jueves, 14 de noviembre de 2019

La sinfonía vital de Amaia Romero





Hacía casi dos años que no tecleaba mi clave de blogger, que no giraba esta llave en su cerradura. En el interior del local hay una penumbra dormida que hace pensar inevitablemente en el arpa de Bécquer, tan olvidada, tan silenciosa, tan cubierta de polvo. Cómo escribir hoy desde el silencio que elegí entonces, qué tono adoptar, para qué hacer regresar al vagabundo que ya fue abandonado por el circo y volvió al camino y fundido a negro y the end; acaso porque faltaba dar una última función en este blog&bar poblado ahora de viejos ecos.

Sólo mi admiración por la joven que figura en el título me ha tentado parte de este tiempo a sentarme de nuevo ante el teclado (al fin y al cabo, siempre fue ése el sentido del Loser: pegar la hebra desde la barra y por escrito sobre cualquier cosa que me pareciera admirable en cine, pintura, fotografía, música, literatura o lo que fuera), y si no lo he hecho hasta hoy es porque no tenía un cierre adecuado para cualquier texto que hubiera podido escribir antes sobre ella. 

Hablo de una pianista de Hamelín, poseedora además de una voz personalísima al cantar, que en la estela de su música se ha llevado prendido el entusiasmo de gentes de toda edad, los dieciséis años de mi hija o los setenta y seis de aquel caballero que acudió al Teatro Real de Madrid para verla actuar el año pasado y se pasó, cuentan, todo el concierto llorando de emoción, o los cincuenta y tantos de quien esto escribe, un tipo desencantado, que apenas ve la televisión y recela de todo lo que pueda salir de ahí y estaba convencido de que ningún nuevo artista podría volver a atraer su interés. ¿Y entonces Amaia?: pues, para mí, ese cisne negro que impacta por ser tan altamente improbable. 

Sabido es que nuestras vidas, como todo viaje, tienden a estructurarse en diferentes etapas que no necesariamente han de coincidir con las que marca el desarrollo biológico y que estudiadas con detenimiento muestran, a su vez, una cierta organización interna que les aporta lo que podríamos llamar sentido propio, coherencia narrativa o musical o estética. Digamos que los primeros veinte años de Amaia Romero –los que ahora tiene- podrían suponer su primera sinfonía vital, una sinfonía en sí mayor, un sí absoluto, rotundo, que con la publicación de su disco Pero no pasa nada llega al cuarto y último movimiento, majestuoso sin pretenderlo, a ratos vivace, a ratos moderato. 

Tiene este cuarto movimiento evocaciones del primero, el de la infancia y las primeras devociones musicales; el del aprendizaje andante, un piano piano que es a la vez paso a paso y referencia doble a un instrumento con el que ya era considerada a los diez años una niña prodigio; el de la vocación temprana, el del aplauso en la calle de un corro de mozos empapados de vino y el de príncipes en el aula de un conservatorio, y a los 13 años también el del jurado de un concurso de la tele que tuvo que decidir a la sexta semana si aquella criatura capaz de hacer suya (entre otras) una canción de los Beatles acompañándose de un ukelele debía o no convertirse en una estrella infantil, y fue que no, no era su momento: eres demasiado pequeña, te devorarán, espera unos años y entonces volarás, le dijeron.



De modo que siguió formándose, y cinco años más tarde probó a abrir las alas, a ver qué tal: el segundo movimiento de esta sinfonía vital es el más estruendoso, el más explosivo, son ya sus dieciocho años entrando de golpe en ese repentino big bang de celebridad que sólo proporciona la televisión: scherzo para la rutina académica, doméstica y convivencial retransmitida minuto a minuto por Internet, de pronto ante todos la joven ocurrente, humilde, ingenua, que en los ratos perdidos, con piano o guitarra, se dedica a versionar para sí misma canciones de todos los estilos; y luego, cada semana, su asombrosa transformación en las actuaciones en directo, sublime maestoso para una voz llena de tonalidades, y la asombrosa capacidad de convertirse en la canción que interpreta, y el aura de estrella grande del que ella misma no parece consciente cuando la canción acaba y sonríe y vuelve a ser una chica de dieciocho, de diecinueve años como tantas otras. Resultado después de tres meses de programa: el triunfo del talento, pero también la fama desmedida, la desorientación en medio de un negocio del que nada sabe pero en el que tantos la rodean, el ser llevada y traída en ajetreado prestissimo durante otros tres meses en un laberinto eurovisivo del que básicamente aprendió cómo no deseaba que fuese su carrera.

El tercer movimiento desconcierta a quienes daban por seguro que prolongaría el mismo tempo prestissimo con el que acaba el anterior y se encuentran, por el contrario, que ella elige un adagio que le permita conocerse: Amaia decide apartarse del personaje creado para ella a partir de su paso por el show de televisión y toma un camino más independiente que la lleva al Primavera Sound, donde interpreta un heterogéneo repertorio de versiones que ella unifica al hacer suyas todas las canciones, y que repetirá, con algún añadido, en otros cuatro conciertos más durante los meses siguientes. Esta pequeña gira personal la alterna durante todo el año con la gira derivada del programa y con otros eventos puntuales y tan diversos que parece querer hacer visible con su participación en ellos ese proceso de autoconocimiento que lleva a cabo como preparación de su primer disco. Es un movimiento, este tercero, reposado, medido, inteligente, que la define en toda su versatilidad al contener tradición y modernidad, el pena penita pena en el balcón del Ayuntamiento de Pamplona o el Perdona ahora sí que sí con Carolina Durante, y en el que es capaz de emocionar hasta el silencio a sesenta mil personas en el Bernabéu y al día siguiente cantar con Love of Lesbian en el Price una versión prodigiosa de «Allí donde solíamos gritar», de fundir el «Zorongo gitano» de García Lorca y «Rumores de la Caleta» de Albéniz, de hacer una versión imponente de «Alfonsina y el mar» y otra arrebatadoramente intensa de «The House of the Rising Sun», de poner en pie al Teatro Real, de colaborar con U2 en un proyecto musical feminista, de protagonizar, con declarada rebeldía, el vídeo promocional del festival de artes escénicas Temporada Alta de Girona cuyo lema era la libertad de expresión… Y en diciembre de aquel mismo año, unos días antes de cumplir los veinte, presenta su primera canción, «Un nuevo lugar», pieza minimalista, exquisita, íntima, breve: toda una declaración de principios que descoloca a algunos, se gana a otros y embelesa por completo a quienes vimos en ella una artista auténtica e insobornable.  

El resto de este tercer movimiento es una larga espera marcada por la intriga que despierta esta canción como adelanto o no del disco; y de pronto, a mediados de año, «El relámpago», ahora sí anuncio de la tormenta de música que ilumina el horizonte tras el cual se intuye el cuarto movimiento, y en septiembre, al fin, ese Pero no pasa nada que nunca estuvo concebido para gustar a todo el mundo sino para representar fielmente a su creadora, y que bajo la aparente sencillez de un pop clásico esconde una obra poliédrica pero coherente, rica en matices, en detalles, en influencias sabiamente combinadas para cada una de sus diez canciones. No una obra deliberadamente ambiciosa, ni revolucionaria, ni experimental, pero sí una obra con marcados rasgos diferenciadores que crece con cada escucha.


He leído que hay quien, con la intención de desacreditar su trabajo, ha dicho que sus letras podría haberlas escrito una niña de cinco años. Es desolador vivir en un país y en un tiempo en que tal afirmación pueda usarse de forma negativa. Ya quisiera Amaia conservar la mirada de un niño, ya quisiéramos haberla conservado todos los que un día cedimos a la tentación de entregarnos a las artes o las letras. Picasso dijo que desde niño pintaba ya como Rafael pero que le llevó toda la vida llegar a pintar como un niño. La inmensa mayoría no volvemos a recuperar esa capacidad de ser deslumbrados por cada pequeño descubrimiento, de apreciar instintivamente la verdadera complejidad de las cosas más sencillas, ni la espontaneidad sin pudor, ni la franqueza sin cautela, ni esa poética disparatada pero extrañamente profunda con la que un niño puede explicar un sentimiento o un concepto sin saber que está reinventando el surrealismo con cada palabra.  

No, las canciones de Amaia no están ni parecen escritas por una niña, sino que suponen una serie de confidencias hechas por una mujer de veinte años que, como todos más o menos a esa edad, ha descubierto que el tiempo huye y que no es lo mismo aprovecharlo que dejarlo correr, que mira con otros ojos, que sabe que todo pasa y morirá; una mujer joven que entra en algunos recuerdos como en un bosque lleno de cenizas e inventa otros tumbada en la cama, alguien a quien le dan las seis, y las diez, y la media noche en una nostálgica indolencia teñida de arrepentimiento por haber perdido, después de todo, un día completo e irrepetible. El paso del tiempo está sutilmente sugerido a través de un jersey olvidado en ese estupendo tema con trazas de sunshine pop sesentero que es «Último verano»: entre la luna de la primera estrofa y la luna de la última media el fin del verano y una despedida; ahora es el frío, aún no se ha acostumbrado a salir de casa con ese jersey que prefigura el inicio del otoño. Sabina expresó a su modo genial ese paso del tiempo: «El verano acabó, el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno». Ese invierno al que Amaia se refiere ya en «Un día perdido» sólo con decir que a las seis de la tarde está oscureciendo.
 
Todos los estilos el estilo: cada canción del disco es una relectura propia de una determinada corriente de ese llamado pop clásico que tantas músicas puede abarcar, desde esa brevería de arranque, ese a modo de haiku musical con silbido de descenso bien entonado, «Última vez», a la melancólica «Porque apareciste» final, donde primero la guitarra española, sola, y después también la mandolina se convierten en la perfecta compañía de la voz más confesional, suave y trovadoresca de Amaia. Entre medias, el crescendo de «Quedará en nuestra mente», en la que los primeros golpes de batería le ponen como un palpitar a la revelación del amor, «Creo que te quiero/pero me das miedo», y luego, poco a poco, un ritmo jovial y muy años setenta, con guitarras, bajo, batería y sintetizadores creciendo animosamente hasta estallar antes de su particular todo pasa y todo queda; y esa inclasificable y enigmática pieza maestra que es «El relámpago», donde un piano solo y lento, de espaciados acordes, acompaña en su inicio a un «Qué» melismático que casi a la manera gregoriana se ondula en cinco notas, y luego el doble sentido de una sucesión de versos susurrados al hilo del corazón, y una voz cristalina, afinadísima ya desde el fondo de la garganta, para un estribillo de un único verso repetido que eriza la piel, y entonces, emparejados, el oscilante motivo de la guitarra eléctrica y el rasgueo de la acústica, una cierta psicodelia sugerida sutilmente por el sintetizador, la batería marcando el ritmo, el estribillo de nuevo, más intenso, «…escribo tu nombre en mi mano», con sugestivo slide de ascenso y descenso en la cordería eléctrica, y el tramo final explosivo, épico, donde brillan el resplandor del relámpago y la altura de la voz de Amaia para acabar en vehemente pop rock lo que empezó con un esbozo de canto antiguo. Y está el impremeditado eco de Carole King en la delicada «Nadie podría hacerlo», y el apunte de country pop en «Todos estos años», y ese monólogo arrepentido y pacificador que es «Cuando estés triste», una canción elegante, emotiva, donde la voz de Amaia, a mi juicio, alcanza las más altas cotas de expresividad y de belleza, en todos los tonos, en todas las peticiones.


George Simenon confesó una vez, en relación a sus memorias, que prefería que la gente le criticase, incluso le detestase, por lo que realmente era a que le admirase por lo que no era. Amaia Romero se comporta como si fuera de la misma opinión, como si toda impostura, hasta la mejor intencionada, le resultara insoportable. Amaia se entrega en sus primeras canciones desnuda y sin ataduras, como en la impactante portada de su disco, vulnerable y poderosa a la vez, puestas las botas de pisar el suelo si es preciso, la mirada clavada en las alturas, que en suspensión es también una mirada hacia adelante, hacia el porvenir. 

En ese porvenir habrá ya otras sinfonías vitales, el tiempo dirá de qué naturaleza, aunque es de desear que vayan ganando en madurez y perdiendo en inocencia. El cuarto movimiento de ésta primera es punto de partida, no de llegada, y ha contado con la modesta aportación de los aplausos de mi hija, de su madre y los míos mezclados con los del resto del público que asistió entusiasmado a su concierto de Granada el pasado 8 de noviembre. Fue mi hija quien me descubrió en su momento a Amaia Romero, y la admiración por su música es hoy por hoy un vínculo entre ella y yo, un puente que el magnífico concierto en el Palacio de Congresos granadino nos permitió recorrer cada uno desde la orilla de su edad y de sus gustos para encontrarnos en el medio. Porque Amaia, todo hay que decirlo, me ha devuelto algo que la adolescencia de mi hija parecía empeñada en arrebatarme casi por completo: la complicidad entre ambos. Eso que le debo.




 
Con Aleix Bou (batería), Paula Vegas (teclados), Núria Graham (guitarra eléctrica) y Miquel Sospedra (bajo)



(Fotos: Concierto de Amaia Romero en Granada, 8/11/2019. JFH)






 “Allí donde solíamos gritar” (con Love of Lesbian). Junio 2018.





"Un nuevo lugar". Diciembre 2018.





"El relámpago. Mayo 2019.