sábado, 27 de abril de 2013

Resérvame el vals, Zelda (1)



Que la única novela escrita por Zelda Fitzgerald, Resérvame el vals (Save Me the Waltz, 1932), siguiera aún inédita en España, constituía una anomalía editorial tan asombrosa que su publicación hace unos meses en Román y Bueno editores, con traducción de Carlos García Aranda, es una noticia literaria de primer orden. Para quien esto escribe, resulta particularmente emocionante tenerla ya junto con las obras de Scott, su marido; siento que con este libro se completa, de alguna manera, mi propio recorrido a través de una de esas historias más grandes que la vida, que emprendí a los diecinueve años con el deslumbramiento que me produjo la lectura de Hermosos y malditos (The Beautiful and the Damned, 1922).

He vuelto a sus biografías; he intentado, de nuevo, conocerlos, entender sus actos y sus razones, inmiscuirme en su lejano presente, tan fugitivo como lo es el mío ahora y como antes lo fue el de las generaciones que les precedieron, ser con ellos, en distintos instantes, estar en los mismos lugares y observarlos desde una esquina imaginaria, ver sin ser visto y sentir que el tiempo, el suyo y el mío, se nos escapa a la vez, o que el mío será alguna vez tan remoto como en realidad es el de ellos dos. No soy el primero que ha caído bajo el hechizo de su leyenda, y estoy seguro de que muchos más han tenido esa escurridiza sensación de que es realmente posible comprender qué les pasó, y por qué: leyendo sus conmovedoras cartas, escuchando la música que oían –el jazz de los años veinte, sobre todo, velado aún por el humo de los garitos clandestinos donde se burlaba tumultuosamente la Prohibición-, mirando sus fotografías, sus ojos en las fotografías, los ojos con que un día miraron a la cámara (quietos un momento…) sin imaginar que me miraban también a mí desde tan lejos (ya está, podéis moveros).



Se ha escrito mucho sobre los Fitzgerald, y casi todos los que lo han hecho extensamente han cedido a la tentación de inclinarse a favor de uno o del otro; así, Zelda fue una mujer frívola y caprichosa que con sus extravagancias apartaba a Scott de su trabajo de escritor, Scott fue un hombre que ahogó la creatividad de Zelda impidiéndola tener una carrera propia como escritora... Ninguna de estas interpretaciones es justa ni es tampoco cierta. En su apasionada y conflictiva relación hubo mucha más complicidad que competencia. Yo también lamento que no existan esas otras novelas que Scott pudo haber escrito en mejores circunstancias, pero las que sí escribió y han intervenido gozosamente en mi vida existen sólo gracias a que un día conquistó el corazón de aquella descarada belleza sureña a la que su madre le había puesto el nombre de la reina gitana de una novela. 

«Nunca hubo una buena biografía de un buen novelista», escribió Scott, «no podía haber: es demasiadas personas a la vez, si es algo bueno». Y sin embargo, algo sí sabemos con toda seguridad de Francis Scott Fitgerald, el mejor escritor de su generación: la historia de su relación con Zelda Sayre fue extremada en todo, extremadamente romántica al comienzo, y extremadamente desdichada al final. Hay una noche de julio de 1918, y un Country Club, el de Montgomery, Alabama, que desde el año anterior se había convertido en una especie de prolongación del club de oficiales de Fort Sheridan, el cercano campamento militar donde jóvenes soldados aguardaban la orden de partir en dirección a las embarradas trincheras europeas. El teniente Fitzgerald tenía 21 años, había abandonado Princeton para alistarse y la idea de morir en Francia no le desagradaba, una muerte heroica y romántica, como correspondía al escritor que soñaba con llegar a ser. Conocía ya el sabor del fracaso: había sido desdeñado por una joven rica de artúrico nombre, había tenido que renunciar a ser una figura deportiva en la universidad y aunque había estado realmente cerca de convertirse en alguien importante en Princeton gracias a sus méritos literarios, unas bajas calificaciones habían dado al traste con sus ilusiones. Durante el siguiente año –pero él no podía saberlo todavía- sufriría otros tres desengaños: la editorial a la que había enviado su primera novela iba a rehusar su publicación, la guerra en la que deseaba participar iba a terminarse antes de que le enviaran a luchar y la chica a la que conocería esa misma noche iba a romper su compromiso con él, convirtiéndose durante unos meses, tal y como escribió más tarde, «en uno de esos amores trágicos condenados por la falta de dinero». Aún así, estaba en la plenitud de su capacidad intelectual, y eso le permitía «retener dos ideas opuestas al mismo tiempo», por ejemplo «la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de triunfar». 


Ahora estaba en el borde de la pista de baile, con su impecable uniforme hecho a medida, mirando. Sonaba La danza de las horas, y su atención quedó atrapada en la más hermosa de todas las jóvenes que bailaban. Y no sólo era hermosa: era la chica más popular de la ciudad. Ese mismo mes cumpliría 18 años, y a todos los efectos podía haber sido la nieta más revoltosa de Scarlett O’Hara o de aquella otra antojadiza sureña, Julie Marsden, a la que un día compararon con la bíblica Jezabel: Zelda Sayre, la menor de los cuatro hijos de un juez de la Corte Suprema de Alabama, un torbellino de ojos azules y cabello rubio, obstinada, consentida, coqueta, alegre, independiente, soñadora, osada, una «hacedora de reyes», como alguien dijo de ella, y, como de sí misma dijo Zelda tiempo después, «sin un solo sentimiento de inferioridad, timidez o duda, y carente de principios morales». Scott preguntó a alguien quién era aquella joven, y dicen que se abrió a codazos hasta el centro de la pista, y que bailaron.

Se sabe que se prometieron, y que tras licenciarse del ejecito él viajo a Nueva York para conseguir un empleo, y que ella provocaba sus celos por carta, y que rompieron, y que él se entregó a una juerga de tres semanas, y que luego reescribió su novela, a la que había titulado significativamente El ególatra romántico, y que una editorial aceptó al fin publicársela, pero ya con el título de A este lado del paraíso, y que volvieron a comprometerse, y que vendió un cuento por treinta dólares, con los que le compró a Zelda un abanico de plumas púrpuras, y que un estudio de cine le compró los derechos de otro por dos mil quinientos dólares, con seiscientos de los cuales le compró a ella un reloj de platino y diamantes, y que le envió por correo las dos cosas, y que decidieron que se casarían en Nueva York. Lo hicieron el 3 de abril de 1920, en la catedral de San Patricio, a la semana siguiente de la publicación de la novela. Unos meses antes de la boda, Zelda no podía ni siquiera imaginarse cómo sería Nueva York, unos meses después era la chica más popular de la ciudad gracias a que el libro de su marido había alcanzado un rápido y apabullante éxito; se sabe que se convirtieron en la pareja de moda, y ella en la quintaesencia de la flapper, la chica desinhibida de los locos veinte, los roaring twenties, la heroína de los cuentos de Scott, esa chica de pelo corto que se besuquea en el asiento de atrás de los coches y fuma y bebe de una petaca de plata y es irresponsable y divertida. Sí, tal vez no era tan buena chica como debía ser, pero Scott le escribió a un amigo: «Tú todavía eres católico, pero Zelda es el único Dios me queda ahora». Melibeo soy y en Melibea creo.

La misma Luna que yo vi anoche vieron Scott y Zelda cada una de las noches de su vida. Trato de imaginarlos subidos a la capota de un taxi de Nueva York, o dando vueltas durante media hora en la puerta giratoria de un hotel, o arrojándose, vestidos, a una fuente frente al Plaza.  Los veo acurrucándose el uno en el otro, borrachos, en una fiesta, pero también veo a Scott escribiendo mucho: en 1922, Hermosos y malditos anticipaba en varios años la disolución física y mental en que acabarían hundiéndose. Los veo paseando por los Jardines de Luxemburgo, en París, elegantemente vestidos y en compañía de la pequeña Scottie, y en una terraza de Antibes, en la Riviera francesa, y veo a Scott en un calabozo de Roma, y le veo también tendiéndole la mano a un desconocido Ernest Hemingway, cuyos primeros relatos, sin embargo, ha ensalzado ya a su propio editor; siento que el tiempo se acelera en cada una de las mudanzas que hicieron, de una casa a otra, de un hotel a otro, de Estados Unidos a Europa y de Europa a Estados Unidos, veo baúles y maletas y la cubierta de un barco, y siento el olor del alcohol en sus alientos: a pesar de todo lo que le obsesionaba el dinero, no se tiene noticia de que Scott realizara inversiones con las cantidades fabulosas que le pagaban por sus relatos, ni que llegara a tener una sola propiedad a su nombre: el dinero se gastaba en vivir bien, eso es todo. 



Siento cómo en sus vidas el tiempo parece pasar cada vez más rápido, aquellos seres tan bellos están cada vez más estragados por la disipación y el resentimiento, los veo ahora descender de taxis que los llevan a fiestas que no acaban nunca, que cambian de invitados y de emplazamiento y son la misma fiesta, Zelda cada vez más enjuta y hosca a causa del frenético esfuerzo que invierte en el ballet -ha empezado a practicarlo dos años antes, en el 27-, Scott cada vez más pálido; veo un derrumbe, una pérdida absoluta del dominio sobre sus vidas, veo a Zelda girando infatigablemente sobre la punta de sus pies, girando, girando doblemente en su gran espejo de danza, batiendo en su interior los ingredientes de la locura; veo a Scott volcando una y otra vez un vaso en la boca, bebiendo, bebiendo doblemente en el espejo inclinado de los bares franceses, hasta que la ginebra le llega a los párpados, como le escribió a Hemingway, y se mezcla con las lágrimas.

El 23 de abril de 1930, pasados veinte días del décimo aniversario de su boda, Zelda ingresó por primera vez en una clínica mental, a las afueras de París. Lo que en principio parecía una depresión nerviosa acabó diagnosticándose como esquizofrenia. Nunca volvería a estar en condiciones de valerse por sí misma. En octubre de 1931 regresaron a Estados Unidos. La vida de ella sería ya un entrar y salir de distintos hospitales; la de él, un constante endeudarse para costear sus tratamientos y los colegios de Scottie, su hija, un enfangarse en la sensación de fracaso, un permanente estar aferrado «al cuenco de hojalata de la autocompasión»: le veo viajando a Hollywood en el 37, por tercera vez, y trabajando en guiones que luego no se rodaban, y bailando con Sheilah Graham, la mujer con la compartió físicamente los últimos años de su vida, mientras seguía emocional y económicamente comprometido con Zelda. Y le veo bebiendo hasta el límite mismo de la resistencia de su cuerpo.

Zelda y él se vieron por última vez un día de abril –otra vez abril- de 1939, posiblemente en la Estación Gran Central de Nueva York; como ocurre siempre, ellos no podían saber que era su última despedida. Habían estado en Cuba, un viaje desastroso. El hospital había organizado una visita a La Habana para los pacientes, pero el dinero de Scott no llegó a tiempo y Zelda no pudo acompañar a los demás. Para compensarla, Scott decidió que irían juntos. Salió borracho de Hollywood, llegó borracho a Carolina del Norte, donde tenía que recogerla, y no dejó de beber ni un solo momento. En Cuba le golpearon por tratar de impedir una pelea de gallos. En Nueva York estaba tan bebido y agotado que necesitó atención médica. Zelda buscó a alguien que pudiera cuidar de él y decidió regresar al hospital, sola y angustiada por la salud de Scott.


Siguieron escribiéndose hasta casi la víspera de la muerte de él, ocurrida el 21 de diciembre de 1940, víctima de un infarto que venía anunciándose desde días antes y que finamente se manifestó de manera fulminante en la casa de Sheilah Graham. Durante los años que le quedaban de vida, Zelda alternó periodos de internamiento con otros que pasaba en compañía de su madre, en el viejo Sur, en su Montgomery natal. El 9 de marzo de 1948 estaba en el hospital, el Highland, en Ashville, Carolina del Norte. Se declaró un incendio y murieron nueve pacientes. Zelda, que con 47 años era ya abuela de dos nietos, fue una de ellas.

John Cheever escribió en 1971: «He sabido de hombres duros que rompen en llanto durante el capítulo final de cualquier biografía de Fitzgerald». Alcohólico también, Cheever se olvidó de mencionar que, aun siendo Scott el gran, el inmenso escritor, esa biografía es también la de Zelda, y que las lágrimas nos las arranca la certeza de que ambas tragedias son una sola, así como la agitada felicidad de la que un día disfrutaron fue también la suma de sus felicidades.



imagen tomada de scottandzeldafitzgerald

martes, 23 de abril de 2013

Curso cinematográfico completo, 1935


No estoy completamente seguro de cómo llegó a mi biblioteca, y ni siquiera lo había hojeado hasta hace cosa de un mes. Está editado en Palencia, en el año MCMXXXV. Su título: Curso cinematográfico completo. Su autor: Luciano García Sáez. Su precio: una peseta (¿mucho o poco para la época?). Tiene cuarenta y ocho páginas, repartidas en un prólogo, un inflamado “elogio al cinema”, dieciséis capítulos forzosamente breves y un epílogo.

Ya de principio provoca una sonrisa un título tan rotundo, tan seguro de sí mismo, tan enciclopédico en la portada de un libro de tan insignificantes dimensiones (no mayores que las de una de aquellas novelitas del oeste que se intercambiaban en los kioscos); conmueve tan ambiciosa pequeñez, tan desmedidas pretensiones didácticas resueltas de manera tan pero tan modesta; y apenas se leen por encima los consejos que el autor dirige a los jóvenes, conmueve mucho más aún su cándido pero encendido amor por el cine. De ahí ese elogio y defensa del cinema («¡Yo te saludo y venero, excelso arte!») frente a «los temibles moralistas, que en todo ven algo propicio para sus sermones», los críticos y los indiferentes.

El Curso comprende todo lo que los futuros «artistas» deben saber acerca de tan dura profesión: caracterización, indumentaria, la fotogenia, la mímica, la expresión, incluso las caídas: «Uno de los puntos más artísticos y que mayor emoción produce en el espectador es caerse bien».  Hay que saber caerse, afirma categóricamente el autor. «No se cae lo mismo uno derribado por un puñetazo que uno que resbala», es por eso que «Toda clase de caídas conviene sepa practicarlas el futuro artista». Ahora bien, el autor advierte: «Para ensayar este capítulo conviene hacerlo bajo experta dirección o bien tomando todo género de precauciones, alfombrado cuidadosamente el suelo o bien sobre colchones».

«La talla normal del actor cinematográfico, no debe ser ni demasiado alta ni demasiado baja, una estatura de 1,65 a 1,70 es lo normal». Como excepción a esta regla se cita a Gary Cooper. El Curso aconseja qué debe estudiar y leer el futuro actor o actriz: «El desarrollo histórico de las costumbres y actividades de la Humanidad, el esfuerzo realizado por los hombres de Ciencias para sus experimentos e inventos (…) las obras cumbres de nuestros genios literarios, la Historia Universal de la Arquitectura, del Mueble y del Vestido…» En cuanto a esto último precisamente, el vestido, el Curso plantea una cuestión no menor: «En la vida particular siempre ha tenido excepcional importancia el modo de vestir, ¿qué no lo será para un artista de cine?» Y para lucir bien la ropa «Hay que andar con naturalidad, sin amaneramientos, ni en formas o poses estudiadas y ridículas», además de poseer unas excelentes facultades físicas, claro está: «El artista debe practicar los siguientes deportes casi necesarios: natación, equitación, automovilismo. Indudablemente que si además de éstos se practican otros, mucho mejor». Indudablemente. Y no hay que olvidar «la línea», que el artista cinematográfico ha de conservar: «Tiene que tener en cuenta el futuro artista que la pantalla hace aparecer a los artistas más altos y gruesos de lo que en realidad son». Y a manera de ejemplo, indica el autor la altura y peso de varias estrellas de la pantalla (Joan Crawford 1’60 m. y 55 kilos, dice;  Mary Pickford 1,48 m. y 41 kilos y medio). Por lo demás, y en cuanto a la apariencia física, «Las personas de semblante gastado y piel arrugada, no hallan piedad ante la cámara». «El futuro artista no debe empezar cuando tiene una edad avanzada (…). Pasando de 30 años, no aconsejo empezar». En cuanto a la técnica de aprendizaje interpretativo, he aquí un par de exhortaciones: «A los ojos hay que quitarles languidez, pues a veces se coge por costumbre y queda en vicio». «Las manos también dicen mucho y hay que moverlas sabiamente,  ¿cómo?, practicando ante un espejo como si se hablara con otra persona».

Dice Cervantes en el Quijote, y antes que él Plinio el Viejo, que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno. Esto es algo que sabemos bien quienes amamos los libros. Este Curso cinematográfico completo es testimonio vivo de una época, una ventana abierta, por ejemplo, hacia la imagen de quien en aquella Palencia de 1935 tomara en sus manos estas pautas y las siguiera en la soledad de su modestísimo o aburguesado dormitorio de provincias o las pusiera en práctica disimuladamente en su trato con otras personas. Este planteamiento naif pero muy apasionado de un arte que apenas seis años antes había adquirido el don de la palabra, contrasta con el cataclismo bélico que se desencadenó en el país tan solo un año después, y desde la distancia no podemos sino pensar en lo lejos que estaba esa joven que ante el espejo imitaba a Greta Garbo o a Norma Shearer, o aquel otro joven dispuesto a llevar su ropa con la elegancia con que Adolphe Menjou llevaba la suya, qué lejos estaban, digo, de imaginar que sus sueños (ingenuos tal vez, pero sueños) iban a ser desmenuzados por una guerra de verdad y tan extremadamente cruel.

sábado, 13 de abril de 2013

Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina



En su libro Ventanas de Manhattan, publicado en 2004, confesaba Antonio Muñoz Molina que «el gusto de estar en Nueva York es inseparable del alivio de no estar en España». Me sorprendió y me divirtió leer aquella frase así, de golpe, tan rotunda, tan condenadamente sincera. Desde luego no se corresponde con la nostalgia que los españoles dicen padecer en el extranjero, esa añoranza incurable, ay, de olores, de sabores, de luces, de temperamentos. Yo me identifiqué con esa frase de inmediato: la he repetido decenas de veces, aunque con otra forma verbal, claro, la que le corresponde a este George Bailey en que he acabado convertido a mi pesar: el gusto de estar en Nueva York debe de ser inseparable etcétera... En aquellas páginas, Muñoz Molina razonaba su alivio de expatriado periódico aludiendo al agobio de las noticias diarias y al placer del anonimato, pero quienes solemos leerle y escucharle sabíamos que de alguna manera se refería también a esa trifulca política permanente en que está atrapado nuestro país, avivada por los medios de comunicación afines a los unos y a los otros; que se refería a la glorificación del ruido, a la invasión de los espacios públicos para la celebración de despiporres etílicos multitudinarios amparados por las autoridades municipales, al ostensible desprecio por lo educado y lo culto, ese jactarse de no  leer nunca (o de leer exactamente lo que está leyendo en ese momento todo el mundo, que en mi opinión es casi peor).

En Todo lo que era sólido, su último y demoledor libro, recupera aquella confesión y amplía sus razones: «Con frecuencia me ha entristecido volver, y me he marchado con alivio: de mi ciudad natal, de mi país». Sabe que es un «sacrilegio decirlo», pero es que le agobia y le indigna y le asusta, como nos ocurre a tantos (y de forma más atroz a quienes no podemos poner «tierra de por medio»), muchas de las cosas que se han convertido ya en rasgos de estilo nacional, en nuestra manera de estar en el mundo: «la degradación de los debates públicos», por ejemplo, el hecho de que hayamos asumido como inevitable que nuestra clase política prefiera subrayar las diferencias antes que las similitudes, alimentar la discordia en lugar del apaciguamiento; por ejemplo la susceptible agresividad de muchos conductores, la detestable costumbre de algunos de ellos de imponer impunemente el volumen ensordecedor y sísmico de sus equipos de música, la desafiante manera con que los más incívicos se encaran con quienes les reprochan educadamente su mal comportamiento; por ejemplo la fiesta como modo de vida, la fiesta siempre, la fiesta por encima de todo, «la fiesta como identidad», «como obligación unánime», «como prolongada interrupción de la normalidad», «como dádiva populista»; el alargamiento de las festividades, la juerga sin tregua, «la imposición tiránica del derecho a la juerga y al ruido por encima del derecho al descanso»; una multiplicación descomedida de celebraciones, de «simulacros», de festejos, y la reprobación desdeñosa del «aguafiestas», que es la condición a la que se ve reducido en España todo aquel que pretende disentir del jolgorio y antes, en los años de la hinchada prosperidad especulativa, también quienes criticaban la destrucción de un valioso espacio natural para construir una urbanización o el despilfarro de dinero público en infraestructuras inútiles y desmesuradas… 

Ahora «el pasado es un lujo que no podemos permitirnos» y «no hay frontera más hermética que el día de mañana». Todo cuanto nos parecía sólido puede desvanecerse, y en cierto modo está desvaneciéndose. Lo que tanto esfuerzo costó alcanzar, y que ya considerábamos tan consolidado que incluso nos permitíamos desdeñarlo, puede estar a punto de perderse, nos dice Muñoz Molina. De los polvos de aquel arrogante y populista despilfarro a este lodo de la ruina, no la ruina de los poderosos, claro, sino la del ciudadano común, que sin haber tenido la más mínima responsabilidad en la crisis económica descubre con asombro y rabia que quienes la provocaron asisten hoy al desmantelamiento del modelo de bienestar confiando en hacerse con el fabuloso negocio que se esconde en la sanidad, en la educación, en los servicios públicos fundamentales.

Pero la crítica demoledora que hay en el libro a una manera particular de entender la vida, la que parece tan nuestra, y sobre todo a los políticos que con su incompetencia, su parasitismo social, su codicia, su venalidad nos arrastraron a esta situación para la que no parece haber salida, no queda prendida en el aire del desaliento, sino que contiene también la invitación a «una serena rebelión cívica que a la manera del movimiento americano por los derechos civiles utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política». No en vano las páginas del libro surgieron, incontenibles, a partir de las movilizaciones ciudadanas de mayo del 2011, cuyo clamor oía Muñoz Molina, probablemente emocionado, al fondo de las conversaciones que mantenía por teléfono con alguno de sus hijos, ellos en plazas de Granada y Madrid, rodeados de una muchedumbre pacífica que reclamaba al fin cambios radicales; él en su apartamento de Nueva York, deseando, esta vez sí, regresar, ver con sus propios ojos lo que sucedía, participar en la medida de lo posible. Empezó a escribir lo que luego fue este libro, a rachas, dice, a borbotones, levantándose ansioso de la cama en mitad de la noche y tomando papel y lápiz y escribiendo velozmente para evitar que le diera alcance el olvido de lo que quería expresar, hasta que en la ventana se insinuaba el amanecer.

El resultado es un libro imprescindible, de lectura casi obligada; un libro que, creo, habría gustado mucho -y quién sabe si llegó a leer- a José Luis Sampedro, que desembocó ya en ese mar cuya sal notaba desde hacía años, según dijo, y por el que sentí siempre la mayor admiración: hay pérdidas que son como dentelladas en nuestra conciencia colectiva, desgarrones que hemos de recomponer de inmediato tomando el testigo que tendieron hacia nosotros con su ejemplo. 


 Foto: Jesús de Miguel (en antoniomuñozmolina.es)

sábado, 6 de abril de 2013

Gervasio Sánchez. Antología

Gervasio Sánchez. Mujeres en paso fronterizo. Kosovo. Abril 1999


Acaso porque no esperaba la dureza de las imágenes que forman parte de la exposición antológica del cordobés Gervasio Sánchez, voy sintiéndome cada vez más y más afectado a medida que recorro la sede del Centro Andaluz de Fotografía. Todo el horror de las guerras recientes que Sánchez ha vivido en su condición de fotoperiodista durante los últimos veinticinco años parece caber en la sucesión de instantáneas que voy mirando lentamente y lentamente van minándome por dentro, lugares del mundo en los que la crueldad, el odio, la indiferencia hacia el dolor y la muerte se convirtieron en pavorosa rutina, Afganistán, Camboya, Angola, Mozambique, Bosnia-Herzegovina, Colombia, Sierra Leona... Observo la gran biblioteca de Sarajevo destruida, el éxodo apresurado de un grupo de seres humanos en una frontera balcánica, un charco de sangre junto a unas flores y al mango de una comba infantil, hombres que fuman junto a hombres muertos, niños que juegan entre las ruinas, toscos féretros apilados, la imposible mirada de un cadáver con los ojos abiertos, personas a quienes les fueron amputados miembros de su cuerpo acompañadas de sus prótesis ortopédicas o dejando ver los muñones cicatrizados, observo largamente las miradas de estos seres en quienes el sufrimiento, el miedo, el desamparo más absoluto se concentraron un día terrible, y leo sus nombres, porque Sánchez no ha querido condenarlos al anonimato de sus heridas, y observo también los ojos de los niños soldados, decenas de ellos que miran de frente no con la turbiedad violenta y desafiante de quien ha cometido actos inconcebibles, sino con la honda tristeza de quien ha visto lo que jamás debería ver un niño.

En el magnífico ensayo Ante el dolor de los demás, donde Susan Sontag analiza «la dimensión homicida de la guerra» y las reacciones de los seres humanos ante las imágenes que nos llegan de sus horrores, releo dos frases que me producen efectos encontrados: la primera dice así: «Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo o las que pueden aprender de ellas. Los demás somos mirones, tengamos o no la intención de serlo». La otra: «La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás». Estoy solo en el espacio doble –piso inferior y superior- donde se exponen las fotografías, y no me siento un simple mirón ante la obra de Gervasio Sánchez; por el contrario, me parece más justa esa segunda apreciación de Sontag, y siento que no volver el rostro ante el dolor humano y ante la ilimitada capacidad humana de provocarlo es una obligación que estas imágenes me ayudan a cumplir.



                                                                                                                             JFH

Gervasio Sánchez fue Premio Nacional de Fotografía en 2009. Su Antología ha visitado ya varias ciudades y dio lugar a un catálogo prologado por Antonio Muñoz Molina. 

Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag, fue publicado en 2003 por Alfaguara.

lunes, 1 de abril de 2013

Mundos perdidos


Hacía cuatro años que no volvía a Senés, uno de esos pequeños pueblos de interior que, como escribí hace meses para un periódico local, saben aún cumplir en sus calles estrechas, empinadas y limpias el silencio que prometen de lejos, y cuyas ventanas hacen de verdad un pueblo de esa mancha blanca en la montaña; uno de esos pueblos que marcan el lugar donde se encuentran la sierra casi desnuda ahí arriba y las tierras de labor hacia abajo, hacia el fondo del barranco en el que a veces un hilo de agua serpentea rumoroso entre rocas pulidas y grises, y muros de pizarra, y almendros. Uno de esos mágicos pueblos en los cuales, a partir de cierta hora y en invierno, la vida se manifiesta a través de la caligrafía titubeante y pálida del humo que sale de las chimeneas y se desvanece en la noche, añadiéndole al frío y al silencio el olor de la leña prendida.

Regresé estos días para reencontrarme con la quietud, con una primavera de verdad, plena de significado, con una luna llena inmensa, de pronto, al descender una calle, con un infinito de estrellas la única noche que lo permitieron las nubes. El domingo fue la tarea siempre gozosa de recorrer a pie y en solitario una ruta desconocida por entre montes y montañas, no sin antes fijarse un objetivo, esta vez las ruinas de la vieja alcazaba árabe. Te dan las mínimas indicaciones que te permitan iniciar el recorrido, no quieres más, así lo exige esta modestísima aventura, y entonces la salida del pueblo por la vieja fuente, las revueltas por las que se asciende la primera montaña -la que mira de frente el pueblo desde el otro lado del barranco-, la rama caída que te encuentras al paso y podas con las manos hasta convertirla en bastón de caminante, el sendero que llega a la primera bifurcación, un camino algo más ancho que asciende por detrás de la montaña y tiene a su izquierda un despeñadero, y ahora la soledad absoluta, porque no ves ya el pueblo y no hay más ruido que el roce del chubasquero, el crujido de las botas al pisar la tierra y las piedras, el viento en los oídos; y surgen las primeras dudas, sin las cuales esto no sería lo mismo: no saber con seguridad si has acertado el rumbo, si no estarás apartándote, si no tendrás que volverte antes o después sin tiempo ya de alcanzar tu objetivo; y no se trata de estar a solas para pensar en tantas otras cosas, sino para pensar en el camino, para pensar en ti recorriendo el camino, haciéndolo posible, atendiendo instintivamente a cada accidente del terreno, cada curva, cada roca, cada lejano punto de referencia y la perspectiva que de él tienes; se trata de respirar profundo, de detenerse un momento a escuchar el silencio y disfrutar no del paisaje, sino del dilatado entorno natural del que tú formas parte;  y después de unas horas te marcas como límite definitivo esa curva de allá arriba, aquélla entre dos rocas altas, y la alcanzas, y de pronto, al otro lado de un nuevo barranco, al fin un fragmento de la antigua torre del homenaje, no mucho y sin embargo increíblemente ahí después de novecientos años, y te embarga una emoción de descubrimiento, como si hubieras perseguido un lugar legendario del que se tuvieran escasas referencias, un Machu Picchu árabe, por ejemplo -sin fantasía esto tampoco es lo mismo-; sólo te queda bordear el barranco y recorrer así el último tramo del camino, el que te acercará, hasta donde es posible, a los restos de un mundo perdido, como a punto de perderse está también, aunque de otro modo, el mundo representado por el pueblecito blanco del que partiste, allá abajo, su sosegada existencia. Son dos civilizaciones las que contemplas: una desaparecida ya y otra en peligro.

Foto: JFH