miércoles, 29 de junio de 2011

Here’s to the losers: un relato con sabor a Sinatra


(Con la venia de Marcos Callau)

Quién dijo que la vida no da una última oportunidad. No siempre, pero hay veces que cuando uno cree haber tocado fondo aparece alguien que conoce a alguien, un golpe de suerte, piensas, nervioso, y también que de algo tenía que servir llevar seis meses y cuatro días sin probar una gota. Te dicen: Ve y dile que vas de mi parte, pero ponte algo decente, ¿quieres?, algo que no hayas usado para dormir esta noche, y aféitate. Claro, claro. Y lo haces, sabes que acicalado tienes buen aspecto, a pesar de todo, y que la tuya no es la clase de voz que hay que cuidar, claras de huevo y nada de tabaco ni de bebidas frías, ese tipo de cosas; no, tu voz no, por fortuna, y entonces consigues el trabajo, y cuatro años después resulta ser el más estable que has tenido desde, en fin, el más estable que has tenido nunca.  No es lo que soñabas a tus ilusionados veinte años, pero entre unas cosas y otras has cumplido cincuenta y tres, y puedes jurar que el camino ha estado lleno de sinsabores. Pero eso ya pasó. Hubo un tiempo en que te horrorizaba la sola idea de acabar envejeciendo en un mismo trabajo, es cierto, pero ahora no imaginas nada mejor que esto. Te levantas a media mañana y desayunas a solas, en ocasiones con alguno de los músicos. Rara vez coincides a esa hora con los pasajeros: los que no han bajado a tierra –Niza, Livorno, Civitavecchia, Nápoles-,  toman el sol junto a la piscina o recorren cualquiera de las tiendas del barco. En el gimnasio sí te cruzas con ellos, claro, y en los pasillos, y en la cubierta principal, es inevitable. Vas de un lado a otro con tus gafas negras y tu panamá terciado, las manos en los bolsillos del pantalón de lino, la camisa suelta. Comes en tu camarote –con agua o zumo- y luego juegas sin entusiasmo a las cartas en el que comparten Gilberto, el contrabajo, y Jordi, el batería. A las once en punto, cada noche, sales al escenario del Sand Lounge, en la cubierta Promenade, esmoquin negro, pajarita ancha y pañuelo rojo asomando del bolsillo de la americana, y ya en la manera de corresponder a los primeros aplausos, con una ancha sonrisa y una leve inclinación del cuerpo, eres puro Sinatra: de eso se trata, y lo haces bien.

Prefieres pensar que no es exactamente una imitación, pero tampoco te engañas. La gente no elige pasar ocho días de sus vacaciones en este hotel flotante para sentarse ahí y escucharte cantar My way o April in Paris o Here’s to the losers, pero a veces, después de tu actuación, alguna solitaria pasajera de mediana edad te ha invitado a su mesa y, jugando azorada con la sombrilla del margarita, te ha dicho: "¿Sabes que me han hablado de ti?" Ocurre de tanto en tanto, y casi nunca acaba siendo una buena historia, no para ti, al menos. Para ti es siempre la misma luna reflejada en el mismo mar.

Ah, pero sabías que este viaje iba a ser distinto. Lo sabías. Te habías acostumbrado a Tino, y ahora que se ha ido para grabar su propio disco y probar suerte, por qué no, tiene talento, bueno pues ahora es necesario ensayar cada tarde con el nuevo pianista, que no es un mal tipo, pero que toca Strangers in the night como el jodido Richard Clayderman. De dónde los sacan. Ocurrió lo mismo hace año y medio, cuando a Donald, el saxo tenor, le contrataron para una gira de verdad. Y tú odias ensayar, odias llevar el papel más allá de las once en punto y el esmoquin, odias tener que hacerle comprender a un nuevo músico que todo es una parodia, el swing, la soltura en el manejo del innecesario cable del micro, esa inconfundible manera de mover la cabeza al ritmo de la música, el bourbon que finges beber entre canción y canción, y que no es sino té frío. Todo. Odias pensar que Donald, que Tino, tan jóvenes, y una gira de verdad, un trabajo de verdad, algo que todavía es porvenir. Es lo mismo, siempre. Acaban tocando como tú les pides que lo hagan, pero no te respetan. Ojalá no fueran tan jóvenes, ojalá no lo hubieras sido tú hace tanto tiempo, ojalá hubieras nacido la tarde que aceptaron contratarte y esto fuera exactamente lo que siempre soñaste con alcanzar, justo esto mismo, por ridículo que sea, porque entonces no te vendrían nunca estas ganas de echarlo todo a rodar, y de cambiar el té por algo que devolviera el calor a tu cuerpo, algo que fuera verdad, algo que merecieses, no estos cuatro años, seis meses y cuatro días, no una última oportunidad que nadie había pedido.

***





... Canción que podría traducirse más o menos así...


Éste por aquellos que aman de una forma no demasiado juiciosa, y lo saben, pero aún así lo hacen realmente bien,
Por la chica que suspira de envidia cuando oye campanas de boda,
Por ese tipo que celebraría una fiesta si tuviera a alguien a quien invitar.
Éste es por los perdedores, benditos sean todos.

Éste por aquellos que se beben la cena cuando la dama no acude a la cita,
Por la chica que anhela besos bajo el muérdago,
Por los amantes solitarios de verano, cuando las hojas empiezan a caer.
Éste es por los perdedores, ah, sí, benditos sean todos.

Hey, Tom, Dick, Harry, cualquiera de vosotros, entrad y resguardaos de la lluvia,
Y ahogad  en champán todo ese amor no correspondido.
Éste es el último brindis de la noche, y es por aquellos que aún creen
Que todos los perdedores serán ganadores, que todos los que dan recibirán.
Éste por un mañana sin problemas, en el que puede que todas tus penas se hagan pequeñas.
Éste es por los perdedores, benditos sean todos.

Hey, Tom, Dick, Harry, entrad y resguardaos de la lluvia,
Y ahogad  en champán todo ese amor no correspondido.

Éste es el último brindis de la noche, y es por aquellos que aún creen
Que todos los perdedores serán ganadores, que todos los que dan recibirán.
Éste por un mañana sin problemas, en el que puede que todas tus penas se hagan pequeñas.
Éste es por los perdedores, éste es por los perdedores, éste es por los perdedores,
Benditos sean todos ellos.


jueves, 23 de junio de 2011

Daiquiri de melocotón

No siempre posee el Loser alma de blues ni en el fondo de los vasos buscan sus habituales aquel clic que perseguían con tragos lentos el Newman de La gata sobre el tejado de zinc y el Carvalho de Los mares del Sur (“Se bebe esperando el clic que abre la puerta siempre cerrada”, escribió Vázquez Montalbán en aquella novela). Las más de las veces, el Loser es un lugar animado, con todas sus mesas ocupadas, rumorosas de conversaciones o expectantes ante la inminencia de la actuación anunciada. Es cierto que nunca deja de tener cierto aire de guarida, pero sólo unos pocos melancólicos irredentos se acogen a la música para perderse en el interior de sí mismos y al alcohol para borrar el rastro que deja la memoria en el camino. La mayoría de quienes frecuentan el Loser, por el contrario, lo hacen con la saludable intención de divertirse, de intercambiar historias, de seguir con los dedos el ritmo de cualquier cosa que suene en los baffles o en nuestro pequeño escenario, el soñoliento de My Funny Valentine o el endiablado de Layla, tanto da, y de navegar el curso de las copas, no de anegarse en mitad del golfo de su desatino (que es frase de El Quijote).



La especialidad del Loser en cuestión de bebidas elaboradas es el daiquiri de melocotón, cóctel que no puede prepararse durante todo el año por razones estacionales evidentes, siendo lo acostumbrado que los primeros se sirvan coincidiendo más o menos con el solsticio de verano. La receta que aquí se sigue es ésta: hielo generosamente vertido en una batidora de vaso (o americana), un melocotón pelado y troceado, un chupito de ron blanco, dos cucharadas pequeñas de azúcar, medio limón no exprimido del todo y un chorrito de Cointreau, todo ello bien batido, hasta que la mezcla adquiera una densidad de espuma escarchada y perfectamente naranja, algo crepuscular pero muy fría y con el sabor inconfundible de tan delicioso fruto (sabor, por cierto, en el que algunos clientes han creído imaginar el de la piel de Marilyn Monroe después de haber deslizado sobre ella el diamante húmedo de un cubito de hielo).

Se sabe que en la primera mitad de la década pasada, el escritor Miguel Naveros, buen amigo de la casa, tuvo ocasión de degustar un daiquiri de melocotón en una de nuestras mejores mesas, la que siempre ha tenido reservada, y tan complacido quedó con él que no dudó de incluirlo en la novela que por entonces estaba escribiendo, y no en cualquier pasaje, sino en el mismo inicio de aquella excitante escena en que Thérèse, mujer digna de toda idealización, le muestra a un adolescente Pedro Luna Luna, por vez primera, el prodigio de su cuerpo desnudo y acariciable, y éste, asaltado repentinamente por el síndrome de Stendahl, cae a sus pies rendido y sin saber en un principio que llora de pura fascinación (“Daiquirí de pêche, monsiur”, le dirá al dejar en una mesita la bandeja en que lo portaba). La novela se tituló El malduque de la Luna, fue premiada con el Fernando Quiñones del 2006 y narra en primera persona un largo proceso de aprendizaje vital y político, asociando cada una de sus cuatro etapas a las cuatro fases de la luna. Como tal novela de aprendizaje, hay en su estilo y estructura un inequívoco homenaje a la mejor narrativa picaresca (la historia transcurre, no obstante, desde el final de la dictadura hasta nuestros días), y sus logrados personajes van trazando en el tiempo y en el espacio el dibujo de unas relaciones afectivas en absoluto convencionales. Una excelente y comprometida novela.

Servido queda tan refrescante cóctel, pues, y a la tenue luz de una luna anaranjada.

Salud.



Orange Moon, Erykah Badu

lunes, 20 de junio de 2011

El Loser: sus habituales (2)


Cada vez con más frecuencia llegan al Loser hombres y mujeres que no se sienten del todo libres ahí fuera, que tienen la perturbadora impresión de estar siendo observados y conducidos de manera imperceptible pero inequívoca. Uno de ellos, un tipo a medio camino entre los cuarenta y los cincuenta, utiliza la expresión «pastoreados», y no hay un ápice de sarcasmo en su voz cuando lo dice. «Ovejas en un aprisco somos, en el redil de las ciudades, donde nos han ido trayendo desde todos los pueblos ahora despoblados porque aquí es mucho más fácil controlar al conjunto de la ciudadanía, como nos dicen, el rebaño juntito y no por ahí, diseminado, cada cual cerca de un bosquecillo, de una montaña, a la orilla del mismo río al que nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos bajaban a por agua; no, no, no, encerraditos en la ciudad y callados y cada tanto deslanados, que para eso somos todos consumidores y clientes y prestatarios y administrados, eso que pomposamente se llama ciudadano y se resume en alguien gastando su dinero, moviendo los engranajes de este bienestar nuestro que es ruido ensordeciéndonos y vatios impidiéndonos ver las estrellas y horarios cortándonos la vida a la medida de otros y un parque con papeleras para que no sintamos nostalgia de la naturaleza perdida». Y el tipo calla, toma otro trago de cerveza, luego mira de reojo hacia la puerta y se siente seguro aquí dentro (cualquiera puede notarlo, y eso es lo que resulta tan inquietante, si se piensa bien).

- Y no es por esto, ¿vale? –dice, soltando ahora una bocanada de humo y levantando el cigarrillo que acaba de encender-. O no es sólo por esto, quiero decir. Lo que llamamos libertad, con mayúscula y poniendo la voz así, solemne, ya sabes, Libertad, pues no es más que una compleja red de prohibiciones. Hay mil maneras de disimular una prohibición, y unas cuantas de reprimir su desobediencia. Mira esa gente, los del Quince Eme, los indignados: ya tienen su Cojo Manteca. Al final siempre hay un Cojo Manteca, que no se sabe de qué lugar sale, pero que donde había un movimiento reivindicativo y pacifico pone su conveniente alteración del orden público, rompiendo semáforos con la muleta o increpando a los políticos y tratando de impedir su acceso al Parlamento, forzando su llegada en helicópteros, desacreditando toda buena intención, qué otra cosa les queda a los excelentismos e ilustrísimos y honorabilísimos que pronunciar un hasta aquí hemos llegado con el ceño fruncido. ¿Que no sabes quién fue el Cojo Manteca? ¿La huelga de estudiantes del ochenta y siete? ¿No? Yo estaba allí, pero en provincias, claro, que es donde los líderes estudiantiles nos quedamos con el culo de la última asamblea al aire mientras en Madrid los nuestros llegaban a un acuerdo. Mierda. Pero para entonces la huelga, el movimiento, la lucha justa, la condenada ilusión que teníamos de estar haciendo algo útil había quedado ya reducido a la imagen de un punki con una sola pierna rompiendo cristales. Es lo mismo, es siempre lo mismo. De modo que... Bah, qué más da. Dime qué te doy.

Y paga, coge su vieja cartera de mano y sale a la calle.

Es entonces cuando otro habitual, un atildado bebedor al que conocemos bien aquí, alza su copa y muy tiesamente masculla con una voz entorpecida por el alcohol, como cada vez que alguien en el Loser se refiere a un acontecimiento de cierta actualidad: «Caballero es aquel que prefiere la última edición de un libro a la primera… de un periódico. Lo escribió Francis Scott Fitz-Fitzgerald, poeta en prosa y... borracho».

Y el barman se encoge de hombros con los brazos cruzados.


Foto: JFH

miércoles, 15 de junio de 2011

Un cuento chino, de Juan Vida

Portada del catálogo de la exposición

–Mírame, escucha y no olvides –le previno una sola vez como el que extiende un bálsamo o dicta un testamento–. Viajarás abrazada a tu historia entre lienzos de oro y mares de seda. Serás Oriente en Occidente.
Juan Vida, UN CUENTO CHINO

De un padre a otro, de un Juan a otro Juan: observo a solas los trece cuadros que componen la exposición del pintor Juan Vida llegada el pasado martes desde su Granada natal, voy leyendo fragmento a fragmento este cuento chino a corazón abierto, esta fábula real que es crónica de un viaje hacia la paternidad, “tránsito personal de la tristeza a la felicidad, de la ausencia a la plenitud”, escribió Andrea Villarrubia para el catálogo de la exposición; relato dibujado y escrito de ese encuentro con quien estaba destinada a ser tan de uno mismo habiendo visto su primera luz tan lejos, palabras y colores para Julia, nacida Coral la noche más corta del año 4702 del calendario chino, Estrella de Oriente encaramada ella misma a una esfera de estrellas.

Sabía que a esta hora sería yo el único visitante del museo. Antonio Muñoz Molina nos confesó a un amigo y a mí, hace más de veinte años, que prefería frecuentar la compañía de pintores antes que la de escritores porque, dijo, los pintores te enseñan a mirar. Juan Vida era sin duda uno de esos pintores. Ahora, quieto ante cada uno de estos cuadros, dejo que las imágenes eduquen mi mirada, me ayuden a penetrar en este cuento sin cuento que es todo verdad y asombro y emoción. En una columna del Loser hay desde el primer día una obra firmada por Juan Vida, la portada de mi primer libro, Desde el lugar donde me oculto: suyo era el diseño de aquella colección, y siempre me he sentido vinculado a él por este motivo. Curiosamente, uno de los relatos incluido en el libro se titula “Vida más allá de este espejismo”, y envuelto en algo parecido a una ilusión acabo yo también por viajar más allá de sus cuadros, llegar al Valle del Lijiang, contemplar a Coral no desde la sala de un museo deshabitado, sino quieto bajo la sombra de un monte y del templo budista que lo corona.

Pero mejor que el propio artista nos relate y muestre su “cuento chino” pinchando aquí.


De Juan Vida escribió el propio Muñoz Molina que "nunca corrió el peligro de no ser un pintor excelente: pero ha sido mejor que se haya convertido en un pintor único" y Justo Navarro que sobre sus cuadros "firman su alianza el deseo y la memoria". "Un cuento chino" podrá verse en el Museo de Almería los meses de junio y julio.



Fotografía: JFH

jueves, 9 de junio de 2011

De bellos perdedores y pasadizos










He aquí una petición basada en toda mi experiencia: no seas mago, sé magia
Leonard Cohen
BEAUTIFUL LOSERS






Hace unos años, más de los que me gusta recordar, indagué en la figura y la obra de Leonard Cohen con la intención de hacer más creíble un personaje que estaba inspirado en él. Escuché incesantemente sus canciones, leí un par de biografías, los poemarios La energía de los esclavos  y La caja de las especias de la tierra, y una extraña novela titulada, en inglés, Beautiful Losers, un texto desbordante en el cual el innominado narrador principal parece incapaz de filtrar mediante la razón aquellos pensamientos que su inconsciente genera, de tal modo que éstos se hacen presentes atropelladamente, como empujándose y desmintiéndose y enfureciéndose los unos a los otros mientras tratan de pasar a través de una estrecha hendidura en la muralla que separa los sueños de la vigilia. Así podemos ver que es un “yo” atrapado en múltiples prisiones, interiores y exteriores: atrapado en un cuerpo feo que avariciosamente retiene las heces, y en un deseo sexual insatisfecho donde toda perversión busca acomodo, y en la certeza de lo mortalmente rutinario del vivir, de lo teñido de mediocridad que está todo; atrapado entre la santidad y la depravación, entre el pasado histórico que estudia, su propio pasado, sobrellevado como una carga (“todo este ayer dentro de mí”) y un presente hostil; entre la expiación y el delirio; entre la carne y el alma.

La concesión del Príncipe Asturias de las Letras (premio que, como el Nobel, sigue empeñado en su propia devaluación al eludir a Philip Roth) propiciará sin duda la reedición de esta novela, y acaso se haga con una traducción del título que no responde plenamente a su sentido original. Beautiful Losers pasó a ser, en Ediciones B, Los hermosos vencidos, y aceptando que, en efecto, la palabra ‘vencido’ es más bella al oído que la palabra ‘perdedor’, considero que ambas no son del todo equivalentes. Sobre un vencido se ejerce la acción de vencer: él es objeto y consecuencia de ella. El perdedor lo es, en el fondo, por sus propios medios, y aun cuando intervengan influencias externas resulta ser su confiada actitud, y no la falta de oposición, la que viene a inclinar la balanza en su contra. En el hecho de ser vencido se infiere una resistencia quebrantada; en perder hay una parte importante de azar y de infortunio. Al vencido se le asocia con la resignación o la amargura o el rencor; al perdedor con una nostalgia de lo que fue o de lo que pudo haber sido, con la melancolía, con una sutil incapacidad para asumir la nueva realidad, que seguirá siendo nueva aunque pase el tiempo: un perdedor vive en estado de presente, un perdedor es la Penélope de Serrat en su banco del andén. Y, en definitiva, ‘loser’ es un arquetipo, y como tal ha de ser entendido; de ahí que modestamente sugiera que -caso, como he dicho, de que se reeditara ahora la novela- se tradujera como Bellos perdedores o Hermosos perdedores (la traducción al catalán se titula Bells perdedors, por cierto).

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P. D. Permítanme ahora mostrarles a dónde conduce uno de los pasadizos de este Loser. Al otro lado encontrarán un lugar que llevo frecuentando discreta y atentamente desde hace años, Novela negra y cine negro. Si existe este otro espacio en el que nos encontramos ahora, junto a una imaginaria trampilla a punto de abrirse, es debido a la cordial insistencia de Francisco Ortiz. Una fraternal y a veces complicada amistad nos une de antiguo, y les invito a acompañarme a la presentación que hizo de mis últimos cuentos, no por los cumplidos que le dedica a quien esto escribe, sino por el hecho de que me honrase con tan hermoso texto. Es, pues, la gratitud y no la vanidad, la que me mueve a pedirles que me acompañen a una bitácora que conocen bien y desde mucho antes de que el Loser reabriese sus puertas. Vengan si quieren. Pueden traer sus copas. Novela negra y cine negro.

Presentación de Almería 66
Fue quien esto escribe el que en justa reciprocidad presentó el pasado 19 de mayo su excelente libro de relatos Almería 66, con un texto ya publicado aquí. En la foto, de izquierda a derecha, Francisco Ortiz, el escritor y director del Instituto de Estudios Almerienses Miguel Naveros y yo. El acto, como no podía ser de otro modo, estuvo cargado de emotividad, pues el viejo sueño de publicar juntos se veía cumplido. A la espera, el tercer libro de una trilogía tertuliana: el camarada poeta a punto de cruzar el alambre.


La portada de Beautiful Losers pertenece a la edición canadiense en Emblem Editions

domingo, 5 de junio de 2011

Edades

Estos primeros días de junio, quien esto escribe superaba en edad a Francis Scott Fitzgerald, en tanto que su hija alcanzaba los ocho años que no le permiten ya, de acuerdo con las ordenanzas municipales debidamente señalizadas, seguir haciendo uso de los juegos instalados en el parque infantil al que acude desde que empezó a andar; circunstancias ambas que bien merecen un aparte.
Papá 2009. Aida Fernández
En febrero de 2006, ella y yo llegamos a un acuerdo: todos los años, por las mismas fechas, me haría un retrato. En 2009, como puede apreciarse, me inmortalizó disfrazado de bombero. ¿Se había dado cuenta ya de mi tendencia a ser varios y mal avenidos, a multiplicarme en identidades disímiles, a ocultarme en el desdoblamiento? Cuando cumplí doce años, un desorientado profesor puso en antecedentes a mi padre de lo que al parecer constituía un rasgo preocupante de mi carácter: tenía varias maneras de escribir, de tal manera que le era imposible identificar mi caligrafía entre la caligrafía de tantos. He sembrado mi vida de pistas falsas: he jugado a combinar mis dos nombres y mis apellidos de todas las formas posibles, y para cada una de esas variantes hay como una existencia distinta, un yo que se repitiera en un laberinto de espejos; puedo lucir barba o no, llevar gafas o no llevarlas, estar eufórico o taciturno. Sólo un detalle he sido incapaz de modificar: mi altura. Resulta difícil explicar que no siempre desea uno ser quien peor disimula su presencia. En eso me ganó por la mano el detective Philip Marlowe, el único personaje -que yo tenga noticia- que ha sido capaz de parecerle alto y bajo a otro personaje.


(Al comienzo de la novela El sueño eterno, de Raymond Chandler, leemos este diálogo:
        -Es usted muy alto – le dice Carmen Sternwood.
        -Ha sido sin querer – responde Marlowe.
En la versión cinematográfica, la estatura de Bogart no permitía mantener el insinuante juego en los mismos términos, de manera que el diálogo quedó así: 
        CARMEN (Martha Vickers): No es usted muy alto, ¿verdad?
        MARLOWE (Bogart): Hice lo que pude.)


Ella
Ahora bien: quisiera quedarme en una única identidad sin ficciones, la del padre en que ella me convirtió apenas seis horas después de que en nuestra zona horaria acabara mi trigésimo séptimo cumpleaños, ser el que ella necesita, merecerla, ganarme de verdad cada una de sus sonrisas, retener la magia que ejerce en mí sin que la trampa y el cartón en que vivimos los adultos me distraiga de su estar en el mundo y ser única y perfecta, maga natural, maga sin dobles fondos ni prestidigitación, maga de nacimiento, maga siempre cruzando el puente entre el pasado y un futuro que será ella pero ya no niña ni tan nuestra, será la forma en que siga siendo ella pero moldeada por dentro y por fuera a cada minuto, creciendo ante nuestros ojos tan despacio y tan rápido a un tiempo, tan sutilmente pero tan cierto, de pronto un gesto que no le conocía, una nueva canción y su forma atropellada de cantárnosla, una predisposición a la teatralidad; de pronto, como un extrañamiento, la sensación de que es más alta que ayer, más estilizada, el boceto de la que acabará siendo sin que nos demos cuenta, y cada instante que la miramos es irrepetible, y cada instante de su vida que me pierdo es del todo irrecuperable.


Aquí está, sobre estas líneas, asomada a su rayuela: yo la releo, ella las juega y vive, yo admiro su técnica narrativa, ella asciende a sus alturas horizontales y desde allí atisba el desasosegado quehacer de los mayores, que viven, que vivimos sin que al parecer nos demos cuenta ya de lo maravillosa que es la vida. Ojalá ella no lo olvide nunca.
Foto: JFH