domingo, 25 de mayo de 2014

Juan Manuel Cidrón, la música como laberinto de intuiciones


Juan Manuel Cidrón habita el don sublime de la música, y en el ala de los teclados sabe improvisar la felicidad. Comparto con él la propensión a caminar por las calles de nuestra ciudad de manera infatigable, solitaria y algo absorta, y más o menos una vez al año, gracias a un encuentro casual –aunque ya se sabe lo poco casuales que son a veces esas carambolas urbanas del azar-, me hace el impagable regalo de un nuevo disco suyo del cual brotan personalísimos mundos acústicos, el monólogo experimental de los más cotidianos aparatos electrodomésticos, los trazos de un laberinto musical, sombras y espumas áureas, el vuelo compartido con otras alondras de voces distintas, voz de cuenco tibetano, de darbuka, de copas armónicas, de kalimba, de ocarina.

Es más que probable que de no mediar el aprecio y la admiración que le tengo y la estima con la que él me honra, yo no hubiera tenido contacto alguno con la música electrónica ni hubiera conocido nunca la existencia de una variedad llamada planeadora o cósmica, que es a la que se le vincula, ni tampoco me hubiera preocupado por buscar algún vídeo de la banda Tangerine Dream para conocer el origen de todo esto que Juanma es capaz de crear con sus teclados, sus secuenciadores, sus sintetizadores y cualquier otro ingenio sonoro que se acerque a sus dedos. De la docena de discos que lleva grabados en sus más de treinta años de trayectoria musical, yo tengo cinco. Cada uno de ellos es diferente, como también es diferente el grado de complicidad que exigen a quien los escucha y diferente es la experiencia que me liga a sus sonidos: cierto verano de aguas nocturnas y velones encendidos bajo las estrellas es indisociable en mi recuerdo de la mágica música que compuso para conmemorar el veinticinco aniversario de las Jornadas de Teatro del Siglo de Oro que se celebran en Almería, disco que lleva por título …de la sombra y de la espuma…; otro disco multiplicó cierta tarde los efectos de un sueño extraño, como si me hubiera provocado el adormecimiento mediante algún sortilegio acústico llevado a cabo por un conciliábulo de electrodomésticos.


Al final son siempre las sensaciones más íntimas las que determinan las predilecciones, y entre los discos de Cidrón hay uno que me atrapa en sus recodos hipnóticos cada vez que accedo al dédalo de intuiciones que tejen sus sonidos, una música que me intriga y me absorbe y me transmigra. Es Gnostic Laberyntus, de 2011, una larga suite planeadora de 63 minutos ininterrumpidos. Escribió Julio Cortázar: “Puede concebirse una dimensión (en otro planeta, por ejemplo) donde lo que aquí llamamos música sea una forma de vida”… La música como forma de vida, en otra dimensión, en otro planeta, en otras coordenadas espacio temporales, más lejos en el vasto universo o más profundamente hundida en ese otro universo no menos desconocido que es el interior de nosotros mismos; en lo inconcebiblemente inmenso o en lo inconcebiblemente diminuto. Cuando me dejo colonizar por este disco a través de unos auriculares yo presiento esa otra forma de vida: he llegado a imaginar en él una música nacida más allá de la desaparición del hombre, una música que se genera a sí misma en un planeta vacío, añoranza de una especie capaz de lo mejor y de lo peor, tan creativa como dañina; una música que es eco en una noche del futuro, que es viento, ondulaciones en el silencio, roces, vibración amniótica, descenso de algo, vida propia que se compone a sí misma, que despierta a un sonido sin melodías, diálogos de ruinas, estelas de polvo alzándose de pronto en torbellinos dorados, un rayo de sol trazando su soledad en la exactitud equinoccial de una estructura megalítica doblemente remota, la imitación que la naturaleza pudiera hacer de unos latidos, de un canto coral, de una caída a un pozo de bronce, resonancias de miedos y olas y ardor atómico, de un vértigo casi insoportable y una gota sumándose metódicamente al agua de un recipiente desbordado y una bandada de graznidos sobrevolando la lentitud de un gong, y viento, viento en las grietas, en las oquedades de los troncos, en las bocas de botellas de vidrios mineralizados, otra forma de vida fertilizada por la única nostalgia que acaso despertemos en la ausencia de nosotros, los que no seremos ya, los que fuimos sólo un instante cósmico y sin embargo creamos la música.

El último disco de Juan Manuel Cidrón, Equilibrios en el aire, de 2013, contiene trece temas interpretados al piano: ni electrónica ni sintetizadores, tan solo puntuales colaboraciones instrumentales en cuatro de las piezas. Me he permitido jugar con uno de estos temas, “La esperan”, poniéndole imágenes un poco al hilo de mis propias sensaciones, y he traído el resultado al Loser. Es una pieza en la que el teclado de Juanma, más cristalino e intimista que nunca, se acompaña de ese instrumento tan extraño que es el Theremín, aquí tocado sin tocar por Antonio L. Guillén. (En el Theremín no hay contacto físico, las manos intervienen en los campos electromagnéticos por proximidad... )



(El programa Discópolis, de Radio 3, le dedicó un especial a Juan Manuel Cidrón,
 emitiendo, completo, su magnífico  …de la sombra y de la espuma…)


miércoles, 14 de mayo de 2014

Tributo a José María Rodero

Sería atrevido afirmar que José María Rodero fue el mejor actor de teatro del siglo XX, en España (hay tantos a quienes nunca pudimos ver...), pero sin duda sí que fue el último de una especie poderosa, el último histrión, escribió Eduardo Haro Tecglen con motivo de su muerte, ocurrida el 14 de mayo de 1991, entendida tal palabra, histrión, en “todo su magnífico valor original”: sólo cuando alguien se expresa con afectación o exageración teatral en la vida cotidiana la palabra histrionismo adquiere un valor peyorativo; en su relación con el escenario es lo propio, lo justo, lo primigenio. Rodero fue el último gran divo de las tablas, al Actor con mayúscula, carismático, perfeccionista hasta la irritabilidad, capaz, dicen, de provocar el máximo grado de emoción en los espectadores con su sola presencia, a veces huraño, proclive a la tristeza. Poseía una dicción perfecta, de las de antes; dominaba su voz como todo profesional domina, o dominaba, la principal herramienta de su oficio, y era una voz que subía o bajaba de tono con la justa mezcla de artificio y autenticidad que exige el teatro. Claramente, José María Rodero no dudaba de su soberbio talento, pero en modo alguno hubiera aceptado la consideración de genio. Para el dramaturgo Francisco Nieva, su secreto consistía en crear una “suspensión entre lo que revela y oculta, dándole siempre un doble fondo a los personajes”;  según Nieva, si Rodero hacía creíbles a todos sus personajes era porque “los presentaba luchando por su propia identidad –o vencidos en esa lucha –contra el condicionamiento y la forma que nos impone el exterior”. Negó siempre que los personajes que encarnaba lo poseyeran, que permanecieran en su carácter, que se convirtiera en ellos; decía que el milagro de la actuación radicaba en conseguir engañar a quienes esperaban ser engañados. No obstante, hubo quien aseguró que su rostro y sus ademanes quedaron marcados por las huellas de las muchas criaturas que lo habitaron. Para Haro Tecglen, la escuela especial de teatro a la que pertenecía era “aquella en que un actor no deja de ser él mismo y su arte”, y Francisco Nieva afirmó que no podía ser “él mismo si no repetía sobre infinitos personajes, diferenciados por la cáscara, su problema interior fundamental”; de ahí el aura que lo envolvía y el respeto admirativo que suscitaba.

Su concepto de la interpretación, pues, no respondía a más método que el suyo propio: elaborar concienzudamente un personaje, analizarlo, concebir todos los matices de la actuación, no improvisar nada pero no permitir que nada pareciese estudiado. Por ejemplo, la observación que hizo de los ciegos para componer los cuatro que representó en su carrera: de Buero Vallejo, los decisivos de En la ardiente oscuridad (1950) y El concierto de San Ovidio (1962); de Valle Inclán, su -cuentan- prodigioso Max Estrella de Luces de Bohemia, en el 74 dirigida por José Tamayo y en el 84 por Lluis Pascual; y finalmente, el de la película La larga noche de los bastones blancos, de 1979. Rodero descubrió un relevante rasgo diferencial entre los ciegos de nacimiento y quienes han perdido la vista por enfermedad o accidente: los primeros usan el oído como un radar, están habituados a buscar el origen de todo sonido con los lados de la cabeza, mecánicamente, e ignoran por completo el gesto de dirigir la rectitud de una mirada, de ahí, decía él, que su cuello adquiera cierta cualidad blanda o muelle, la precisa para orientar constantemente los receptores auditivos; los ciegos sobrevenidos, sin embargo, persisten instintivamente en el inútil movimiento de volver los ojos sin vida hacia cualquier ruido, lo que deriva en un aire de desorientación, de permanente alerta.

Es algo difícil acceder hoy a aquel actor: resulta penoso comprobar qué lejos están sus papeles en el cine –casi todos en los años 40 y 50- de lo que era en realidad su capacidad interpretativa; Rodero odiaba el cine porque no había sabido aprovechar sus cualidades. De sus muchas grabaciones para televisión sólo pueden encontrarse unas pocas. Una de mis mayores frustraciones es no haberle visto en un teatro, no haber compartido un mismo espacio cerrado con el mito de su capacidad para provocar la fascinación del público. En mi novela El veneno de la fatiga quise corregir esa carencia e hice que la pareja protagonista, Ruth y Javier, acudieran a verle actuar, e incluso se hicieran una foto con él, foto que Javier comentaba de este modo:


Aquí estamos con José María Rodero. Fuimos a Madrid para verlo en Enrique IV [de Pirandello], a finales del ochenta y seis. Después de la representación conseguimos que nos recibiera aquí, en su camerino, y luego Ruth lamentó haber estado más preocupada de conseguir una foto a su lado que de disfrutar de aquel instante. Ruth sentía por Rodero ese tipo de admiración en que se mezclan la idolatría y el hechizo, ese tipo de entusiasmo que es más habitual dedicarlo a las estrellas del cine americano o a nuestros fetiches del rock. En cada una de las casas en que vivió los últimos años siempre hubo un hueco para una enorme fotografía suya caracterizado como el Max Estrella de Luces de Bohemia, un primer plano impresionante en que Rodero conseguía una expresión de dolor como yo no he visto nunca en un actor (…) Yo le preguntaba: pero qué ves en este tipo, sólo para fastidiarla, ya sabes, y ella, que casi siempre, casi, fingía no darse cuenta del tono punzante que yo usaba, me decía, deteniendo una imagen del video, o mostrándome una foto: mira sus ojos, por Dios, mira sus ojos, dónde has visto tú unos ojos como estos; fíjate que su mirada es profunda pero no penetra en las cosas, sino que las cubre y las va empapando. Parece como si sus ojos estuvieran en una dimensión a la que no tenemos acceso, decía, y parecen mojados sin estarlo en sí mismos; son las pupilas las que deben de emerger de un lugar húmedo para observar el mundo, y son unos ojos reencarnados decenas de veces…”


Lo he dicho muchas veces: para estas cosas se escribe.  

Luces de Bohemia

domingo, 11 de mayo de 2014

Dos fotografías, dos realidades

     AP                          
                               

He aquí dos fotografías realizadas con un mes de diferencia en lugares alejados entre sí miles de kilómetros. Cuando las vi por primera vez, mis ojos percibieron algún tipo de simetría en la composición. La de arriba corresponde a un reparto de comida en una calle arrasada por la guerra y el hambre, en el apocalíptico campo de refugiados palestinos de Yarmuk, cerca de Damasco, en Siria. Se realizó el 31 de enero, aunque fue difundida casi un mes después por la United Nation Relief and Works Agency, UNRWA, la agencia de la ONU para la ayuda a los refugiados palestinos en Oriente Próximo. La segunda fue tomada en el Dolby Theatre de Los Angeles durante la ceremonia de entrega de los premios Oscar 2014 y su autor es una de las personas que aparecen en ella, el actor Bradley Cooper, aunque los créditos se los llevara la presentadora de la gala, Ellen DeGeneres, que la lanzó a las redes sociales como parte de una estrategia publicitaria; esta última foto –selfie, le llaman- fue vista por millones de personas, y recientemente ha sido valorada, en términos publicitarios, en 1.000 millones de dólares. El contraste entre una imagen y otra es tan abrumador (y más teniendo en cuenta que fueron difundidas en fechas muy próximas) que inevitablemente hiere las conciencias y empuja a pensar, con la pura inocencia de un niño, si esa desmesurada cantidad de dinero no hubiera podido ser utilizada para paliar el terrible sufrimiento de los seres humanos que se hacinan en la otra fotografía. Por supuesto que los actores no pueden hacer mucho para evitar que una guerra sea cruel, ni siquiera si se trata de megaestrellas de Hollywood; su papel en este gran y patético teatro del mundo se limita a entretener, nada más. Pero es el hecho de ver ambas imágenes juntas lo que desarma el ánimo, ver las risas en una y la pesadumbre extrema en la otra, las miradas directas y brillantes de felicidad que nos dedican unos -no muy distintas de las que nosotros mismos podríamos  dirigir al objetivo de una cámara este mismo fin de semana- y ese otro amontonamiento de seres cabizbajos y por completo ajenos al hecho de estar siendo fotografiados, ese río humano que se extiende hasta un horizonte encajonado entre ruinas.

lunes, 5 de mayo de 2014

Centenario Cortázar III: París por el lado de abajo

Hay ese instante en que se empieza a bajar la escalera de una estación de metro de París y al mismo tiempo la mirada abarca todavía la calle con sus figuras y el sol y los árboles, y se tiene la sensación de que los ojos van cambiando de lugar a medida que se baja, que en un momento dado se mira desde la cintura y luego desde los muslos y casi enseguida desde las rodillas, hasta que se termina viendo desde los zapatos, hay un último segundo en que se está al nivel de la acera y los zapatos de los transeúntes, como si todos los zapatos se estuvieran mirando entre ellos, y el techo de mayólica de la galería se vuelve un plano de transición entre la calle vista al ras de los zapatos y su anverso nocturno que bruscamente se traga la mirada para sumirla en una oscuridad caliente de aire viejo”... 
                          ...Así hemos descendido con el personaje Hèléne, y a través de la novela 62. Modelo para armar, a ese otro lugar que para Cortázar era privilegiado dentro de un París mítico, junto con ese farol que hay cerca de la estatua de Enrique IV, en el Pont Neuf, y con las galerías cubiertas del barrio de la Bolsa, cuya magia queda plenamente en evidencia en el que tal vez sea el cuento más complejo del maestro argentino, “El otro cielo”.

Imagen tomada de corporate-sound.com


Entre estaciones, el viajero habrá que entregarse a las correspondencias, o los cambios, o las combinaciones, depende del país, según explica Cortázar, pero siempre con ese significado de transformación. Nuestros Hades urbanos, dice, allí donde se da la mutación, la metamorfosis, en el bonaerense subte –de subterráneo-, en el uderground o subway o metropolitan o cualquiera de las nomenclaturas que designan ese inframundo donde la noche es infinita y se prolonga en los tentáculos de los túneles, con esos planos del metro que son como esqueleto o árbol mondrianesco, pasajes donde el tiempo está alterado y sucede la anulación de la libertad y “Pasajeros y trenes se mueven dentro de una relojería predeterminada”, sucede “la atracción del laberinto, recurrente maesltrom de piedra y metal”, sucede que acaso el hombre que baja no sea el mismo que sube a la superficie.

De esa alteración del tiempo dio fe Johnny Carter, el saxofonista de “El perseguidor”, quien perdió su instrumento en el metro de París mientras andaba fascinado con el hecho de haber accedido a otra duración: en el minuto y medio que transcurre entre la estación Saint-Michel y la de Saint Germain-des-Prés él estuvo pensando un cuarto de hora: un cuarto de hora en un minuto y medio. Que “la rutina, la somnolencia favorable dentro de la colmena de indicaciones y recorridos infalibles” favorezca “en algunos viajeros la irrupción de lo insólito” se le manifestó a Cortázar el día en que, viajando de pie en un vagón atestado, sintió sobre su mano apoyada en la barra la mano distraída de una mujer joven; en el cuento “Cuello de gatito negro” el contacto de esa mano, enguantada, se prolonga hasta poco antes de la estación Montparnasse-Bienvenue.

Foto: Chris Marker. Passengers

Pero en el metro de París yo buscaría sobre todo el itinerario de mi cuento favorito de Julio Cortázar: “Manuscrito hallado en un bolsillo”. Bastará bajar a la estación Etienne Marcel, como el narrador, y estar atento a todas las estaciones que vayan pasando, que en el cuento son Saint-Sulpice, Saint-Placide, Montparnasse-Bienvenue, Raspail y Denfert-Rocherau. Es el azar como juego (no un juego de azar), igual que arriba, en la superficie, sólo que ahora sometido a un implacable ritual: buscar a una mujer dentro de claves despiadadamente prefijadas, buscarla primero frente a él y luego en el reflejo en la ventanilla, “donde la oscuridad del túnel pone su azogue atenuado”, dos mujeres, dos nombres; sonreírle al reflejo y esperar que el reflejo reaccione, y entonces dar comienzo al juego, cuya regla es “simple, bella, tiránica”: confiar en que el destino de la mujer (“eso que en los medios de transporte también se llamaba destino”) coincida con alguna de las combinaciones decididas por él previamente, y entonces ganarse el derecho a hablarle… 

Las dos rutas cortazarianas diseñadas por el Instituto Cervantes de París acaban frente a la tumba de Cortázar, en el cementerio de Montparnasse. También lo estaba la mía, lo sigue estando. Se trataría de ascender a la superficie en la estación Denfert-Rocherau, la misma donde el narrador de “Manuscrito hallado en un bolsillo” rompe su propia regla y sigue los pasos de Ana/Margrit (en realidad Marie-Claude) y la aborda en la calle (“No puede ser que nos separemos así, antes de habernos encontrado”). Ya arriba, en la calle, sé que estoy cerca del cementerio, son apenas unos pasos. En el plano que he estudiado todo parece cerca, pero esta vez estoy seguro. Dicen que la tumba donde Julio Cortázar descansa junto a su última pareja, Carol Dunlop, es la más visitada. En la lápida hay siempre una multiplicidad de objetos heterogéneos que los visitantes depositan allí como homenaje, piedritas, billetes de metro, flores, lápices, dibujos. La emoción no es sólo por estar tan cerca de esta tumba entre tantas otras tumbas, sino por acompañar figuradamente a Cortázar cuando él mismo viene a hablarle a su Osita, enterrada allí dos años antes que él, con sólo 36 años: “Estaremos de nuevo tan juntos, Osita”…

Carol Dunlop y Julio Cortáza. Foto: José Alias (Tiempo de viajes y Rayuelas)