domingo, 23 de noviembre de 2014

Acerca de la novela

Me atrevo a aventurar una posible distinción entre relato breve y novela, una de las varias distinciones que podrían hacerse, naturalmente, según la cual los cuentos tendrían su razón de ser en la necesidad que desde siempre ha tenido el hombre de conocer historias, de oírlas o de leerlas, cuando se supo hacerlo y entre quienes sabían hacerlo, en tanto que la novela vendría a atender la apetencia de vivir dentro de esas historias durante un tiempo prolongado, de habitarlas, de seguir las peripecias de los personajes desde muy cerca y casi como si uno estuviera implicado en ellas.

Recuerdo un gran titular con el que el diario ABC introducía hace veinticinco años una entrevista a doble página con Antonio Muñoz Molina, en la que el escritor jiennense afirmaba que “La novela ha de ser útil hasta la obscenidad”. Recuerdo muy bien el titular pero no recordaba el contenido. He vuelto a ella estos días para saber qué había detrás de esa afirmación tan rotunda: una novela es buena en la medida en que es útil, decía Muñoz Molina, útil hasta extremos obscenos, útil para que un lector una noche se cure del insomnio o se consuele. Estoy seguro de que pensaba también en una utilidad mayor, pero supongo que ese sería motivo de un largo debate. 

Hablar hoy de la novela como género es hablar también, cómo no, de crisis. No de una crisis relacionada con las ventas, que seguramente sería coyuntural si sólo se tratara de eso, sino de una crisis de identidad, una crisis que afecta a su futuro, al punto de cuestionarlo. En realidad, apostaría a que deberíamos referirnos no tanto a la crisis de la novela, o la crisis económica, o la crisis de valores, sino a una crisis de mayor envergadura, de la que todas las demás serían piezas. Una crisis propia de un cambio de era o edad, propia de una encrucijada histórica. Frente a quienes piensan que vivimos un periodo de decadencia, Félix de Azúa propuso hace unos años que en realidad vivimos en un mundo que actualmente se está inventando; propuso que vivimos una fundación, y que somos primitivos de nuestra propia era. Estemos al final de algo o al comienzo de algo, el resultado es el mismo, a todos los niveles: desorientación, incertidumbre.

En lo que afecta estrictamente a la novela como género literario, nos la encontramos en un punto en el que ya ha estado: en 1924, Ortega y Gasset planteaba la necesidad de que el género adoptara radicales transformaciones para subsistir, pues a su entender la forma había agotado ya sus posibilidades. Y en efecto, la novela del siglo XX se aventuró por caminos muy distintos a los que había recorrido la gran novela del XIX. Hoy se dice que el futuro es la novela híbrida, es decir, la que surja de dinamitar las fronteras entre géneros, la que adopte formas mestizas en las que participen lo narrativo, lo poético y lo ensayístico. Quién sabe. Y tal y como están las cosas: a quién le importa.

Según William Faulkner, lo que hace la literatura es lo mismo que hace una cerilla, una pobre cerilla, cuando se la enciende de noche en mitad de un campo: No sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor. Que no es poco, si se piensa bien. Acaso ésta sea la utilidad de la que hablaba Muñoz Molina. Ernesto Sábato, a su vez, aseguraba que escribimos porque buscamos la perfección, el absoluto que no tenemos. Dios, añadía Sábato, no necesita escribir novelas, pero nosotros sí, porque somos infinitamente imperfectos.

Así las cosas, ¿de dónde proviene nuestra necesidad de escribir? Y ya que estamos: ¿Es necesidad?

Lo fue, en mi caso. Pero hoy por hoy esa necesidad sólo afecta ya a la lectura. Desde el verano leo compulsivamente, como si fueran a prohibirlo, según les he explicado a algunos amigos. Y ahora llega a mis manos la última novela de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va. No hay otro escritor del que espere más ansiosamente una nueva novela, y ésta es la primera suya que ve la luz desde que existe este espacio, este blog-bar. Y a fe mía que llega justo a tiempo. Al igual que con cada una de sus novelas, yo me dispongo a internarme en ésta como quien se prepara para un largo viaje (o para habitarla, o para ver un poco mejor cuánta oscuridad me rodea)

El miedo me ha despertado en el interior de la conciencia de otro; el miedo y la intoxicación de las lecturas y la búsqueda….”, dice la primera frase, y a partir de ahí ya todo es posible...



Foto: JFH

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Jacinto, matador de novillos


No podemos saber cómo le quedaba a Jacinto el traje de luces cuando era un joven novillero que aspiraba a la gloria, pero en su quebrantada madurez la seda ceñida y el oro de los adornos apenas consiguen devolverle al cuerpo la sugestión de una antigua gallardía torera que sin duda él ha creído conservar bajo la ropa andrajosa de todos los días. Jacinto, matador de novillos. Retirado. Se ajusta la montera, está listo para ir a la plaza. A su lado un sobrino de siete años, Pepote, y un empleado de la tienda, que velará por la integridad de la ropa prestada. Es de noche ya. Parecía imposible llegar a enfundarse aquel traje, hacer frente a un contrato taurino que no era suyo, actuar en una charlotada en la que le han anunciado por error y que en un principio, por la mañana, sintió como un insulto. Pero son mil quinientas pesetas. Mil quinientas. Y, en fin, volver a torear. Con payasos al lado, vale; con un torillo pequeño, de acuerdo. Pero en Las Ventas. Ha sido un día angustioso, tratando de conseguir las malditas trescientas pesetas con las que alquilar aquel terno. Los relojes azuzaron el tiempo durante todo el metraje de la película: el estropeado reloj en el que Pepote va actualizando la posición de su única manecilla en función de los horarios de los aviones, los muchos y variados relojes de una relojería a los que por unas monedas el niño pone ágilmente en hora mientras  suenan las campanadas en alguna torre o edificio público, los falsos Omega con los que Jacinto trata, sin talento para el timo y sin suerte, engañar a algún incauto en el Rastro. Un día agotador, sí: recogió colillas, descargó un carro de muebles por una miseria, creyendo que se limitaba a llevar y traer unas guías de teléfono participó sin saberlo en una estafa de arte, cedió a la tentación de la trapacería con el asunto de los relojes falsos, fue detenido, declaró en comisaría, salió a la calle y a punto estuvo de emborracharse y mandarlo todo a rodar, aceptó en un rapto de desesperación y de orgullo hacer él solo el trabajo de toda una cuadrilla de descargadores y se deslomó hasta el desvanecimiento y es un puro milagro que haya podido meterse en el traje de luces, bajar al metro, llegar a la plaza, hacer el paseíllo.


Mi tío Jacinto, dirigida magistralmente por Ladislao Vajda en 1956, tiene un comienzo por el que hubieran dado un brazo Wilder, Hawks, Lubitsch o cualquier otro de aquellos grandes de Hollywood que sabían que un buen arranque casi justifica por sí solo el hacer una película: un funcionario de Correos busca al destinatario de una carta -Sr. Jacinto. Matador de novillos- en la dirección que figura en el sobre, una casa en un barrio del centro, y luego en la dirección que en la primera le indican, un barrio más apartado, y después en una tercera, ya en un arrabal de la ciudad, y ni siquiera allí logra dar con él; finalmente, la carta aparece prendida en un árbol frente a la miserable chabola en la que Jacinto vive ahora, junto con un niño de corta edad: no se puede explicar mejor la progresiva degradación social de un perdedor. Los personajes se mueven en un Madrid de tranvías atestados, organilleros, limpiabotas, tramposos, tabernonas donde se resuelven variados trapicheos, calles adoquinadas de antiguo y descampados. Es en ese niño, Pablito Calvo, un conmovedor Lazarillo de posguerra, diligente aprendiz de buscavidas, en el que recae el peso sentimental de la historia (obtuvo el premio del público en el Festival de Berlín de aquel año), pero sólo el actor Antonio Vico podía haber compuesto un Jacinto tan desolador: se reúnen en su figura menuda una altivez harapienta, la amargura irreversible de la derrota, el rostro patibulario de un Manolote estragado por el vino y unos cansinos andares chaplinescos. Los perdedores del cine clásico español, como los del cine clásico europeo, se inclinan mucho más hacia un patético desvalimiento que hacia ese heroísmo desubicado y de trago largo del loser americano. El particular neorrealismo español es una tragicomedia picaresca donde la última sonrisa se nos queda como torcida en los labios; es una película de Frank Capra que sabemos que no puede acabar bien, y no acaba bien, aunque pueda parecerlo.

De la película Mi tío Jacinto guardaba un grato pero muy lejano recuerdo. Hace unos meses vi en una calle de mi ciudad a un hombre que recogía colillas de la acera y las deshebraba con los dedos en el interior de una bolsa que llevaba en la otra mano. Aunque hacía veinticinco o treinta años que no veía la película de Vajda, me acordé inmediatamente de aquella escena en que Pepote y Jacinto recogen colillas en los alrededores de Las Ventas para luego desliarlas y malvender al peso el tabaco ya usado, el niño agachándose afanosamente, el adulto pinchándolas con la punta de un paraguas. Encontré la película y después de verla pensé en esta España ajacintada de hoy en día, en esas familias descolgadas de la clase media y caídas en la pobreza, hombres y mujeres que hace diez años llevaban una vida normal y hoy acuden con sus hijos a los comedores sociales y tienen que procurarse por sus propios medios lujos como el tabaco. Han quedado al otro lado de la gran grieta social que se ensancha cada día, y los planes gubernamentales para salir de la crisis no contemplan la posibilidad de ralentizar el paso para tender puentes hacia ellos. Sus conciudadanos más afortunados, los que no se han visto particularmente afectados por la crisis, también prefieren, en el fondo, que de esto salgamos cuanto antes, aunque suponga dejarles atrás: qué le vamos a hacer, siempre ha habido ricos y pobres. Somos como aquella hojarasca de la que escribió García Márquez, a la que «la habían enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus apetitos». Y ahí habrán de quedar nuestros Jacintos del siglo XXI, allá atrás, cada vez más lejos. Por eso una fotografía de Antonio Vico cuelga en las paredes del Loser, junto con la de Monty Clift/George Eastman, la de Newman/Eddie Felson; la Bogart/Dixon Steele, la de Wayne/Tom Doniphon… Porque es uno de ellos y uno de los nuestros, porque me siento muy cerca de él, porque se trata de un perdedor de ayer que se mueve por nuestras calles de hoy.


sábado, 1 de noviembre de 2014

Parece que cicatriza, de Miguel Sanfeliu

«En cada uno de nosotros camina, llevando el paso con el que somos, el que quisiéramos ser», dice un personaje de Juan Marsé. Todos creemos que esta verdad nos afecta sólo a nosotros, y sin embargo es compartida al menos por esa inmensa mayoría de personas que no llegan a cumplir sus sueños de juventud pero tampoco dejan de seguir alimentándolos casi en secreto como una manera de permanecer amarrados en el puerto seguro de la realidad que conocen desde siempre. Es la gente que viene al Loser y se acoda en la barra y le cuenta o no algún episodio de su vida al barman. Entre ellos podría haber estado alguna vez Roberto Ponce, el protagonista de Parece que cicatriza, la primera novela de Miguel Sanfeliu, quien después de practicar la distancia corta en tres notables libros de relatos (Anónimos, Los pequeños placeres y Gente que nunca existió) se aventura ahora en el medio fondo narrativo con una historia intimista donde el anhelo de llegar a merecer una vida excitante ligada a la literatura es casi ahogado completamente por una insoslayable madurez rutinaria, y donde los hilos del humor se entretejen con los de la melancolía, la nostalgia, la tragedia o la contemplación siempre asombrada, generación tras generación, del cómo se pasa la vida.

Parece que cicatriza posee una sutil configuración de simetrías, en virtud de la cual ciertos personajes o circunstancias argumentales aparecen y reaparecen, más o menos modificados por el paso del tiempo, en distintas partes del libro (un concierto en una plaza de toros, un cuadro de una mujer solitaria, un desconocido dibujante sin nombre). Está estructurada en dos partes, con un breve inicio y un breve epílogo. La primera de esas partes, escrita acertadamente en primera persona, alcanza pleno sentido a medida que avanza la segunda, escrita, no menos acertadamente, en tercera: el barrio vagamente bohemio en el que un joven Roberto Ponce de diecinueve años se propone escribir y publicar, en el plazo de un año, una novela de éxito; la cofradía de náufragos del arte y de las letras a los que se vincula (un pintor loco encadenado infructuosamente a su vocación, un mal poeta inédito que acaba abriendo una taberna llamada «El Cubo de la Basura», un modesto cantautor callejero que no duda en traicionarse a sí mismo para medrar en la música); la desigual relación que mantiene con una prostituta, él tan ingenuo y enamoradizo, ella tan cara; el whisky barato y la cerveza para el desayuno y el mazo de folios casi sin usar, los tiempos muertos que le dedica a devanarse los sesos tratando de encontrar una idea sobre la que escribir, o a pasear, que son más prolongados que los que dedica a devanarse los sesos pero no tanto como los que le ocupan en maldecirse por su causa (este Roberto hace pensar en aquel escritor de páginas en blanco del que habla Don DeLillo, que escogía las palabras del mismo color del papel en que las escribía): esa parte, en fin, que se refiere a un periodo esperanzador de su pasado, establece los recuerdos a los que volverá años después, convertido ya en un hombre casado, en un oficinista más o menos atrapado en esa vida anodina que tan decididamente quería evitar, una vida llena de ese tiempo sin relieve del que escribió Luis Landero en Hoy Júpiter: tiempo «que no interesa ni al pensamiento ni a la acción, tiempo no vivido con singularidad, tiempo gris, donde la costumbre hace por adelantado el trabajo que es propio del olvido».

No es por casualidad que mencione aquí a Landero, pues las fantasías del protagonista de la novela de Sanfeliu le emparentan con muchos grandes personajes del escritor extremeño. Son fantasías que Roberto Ponce conserva algo atemperadas veinticinco años después de su breve aventura bohemia, pero que no han desaparecido. «La vida», le había dicho uno de aquellos atribulados artistas sin suerte de los que nada sabe desde entonces, «no es más que una ilusión muy larga que nunca llega a cumplirse». En el retrato de este cuarentón hipocondríaco en el que se ha convertido Ponce es donde Parece que cicatriza alcanza su mayor altura literaria: el atasco de tráfico camino de la oficina, el limpiacristales de semáforo, la dificultad para aparcar, el trato rutinariamente amistoso con los compañeros de trabajo, la mesa con papeles hasta arriba, la monotonía conyugal, su obstinada dedicación a la literatura en sus ratos libres, porque, aunque aún no haya dado con ese gran argumento, escribir es su vida, no un hobby, es una herida abierta, que parece, sí, que cicatriza, pero se trata solo una ilusión: «quien está herido de literatura nunca llega a curarse».

En esta segunda parte se acumulan los aciertos: en la descripción de cómo las aguas de la rutina laboral vuelven a aquietarse al poco tiempo de que la marcha de una de las personas que forman parte de ella las altere, en ese torpe flirteo de oficina, en la constatación de la fugacidad de la vida («Un día meto en la cama a mi hija de pocos meses, piensa Roberto, la dejo dormida y me voy a mi cuarto y, de pronto, escucho el ruido de unos tacones en su habitación y resulta que han pasado, de golpe, dieciséis años»), y sobre todo en la complicidad que establece con un cuadro rescatado del ahora sórdido local «El Cubo de la Basura», La Madeleine, de Ramón Casas: es ésta una escena que al lector le resulta particularmente emotiva, porque este cuadro actúa de algún modo como catalizador del mejor escritor en el que podría llegar a convertirse Roberto Ponce, y éste ni siquiera parece darse cuenta; es un momento casi fugaz, mágico, muy íntimo, con un brillante juego de reflejos y miradas y soledades.

Escribe Enrique Vila-Matas en Aire de Dylan que «pocas cosas parecen tan íntimamente vinculadas como fracaso y literatura». En cierto modo, el caso de Roberto Ponce (o el de quien esto escribe, sin ir más lejos) podría formar parte de ese Archivo General del Fracaso en el que trabaja el protagonista de esa novela de Vila-Matas, o del Museo de los Esfuerzos Inútiles que inventó Cristina Peri Rossi para un cuento (junto con el de aquel hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro, o el de aquellos otros que emprendieron largos viajes en busca de lugares inexistentes, o el de Lewis Carroll, que se pasó la vida, dice Peri Rossi, huyendo de las corrientes de aire y acabó muriendo de un resfriado). Pero cómo dejar de escribir sin arriesgarse a perder la vida, cómo despedirnos para siempre del que somos realmente. Cómo renunciar a un sueño, cualquier sueño, sabiendo que con ello despertaremos convertidos en un desconocido. De eso trata Parece que cicatriza.

La Madeleine. Ramón Casas
"Sola en un local lleno de gente, mientras él, solo en una habitación 
llena de libros, la observa a través de una ventana en el tiempo". 
Miguel Sanfeliu. Parece que cicatriza. Editorial Talentura