miércoles, 25 de enero de 2017

Episodios Nacionales, primera serie (y IV): miss Athenais Fly

Muchos son los personajes que han desfilado por las páginas de los Episodios hasta este punto: miles de soldados de distintas graduaciones y ejércitos, príncipes y primeros ministros, manolas, chisperos, taberneros, comerciantes avarientos, frailes de toda condición y de diversas órdenes, curas sedientos de sangre, masones afrancesados, héroes populares, mancebos de tienda, aristócratas, criados, actores y actrices de teatro, jóvenes mayorazgos, diputados, guerrilleros, labradores adinerados, lores de la Inglaterra, preceptores, damas alcurniadas, mendigos… Pero es en la última de las novelas donde aparece quien a este lector, joven de nuevo, le ha robado el corazón; quien, por su sola existencia, domina la última de las novelas, La batalla de los Arapiles, e incluso, de manera retrospectiva, global, toda la serie: miss Athenais Fly, hermosa hija de lord Fly, conde de Chichester, que llegó a España con su hermano, oficial del ejército inglés, y que permaneció en el país tras la muerte de éste en batalla, cautivada por “la historia, las  tradiciones,  las  costumbres,  la  literatura,  las artes,  las  ruinas,  la  música  popular,  los  bailes, los  trajes de esta nación tan grande en otro tiempo”.

No es solo que Gabriel Araceli nos insista una y otra vez en su belleza, es que de alguna manera –misterios de la lectura- podemos constatarla nosotros mismos, como constatamos su intrepidez, su valor sereno y a veces insensato, templada incluso en los momentos de mayor peligro, como corresponde a una mujer de orgullo flemático, a un tiempo altiva y romántica, esquiva y ardiente, impetuosa y reservada, y bella, una y otra vez bella, como una aparición, montada a caballo o del brazo de un coronel francés, y enamorada, sí, de Gabriel, que se siente esclavo de ella y la llama miss Pajarita, o Mariposa, o Mosquita, y sin embargo, ay, prefiere a ese otro amor de juventud, espejo de todas las virtudes cristianas…

No seré yo quien hable mal de esa Inés del alma suya, de esa criatura angelical, si acaso para apuntar que su femineidad podría parecer algo empalagosa. Pero lo cierto es que Gabriel ya no es el mismo que la visitaba en su humilde casa de Madrid, ni tampoco el que, convertida ella en hija legitimada de una aristócrata, aceptaba ante su madre verdadera que no la merecía, que era muy poco para esta encumbrada Inés. Gabriel Araceli ha vivido en unos pocos años varias vidas, se ha curtido en la bravura y la muerte, y es difícil creer que elija mantenerse fiel a una mujer que, dicho con todos los respetos, se ha dejado llevar y traer de un lugar a otro durante diez novelas, de un cuarto de costura a la residencia en Aranjuez de su tío fraile, y de ahí a un ignominioso encierro en la casa de unos usureros, y de aquí a Andalucía, y a un convento, y a las habitaciones del Pardo…; que la prefiera, en fin, antes que a esa otra joven indómita, “que no conocía freno alguno a su libertad”. Celosa sin parecerlo, miss Fly le dice a Gabriel que su dama “carece de imaginación y de… de arranque. No ve más que lo que tiene delante”. Es, dice, un ave doméstica. “No pidáis a la gallina que vuele como el águila”. Y Gabriel, en lugar de negar tal dictamen, defiende a su amada así: “Una gallina, señorita Athenais, es un animal útil, cariñoso, amable, sensible, que ha nacido y vive para el sacrificio (…); mientras que un águila…”. Gabriel, Gabriel, Gabriel…

Tan idealizado está el personaje por el narrador, que éste se defiende, ya en la vejez, de quienes a lo largo de toda su vida han sostenido que miss Fly nunca existió, que la inventó. Quién sabe. A lo mejor ni siquiera la inventó Pérez Galdós, o la inventaron los dos. Parece, en cualquier caso, que Galdós eligió el juego simbólico para su creación: al nombre Atenea, diosa griega de la Guerra (y de la Sabiduría, y de las Artes) le acompaña, como no podía ser de otro modo en este caso, un apellido inglés: Fly, volar. La capacidad de volar, asociada a Atenea, nos remite a Niké, diosa alada de la Victoria, representada habitualmente como una pequeña escultura en la mano de otro dios más importante. Niké se identificó con la diosa Atenea, en efecto, a la que se asemejaba en aspecto, aunque con alas y palma o corona. ¿Coqueteó Gabriel Araceli con una victoriosa divinidad griega?

“Palas Atenea”, Rembrandt. Museu Calouste Gulbenkian 

Aturdido como lector por el fragor y la violencia extrema de la gran batalla, y también por la confesión última junto al lecho del herido, y por su despedida, cruzo las últimas páginas distraído (como lector, insisto, que es al fin y al cabo el personaje en que Galdós me ha convertido), menos interesado en el porvenir de Gabriel, Inés y su madre que en esa figura que se aleja, e imaginariamente permanezco en el dintel del párrafo por el que Athenais se ha ido de la novela, y desearía, oh, sí, que fuera verdad que existen pasadizos secretos que comunican todos los libros de ficción, como inventé para un relato, galerías a través de las cuales los personajes se mueven de una historia a otra sin que nadie lo advierta más que por accidente, y que un día, por sorpresa, pudiera reencontrarme con miss Fly, no importa en qué otro libro, tal vez en el de Italo Calvino que ya he empezado a leer…

sábado, 21 de enero de 2017

Episodios Nacionales, primera serie (III): las ciudades sitiadas

Episodio de la defensa de Zaragoza frente a los franceses
(El Pilar no se rinde)
, de Federico Jiménez Nicanor

Las anotaciones surgidas de mi lectura de los Episodios son tantas que apenas sé cómo darle a esto que escribo sobre la gran obra de Pérez Galdós la forma de una reseña más o menos breve, que motive a quien lo lea a acercarse a ella, si no lo ha hecho ya, naturalmente: hablo tal vez con esa tonta excitación de los descubridores tardíos, que habiendo sido deslumbrados por las excelencias de lo que conoce ya casi todo el mundo pretende ser quien las comunique más ardorosamente. Si tan siquiera fuese capaz de elegir un momento significativo, una sola escena, de cada una de las novelas…

En Bailén sería, por ejemplo, el de los preparativos de la batalla, el canto de los gallos sorprendiendo a las tropas dispuestas ordenadamente para el combate, las tinieblas atenuándose en la progresiva claridad del amanecer, el sonido de las primeras detonaciones aisladas que anuncian lo que será, la visión creciente de las filas de soldados, de los rastrojos, de las bayonetas. En Napoleón en Chamartín, la forma en que nos es presentado Bonaparte, el causante de todo aquello que sacude la península y el continente entero; es un puro recurso cinematográfico anticipado: hay una atracción fatal por el temible emperador, por su aura de invencibilidad, por su dimensión histórica, al punto de que Araceli describe tan solo su sombra tras una cortina, recortada en una ventana al otro lado de un patio: un cuerpo rechoncho y de cabeza redonda, unos movimientos inconfundibles de sus brazos...

En Zaragoza se detalla la más brutal contienda que haya existido jamás: se guerrea no barrio a barrio, ni siquiera calle por calle o casa por casa de la capital aragonesa, sino de una habitación a otra, día tras día, semana tras semana: suena la piqueta en una pared, se abre un hueco y el ejército francés y los vecinos de Zaragoza se arrojan unos contra los otros encarnizadamente en el mínimo espacio de un comedor o un dormitorio, a tiros, a la bayoneta, con puñales. “Trabajillo ha costado echarles de la alcoba”, dice una heroína, “y ahora están disputándose la mitad de la sala, porque la otra mitad está ya ganada. No nos quitarán tampoco la cocina ni la escalera. Todo el suelo está lleno de muertos”. En Gerona –único episodio no vivido ni narrado por Gabriel Araceli-, el sitio a la ciudad catalana es de otra naturaleza: por hambre; y las consecuencias son aún más terribles, al extremo de que quienes las padecen desearían el cuerpo a cuerpo de los asedios a sangre y fuego: en la locura de los estómagos vacíos no cabe el heroísmo, y nada podría ilustrar mejor esta angustiosa situación que la pelea por atrapar, para comérselo, al gordo «Napoleón» de un ejército de ratones.

Juramento de la Cortes de Cádiz en 1810, de José Casado de Alisal
Cádiz es la octava novela de la serie: bajo las bombas que tiran los faraones en su cerco a la ciudad, nacen las Cortes gaditanas, y una jovencita de familia principal burla el encierro al que su tiránica madre tiene sometidas a sus dos hijas para asistir a una de sus primeras sesiones, sin entender nada pero excitada por el espectáculo político, que le “gusta tanto como los toros”. En Juan Martín el Empecinado, la novena, no menos divertida es la escena en la que el más importante guerrillero de la península intenta, en su condición de general, dictar un parte sobre la última y victoriosa escaramuza de su ejército sin que se note en su redacción que es un hombre de campo, sin estudios, y las palabras populares le brotan de forma natural, y las corrige irritado.

De La batalla de los Arapiles podría destacar la desmesura sangrienta del combate, y sobre todo esa feroz pugna entre Gabriel Araceli y un soldado francés por hacerse con una insignia imperial, un águila dorada en el extremo de un asta; pero por lo que a mí respecta, la última novela es sobre todo un personaje, al que de dedicaré la siguiente y definitiva entrega.

miércoles, 18 de enero de 2017

Episodios Nacionales, primera serie (II): de la derrota de Trafalgar a la victoria en Bailén

Le «Redoutable» à Trafalgar, Louis-Philippe Crépin. Musée national de la Marine

En la última novela de la primera serie de los Episodios, La batalla de los Arapiles (1875), Gabriel Araceli, un joven oficial de 21 años, se presenta voluntario para una misión de espionaje en Salamanca, estratégico enclave tomado por los franceses. Para hacer valer sus méritos ante el general Wellesley, futuro duque de Wellington, quien está al mando del ejército anglo-hispano-portugués, enumera alguna de las peripecias bélicas por las que ha atravesado hasta entonces: asistió, con tan solo 14 años, a la batalla de Trafalgar, a bordo del Trinidad; en Madrid participó más tarde en el levantamiento del 2 de mayo y fue fusilado en Moncloa, combatió en Bailén, estuvo en las barricadas que pretendieron impedir la toma de la capital de España por parte de las tropas imperiales bajo el mando del mismo Napoleón, en diciembre de 1808 luchó en el segundo sitio de Zaragoza, y luego en la defensa de Cádiz, y formó parte, igualmente, de la partida de guerrilleros acaudillada por el Empecinado. Se trata, en cierto modo, de una síntesis de los prolegómenos históricos de la Guerra de la Independencia y de su desarrollo hasta ese momento, julio de 1812, tal y como el propio Araceli, protagonista de esta serie y narrador de nueve de las diez novelas que la componen, la ha vivido. Falta en la relación el que es hilo conductor de toda la historia, su sostén romántico, el amor de Gabriel Araceli por Inés, a quien conocemos primero como pobre costurera en Madrid y luego como hija secreta de una condesa, y cuyos atribulados pasos habrá de seguir de un lado a otro de España nuestro protagonista durante más de dos mil páginas.

Ya la lectura de Trafalgar (1873) supuso para mí el reencuentro con la novela de aventuras marítimas y el inevitable recuerdo de La isla del tesoro (1883), de R. L. Stevenson, novela fundacional de mi pasión por los libros. Algo hay en Gabriel Araceli, y así se ha escrito más de una vez, de aquel grumetillo llamado de Jim Hawkins. Aquí nos encontramos en 1805 con un picaruelo de Cádiz que al quedar huérfano entra como criado en la casa de un capitán de la Armada retirado. Ante los preparativos de la que luego será batalla de Trafalgar, el capitán decide enrolarse y llevar consigo a Gabriel, y es así como asiste desde el buque insignia a la gran derrota naval. Es la primera de una innumerable cantidad de aventuras y desventuras que le harán curtirse como hombre y evolucionar como personaje literario.

La corte de Carlos IV (1873) es una novela de intrigas palaciegas, de conjuras entre poderosos, en las que Gabriel se ve envuelto no sin cierta repugnancia, pero también con una inicial y muy nuestra voluntad de medrar, de “adquirir honores y destinos. En esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los mismos”. Entre una muchedumbre de personajes, históricos e inventados, aparece por primera vez no solo Inés, sino también la condesa de X, fundamental en esta turbulenta historia, viuda, de unos treinta años, cuya identidad real esconde el narrador bajo el nombre de Amaranta, y a quien describe de este modo memorable: “Amaranta era  no  una  mujer  traviesa  e  intrigante,  sino  la intriga  misma,  era  el  demonio  de  los  palacios, ese temible espíritu por quien la sencilla y honrada historia parece a veces maestra de enredos y  doctora  de  chismes;  ese  temible  espíritu  que ha confundido a las generaciones, enemistado a los pueblos,  envileciendo  lo  mismo  los  gobiernos despóticos que los libres; era la personificación de aquella máquina interior, para el vulgo desconocida,  que  se  extendía  desde  la  puerta de palacio, hasta la cámara del Rey, y de cuyos resortes,  por  tantas  manos  tocados,  pendían honras, haciendas, vidas, la sangre generosa de los ejércitos y la dignidad de las naciones…”.

El 3 de mayo en Madrid o "Los fusilamientos", Francisco de Goya. Museo del Prado

En El 19 de marzo y el 2 de mayo (1873), Gabriel presencia el Motín de Aranjuez, que supuso la caída del primer ministro Godoy, y a través de su experiencia Galdós hace una crítica feroz de las acciones violentas llevadas a cabo por la turba, que cree seguir los dictados de su voluntad y no obstante está siempre hábilmente manejada desde mucho más arriba. El pueblo se convierte en populacho y asalta el palacio del llamado Príncipe de la Paz. Araceli pasa sin saber cómo de testigo a actor involuntario, y entre el resplandor de las llamas y el ruido de los destrozos, casi arrastrado por un amigo, abriéndose paso entre energúmenos, entra en el palacio y sube a las habitaciones. En plena orgía de destrucción, toma en brazos un reloj para lanzarlo por la ventana, como hacen todos con todo, temiendo que noten en él una “falta de entusiasmo” en la devastación tumultuosa: “cogí un reloj de bronce y al llevarlo sobre mí sentía el palpitar de su máquina. El pobrecillo andaba, vivía…”. “Ya habrá visto el rey si se puede o no se puede”, dice, ufano, uno de los revoltosos cuando todo ha pasado.

Frente a este amotinamiento del vulgo, “primera página de nuestros trastornos contemporáneos”, el levantamiento del pueblo de Madrid contra los franceses el 2 de mayo es espontáneo. Galdós lo narra de forma vivísima, con una admirable capacidad tolstoyana de mover multitudes, de hacerlas actuar con heroísmo, rabia, horror, miedo agotamiento físico…

A los muchos personajes que ya han desfilado por las tres primeras novelas, a las muchas tramas, también, con las que Galdós va tejiendo su obra, se irán sumando en los siguientes libros muchos más, y a los episodios bélicos les suceden otros momentos de cierta comedia, como para dejar que el lector respire cada tanto un aire menos impuro que el de la guerra. Bailén (1873, también) contiene el más explícito homenaje a Cervantes, cuando los personajes principales cruzan La Mancha camino de Andalucía. Ante la destrucción provocada por el ejército francés en tantos pueblos y ciudades, Araceli dirá: “Parece increíble que los hombres tengan en sus manos instrumentos capaces de destruir en pocas horas las obras de la paciencia, de la laboriosidad, del interés, acumuladas por el brazo trabajador de los años y los siglos”. Pegando el oído a esta prosa, se diría que la influencia de don Benito Pérez Galdós en los escritores españoles actuales cabe en otro cajón de aquella mesa desde la que hablaba Antonio Muñoz Molina: sus propias obras más o menos completas.

Bailén 1808, el precio de la Victoria. Augusto Ferrer-Dalmau 

viernes, 13 de enero de 2017

Episodios Nacionales, primera serie (I)

Benito Pérez Galdós (1843-1920)
A finales de los ochenta le oí decir a Antonio Muñoz Molina, lamentando la indiferencia hacia Miguel de Cervantes mostrada por los nuevos escritores, que la influencia del autor de El Quijote en la literatura anglosajona no cabría en el salón de actos en el que hablaba, en tanto que su influencia en la literatura española cabría, dijo, en el cajón de esta mesa: los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós. Aquella afirmación se me quedó grabada, pero no produjo efecto destacable sobre mí, pues yo estaba por entonces bajo la influencia, entre otros, de Julio Cortázar, y Cortázar había escrito un capítulo en Rayuela donde establecía una clara distancia estilística entre Galdós y él, distancia que el argentino invitaba a medir alternando tipográficamente una línea de Galdós y otra suya, dando como resultado un famoso texto que tiene mucho de galimatías. Tiempo después, pero hace muchos años, en cualquier caso, hice una mala lectura de Fortunata y Jacinta, que no logró entusiasmarme tanto como La Regenta, de Clarín, modelo ideal, para el joven que yo era entonces, de novela española del XIX. Y así quedaron las cosas hasta el pasado mes de septiembre.

Durante buena parte del 2016 no quise leer ni novelas ni cuentos. Me sentía hastiado de narrativa de ficción, así que me dediqué sobre todo a ensayos y biografías: de la física cuántica al tantra, del universo holográfico al mítico viaje del explorador Ernest Shackleton a la Antártida, de la Cábala a la disquisición de Harold Bloom sobre los nombres divinos Jesús y Yahvé. La abstinencia literaria resultó demasiado rigurosa, y al final del verano me vi atacado por una desmedida apetencia de novelas. Decidido a darme el mayor atracón posible de ellas, recorrí los primeros capítulos de algunas obras de Hawthorne, de Pereda y de Dickens, un poco tanteando pero convencido, eso sí, de que la cura que necesitaba pasaba por la narrativa del XIX. En algún momento debí de pensar que si se trataba de una grande bouffe literaria nada más apropiado que imponerme el mayor reto: las cinco series de los Episodios Nacionales, cuarenta y seis novelas, una detrás de otra. Como añadidura, ampliaría, además, mis conocimientos sobre la historia de España. Trafalgar, la primera novela, serviría en principio como prueba de fuego. Pero más que prueba, el libro resultó ser un regalo para el lector maduro y desengañado que ahora soy, devolviéndome el placer absoluto por la lectura, como el que se experimenta de niño y de muchacho, cuando las horas pasan volando mientras uno anda perdido entre las páginas, embebido en las aventuras de los personajes, participando realmente de ellas.

Me compré, sin dudarlo, todas las novelas de la primera serie -dedicada a la Guerra de la Independencia- que tenían en la librería de lance a la que acudo con frecuencia: ocho libros, no de una misma colección, sino en ediciones descabaladas, unos usados, otros aún con su precinto de plástico. Los dos otros dos, préstamos bibliotecarios sin opción a anotaciones con lápiz. Ahora sé cuánta verdad había en aquella afirmación de Muñoz Molina, pues no hay otro escritor español más cervantino que Pérez Galdós, y sé también qué equivocado estaba mi adorado Cortázar al juzgar tan burlonamente al escritor canario: cómo me hubiera gustado haber leído estos libros en mi juventud. Y sin embargo, qué joven me han hecho sentir ahora. Terminada esta primera serie, no quiero ya atracón, sino reservarme el goce seguro que esconden las otras cuatro para futuros periodos de hastío: serán medicina, no voluntad de hartazgo.

Qué increíble galería de personajes, innumerables, unos ficticios, otros reales, saltando de una novela a otra o existiendo solamente en una; qué asombrosa capacidad para describir sus atributos morales y físicos hasta lograr que cobren vida ante tus ojos; qué emociones tan distintas y tan vivísimas esconden las escenas íntimas y las de aquellas otras que describen desde dentro multitudinarias batallas, tantas y tan diferentes entre sí, también, qué horror sin límites el de los desastres de la guerra cuando los narra alguien dotado con el don de la elocuencia natural, sin forzamiento, con una sensibilidad tan acentuada, con una capacidad inigualable para la composición de tramas y subtramas. Esta primera serie es a un tiempo una sola novela en diez partes y diez novelas que se suceden y complementan sin dejar de conservar cada una de ellas una identidad propia. Es folletín amoroso, novela histórica, relato de aventuras y estudio psicológico de todos los caracteres humanos. Y yo pretendía escribir sobre esta obra –una quinta parte del total de los Episodios- en una única entrada de bitácora: bien se ve que, burla burlando, va la primera delante sin que haya dicho gran cosa aún. Tratemos de ser más precisos en la siguiente…


Madrid, 1919. Parque del Retiro. Inauguración de la escultura 
dedicada a Pérez Galdós, realizada por el escultor palentino Victorio Macho 
(fuente: MadridLaCiudad)

sábado, 7 de enero de 2017

Apuntes para un regreso

Todo el mundo sabe quién fue Eddie Felson, creo, o quién es, mejor dicho, pues la vida de los personajes de ficción jamás se conjuga en pasado: un grandioso jugador de billar que muy a comienzos de los años sesenta iba de una ciudad a otra timando a incautos y soñando con destronar al campeón. Quiso cambiar su suerte asociándose a un tipo de oscuras intenciones llamado Bert Gordon, que parasitaba el talento de los demás con la única finalidad de hacer dinero, y que resultó ser lo bastante poderoso como para hacer que Fast Eddie, o Relámpago, o Eddie El Rápido, tuviera que abandonar la práctica del billar durante veinticinco años. No sabemos qué hizo Felson durante buena parte de ese cuarto de siglo, pero lo cierto es que en 1986 se dedicaba a la distribución de bourbon, y posiblemente a otras actividades más o menos lícitas. Se había convertido en un maduro y seductor embaucador, y tal vez como recuerdo de los viejos tiempos, o tal vez de una forma más seria, ponía algunos dólares para que ahora fuera otro billarista buscavidas el que tratara de sacarle el dinero a los primos. Hasta que se cruzó en su vida un joven insoportablemente fatuo e inmaduro, pero que manejaba el taco con una explosiva precisión, y el veneno del billar volvió a correr por sus venas. Primero se convirtió en una especie de mánager de aquel muchacho, y después, entre unas cosas y otras, ese veneno le despertó el ansia de regresar a la competición, de acariciar el fieltro verde con el dorso de los dedos, de dominar cada una de las mesas sobre las que inclinara el cuerpo anticipando con la mirada el trazado exacto de las bolas, de engatusar al rival con la conversación y luego vencerlo sin paliativos. Porque estaba hecho para el billar. No se trataba del dinero: ni de su color ni de cuánto tuviera que hablar para ganarlo. Se trataba de la excitación del juego, de cómo le hacía sentir. La última imagen que tenemos de él es la de alguien realmente feliz, que gozosamente, con una sonrisa, proclama: ¡He vuelto!, justo antes de golpear con el taco.

Es ese «Hey, I’m back» que yo he usado más de una vez, la última hace bien poco y por la misma razón que ahora lo traigo aquí. No, no se trata de que vaya a volver a jugar al billar; hace tiempo que no lo hago y temo que sea una habilidad que se pierde por falta de dedicación. En cualquier caso, no estoy hecho para el billar. Digamos que, en mi caso, esa excitación del juego me la ha proporcionado desde niño la invención de una historia y la elección, no siempre sencilla, de las palabras con las que habrá de ser contada por escrito. Estoy plenamente de acuerdo con Julio Cortázar cuando dice que "no se trata de escribir para los demás, sino para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los demás". Esa excitación que produce inventar y contar una historia no existiría si al otro lado no hubiera quien la escuchase o la leyese. Mi particular He vuelto es un regreso al libro impreso; un reencuentro, pues, con el lector. Cinco relatos bajo el título Las flores suicidas, que la editorial Talentura publicará en el primer semestre de este año; cinco historias que son cinco juegos literarios distintos, pero más ceñidos que nunca a una sensación que sólo con la edad uno empieza a comprender del todo: que los seres humanos somos demasiado frágiles frente a una realidad tramposa y a veces muy dura, y que esa fragilidad está hecha de miedo y de valor a partes iguales, de un inquebrantable amor por los nuestros, de soledades y fantasías, y de anhelos que se escapan de la yema de los dedos apenas, ay, parece que se roza su cumplimiento, y también de una desasosegante sospecha de estar siendo engañados permanentemente.

Sí. I’m back. En este 2017 cuya llama va derritiendo ya la cera de sus primeros días.