sábado, 29 de agosto de 2015

Una aproximación a “Interstellar”

 

La (digamos) actualidad cultural, que tanto interés llegó a despertar en mí durante tanto tiempo, cada vez ha ido preocupándome menos, conocedor de que, tratándose ya de un mero sector económico, toda expresión artística o literaria está por ello mismo envuelta en la mentira, el espectáculo, la superficialidad. A cambio, cada vez me he ido volviendo más hacia el espacio, hacia el cielo: he dejado de mirarme los pies y miro ahora a las estrellas, tal y como aseguró Stephen Hawking que le convenía hacer a la humanidad. Acudo, antes que a ninguna otra notica, a las de ciencia, y de entre ellas a las de astronomía: me fascina la información que genera la exploración espacial: la búsqueda incesante de exoplanetas que pudieran tener unas condiciones similares a las de la Tierra, a través, por ejemplo, del telescopio espacial Kepler; el increíble viaje de la sonda Voyager 1, lanzada en 1977, que en 2012 salió de los límites del sistema solar y navega solitaria en el espacio sideral llevando en su interior un disco de oro con imágenes de la vida y la cultura en la Tierra, mensajes de saludo en cincuenta y cinco idiomas, diferentes sonidos, música, todo ello de acuerdo con la selección llevada a cabo por un comité presidido por Carl Sagan; me fascinan las distintas misiones a Marte, no tripuladas, de las que forman parte los astromóviles que se han desplazado por la roja superficie marciana, dos de los cuales, el Curiosity y el viejo Opportunity, siguen moviéndose ahora mismo allí; la misión de la sonda espacial europea Rosetta y del módulo de aterrizaje Philae, anclado en el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko, en el que ha hallado ya moléculas precursoras de la vida… Todo esto que debería ser la primera noticia todos los días aparece en los medios de comunicación tradicionales de tarde en tarde, y hay que seguirlo fundamentalmente en las ediciones digitales de los periódicos.

No es extraño, pues, que me haya sentido arrebatado por la película Interstellar, arrebato que por cierto no se produjo cuando la vi en pantalla grande hace meses: se ha producido este verano, en el salón de mi casa, bajo circunstancias mucho más favorables. Tengo para mí que la película de Christopher Nolan va ganando con cada visionado, al contrario que la práctica totalidad de las películas que se hacen hoy. La primera vez quedé atrapado en la historia de un padre y una hija de una edad parecida a la de mi propia hija, en la importancia de cumplir las promesas que se les hacen, y atrapado también en las potentísimas imágenes de los planetas que visitan Matthew McConaughey y Anne Hathaway en busca de un nuevo hogar para la humanidad, y en la excitante tensión que provoca la música de Han Zimmer (que tanto recuerda en algunos pasajes a la que compuso para Origen...)

Y a lo mejor cuando vuelva tenemos la misma edad...

Mi segunda experiencia, sin embargo, ha sido más intensa, al entender que desde un principio la historia de Nolan plantea una situación límite a la que se enfrentan los dos caracteres elementales, primigenios, en que se dividen los seres humanos, según vengo proponiendo desde hace años a partir de mi experiencia familiar: o nómadas o sedentarios. A los sedentarios les debe la humanidad pasar de la recolección a la agricultura, de la caza a la ganadería, les debe la creación de núcleos urbanos, la distribución de tareas, la estructura social, la civilización, en suma; a los nómadas, que miraban el horizonte y se preguntaban qué habría más allá, y que partían en su exploración, les debemos la expansión de la especie.

El fundamento de Interstellar podría explicarse así: colonizado ya todo el planeta, el ser humano ha quedado retenido en la última frontera, la que limita con el espacio, y justo cuando las condiciones de la Tierra, en un futuro indeterminado pero aparentemente no demasiado alejado de nuestro tiempo, se están volviendo inhabitables. El interés exclusivo de quienes detentan la autoridad recae ahora en la agricultura: todos son granjeros, incluso los ingenieros /pilotos como McConaughey, que asume su nuevo estado a duras penas: el hombre, dice, es explorador, pionero, no cultivador, y se lamenta de que la humanidad haya dejado de mirar hacia arriba preguntándose qué lugar ocupará en las estrellas, para mirar hacia abajo, angustiada, pensando en cuál será su lugar entre el polvo (que es otra manera de citar a Hawking).

Pero la vida en la Tierra tiene los años contados, en la película. Cada ciclo agrícola se pierde la cosecha de un nuevo tipo de cultivo, y todo parece abocado a la producción única de maíz, cereal que también acabará por morir. Los últimos en pasar hambre serán los primeros en asfixiarse, anuncia el personaje interpretado por Michael Caine.

Escribió Arthur C. Clark, autor de 2001: Una odisea del espacio, que tal vez la bella Tierra no sea más que un lugar de descanso entre el mar de sal del que procedemos y el mar de los astros. El propio Stephen Hawking ha asegurado que la humanidad tendrá que colonizar otro planeta en los próximos mil años o no sobrevivirá. Interstellar parece una llamada de atención sobre el hecho de que hayamos abandonado el empeño de alcanzar otros mundos: al comienzo de la película se comprueba que ha prevalecido (aparentemente) el instinto de los sedentarios, y que las sociedades se aferran a un planeta enfermo. De este lado, del lado de la realidad, sabemos que desde julio de 2011, cuando despegó de Cabo Cañaveral el último transbordador de la NASA, Estados Unidos no ha vuelto a enviar un ser humano al espacio: carece de medios para ello, como nos contaba El País Semanal de 14 de agosto. Muy atrás quedan los programas Mercury (qué gran película Elegidos para la gloria, de Philip Kaufman) y Apollo, que en poco más de diez años, de 1958 a 1969, lograron desarrollar la tecnología que hizo posible poner al hombre en la Luna. Desde 1972 ningún ser humano –que se sepa- ha puesto un pie en otro astro, y la idea de empezar a colonizar Marte parece vaga: hasta 2035 no está previsto enviar un vehículo tripulado a la órbita del Planeta Rojo.


Ahora un grupo de científicos ha recomendado, desde las páginas de dos prestigiosas revistas especializadas, que Interstellar (de cuyo complejo y apasionante argumento tan solo he trazado un breve apunte) sea utilizada como material didáctico en los colegios, sobre todo por su representación de los agujeros negros y los agujeros de gusano, así como por la transmisión de conceptos básicos de la Relatividad. No en vano participó en su concepción una autoridad en astrofísica, órbitas gravitacionales y en la curvatura espacio tiempo, el profesor Kip Thorne. De manera que el porcentaje de ciencia en la ecuación ‘ciencia-ficción’ es, en Interstellar, mayor que en ninguna otra película del género.

Bien, creo que es fácil entender lo lejos que estoy de preocuparme por conocer con qué agencia literaria ha negociado la editorial de turno el último premio de novela, o la bisutería narrativa que colma la sección de novedades de las librerías, los olvidables estrenos cinematográficos de cada semana, hasta qué punto la pintura ha dejado de ser algo que merezca ser mirado, qué innovación gastronómica se le ha ocurrido al cocinero de turno (la cocina es alta cultura ahora)… A quién le importa. Tomo los versos de Dylan Thomas que con tan conmovedor entusiasmo recita Michael Caine en Interstellar para decir que no quiero entrar “dócilmente en esa noche quieta”: “Rabia, rabia contra la agonía de la luz”. 



sábado, 22 de agosto de 2015

"Apuntes taurinos"

Publicado en el suplemento especial de Feria de La Voz de Almería, 22/8/2015


"Mi despertar a la afición por el arte de torear tuvo lugar entre la primera vez que acudí a una plaza de toros y la segunda, ambas en Almería. De la primera no guardo ningún recuerdo grato. Debía de ser finales de los ochenta, e iba tan sólo para conocer el ambiente. Llegamos tarde y me perdí el primer toro. Nuestras localidades estaban justo delante del personal que toca clarines y timbales, y en el difícil trance de intentar ocuparlas entre las apreturas del público entorpecimos su labor de anunciar la salida del segundo toro. Luego Espartaco, Roberto Domínguez y un tercero fueron abucheados. Nada. Una mala tarde. La segunda vez ya fue cosa muy distinta. Era la Feria del 94 y yo anhelaba ahora ver al joven matador al que le debía la revelación del toreo, Enrique Ponce, cuya actuación en la corrida de Beneficencia de dos años antes, televisada, supuso para mí un absoluto deslumbramiento.

En estos años he tenido la oportunidad de ver al maestro de Chiva muchas veces, de disfrutar de su excelsa e inagotable tauromaquia, de su temple prodigioso, de la elegancia que imprime a cada gesto, de su asombrosa sabiduría. Es el diestro que más Capotes de Paseo de la Virgen del Mar ha conquistado, cinco, lo que explica la importancia de su paso por Almería; que medien nada menos que 24 años entre el primer Capote, que obtuvo el año de su alternativa, y el quinto, la pasada Feria, habla de la dimensión histórica de su magisterio taurino.

Más allá de la infinidad de detalles sublimes que Ponce ha dejado en mi memoria, son muchos los recuerdos taurinos de gran carga emocional que debo a otros matadores. Y es que se han visto grandes cosas en nuestra plaza. Es una gran Feria. En los noventa mereció la consideración de mejor plaza de segunda categoría de España, y en la actualidad concita el interés de los mejores aficionados del mundo, como pudimos contar el año pasado desde las páginas de La Voz de Almería, dando cuenta de la presencia en el coso de la Avenida de Vilches de los presidentes de los Clubes Taurinos de Nueva York, París y Milán.

En estos veinte años he visto a Joselito atornillar las zapatillas a la arena, parar la música, tirar el estoque y torear al natural con la derecha entre el clamor del público. He asistido con el corazón en un puño al valor impávido de José Tomás, y jamás olvidaré un magno duelo de toreo con la mano izquierda que protagonizaron él y Morante de la Puebla la tarde en que el primero pudo cortar un rabo. He visto a Manzanares padre sufrir un revolcón y luego hacerle al toro una gran faena con su inconfundible sello, y a su hijo ligar los pases como no parecía posible ligarlos y levantar, él sí, los máximos trofeos después de treinta años sin que tal cosa sucediera en Almería. He visto una eterna media verónica de Curro Vázquez en el centro del ruedo que provocó en los espectadores un estremecimiento unánime. En fin, decenas de instantes mágicos. Curiosamente, la faena que más hondamente atesoro en la memoria no lleva la firma de Ponce, sino la de Manolo Sánchez, aquella tarde del 94 en que por primera vez acudí a los toros como verdadero aficionado: inspiradísimo el vallisoletano, de celeste y oro, en una faena que le convirtió en el triunfador de la Feria: aquellos portentosos y lentísimos naturales son mi primer recuerdo de emoción extrema en una plaza de toros.

Este año, como los últimos tres o cuatro, seré imprecado de nuevo por un grupo de antitaurinos cuando llegue a las inmediaciones de la plaza. Lo seremos todos los aficionados, hombres y mujeres, ancianos y niños, adinerados y humildes, de derechas y de izquierdas, monárquicos y republicanos: el gusto por la Fiesta de los toros no sólo viene de muy atrás en el tiempo, sino que alcanza a todos los estratos sociales, a todas las edades, a todas las ideologías. Con voces iracundas me llamarán –nos llamarán- crueles y bárbaros; nos gritarán que nos cortemos las venas si queremos ver sangre, y yo volveré a sentirme injustamente vilipendiado en el ejercicio de mi libertad y como agredido en lo íntimo. Cuánto bien han hecho a lo largo de los años quienes se ocupan de impedir el maltrato animal, pero hasta qué punto se equivocan en su lucha contra las corridas de toros. Tal vez consigan algún día que los derechos de los animales sean equiparados a los de los seres humanos, todo un despropósito al que podría ayudar la tiranía de lo políticamente correcto, y entonces ya sería tarde para explicarles lo terriblemente equivocados que están. Yo por mi parte espero que este increíble espectáculo de arte, rito y sensibilidad siga existiendo aún muchos años más, entre otras cosas porque, paradójicamente, de ello depende la conservación de este animal único, el toro de lidia, que no es ni doméstico ni salvaje, sino bravo." 

Enrique Ponce y el toro “Espía” en la faena que le hizo merecedor al matador 
valenciano del Capote de Paseo de la Virgen del Mar en la pasada Feria. Foto: JFH

domingo, 2 de agosto de 2015

Don Quijote, segunda parte: 1615 - 2015

Había oído muchas veces que al llegar al final de El Quijote el lector no puede reprimir las lágrimas o, en los más endurecidos, evitar el nudo en la garganta, y mi hija pude dar fe de que hace un par de meses fui incapaz de leer en voz alta, de una manera inteligible, esas palabras de Sancho con las que, también él llorando, le pide a un moribundo y ya devuelto a la cordura don Quijote que no se muera, que "la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”, y que no sea perezoso, y que le eche a él la culpa de haber sido derribado de Rocinante en ese último enfrentamiento entre caballeros andantes…. 

No me atrevo a estas alturas a tratar de decir algo original sobre esta magna obra literaria, “the world’s best work of fiction”, que así ha sido elegida y así se refirió a ella el New York Times, según nos recuerda Francisco Rico en una de las muchas ediciones de la novela que se han llevado a cabo recientemente: la mejor obra de ficción jamás escrita. Tan solo puedo aportar mi propia experiencia. Quise leerla de niño y también de adolescente, pues me fascinaban las ilustraciones que traía el pequeño ejemplar de la primera parte que había en casa, de Gustave Doré, a mi juicio el artista que mejor captó el espíritu del libro y de su héroe, pero una y otra vez fracasaba en el intento, y siempre en el mismo punto, en la narración del desdichado amor de Grisóstomo hacia Marcela y el entierro del primero. Ya en la universidad leí infinidad de pasajes y no menos ensayos críticos, y con eso di por ampliamente conocido el texto. Fue hace unos doce años cuando determiné leerla cabalmente, en una maravillosa edición a cargo de Vicente Gaos que tiempo atrás había entrado en casa como providencial regalo de bodas: leí con enorme y fructífero placer la primera parte y la mitad de la segunda, dos veces cada capítulo, una acudiendo a las múltiples notas a pie de página y otra ya de corrido. A la mitad de la segunda parte, la de 1615, y temiendo saturarme, creí necesitar abrir un paréntesis y evadirme en otras lecturas que también me apetecían, y el paréntesis se amplió, burla burlando, estos doce años. 

Es la primera vez que le saco provecho a un centenario: en mayo regresé a esa segunda parte justo en el lugar donde la dejé, a punto de que don Quijote y Sancho, víctimas de una estúpida chanza de los duques (a quienes por su insufrible necedad Cervantes condenó al anonimato) suban a lomos de Clavileño. Para mi sorpresa, no necesité ya acudir a las notas, salvo para averiguar el significado de alguna palabra en concreto. El resultado ha sido el deslumbramiento, la emoción extrema, la risa, la rabia hacia los burladores del caballero y de su escudero: la vida toda en un libro.

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros... (grabado G. Doré)

Lo he dicho y escrito muchas veces: cada libro tiene, para cada uno de nosotros, su exacto momento. Nada más emocionante que ese encuentro en el momento oportuno. Y éste era mi momento, no ya porque mi edad frise también con la de del ingenioso hidalgo, sino porque la derrota vital en uno y otro se produce con parecidas razones, como parecida fue también la locura que a don Quijote le llevó a creerse uno de esos personajes que leía en los libros y a mí  a soñar ser quien los escribiera. 

Todo lo que se ha dicho a lo largo de los siglos, en todos los idiomas, sobre la excelencia de esta obra es rigurosa y asombrosamente cierto. Ya no se trata sólo de que sea la primera novela moderna de la historia, sino que al mismo tiempo es la superación de sí misma, un paso más allá: la primera posmoderna, la que inventa verdaderamente un género para, al mismo tiempo, jugar con él de un modo en que no se atrevería a hacerlo ningún otro novelista hasta varios siglos después, aunque ya sin tanto acierto. 

Luis Landero, el escritor más cervantesco de cuantos escriben hoy, decía en sus clases de literatura que El Quijote es uno de esos pocos libros cuya vocación es contener cantidades ilimitadas de realidad, y citaba también la Biblia y Las mil y una noches; pero, añadía, en estas dos obras intervinieron varias generaciones, en tanto que El Quijote fue escrito por una sola persona. Es, decía, como si nos contaran que una única persona había construido las pirámides de Egipto.

Hay en El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, en la unidad que forman esos dos libros escritos con diez años de separación (1605 y 1615) escenas que parecen anticipar recursos técnicos más propios de otras artes no nacidas aún, como el cine, y ahí está ese memorable momento en el que quien hasta ese momento parecía narrador (si bien es cierto que sumado a otros autores “que deste caso escriben”) deja suspensos, literalmente congelados, a don Quijote y al Vizcaíno con las espadas en alto y a punto de golpearse con ellas mutuamente, para explicarnos en un inserto asombrosamente audaz que cuanto lleva contado, apenas ocho capítulos, proviene del relato de un primer narrador, y que tal relato llega hasta ese punto, no más, para, a continuación, referirnos las indagaciones que hace para encontrar el resto de la historia, y cómo da con la autoría de un árabe llamado Cide Hamete Benengeli, y cómo lo manda traducir, y cómo prosigue de este modo el relato. 

Luego está el pasmo ante audacias narrativas no por mil veces señaladas menos fascinantes de comprobar, como el hecho de que en la segunda parte don Quijote, que se hizo caballero andante a causa de los libros que leía, se lee ahora él mismo convertido en personaje de novela, la de la primera parte, y con él el resto de los personajes principales, y lee además ese otro Quijote apócrifo publicado en 1614, un año antes, el de Avellaneda, y lo denigra por falso, y encontrándose en el camino con un personaje de esa mentirosa continuación de las andanzas de nuestro caballero le hace declarar mediante documento jurídico que él es el verdadero don Quijote, y no aquel otro a quien él tomó por el auténtico... ¡en otro libro! En esta segunda parte nuestro héroe llega a variar el rumbo que había puesto hacia Zaragoza al saber que es allí donde tiene lugar una justa en El Quijote de Avellaneda, y se encamina en su lugar a Barcelona, en cuyas playas es vencido por el Caballero de la Blanca Luna, quedando comprometido a regresar a casa y abandonar el ejercicio de la caballería durante un año. Lo que sigue es el  penoso retorno al que le obliga la derrota, quijotizado ya Sancho y sanchificado don Quijote, con algo de ese futuro retorno de Napoleón en su retirada de la campaña rusa, retratado magistralmente por Tolstoi doscientos cincuenta años más tarde. Y en el camino a casa aún proclama su voluntad de ir a Berbería a liberar cristianos cautivos, para de inmediato caer en la cuenta de su rendición: “Pero ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el derribado?”, al tiempo que, poco más adelante, reconoce traer “alborotado y trastornado el juicio” y no estar ya “ni para dar migas a un gato”…

Muerte de don Quijote, según Gustave Doré

No seré yo quien trate de añadir más páginas a las muchas que se han escrito ya sobre esta obra. Al terminarla al fin, tengo una intensa sensación como de haber consumado algo que me era imprescindible para ir completándome como persona, un poco como hacer el Camino de Santiago, según dicen, proyecto que yo tenía para este mismo año y no ha sido posible llevar a cabo. Para otro será; éste que ya entró en su agosto he alcanzado a leer el epitafio del inmortal hidalgo según redacción de Sansón Carrasco y la prudente despedida de Cide Hamete, hecho lo cual, y como no podía ser de otro modo, tomé de nuevo la primera parte e inicié su lectura desde el principio, ya sin notas ni entretenimientos: no hay mejor libro que éste, ni para el verano ni para otra estación. Y vale.