oración insubordinada



En el principio era el sujeto y al sujeto le sobrevino el verbo y el verbo era un dios mal conjugado. Acatando una acción sin concordancia, nosotros, el sujeto, nos hicimos objeto de predicación. Todo pretérito fue tachado de imperfecto. Todo futuro lo fue condicional bajo fianza de penitencia. Se inadmitieron complementos circunstanciales que contrariaban el dogma. Se anatemizó toda conjunción copulativa más allá de la rutina reproductora. Se prohibió el artificio ilusorio de paraísos gramaticales y a los pronombres, genuflexos, se les dio una libertad subordinada. Ahora no nos perdonéis nuestras dudas adverbiales porque nosotros no vamos a perdonar a quienes de nosotros dudan religiosamente. Y no nos tentéis para caer en la dejación, en el sometimiento, pues es improbable, es realmente muy improbable, que desde la mansedumbre se herede tierra alguna.