miércoles, 31 de agosto de 2011

El Loser: sus habituales (3)




Dos hombres acodados en la barra del Loser guardan silencio el uno junto al otro. Llevan así un buen rato. De pronto uno de ellos habla como para sí mismo:

- ¿Sabes por qué puedo pasar tanto tiempo mirando un vaso, este vaso?

- ¿Para no regresar a casa todavía?

- Porque mucho tiempo siempre será, a mi edad, sólo un instante. Por eso. -Y echa un trago-. Este sábado tocó visita a una vieja tía en su gran casona de pueblo, muy grande para tan poquito cuerpo ya, y tan cansado. Llevamos a los críos, siete y seis años, tú sabes, y al poco de llegar se me derretían de aburrimiento, iban y venían de una silla a otra, se ponían mohínos, y cuando les pedí que se estuvieran quietos el mayor me soltó, un poco con los labios fruncidos, teatrero que me ha salido: “Es que los mayores no entendéis que para nosotros un minuto aquí son cuarenta horas…”. Demonio de crío… Da qué pensar, ¿no? Un minuto, cuarenta horas… Así era. Mira, tengo la sensación  de haber vivido mucho. No vivir mucho en el sentido de haber viajado, de haber conquistado y perdido y arriesgado y haber vuelto a viajar... no. De haber vivido mucho tiempo, y de que todo pasa cada vez más rápido. Tengo recuerdos que se remontan a un pasado increíblemente lejano, reuniones familiares en las que los mayores de entonces eran más jóvenes de lo que yo soy ahora, que lo sé ancianos; estrenos de películas que ya son casi clásicos, canciones hoy viejísimas que se escuchaban en mi infancia por primera vez, actores que iniciaban su carrera y ahora son vetustas glorias de Hollywood. Y lo que más me aturde es que, si no media enfermedad ni accidente, podría doblar la edad que tengo ahora, llegar ¡a los ochenta y seis! Pero cómo, con qué objetivo ya. Cómo voy a vivir otro tanto, ¿eh? Dime. Pero si tengo la vida gastada ya... Y si me apuras, cómo voy a asumir la identidad de un rostro que me será cada vez más desconocido, más extraño… Ah, el tiempo. Quisiera pararlo. ¿Tú no? Yo creo que de ahí le viene al hombre el anhelo de volar. No para ver las cosas del mundo en pequeñito, sino para despegarse de su rotación y detener el tiempo. Buscar un sitio bien alto, dejarse caer, abrir las alas y detener el tiempo. ¿No te parece? Como soltarse de las manecillas de un reloj enorme. Abrir las alas, planear, suspender el paso del tiempo… O no abrirlas y suspenderlo también…

- Bueno, bueno. Pero, ¿tú le has hablado de estas cosas al tío de la Oficina de Empleo? Porque a lo mejor de lo tuyo no, pero de animador de fiestas o de filósofo te encuentran algo.

-Bah, ríete si quieres. Oye, amigo –dice, llamando al barman- ¿Tú desde dónde te lanzarías al vacío?

- Bueno, yo no entiendo de eso –responde el barman, cruzado de brazos-, pero le contaré algo que escuché en una película, no recuerdo cuál. Hablaban de un tipo que tenía muchos problemas, infinidad de ellos, de modo que se fue al Golden Gate, el puente de San Francisco, ya saben, llegó al medio, y eso es mucho, y se tiró desde allá arriba; y, bueno, a medida que caía se iba dando cuenta de que todos sus problemas tenían solución, todos menos el de haberse tirado de aquel puente.

- Brindo por eso – dice el otro, sonriendo y con el vaso en alto.



Fotografía: JFH

miércoles, 24 de agosto de 2011

Vita Flumen

Hace un par de meses, mi buen amigo el camarada poeta me envío una entrevista realizada a José Luis Sampedro que bien podría ser entendida como un manual de lucidez para tiempos de barbarie y de cambio. Entre sus afirmaciones hay una, ésta personal, que me conmovió profundamente, y que no he parado de repetir desde entonces cada vez que ha habido ocasión: preguntado por el miedo a la muerte, Sampedro, de 94 años, responde: “Mi ambición es morir como un río. Ya noto la sal”. No podía ser recreado de mejor y más conmovedora manera ese tópico literario del Vita Flumen, de la vida como un río que fluye, que avanza inexorablemente hacia su desembocadura, que conoce la lentitud de los llanos y la rapidez de las pendientes, que se ensancha o se estrecha, que es mansa o tumultuosa según los accidentes de su recorrido, que fertiliza las riberas a su paso y pulimenta los cantos, que es navegable en algunos tramos y en otros deja al descubierto su lecho, y que finalmente se funde con el mar. Cómo no pensar en Jorge Manrique y en el que acaso sea el mejor poema de la lírica española. (Cómo no pensar también, ahora que escribo, en Riografía, de Miguel Cobo).

Este verano he seguido el curso de varias vidas de ficción en libros que a veces recogen un trecho de ellas, a veces casi todo su discurrir y en no pocas ocasiones su mismo ir a dar a la mar. Frente al monumento que recuerda a Manrique en Paredes de Nava (Palencia), el pueblo donde nació allá por el 1440, cedí a la tentación de poner a los pies de bronce del poeta uno de esos libros que me han acompañado estas semanas, Elefantiasis, de Raúl Ariza, cincuenta relatos que son bastantes más fragmentos de vidas inventadas, textos que son un prodigio de contención y que en su voluntad de jugar con quien los lee sugieren una corriente circular que conduce a una segunda lectura, y a una tercera, y que, en definitiva, convierten el libro en un pequeño atlas físico y narrativo donde cada una de esas vidas en cuyas aguas solitarias y desengañadas hundimos la atención forman, recordadas en su conjunto, un entramado fluvial que es imagen especular de nuestro tiempo (de barbarie, de cambio).

Elefantiasis, Jorge Marique y, en tercer término, la iglesia de Santa Eulalia, en Paredes de Nava (Palencia), donde se conserva la pila en que fueron bautizados Manrique y Pedro y Alonso Berruguete (Foto: JFH


A principios de agosto, me acerqué a las vidas también solitarias y no menos desengañadas recogidas en Acceso no autorizado, de Belén Gopegui, aunque confieso que al principio sin más voluntad que la de dejarme llevar por su corriente como hoja de álamo. Admiré durante varios años a la autora de La escala de los mapas, que tanto me cautivó (es el único libro al que le he organizado una fiesta privada), y sobre todo de esa novela tan bella y tan insólita titulada La conquista del aire (insólita por lo insólitamente afirmada que está en la realidad presente, cuando mucho en nuestras letras es hoy bisutería y evasión). Pero a partir de su cuarta novela tuve que utilizar ya, ante mí mismo, todo tipo de escusas para justificar el haber invertido mi tiempo en su lectura, y con El padre de Blancanieves le dije adiós, yo creía que para siempre. Ahora Acceso autorizado me ha reconciliado con ella, no porque no sea puro Gopegui, sino porque lo es en el mejor y más audaz de los sentidos, en una historia que uno quisiera tomar por una mezcla de ciencia-ficción y política-ficción, pero en la que la ficción es apenas un barniz: no será mañana cuando nuestros ordenadores puedan ser visitados por extraños sin que lo sepamos, sino hoy, en este preciso momento, ni tampoco cuando “la amenaza criminal y el poder instituido” coincidan, sino ayer, hoy y siempre. “La democracia”, dice un intermediario –que a sí mismo se llama apoderado- “no es más que el recambio entre los vendedores, según quién estuviera en el gobierno serían unos y no otros quienes podrían ofertar sus ruinas para obtener a cambio millones de euros del común” o para adquirir “a precio de saldo inmuebles e infraestructuras puestas en pie por la comunidad”. Un texto demoledor, en muchos aspectos, que en su escena última incurre en cierta ingenuidad política (al suponer que tal declaración pública pudiera hacerse alguna vez en nuestro país), a menos que en ella encuentre razón de ser la apelación a la fábula que se hace en la contraportada. Por lo demás, la metáfora del fluir temporal se tecnifica, como corresponde al tiempo que nos ha tocado vivir, y puede, además, remontarse: “… no todo se acaba, quizá el tiempo es un pasillo mecánico que avanza siendo, sin embargo, posible desplazarse por él en dirección contraria hasta llegar a la emoción que fuimos” (pg. 232).

Pero este verano permanecerá en mi memoria como aquél en que al fin me embarqué en la caudalosa y excitante lectura de Madame Bovary. Que haya tardado tanto en acudir a sus páginas y al curso de las turbulentas vidas que por en ellas discurren se debe sobre todo a mi ilusoria esperanza de poder leerlas algún día en su idioma original, sabiendo desde siempre que la novela fue escrita con una enfermiza meticulosidad, que Gustave Flaubert salía al jardín para declamar a voz en grito cada párrafo y tratar así de cazar al vuelo cacofonías y disonancias en su prosa, que cualquier traducción, por buena que ésta fuera, no me trasmitiría más que un pálido reflejo de su precisión expresiva. Pero lo cierto es que nada he hecho en este tiempo para aprender francés y nada, tampoco, parece indicar que vaya a aprenderlo de manera milagrosa en lo venidero. De modo que en julio me vi arrastrado por la intensidad de sus corrientes, me adentré en el torrente de sus almas, me identifiqué con Emma de manera absoluta y de manera absoluta me enamoré de ella en una suerte de narcisismo literario. Apenas supe que el pomposo Homais acababa de recibir la mención de honor (última frase de la novela), y tras haber sido ya demolido por la dolorosa impetuosidad de la muerte de tan memorable mujer, leí también La orgía perpetua, el magnífico y revelador ensayo de Mario Vargas Llosa, y las sensaciones que había experimentado con la lectura de la novela se incrementaron con el estudio de la carpintería que la sostiene: todo en su elaborada escritura apunta a la perfección: el sutil sistema de planos temporales, la duplicidad como rasgo compositivo, las “diferentes máscaras del narrador”, la manera en que Flaubert canalizó hacia su ficción afluentes reales (“hizo de la vida una proveeduría literaria”, dice Vargas Llosa).
No me extenderé. Baste decir que me he sentido desbordado en este tardío encuentro con Emma Bovary, y ante la pervivencia de una obra tan monumental uno no puede evitar puntualizar que, en estricto sentido, son las aguas las que van a dar a la mar: el río permanece, para regocijo y asombro de generaciones futuras.


El río Carrión a su paso por Palencia. Aún ha de convertirse en Pisuerga y éste en Duero, y luego recorrer como tal cientos de kilómetros, antes de empezar a sentir la sal del Atlántico (Fotos: JFH)

viernes, 19 de agosto de 2011

Los mejores veranos de nuestra vida


Gozoso el momento en que una vieja fotografía cuya existencia ignorabas te devuelve intacto el recuerdo de los mejores años de tu vida: tú eres esa cabecita que perfectamente disimulada entre los vasos de la mesa plegable parece salida de la nada, siempre esquivo, huidizo. Cerca, el termo de café, uno de los artefactos con mayor capacidad evocativa de cuantos existen relacionados con aquellas jornadas, el termo con sus tapas sucesivas de muñeca rusa -al menos una era una taza- hasta llegar al tapón de rosca, que nos abría a su interior de espejo y café humeante. Tu madre está de pie, sostiene un cigarrillo sin ser fumadora y tiene diez años menos de los que tú tienes ahora. Tu hermana está encaramada gatunamente en el maletero del coche y sonríe. Tu padre es la persona que acaba de decir "mirad aquí todos un momentito" y ha obrado el prodigio de hacer eterno un brevísimo presente de hace más de treinta y cinco años: tu padre está en los ojos de quienes se volvieron hacia el objetivo. El resto de personajes son tus tíos y tus tres primos. Gijón, verano del setenta y cuatro.

***

«A medida que uno va cumpliendo años, los veranos se vuelven más rutinarios, más parecidos al anterior, o ésa es al menos la sensación que se tiene. Fingimos que no es así, pero la simulación ante nosotros mismos es un hábito que se acrecienta también con la edad. Así las cosas, el verano de mi vida, suma de tres o cuatro veranos consecutivos, es una región más del  paraíso perdido de mi infancia.

No hay casi nada que no posea una imborrable capacidad de deslumbramiento para un niño. Aquel largo verano que yo volvía a retomar después de meses de frío y escuela tenía varios escenarios: Burgos, la orilla de un río y el inicio de un bosque, un severo pueblo castellano donde tuvieron cuna los Berruguete y Jorge Manrique y donde está el manantial de mi sangre, Gijón. Cualquiera de ellos merecería ser recogido aquí, pero el recuerdo de Asturias contiene la noción de viaje, viaje que entonces, desde Palencia y a los siete u ocho años, parecía que te trasladara a un mundo por completo distante y ajeno al tuyo; contiene sus propios olores, incluso su propio lenguaje y una entonación en el hablar que aún conserva la virtud de despertarme de este extraño sueño que es el haberme hecho adulto.

El oído, ya se sabe, guarda la llave de todos los pasadizos de la memoria. Si de recordar se trata, el gusto es demasiado refinado para no ser engañoso, el tacto evocativo es privilegio de invidentes, la vista modifica las perspectivas a medida que se va ganando altura, el olfato es fugaz y por tanto impreciso por sí solo. En aquellos veranos de ilimitados praos, anchurosas y doradísimas playas, senderos abiertos entre helechos, avellanos, manzanales, hórreos y muy tranquilas vaques, Camilo Sesto cantaba "fresas salvajes con cuerpo de mujer", Fórmula V "Eva María se fue" y Manolo Escobar el "si vas pa la mar, pa la mar, si vas pa la mar". Todas me devuelven hoy a aquel tiempo de manera inmediata y casi física, pero ninguna como esta última. Era, además, y según me cuentan, la favorita de mi tío Agustín, el único de entonces que hoy nos falta. Y yo, que estaba tan pero tan lejos de imaginar siquiera que algún día llegaría a vivir en aquella ciudad cuya patrona "no quiso venir en barca", asimilé para siempre esa letra y esa melodía, que a mí se me antojaban algo melancólicas, al paisaje de Gijón y a los momentos que pasamos en las playas de Perlora y Rodiles, a las pantagruélicas comidas en una ladera desde la que se dominaba el espectáculo del mar abierto y de las olas reventando tumultuosas desde muy lejos de una orilla salpicada de bañistas, al aroma del césped, de los bígaros y las lapas cociéndose en un cazo y ese otro olor característico de las playas de aquella época: aún no se hablaba de cremas con factor de protección y las pieles se untaban con bronceadores que atraían los rayos del sol y que hoy sólo se dispensarían en establecimientos dedicados a artículos para suicidas; aquellos bronceadores conseguían que la brisa trajera antes el olor a zanahoria que a salitre.

Muchos años después, cuando tantas cosas habían ya cambiado, el maestro Manuel del Águila nos confesó en su casa a otras personas y a mí que aún seguía recibiendo, de tarde en tarde, una pequeña y aparentemente imperecedera cantidad de dinero en concepto de derechos de autor gracias a aquella canción que escribió para Manolo Escobar, o que escribió sin más y luego cantó Manolo Escobar, no recuerdo. El caso es que en aquel mismo instante la infancia se me amontonó de golpe ("poorque tiene un quita quita, quitá que vie-ene tu madre, quitá que viene tu madre con una va-ara de almendro...", entoné para mí), y con el estómago encogido por la sorpresa me pregunté absurdamente cómo un almeriense habría podido componer una canción tan asturiana. Esa misma noche le escribí a mi hermana para contárselo, para llevarle al rincón del mundo en que estuviera entonces la misma nostalgia que yo sentía.

Hoy  tengo, aproximadamente, la edad que tenían mis padres y mis tíos entonces, y no soy capaz de explicarme cómo ha sucedido tan rápidamente. Es otra consecuencia de ir cumpliendo años.»

Publicado en La Voz de Almería el 5 de agosto de 2002


Gijón, agosto de 2011 (foto JFH)