miércoles, 26 de marzo de 2014

Centenario Cortázar I: Papeles inesperados


Ocurre que uno arranca un día una página del periódico cui-da-do-sa-men-te y la dobla por la mitad y la archiva en una carpeta donde se acumulan ya otras informaciones relacionadas entre sí y poco después abre esa carpeta y resulta que ese poco después es en realidad toda una década, así como quien no quiere la cosa, como quien realmente no quiere la cosa: diez años desde que se celebró el llamado Año Cortázar para conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte en París del autor de Rayuela y de tantos otros juegos literarios de inextinguible aliento, con homenajes en España, México y Argentina, con edición de obras completas, aparición de biografías, festivales de jazz, teatro, cine, con coloquios y encuentros y foros y mesas redondas y maratones de lectura. Y puede que desdoblar y leer una noticia guardada por nosotros nos sugiera eso, la idea de que el tiempo vuela y huye y parece que fue ayer, pero apenas piensa uno un poco se da cuenta de todo lo que cabe en esa aparente fugacidad, por ejemplo la ausencia definitiva de algunos de quienes intervinieron en cualquiera de los actos de aquella conmemoración: Carlos Fuentes, Saúl Yurkiévich, José Saramago, Félix Grande.

Pues bien, 2014 es también el año Cortázar, no sé si oficialmente o no, desde luego no es poca cosa celebrar -esta vez sí: celebrar- el centenario de su accidental nacimiento en Bruselas, ocurrido apenas veinte días después de que las tropas del Káiser invadieran Bélgica. Hace diez años dijo Tomás Eloy Martínez que, a punto de cumplir noventa, Julio Cortázar seguía siendo «un adolescente que, como los dioses, está destinado a no morir». Allá donde esté, el Gran Cronopio alcanzará en agosto la nada desdeñable edad de cien años, y aunque tengo para mí que la suya es otra forma de inmortalidad, bien podría decirse que de seguir así sí llegará, después de todo, a toparse en la primera página de los diarios con aquella noticia de noticias que su personaje Horacio Oliveira tanto lamentaba no llegar a leer antes de morir: "¡Se cayó la Torre de Pisa!". Claro que tanto está torciéndose el mundo sobre el que está inclinada que no es improbable que nosotros mismos lleguemos a ver fotografías de la catástrofe.

No soy ni mucho menos el único lector que considera a Julio Cortázar como su escritor favorito, su maestro, su cómplice lejano y necesario en la perpetración de sus propios textos, y como tal lector apasionado he dado comienzo a mi particular homenaje en este centenario. Prácticamente todo acercamiento a su obra habrá de ser por mi parte relectura, regreso, reencuentro, reconocimiento, pero para empezar avanzo estos días, hechizado, por lo inexplorado. También el tiempo ha pasado volando desde aquel día del año 2009 en que en lugar de lanzarme ansioso sobre el libro Papeles inesperados, recién publicado, una recopilación de textos cortazarianos inéditos o inencontrables, lo hojeé sin más y decidí dejarlo para más tarde. Burla burlando, ese más tarde se ha convertido en cinco años; buenos son, en cualquier caso, si el libro llega al fin a mis manos como regalo para una ocasión tan especial como es la de su imaginario centésimo cumpleaños.

Y entre los primeros tesoros, una primera versión de un cuento bien conocido, "Relato con fondo de agua", que permite analizar la notoria maduración de un estilo narrativo absolutamente singular (fechado en 1941, apenas coincide con la versión definitiva, aparecida en 1964, más que en el título, el argumento, la voz narrativa, un nombre, el sueño premonitorio, el río que chapotea en los cañaverales y arrastra a un ahogado, la luna empalideciendo los rostros, algunas frases más o menos literales en los últimos párrafos...). Otro cuento que leí ya en El País, en 2007, “Ciao Verona”, sólo ahora, ordenado en un libro, adquiere pleno significado para mí: en todo relato del escritor argentino el lector atento advierte puertas cerradas, o hendiduras en las paredes de la historia narrada que parecen sugerir aberturas a otra cosa; el propio Cortázar, como señaló Carles Álvarez Garriga, habló de esas sombras que en una fotografía –y quien dice una fotografía dice un cuento- hacen pensar en alguien o algo que no está dentro del encuadre pero que juega algún papel en la escena: “Ciao Verona” es eso con respecto a "Las caras de la medalla", uno de los cuentos de Cortázar que más me han gustado desde siempre, y es también un pasadizo a partir de una puerta desvelada que conduce a otra mujer y otra sexualidad, la razón de que toda intimidad física entre Mireille y Javier estuviera condenada al desencuentro de la cara y la cruz, el anverso y reverso de un plural narrativo.

Y sigo leyendo estos papeles inesperados que un día de no hace muchos años Aurora Bernárdez, primera mujer y albacea de Cortázar, consintió hacer públicos.


martes, 18 de marzo de 2014

Charlot

A Dog's Life, 1918

Pobre galería de perdedores cinematográficos sería ésta que adorna las paredes del Loser si entre ellos no ocupara un lugar de honor ese personaje ya centenario llamado Charlot, el primer y más duradero mito del cine, icono por excelencia de un arte que él contribuyó a dar forma. Son tan variadas las circunstancias en que nos lo encontramos a lo largo de los años y las películas que podríamos hablar, más que de personaje, de un carácter asociado a una indumentaria, aquel famoso disfraz improvisado por Charles Chaplin un día de enero de 1914: unos pantalones viejos y demasiados anchos contrastando con la estrechez del chaqué, muy usado también, chaleco, corbata, camisa de manga corta y cuello postizo, un bigotito que es casi la sombra de la nariz sobre el labio superior, un bombín algo pequeño, unos enormes zapatones destrozados de tanto recorrer los polvorientos caminos y un flexible bastón de bambú con el que apoyar cierto aire de caballero empobrecido, de poeta sin suerte. Hay en él, en efecto, un atildamiento marchito, una menesterosa respetabilidad, pero también unos extraños andares de pies completamente abiertos; hay ingenuidad y picardía, integridad y burla, valor y cobardía, la asombrosa agilidad de un saltimbanqui y la torpeza de quien está siempre entre la ensoñación, la desgana y la farsa, un hombre pequeño que evita las peleas siempre que puede, pero que conoce esas marrullerías propias de la calle, la patada en el trasero, el ladrillazo, la herradura en el guante de boxeo; un desventurado solitario que sobrevive en los márgenes de la sociedad pero que no ha perdido esa inclinación natural a enamorarse de todas las jóvenes atractivas que se cruzan en su vida, tímido galanteador que ha de vérselas demasiadas veces con la humillación a que es sometido por su condición de pobre.

The Inmigrant, 1917

Pero también podríamos aceptar que, en efecto, es un solo personaje, y que su historia puede ser reconstruida ordenando de otra manera lo que Charles Chaplin nos fue contando de él a lo largo de los años; imaginar que hay una cronología trastocada en sus películas. Charlot –ese Tramp original, ese vagabundo-, entró en la historia del cine como un falso espontáneo empeñado en ponerse ante el objetivo de un camarógrafo en una carrera de coches infantiles (Kid Auto Races at Venice, 1914), y salió caminando hacia un horizonte desconocido en compañía de Paulette Goddard en la escena final de Tiempos modernos, de 1936. En esos veintidós años de vagabundeo y silencio, a Charlot le ocurrieron infinidad de cosas, y no tenemos por qué aceptar que nos fueron relatadas cronológicamente: así por ejemplo sabemos que el personaje llegó a los Estados Unidos como inmigrante, y que la puerta de entrada a esa tierra de promisión y libertad fue Nueva York, sin duda la Isla de Ellis. En los siguientes años alternó pequeños trabajos, en los que generalmente el patrón de turno tendía a oprimirlo, con periodos de desempleo, en los cuales trataba de que su miseria pareciese lo más decorosa posible. Aspirante a actor con poca fortuna, bailarín alegre, camarero, tramoyista, boxeador, empleado de la limpieza en un banco, dependiente en una tienda de empeños. Vivió en casas muy humildes -ocasionalmente pudimos verle llegando ebrio a alguna vivienda de más fuste, eso sí-, conoció el hambre y la cárcel, aunque sin duda sus delitos fueron siempre menores y en relación con la comida; recelaba de la policía, y perseguido por un agente entró en un circo que estaba en plena función: acabó trabajando brevemente bajo la carpa y se enamoró de la hija del director. Viajó a Alaska para buscar oro y allí estuvo a punto de ser devorado por su compañero de cabaña tras pasar días y días sin comer otra cosa que una de sus botas. Las películas de Charles Chaplin tienen sus propias fechas, claro, lo que trato de hacer aquí es reconstruir una posible biografía de su criatura de ficción: tal vez fue después y no antes cuando encontró un bebé en un callejón, lo crió durante cinco o seis años, le enseñó algunas truhanerías y al fin hubo de aceptar que regresara con la madre que le abandonó al nacer. Difícil saber también cuándo exactamente conoció a aquella florista ciega a la que, a cambio de pasar una temporada a la sombra, consiguió darle el dinero suficiente para pagarse la operación que le devolvió la vista. Fue el mejor amigo de un perro callejero, durmió al raso muchas noches, fumaba restos de cigarrillos y puros que encontraba, comía poco pero con excelentes modales, amó sin descanso, fue violinista ambulante, recluta en la I Guerra Mundial, héroe en sueños, engranaje de una fábrica, sospechoso de ser un líder comunista.

The Kid, 1921

He leído que los escritores de la Generación del 98 sintieron «veneración» por Chaplin y Buster Keaton. Don Pío Baroja escribió que hasta Charlot, «un clown genial», llegaba el recuerdo lejano de los bufones de Shakespeare y Dickens. La del 27 estuvo muy dividida entre los partidarios de Charlie Chaplin y los de Keaton. Cuenta Roman Gubern que García Lorca escribió un poema sobre Charlot que nunca se atrevió a publicar por temor al rechazo de Buñuel y Dalí, que despreciaban al cómico inglés por sentimental. En los años setenta –tampoco hace tanto, caray- la televisión aprovechaba los desajustes de programación para poner un espacio llamado Cine cómico, compuesto por cortometrajes de Charlot. Yo crecí, pues, con las aventuras de aquel maestro absoluto de la pantomima. Por entonces, todas las listas de las mejores películas de la historia todavía incluían La quimera del oro, de 1925, entre las tres primeras. Quienes ya desde niños teníamos más inclinación por la artes y las letras que por los deportes sentimos que abandonamos realmente la infancia cuando pasamos de decir Charlot a decir Chaplin, como una especie de puesta de largo en la cinefilia. Admirábamos ya al cineasta, no al payaso. Hoy en Chaplin veo sobre todo al cómico genial comprometido con los débiles y rebelado contra los poderosos, los moralistas, los conservadores,  los opresores: y es que no ha vuelto a hacerse un cine más social que el protagonizado por aquel perdedor llamado Charlot.

The Gold Rush, 1925

P.D. ¿Dónde está Chaplin, la película de 1992 dirigida por Richard Attenborough y protagonizada con gran brillantez por Robert Downey Jr.?

lunes, 10 de marzo de 2014

Diálogo con la muerte (Un testamento español), de Arthur Koestler


Arthur Koestlter a bordo del Graf Zeppelin durante 
su histórico viaje al Polo Norte en 1931
Arthur Koestler perteneció a la estirpe, ya desaparecida, de los escritores aventureros. Nació en Budapest en 1905 y murió en 1983 como ciudadano británico, y fue tal su participación en los principales acontecimientos de su tiempo que, con la excepción del derrumbe de la Unión Soviética, al que no llegó a asistir, el siglo XX podría explicarse a través de su biografía. De ahí que Antonio Muñoz Molina haya llegado a definirle como «un Forrest Gump del compromiso político». 

Una existencia tan voluntariamente expuesta a los torbellinos de la historia tenía que cruzarse con la guerra civil española: Koestler viajó a España en tres ocasiones durante los seis meses siguientes a la sublevación militar, formalmente como corresponsal extranjero, pero también, como él mismo contó años más tarde, en su condición de activista internacional en defensa del Gobierno de la República. Puesto que a sus 32 años era ya un notable reportero con mucho mundo recorrido, no le fue difícil advertir las particularidades de nuestra contienda: «Hay una buena dosis de fatalismo oriental en la manera española de conducir una guerra, en ambos lados; es por eso que la guerra parece, a la vez y al mismo tiempo, tan abandonada al azar, tan cruel e incoherente. Otras guerras consisten en una sucesión de batallas; ésta en una sucesión de tragedias».

El tercero de esos viajes tuvo lugar en enero de 1937, acreditado por el periódico londinense News Chronicle. Llegó a Málaga en los días previos a la ocupación de la ciudad por parte de las tropas franquistas. En sus misiones anteriores había podido contarle al mundo que, en efecto, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini apoyaban a los militares españoles rebeldes, es decir, que era cierto el hermanamiento fascista; ahora pretendía ser testigo de la cruel represión a la que Franco sometía a las poblaciones tomadas al asalto. En Málaga pudo comprobar la negligencia española en su aspecto más desesperante: la supuesta defensa de una ciudad estratégicamente importante para el curso de una guerra. No hubo, en realidad, una actitud que mereciera ser llamada defensa. Con las autoridades civiles republicanas huidas a Valencia y las militares entregadas a la fatalidad de la derrota, la ciudad parece abandonada a su suerte y el pánico se apodera de las calles. Tras los intensos -y a todas luces abusivos- bombardeos a los que ha sido sometida, Málaga es «una verdadera Pompeya». El 6 de febrero se produce el éxodo de malagueños hacia el este de Andalucía por la carretera que bordea la costa; es el comienzo de la desbandá, uno de los episodios más atroces de la guerra: aquel río desordenado de decenas de miles de personas hambrientas y desesperadas, mujeres, niños y ancianos en su mayoría, que «fluye y fluye, y se alimenta sin cesar de los arroyos del miedo», será constante e implacablemente bombardeado desde el mar y desde el aire durante los doscientos veinte kilómetros que separan a aquellas pobres gentes de la ciudad de Almería, a cuyas calles llegan varios días después como una turba de refugiados.

Arthur Koestler fue detenido y encarcelado en Málaga un día después de que las tropas italianas entraran con aire marcial en la ciudad, y posteriormente le trasladaron a la prisión de Sevilla. Durante los siguientes tres meses conoció la proximidad de la muerte, la que le aguardaba a él y la que iba diezmando noche tras noche la población reclusa. Condenados todos, invariablemente, a la pena máxima, cada noche oía desde su jergón cómo los carceleros iban desocupando las celdas, oía la voz somnolienta y rota de los hombres que iban a ser fusilados en apenas unos minutos, sus pasos pesarosos alejándose por los pasillos, la odiosa campanilla del cura que los precedía como heraldo de muerte. Koestler afirmó no temerle a la muerte, sino al acto de morir; también, al comienzo de su cautiverio, a la tortura, de ahí que estudiase diversas posibilidades de quitarse la vida. No lo hizo, finalmente –no entonces, al menos-, y pudo describir su terrible experiencia en un libro titulado Un testamento español,  publicado a finales de aquel mismo año de 1937; en 1966 lo corrigió ampliamente y volvió a publicarlo, ahora con el título Diálogo con la muerte. Aunque es uno de los testimonios literarios más importantes sobre nuestra guerra civil, en España no apareció hasta el año 2004, en la editorial Amaranto.

Dice Koestler que «En el mundo exterior (…) se lucha por hacer carrera, por el prestigio, por el poder, las mujeres. Para un prisionero, esas cosas son combates heroicos de semidioses del Olimpo. Aquí, entre los muros de la cárcel, se lucha por un cigarrillo, por el permiso de salir al patio, por poseer un lápiz. Es una lucha por cosas mínimas y sin valor, pero es una lucha por la supervivencia como cualquier otra». Pocas veces el lector siente tan cerca, tan vivamente, la angustia de haber sido privado de libertad, la cercanía insoportable de la muerte, la fría arbitrariedad de los vencedores a la hora de represaliar a los vencidos. La experiencia española marcó de por vida a Arthur Koestler, aunque a decir verdad aún habría de prolongar su intermitente diálogo con la muerte otros 46 años, hasta su suicidio seis años antes de la caída del Muro de Berlín. 

Lo que convierte Diálogo con la muerte (Un testamento español) en un libro tan desasosegante no es sólo saber que no se trata de ficción, sino esa perturbadora certeza de que en el mismo instante en que leemos el libro, da igual cuándo sea, en qué año, a qué hora del día, hay un hombre o una mujer en algún lugar del mundo que está sufriendo ese mismo horror, el cautiverio, la tortura, la proximidad de la muerte, la ejecución sin miramientos. Ahora mismo, mientras escribo esto, y más tarde, siempre.

A. Koestler

viernes, 7 de marzo de 2014

Hambre de lectura

Sucede que acabada Anna Karenina sentí de golpe una desmedida necesidad de más lectura, como si los libros así de monumentales no sólo no saciaran nuestro apetito a la manera de un gran banquete, sino que, por el contrario, lo abrieran. En lugar de pasar inmediatamente a otro libro, mi voracidad me arrojó a las páginas de varios libros a un mismo tiempo, igual que si tomara a puñados comida de varios platos. Así comenzó febrero: retomé Amistad de juventud, de Alice Munro, en el relato en que lo había dejado para viajar a la Rusia de Tolstói; recuperé mi viejo ejemplar del Lugar siniestro este mundo, caballeros en memoria de su autor, Félix Grande, para leer alguno de sus cuentos veintitantos años después de que entraran a formar parte de la materia de que está compuesta mi pasión por la literatura; me interné en El mar de John Banville, en el que tanto me apetecía bracear desde que mi amigo Paco Ortiz me insistiera en que su prosa iba a sorprenderme muy gratamente; recorrí las primeras líneas de un libro que había llegado a mis manos en Navidad y que amenazaba con conmoverme hasta la misma raíz de mi capacidad para sentir en mí el dolor experimentado por otros, Diálogo con la muerte (Un testamento español), de Arthur Koestler; y en esta pura orgía de prosa vuelta hacia el pasado quise permanecer en contacto también con el presente releyendo a ratos un libro de poesía que me gustó mucho hace algo más de dos años, Palabras efímeras, de José Luis Martínez Clares: un poema tiene la virtud de no darse nunca por entero, de multiplicar sus significados con cada lectura, de nacer siempre ante nuestros ojos como recién escrito, como escrito en ese preciso instante en que al leerlo de nuevo, o por primera vez, al detenernos de pronto, con admiración, en un verso concreto, no hacemos sino intuir la hondura de sus secretos. «En los espejos de la memoria / van muriendo todas las variantes de la inocencia», dice Martínez Clares en un excelente poema en cuyos versos queremos ver reflejados los ojos resplandecientes de la señorita Kubelik; y en cierta manera de eso tratan todos los demás libros que pretendía a devorar a la vez: de asomarse al ayer de diferentes maneras. 

Tuve que poner orden en mis lecturas cuando los  personajes de unos libros aparecían en otros: al fin y al cabo, el relato de Alice Munro por el que recomencé su libro, “Agárrame fuerte, no me sueltes”, parecía tener extrañas conexiones con la novela de Banville: una mujer (Hazel) y un hombre (Max) emprenden un viaje hacia un lugar del pasado, en el primer caso del pasado de su marido muerto, en el segundo de su propio y lejano pasado, pero con el dolor más cercano de una viudez reciente. Decidí dedicarme primero a El mar, cuyo estilo, en efecto, me sedujo poderosamente, y acabado éste -y sin dejar de administrarme todos los días al menos un poema de efecto en absoluto efímero- comencé disciplinadamente la lectura del libro de Koestler…

Pero eso es ya otra historia.