Varias noches he soñado
que doy de comer a las palomas. Estoy sentada en un banco del parque, cerca de
la zona recreativa donde juegan con felicísimo alboroto los niños, y las
palomas, no más de veinte o veinticinco, acuden resueltas al reclamo de la bolsa
que llevo en la mano. Les lanzo migas de pan o puñados de maíz y ellas se
acercan con ese movimiento ritmado de sus pasos y su cuello hasta formar una
emplumada y cenicienta muchedumbre que bulle y picotea como si estuvieran entre
todas desnudando el hambre, o linchándolo. Si arrojo el alimento en otra
dirección, siempre hay dos o tres que se adelantan a las otras, y les basta
apresurar su caminar para que de manera refleja se acompase el altivo vaivén de
su cabeza, se acelere igualmente, como si respondiera a un mecanismo de
impulsos mutuos, la alternancia de sus patas y la sacudida hacia adelante de su
cabeza, y al cabo de unos segundos están ya todas juntas otra vez, picoteando
el suelo. El sueño es ese, nada más, y la algarabía de los niños en los columpios
y toboganes, tropezando, cayendo sin daño contra las losetas de caucho. Yo
nunca les di de comer a las palomas, pero todo cuanto aparece en el sueño es
tan preciso, tan verosímil, como antes se nos antojaba la realidad: los
colores, los ruidos, la falta de miedo, la inocencia de las palomas, el aire.
En este otro mal sueño
que es ahora la vida verdadera, el tiempo discurre al margen de los
calendarios, y el reloj solamente tiene sentido para medir las ausencias de
Abel. Hablo por mí y por él, que es la única persona con la que me relaciono
desde hace tanto, pero sé que es lo mismo para todos en la ciudad desolada.
Abel regresa con comida -poca, las más de las veces- y me lo dice, y a él se lo
dicen los que le acompañan en la batida, siempre los mismos: parece que todo
hubiera comenzado hace años, pero es imposible. Ocurre que al convertirse la
anormalidad en costumbre, el tiempo ha desbordado en nuestras mentes la
convencionalidad de sus cauces. Hay vagamente un ayer y la probabilidad
rutinaria de un mañana, pero, más allá de eso, pasado y futuro son una misma
vastedad anegada. En realidad, se tuvo noticia de las primeras muertes a
mediados de primavera, y dudo que haya terminado ya el otoño.
(...)
"La esfera de sus plumas" es el primer cuento de
mi libro Las flores suicidas, y este es su comienzo.
1 comentario:
Este primer relato del libro tiene todo lo bueno que cabe esperar de él. La normalidad del ritmo narrativo, la renuncia a los elementos trágicos, el drama latente, la calma tensa... me dan escalofríos.
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