sábado, 30 de julio de 2011

To be continued...

Burla burlando, han transcurrido cuatro meses y veinticinco entradas desde que el Loser abriera sus puertas en la red, cuatro meses, también, desde que se publicó aquel libro, Pasadizos, cuya aparición supuso un impulso para crear una bitácora que al final poca atención le ha dedicado. En la hoy efímera vida de un libro, cuatro meses parecen un pasado remoto, pero entre bitácoras no son sino un chasquear de dedos. Una buena parte de los blogs de los que he ido haciéndome asiduo tenían, cuando llegué a ellos, una larga trayectoria, otros eran sólo un poco menos recientes que éste: visitándolos y siendo visitado desde ellos me he sentido constantemente estimulado, he conocido afectos y lealtades que antes me eran inconcebibles más allá del entorno más inmediato y he acabado por incorporar a mi vida un vehículo de expresión, conocimiento y amistad sin el cual no estaría ya completo. Nada más alejado de la rutina que elaborar una entrada, acudir a la llamada de una actualización en aquellos espacios que uno sigue, detenerse en ellos, tan distintos unos de otros pero tan impregnados todos de la personalidad de sus autores, redactar un comentario que, extenso o breve, transmita lo que uno ha sentido, o no hacerlo y quedártelo para ti, aventurarte a través de otros enlaces y descubrir lugares nuevos y afines, percibir que cada vez se estrechan más los lazos de estima y admiración entre los miembros de esta comunidad de “íntimos desconocidos”, título de un relato de Scott Fitgerald y, como comenté hace poco en un blog amigo, una manera más o menos precisa de definir las relaciones que se van estableciendo a este otro lado de nuestras vidas.
Quien esto escribe encuentra una manifiesta dificultad para conciliar vida familiar y vida internauta durante estas fechas, de ahí que el Loser cese en sus actividades un par de semanas. He advertido que es de obligada cortesía informar de ello, y lo así hago. Si alguien se acerca por aquí durante este tiempo encontrará una allegory in blue del tipo que lo regenta (ganas de jugar) y un poema de Rafael Sánchez Ferlosio que, a manera de reflexión, dejo apoyado en la barra antes de apagar las luces y salir al camino.


 
                     Vendrán más años malos
                         y nos harán más ciegos.
                        Vendrán más años ciegos
                         y nos harán más malos.

                            Vendrán más años tristes
                         y nos harán más fríos
                         y nos harán más secos
                         y nos harán más torvos.

domingo, 24 de julio de 2011

Recuerdos del Georgia Jazz Club




"Desde ahora, cuando oigo la voz abrasada de Ray Charles cantando Georgia on my mind, esa palabra sagrada de los blues no aludirá únicamente a la Georgia verdadera de América ni al Sur imaginario donde quiso estar solo Luis Cernuda. En este Sur, en Almería, hay otra Georgia insular que también invita misteriosamente a la lealtad y a la nostalgia."



ANTONIO MUÑOZ MOLINA



Siendo un lugar imaginario, creado para jugar un papel relevante en la novela El veneno de la fatiga, el Loser no fue un local de copas surgido de la nada. Como ocurre a la hora de componer los personajes de un libro, también los escenarios donde éstos se mueven tienen un modelo referencial que el escritor utiliza para no caminar sobre el vacío a la hora de establecer una personalidad o un ambiente creíbles. Se escribe como desde dentro de ellos: son los disfraces y los decorados mentales de que se vale un autor, a partir de los cuales va alzándose el entorno de la ficción; una especie de storyboard imaginario que dé carta de naturaleza física a las descripciones, y que suele tomar elementos de aquí y de allá, fragmentos de realidad y de invención entretejidos.

Cuando yo escribía sobre el Loser hace ya unos cuantos años, pensaba, sobre todo (aunque no exclusivamente) en el Georgia Jazz Club, mítico local de Almería que abrió sus puertas en 1978 y que a lo largo de su existencia se vio envuelto en no pocas vicisitudes –entre ellas, el triste epílogo de la muerte de su fundador, Serafín Cid-,  para acabar cambiando de fisonomía, de espíritu y al final incluso de nombre, un sanseacabó casi inevitable en una ciudad que había dado la espalda hacía ya tiempo al que fuera considerado uno de los mejores clubes de jazz de Andalucía.

Con el tiempo, mis recuerdos de su interior han acabado confundiéndose un poco con la idea que yo me hice del Loser. Recuerdo, eso sí, que para acceder al Georgia era preciso pulsar desde la calle un timbre, el cual se traduciría dentro más en una señal visual que acústica, supongo, y que al cabo de unos minutos te abrían personalmente la puerta y tú entrabas en la música salvando también los pliegues de una gruesa cortina. A los dieciocho o diecinueve años, que es más o menos cuando yo empecé a frecuentarlo, ser acogido de esta manera tan protocolaria en un ámbito como aquél te hacía sentir especial, un poco fuera de tu tiempo. Creo que no hay una descripción precisa del Loser en mi novela: me bastaba tener el espacio en la cabeza, y añadirle, eso sí, una escultura de Bogart y un viejo piano vertical a su lado, que desde luego no existieron nunca en el Georgia. Tampoco sonaba allí otra cosa que no fuera jazz –a menudo en glorioso directo-, mientras que en el Loser se dejaban escuchar también (así está escrito) Supertramp, Springsteen, Lou Reed, Roy Orbison.... Huellas de esos otros modelos menores.
Dizzy Gillespie y Antonio Muñoz Molina en Granada (1990). Foto: Juan Ferreras, El País

Al Georgia le dedicó Antonio Muñoz Molina un artículo en la tercera del ABC, y Serafín“Sera”, lo tenía colgado en una columna del local. Muñoz Molina, que estuvo en las celebraciones del décimo aniversario, junto con Lou Benet y el saxofonista Abdu Salim, es autor de la novela española que mejor ha usado el jazz como fondo de una trama, El invierno en Lisboa. En relación con ella, le oí contar en una ocasión la siguiente anécdota: todos los lectores dimos por supuesto que el trompetista que aparece en el libro, Billy Swann, era negro, sin que tal cosa se mencione en ninguna página; pues bien, el personaje estuvo inspirado en Chet Baker, uno de los más brillantes jazzmen de la historia -y loser a su manera destructiva-, que aquel mismo año de 1988 arrojaba desde la ventana de un hotel de Ámsterdam sus más que castigados cuerpo y alma para entrar en la leyenda, ésta sí negra, de los genios suicidas. Para la versión cinematográfica no se tuvo en cuenta esta particularidad racial –tampoco era necesario-, y Billy Swann fue interpretado nada menos que por el gran Dizzy Gillespie. Sin embargo, su presencia no evitó que la película pasara, con toda justicia, al olvido.

Cuando se publicó El veneno de la fatiga, en 1999, y alguien de la editorial me preguntó dónde quería yo que se presentase en Almería, no lo pensé dos veces y propuse el Georgia. El día que me acerqué al local para comentarle a Serafín la posibilidad de celebrar allí el acto, me encontré con que el Georgia estaba siendo sometido a una severa reforma, con la cual “Sera” pretendía adaptarse a los nuevos tiempos y, por qué no decirlo, reflotar el negocio. El nuevo Georgia se estrenó aquella tarde-noche de noviembre, y fue, por muchas razones, una de esas ocasiones que no se olvidan nunca.

La evoco hoy volviendo la mirada hacia Chet, que nos susurra su "Time after time" mientras ante nuestros ojos desfilan jirones de una vida en blanco y negro y viento y metal:

lunes, 18 de julio de 2011

Once años sin Valente

El 18 de julio de 2000 moría en la ciudad de Ginebra, a los 71 años, uno de los más grandes poetas españoles del siglo XX, José Ángel Valente. Gallego de nacimiento, Valente fijó su residencia en Almería en 1986, de ahí que en esta ciudad su muerte fuera tan sentida y su figura siga estando hoy tan presente. Recupero aquí dos artículos que publiqué en un diario local, el primero con motivo del fallecimiento y el segundo al cumplirse el primer aniversario. Más allá de mi admiración por su obra, conservo de él el recuerdo de dos encuentros especiales. Valente había accedido generosamente a presentarme en Almería mi novela, El veneno de la fatiga, en noviembre de 1999, pero llegado el día, debilitado ya entonces por la enfermedad y por los tratamientos médicos, no se sintió con fuerzas de intervenir en un acto que sin duda se prolongaría hasta horas que para él eran de obligado reposo. A manera de reparación (que no era necesaria, pero que yo le agradecí infinito), ese mismo día comimos juntos, nos conocimos, hablamos largamente de muchas cosas, y en la despedida me invitó a visitarle en su casa. Por un exceso de discreción (digámoslo sin tapujos: por pura cortedad), no me atreví a hacerlo nunca, y supongo que debí de comentárselo así a alguien de la editorial (ambos éramos entonces autores de Alianza) y que llegó a sus oídos, porque nuestro segundo encuentro, más breve, sucedió en los términos que más o menos describo al final del primer artículo.

Foto: Uly Martín



Sé cuál es mi destino / pero no lo conozco

(La Voz de Almería, 19/07/2000)

Ha muerto el autor del libro cuya lenta lectura me acompaña cada noche desde noviembre. Ése es el primer y aturdido teletipo que mis sentimientos se enviaron a sí mismos apenas recibí la noticia de la muerte de José Ángel Valente. Luego recordé el poema que dedicó a Machado: "Tú te has ido / por el camino irrevocable / que te iba haciendo tu mirada", porque el mejor homenaje que se le puede tributar a un poeta es el de velar su memoria con la lectura solitaria o la repetición íntima de sus versos.

Es extraño el tacto que tienen hoy las palabras cuando el pensamiento trata de escoger entre todas ellas las más adecuadas; las palabras, esas perras negras, que dijo Cortázar, más negras este 18 de julio que nunca, más famélicas, más callejeras, más asustadizas y como desorientadas. "Siento la materialidad de la palabra. Siento que las palabras se hacen con las manos"; cualquier cosa que se diga o se recuerde de Valente habrá de girar en torno a la palabra, porque en ella palpita su voz aún. Pero no a la palabra como mero concepto gramatical, sino a la palabra poética, que es al mismo tiempo haz de luz y principal herramienta de que dispone quien decide convertirse por un instante, o toda la vida, en arqueólogo de su propia memoria.

Cuando muere un poeta, sus versos se hielan en los libros durante unos días, se quedan atónitos, como si no hubieran querido aceptar que estaban destinados a sobrevivir a quien los compuso, como si, a pesar de estar en las manos de tantos, no supieran a ciencia cierta si desaparecerán también ellos o no. De pronto, a pesar del dolor, las metáforas más orgullosas empiezan a moverse de nuevo, toman aire, se esponjan, llaman a las más próximas por su nombre, y es así como los poemas vuelven a ponerse en pie uno a uno, vuelven a significar mucho más que una despedida prolongada a lo largo de los años. Cada poema de José Ángel Valente que contiene la palabra muerte tiembla hoy, como si se sintiera observado. Mañana volverá a ser el de siempre, volverá a contener parte de la vida.

A Valente le debo la más exacta definición que nadie pudiera hacer de mi, y el hecho de que con ella me nombrara en nuestro segundo encuentro resume lo que de intuitivo, preciso y sintético tienen el alma y la creatividad de un poeta: cuando me acerqué a él en la última feria del libro para felicitarle por el reconocimiento de que le hacía objeto la ciudad de Almería, él me recordó llamándome "el novelista tímido"; y es así como yo lo recuerdo a él ahora, tendiéndome su sonrisa, su voz lenta y fatigada, su mano a la vez vigorosa y frágil, mano de poeta.

Un libro de poemas es infinito. Un primer tomo de unas obras completas es la infinitud al cuadrado. Por eso el suyo seguirá en mi mesita de noche el próximo 18 de julio. Por lo demás, el título de este texto está extraído de Poemas a Lázaro.

Casa de José Ángel Valente en el número 7 de la calle
que lleva su  nombre, en Almería (Foto: JFH)

***
Ausencia y presencia de Valente

(La Voz de Almería, 18/07/2001)

"Porque morir fue al cabo / el solo modo de vencer la muerte", este 18 de julio no nos trae el escalofrío de saber que José Ángel Valente fue al fin derrotado por sus transtornos de salud, sino la confirmación de que un año después sigue vivo en su exilio de eternidad. Basta con abrir cualquiera de sus libros para ser escogidos por esa virtud o taumaturgia de todo buen poeta consistente en hacer sentir a cada lector, mediante la exactitud y la hondura, que es él quien en realidad escribe los versos que va descendiendo con los ojos y ascendiendo con el conocimiento. Los poemas contenidos en sus páginas son así de naturaleza inagotable, pues siempre estará nuestra experiencia o lo mudable de los estados del ánimo para filtrar desde más allá de las palabras las razones para una nueva interpretación. "Escribir es como la segregación de las resinas; no es acto, sino lenta formación natural"; así explicó Valente también la creación literaria en un poema en prosa, así explicó que un escritor de raza rezume versos o frases casi sin que intervenga su voluntad, de la misma forma que no es voluntad del árbol la futura imputrescencia del ámbar.

A quienes le conocimos hacia el final de su vida nos queda de Valente una conjunción de fragilidad física y entereza intelectual, y sobre todo la determinación con que se deseaba vivo y elegante también de este lado. La enfermedad y la muerte resultan terribles cuando en su camino se encuentran a un ser humano dispuesto a combatirlas en cada esquina y en cada plaza de su cuerpo, pero uno aprende a valorar su propia vida en la manera en que otro se aferra a la suya. Sabíamos ya que la materia de que está hecho un  poeta es el amor a la palabra, pero descubrimos igualmente que su patria es la autenticidad: por eso aún hoy su casa en su calle sigue siendo la más almeriense de todas las casas de Almería, por eso mismo, porque así lo quiso este gallego frente a los edificios de ladrillo visto o los tejados alpinos o la amenaza de derrumbe que van disfrazando poco a poco la identidad de esta ciudad.

Todos tenemos un año más y un poeta menos; la mayoría no somos mejores, los versos que se escriben tampoco. Leyendo algunos de Valente, el lector puede llegar a asumir que incluso los de amor están definiendo la relación que se establece entre el sentimiento que lee y el poema que se desgrana:

"Quién eres tú, quién soy,
dónde terminan, dime, las fronteras
y en qué extremo
de tu respiración o tu materia
no me respiro dentro de tu aliento."
                                          (Del libro Mandorla, 1982)

Ése es el prodigio de la poesía: atraernos a su interior y mostrarnos tal como somos en la voz de otro; pero cómo estar seguros de que es la voz de otro, y cómo creer que el corazón de ese otro dejó de escribir hace doce meses, que el lápiz de ese otro dejó de latir hace cincuenta y dos semanas.

domingo, 10 de julio de 2011

Fast Eddie & Cincinnati Kid


En el Loser basta recorrer unos pocos metros y sortear algunas mesas para acceder a lo que parecen ser diferentes coordenadas espacio-temporales: puede tratarse de una partida de dardos, o de billar americano, o incluso de cartas, nunca por dinero –al menos no de una manera evidente-, y nunca, tampoco, sin que sea necesario interrumpir una buena mano o dejar en suspenso una carambola para salir a la calle y fumarse un cigarrillo: en el Loser no rigen más leyes que las razonables. La música (pongamos Coltrane, por ejemplo, o Ray Charles, la que sea que suene en ese momento en el local), se suma al juego con la íntima precisión de una banda sonora, como si uno se la llevara consigo.

Entre los carteles de cine que adornan las paredes del Loser hay dos que aluden, en cierta forma, a estas distracciones que ofrece el establecimiento, pero también, por qué no decirlo, a ese aroma a perdedores que es nuestra seña de identidad: los de El buscavidas y El rey del juego, mucho más conocida ésta última por su título original, The Cincinnati Kid. En muchos sentidos, Cincinnati Kid es al póquer lo que El buscavidas al billar, sin que ello signifique que ocupen un mismo lugar en la historia del cine: The Cincinnati Kid (Norman Jewison, 1965) es una buena película, El buscavidas (The hustler, dirigida por Robert Rossen en 1961) es una absoluta obra maestra del arte.





Ambas parecen sostenerse sobre la misma parábola budista, la del joven y arrogante arquero que tras ganar a cuantos oponentes le salían al paso quiso vencer también a un maestro Zen reconocido por su  destreza en el manejo del arco. Éste aceptó su desafío, y el joven comenzó acertándole, primero, al ojo de un animal que estaba a considerable distancia, e inmediatamente después, con otro disparo, a esa primera flecha, que debió de quedar dividida en dos finísimas tablillas. Ufano, le retó al viejo maestro Zen a que mejorase el tiro, y éste, impasible, le pidió al joven que lo siguiera, le llevó a lo alto de un desfiladero, cruzó hasta la mitad un tronco que a manera de puente comunicaba ambos bordes del abismo y allí desenfundó su arco, tensó la cuerda sin titubear un instante y clavó la flecha en el árbol que había elegido. El joven, atemorizado, ni siquiera se atrevió a intentarlo. “Eres hábil con el arco”, le dijo el viejo maestro, “pero no lo eres con la mente”.  

Paul Newman y Steve McQueen son ese joven arrogante. Interpretan a Eddie Felson, (“Fast” Eddie, o “Relámpago”, en la versión doblada) y a Eric “The Kid” Stoner, invencibles, respectivamente, en el billar y en el póquer. Ambos se ven obligados a jugar partidas con tipos que no son rivales para ellos, y, perseguidos por su reputación, a jugar a veces en tugurios donde no les conozcan: en uno le rompen a Felson los pulgares, en otro Kid ha de defenderse con una cuchilla de afeitar y escapar por la ventana de un retrete. No necesitan hacer trampas, aunque “Fast” Eddie recurre al truco de fingir que su destreza con el taco es inferior a la que en realidad posee y así engañar a algún incauto (eso es un “hustler”).  A ninguno de los dos se le ocurriría tratar de vender su alma al diablo para ser el mejor: están convencidos de ser los mejores. Lo que desean ardientemente es desafiar al diablo y vencerle.

Jackie Gleason y Edward G. Robinson son el maestro Zen, y algo de mefistofélico hay en ellos.  Gleason es el Gordo de Minnesota (Minnesota Fats), un jugador de billar que lleva quince años sin perder una partida, y que a pesar de su corpulencia juega, dice Eddie Felson, como si tocara el violín. E. G. Robinson es Lancey Howard, “El Rey” (“The Man”, en el original), un maduro y elegante tahúr que no sólo ha vencido siempre a sus oponentes, sino que destruye su carácter en partidas de póquer que pueden durar días. El Gordo de Minnesota hace su primera aparición en la película ascendiendo unas escaleras, como emergiendo de las profundidades; viste de una manera igualmente atildada, esboza una corta sonrisa que no se corresponde del todo con la expresión de sus ojos, fijos, astutos, penetrantes. Su apodo, “Fats”, parece un anagrama del de Eddie Felson, “Fast”, como si la sinuosa serpiente de esa ese siseara en sitios distintos. Edward G. Robinson, por su parte, rara vez sonríe, y su mirada también es fija, penetrante; luce una blanca barba de chivo, tiene gustos refinados en el vestir, el comer y el fumar; en cierto momento, antes de comenzar la partida de póquer descubierto, se le ve aislado del resto de personas que hay en la habitación, pues casi todos ellos fueron ya derrotados por él en una ocasión anterior, y aunque a lo largo de las muchas horas que dura aquella partida hay momentos en que sus fuerzas parecen flaquear (la edad no perdona), en la última jugada es la viva imagen de la invulnerabilidad, y su rostro una máscara endurecida que se ilumina con la llama de una cerrilla.

Los dos principales personajes femeninos en El rey del juego son meramente arquetípicos (la inocente novia de Kid frente a una voluptuosa Ann-Margret), pero en El buscavidas nos encontramos con uno de los seres más conmovedores que jamás se hayan visto en una película, una Sarah Packard (interpretada por Piper Laurie) solitaria, alcohólica, culta y en extremo sensible, mucho más lisiada del alma que del pie que arrastra, que acude a la universidad martes y jueves y el resto de los días bebe, que se enamora y se ilusiona y al poco tiempo se da cuenta de que la relación que mantiene con Eddie-Newman se resume en “un contrato de depravación, sólo tenemos que bajar las persianas”.


Pero es otro personaje de El buscavidas quien pronuncia las palabras que cualquier cliente del Loser puede leer si se acerca lo bastante al cuadrito que hay junto a la caja registradora, y ése es Bert Gordon (memorable George C. Scott), un tipo que es “dueño de todos los mañanas porque los compra baratos hoy”, codicioso, sin escrúpulos:

-Eddie - le dice a Paul Newman-, eres un perdedor nato. Sabes encontrar la mejor escusa para perder. No hay problema en perder con una buena escusa. Pero ganar, ésa también puede ser una gran carga. Con una escusa te puedes librar de ella. Sólo hay que saber compadecerse. Es uno de los mejores deportes de interior: la compasión, a todos les gusta. En especial a los perdedores natos.

Para sentenciar más adelante: “No basta con tener talento, también hay que tener carácter” (equivalente a aquel “Eres hábil con el arco, pero no lo eres con la mente”), frase que, bueno, algun día tal vez quien esto escribe se haga bordar en todas sus camisas.

martes, 5 de julio de 2011

Aquel Club del Misterio


Para Francisco Machuca, que al parecer perteneció a ese
mismo Club, sin que a ninguno de los dos nos molestara
que aceptasen a alguien como nosotros entre sus socios.

  
Nada nos acerca tanto al niño que fuimos como el recuerdo de nuestras primeras lecturas. Cuando tantas cosas han ido desvaneciéndose en la memoria, la absoluta abstracción con la que entonces nos entregábamos a las páginas de un libro permanece imborrable. En realidad, no había tales páginas, salvo quizá si el encantamiento se interrumpía y el feroz asedio a un fortín en una remota isla de piratas o el combate cuerpo a cuerpo entre un hombre y un oso volvían a convertirse en nada más que letra impresa. Leer era exactamente entrar a formar parte de aquello que se nos contaba, oler la pólvora en el aire, el humo de una pipa curva o la piel chamuscada de unos párpados, escuchar el acerado entrechocar de dos sables en un duelo o el lamento de un violín o los alaridos de una tribu de caníbales, paladear el inimaginable sabor del ron, sentir sobre ti la adusta mirada del capitán de una nave submarina o en los dedos el tacto endurecido de un sello de lacre.

Cuando tenía diez años, cayeron en mis manos los primeros libros de una colección de la que habría de convertirme en gozoso rehén: Alfred Hitchcock y los tres investigadores. Me fascinaban las ilustraciones de sus portadas, sus turbadores títulos, la familiaridad de sus lomos verdes. Júpiter Jones, Pete Crenshaw y Bob Andrews eran mis amigos, les seguía en sus enmarañadas e inconcebibles aventuras californianas, trataba de resolver con ellos acertijos de los que muchas veces dependía la resolución del misterio, me estremecía en el peligro, comprobaba que el material que habríamos de usar esa misma noche funcionaba correctamente - reunidos los cuatro en aquella caravana oculta a los ojos de todos bajo una montaña de chatarra-, viajaba a su lado en aquel Rolls Royce con chofer que un cliente satisfecho ponía a su disposición y, finalmente, los acompañaba al estudio del mago del suspense para contarle los pormenores del caso. Aquellos libros inspiraron mi primera agencia de detectives: tres críos que nos repartimos los nombres de los tres personajes, llevábamos en nuestros bolsillos una esmerada reproducción a mano de sus famosas tarjetas de visita (con aquellos tres interrogantes) y seguíamos a nuestros profesores discretamente a la salida del colegio, convencidos de que antes o después sus pasos nos guiarían hasta alguna intriga. Devoré sus historias, la mayoría de la biblioteca del colegio, desde  Misterio en el castillo del terror hasta Misterio del diablo danzante, veinticinco títulos, pero cuando salió el vigésimo sexto, hacia 1978, yo andaba ya en compañía de Hercules Poirot y de Miss Marple, todo un avance en mi carrera contra el delito.

No sé cuántos crímenes dormidos, cuántos templetes, cuántas vicarías, cuántas guías de ferrocarril, cuántos campos de golf y piscinas, cuántas dagas damasquinadas y venenos y pistolas, cuántas manchas de sangre y nóminas de personajes y planos de habitación y sospechosos y culpables pasaron por mis manos. Sé que leí también otras novelas, pero aquellos años los recuerdo sobre todo intentando que no se me pasara por alto ni una sola pista dejada por Agatha Christie, quien no pocas veces se decidía al final por alguna trampa de última hora que no se justificaba en modo alguno con lo relatado hasta entonces y hacía inútil el sobreesfuerzo de nuestras propias células grises.

Y he aquí que en mayo de 1981 (treinta años ya) llegaron a los kioscos los dos primeros números de una colección que pasado el tiempo ha adquirido dimensiones míticas, pues para una generación de ávidos lectores supuso, para empezar, el descubrimiento de la literatura policiaca en la totalidad de sus corrientes: la novela-problema, la criminal, la negra, la de espionaje, todo al alcance de la mano cada semana. Esta colección se llamó Club del Misterio, "un club de insomnes", decía el cuadernillo de presentación, “de lectores apasionados, de fanáticos de la aventura y el enigma”. Tenía el formato de las viejas Pulp Magazine de los años treinta, como Dime Detective Monhtly o Black Mask, a dos columnas y con ilustraciones, y me permitieron adentrarme en el universo de Hammett (el primer número era Cosecha roja, con aquel gánster de rostro rabioso y Thompson humeante), Chandler, Stanley Gardner, Ross Macdonald, Ellery Queen, Hadley Chase, Geoffrey Homes (su novela Eleven mi horca se llevó al cine como Retorno al pasado), Margaret Millar (que era la mujer de Ross Macdonald), M. Cain, Donald Henderson Clarke, Burnett, Irish, John D. MacDonald (La dorada sombra de la muerte fue una de mis favoritas), Auguste le Breton, Japrisot y Simenon, y Scerbanenco, y Spillane, y Jim Thomson, pero también Conan Doyle y Poe (conocía ya de antes a Sherlock Holmes y había leído muchos de los delirantes relatos del segundo, sin saber hasta entonces que Dupin fue el primer detective de la literatura), y Highsmith y Somerset Maugham y Chesterton y Balzac y Borges … Decenas y decenas de grandes escritores, cuyas obras leía con fruición (y muchas veces a escondidas) e iban abriendo ante mí otros caminos, los que conducían a Dostoiveski, a Sabato, a Camus, a Hemingway, a García Márquez, a  Faulkner, a Chejov, como irrigando una arborescencia de capilares en que libro a libro se extendía y enmarañaba mi pasión por la literatura.

Las míticas portadas de Isidre Monés (Foto: JFH)

En cierto sentido, cada uno de nosotros somos como una pequeña civilización en la que es fácil rastrear su pasado más remoto y documentar su desarrollo, sus conflictos, sus alianzas, sus decadencias y auges, su declive último, su desaparición. Hay experiencias que marcan la historia completa de cada una de esas civilizaciones individuales y que determinan el carácter de cada cual, su porvenir, la impresión que otros se forman de uno y la que uno se forma de otros y del mundo que le rodea. Esta pequeña civilización que lleva mi nombre conserva vivos muchos fervores surgidos al comienzo de su uso de razón, siendo el de la lectura el que más intensamente permanece, y, contra viento y marea, es más que probable que tales fervores me acompañen hasta el final, pues, como escribió Ana María Matute, tal vez la infancia sea más larga que la vida.