“El Loser era un refugio, una especie de consulado para todos cuantos no podían dejar de sentirse extranjeros en cualquier otro sitio”. (El veneno de la fatiga. Juan Herrezuelo)
lunes, 22 de enero de 2018
lunes, 15 de enero de 2018
Idea para un cuento
Un tipo de alrededor de cincuenta
años acude a una biblioteca pública con intención de llevarse en préstamo Al faro, de Virginia Woolf, una
escritora de la que aún no ha podido acabar ningún libro a pesar de que
realmente lo ha intentado repetidas veces a lo largo de su vida. Al pasar por
el expositor de novedades, un título le llama la atención: La biblioteca de los libros rechazados.
No conoce al autor, David
Foenkinos, francés. Coge el libro, lee la contraportada y algunas páginas al
azar, para conocer el estilo, y finalmente se lo lleva junto con la novela de
Woolf (aunque ya sabe que este otro será el primero en caer).
En las primeras páginas, Foenkinos se
refiere a Richard Brautigan, otro escritor, estadounidense, y a una novela suya
titulada The Abortion, en la que el
protagonista trabaja en una biblioteca que acepta manuscritos que no ha querido
publicar ninguna editorial, con la condición de que el autor ha de llevarlo allí
personalmente. Brautigan acabará suicidándose (como Virginia Woolf) en los años
ochenta, y a comienzos de los noventa alguien crea como homenaje a él The Brautigan
Library, una auténtica biblioteca para los libros rechazados. Poco después, un
bibliotecario de Bretaña, Jean-Pierre Courvet, conocedor de la historia, decide
hacer lo propio en Francia. Es un apasionado de la literatura que sueña con
encontrar “un cómplice literario: una
persona con quien pudiera intercambiar opiniones durante horas acerca del uso
de los puntos suspensivos en la obra de Céline o mirar con lupa los motivos por
los que se suicidó Thomas Bernhard” (y ya van tres). Courvet elige un lugar
concreto dentro de la institución municipal de la que es responsable para depositar
los originales rechazados y pone un anuncio en revistas nacionales. Muchas
personas deciden recorrer el país para dejar allí su obra inédita y “acabar con la frustración de que no lo
publicaran a uno”.
El tipo del que hablamos nosotros, el
que ahora lee el libro de Foenkinos, se siente naturalmente inclinado hacia
todo este asunto. En efecto: él mismo es autor de una novela multirechazada, de
manera que, vivamente interesado, busca en Internet qué parte de todo aquello
es real, si es que hay algo que lo sea. Descubre que Richard Brautigan fue un
escritor de la generación beat y que The Brautigan Library existe de verdad,
está en el Clark County Historical Museum de Vancouver (Washington), aunque
inicialmente fue abierta en Vermont por el fotógrafo Todd Lockwood. La de
Crozon, en Bretaña, es ficticia, como toda la trama de la entretenida novela de
Foenkinos.
El tipo del que hablamos nosotros
acaba por sentirse irresistiblemente atraído por esa Brautigan Library ubicada
en una ciudad de Estados Unidos con nombre de metrópoli canadiense. Poco a poco
va arraigando en su cabeza la idea de llevar allí el original de su novela. Ya
hemos dicho que es una obra multirechazada; digamos también que esa maldita
novela maldita ha sido decisiva en su vida: tardó cuatro años en escribirla y estuvo
otros diez intentando que viera la luz, y en aquellos catorce años pasó de ser
un joven con posibilidades de triunfar en cualquier cosa que emprendiera a convertirse
en un hombre maduro, casado, que no se había preocupado de encontrar un trabajo
estable y que sabía que ahora, tres años después de haber enterrado el texto en
el fondo de un cajón, ya era tarde para todo. Incluso aunque llegara a
publicarse algún día, ya era tarde. Aunque desde luego, sabía que no se
publicaría jamás: no en este universo.
Su novela rechazada trataba de las
dos vidas paralelas de su protagonista: la que creía única y otra que en algún
momento empieza a atisbar muy fugaz y fragmentariamente, sin saber cómo: una
vida mucho mejor que la que lleva y que debió desviarse del camino principal a
partir de una ruptura sentimental –de una no ruptura, en realidad- para seguir
mejores derroteros. Su novela no tenía nada de ciencia ficción, entre otras
cosas porque cuando la concibió no sabía nada de física cuántica ni de la
teoría de cuerdas y su interpretación de los universos paralelos era puramente
intuitiva y estaba más emparentada con lo real maravilloso. El caso es que le
había dado por pensar que la novela se había vengado de él, como algunos
escritores dicen que pude suceder, y sí que había sido publicada, pero no “de
este lado”. Cómo explicar todas las veces que se había desvanecido de manera
extraña la posibilidad de ser aceptada por un editor o incluso de ser premiada,
cómo explicar lo inexplicable, todas esas situaciones extrañas, de puro relato
fantástico, que se habían encadenado año tras año para hacer imposible la
publicación. En una novela de Stephen King, en la que alguien viaja al pasado
varias veces para tratar de evitar el asesinato de Kennedy en Dallas, se cuenta
lo difícil que le resulta al protagonista cambiar cualquier hecho del pasado,
lo tercamente que lo ya sucedido se resiste a suceder de otra manera. Tal vez lo
de la novela escrita por el tipo del que hablamos nosotros sea el mismo caso, y
el pasado y el futuro no existan, sean una misma cosa, un mismo instante.
La confirmación de esta sospecha le
vino en una playa, al atardecer, el día que esparcieron en las olas más
cercanas a la orilla las cenizas de su mejor amigo. En realidad fue al día
siguiente. En ese momento solo recordó que una escena de su novela transcurría
en esa misma playa, a la que la comitiva había llegado después de intentar sin
éxito alcanzar las otras playas en las que la familia quería llevar a cabo la
ceremonia. Al día siguiente desempolvó el manuscrito: dos hermanos hablan de
cenizas. Al atardecer. En aquella playa.
Desde luego que no se iba a publicar,
nunca. No de este lado.
De modo que decide llevar el tocho
encuadernado a Vancouver, cueste lo que cueste, más de seis mil kilómetros. No
tiene el dinero para el billete, ni podría justificar ante su mujer un préstamo
para esto. Pero es un gesto cargado de una cierta forma de belleza orgullosa al
que no quiere resistirse. En realidad está pensando en algo así como llevarlo
al bosque Aokigahara, el bosque japonés de los suicidas, dejarlo allí, para
siempre, perdido. Eso sí, de algún sitio ha de sacar el dinero: la idea se
convierte en una obsesión. En el único estímulo que alimenta sus días y sus
noches durante tres años.
Aquí este borrador le deja margen de
improvisación al propio relato, no conviene en esta fase cerrar por completo
todos los pormenores de un texto literario; un autor ha de saber cómo empieza
su historia y cómo acaba –o cómo se imagina que podría acabar-, pero lo que
media entre el planteamiento y el desenlace debe cederse a la inspiración que
surge en el mismo acto creativo, que uno nunca sabe exactamente de dónde
procede ni a quién computársela: a quien escribe o al que es escrito.
En cualquier caso, al cabo de tres
años de infructuosos intentos de realizar ese viaje a Estados Unidos, el tipo
del que hablamos cae gravemente enfermo. Nunca irá a la Brautigan Library,
después de todo. Entonces decide contárselo al fin a su mujer, para pedirle que
sea ella la que lo haga. Ella acepta, y resulta ser –el tipo del que hablamos
lo sabe de sobra- una persona mucho más resuelta, que dispone además de unos
ahorros de los que nunca le había hablado, y en apenas un mes organiza el viaje: un vuelo
de Madrid a Portland (Oregón), a escasos catorce kilómetros de Vancouver, con
escala en Amsterdam, y dos noches de hotel, no más.
La noche del día en que ella emprende
el viaje, el tipo del que hablamos tiene un sueño, o una visión: su mujer
viviendo en una ciudad norteamericana, con otro hombre. Cuando despierta –cuando
la visión se desvanece- comprende, de alguna manera, que ella no va a volver,
que todo cuanto se interpuso entre la novela que había escrito y su publicación
actúo en beneficio de la preservación de su matrimonio “a este lado”, y que
llevar el manuscrito a la biblioteca de libros rechadazos rompía ese mecanismo de
defensa. Morirá solo, piensa (o algo menos deprimente).
El relato acaba con un párrafo en el
que cambia el punto de vista. La mujer del tipo del que hablamos sube al avión
en la capital holandesa, ocupa su asiento y al poco rato el mismo hombre junto
al que ha viajado en silencio desde Madrid se hace notar de pie a su lado, en
el estrecho pasillo, divertido, con el billete en la mano: ese es mi asiento,
dice, con una amplia sonrisa, también hasta Portland viajarán uno al lado del
otro, ¿no le parece casualidad? Se presentan, esta vez sí. Van a estar mucho
tiempo juntos y es realmente curioso, la misma escala, asientos contiguos. Es
un hombre maduro, elegante, habla un buen español con acento americano. ¿Negocios
o placer? ¿Le parece que tomemos una copa? Tenemos once horas por delante. Más
que suficiente para conocernos bien, ¿no le parece?
domingo, 7 de enero de 2018
La Luna en la plenitud de su majestad
Esta semana,
primera del año 2018, la Luna ha sido noticia por dos extraordinarios motivos.
En primer lugar, la NASA ha dado a conocer una imagen en la que comparte
protagonismo con la Tierra: una asombrosa fotografía tomada en octubre del año
pasado, a una distancia de cinco millones de kilómetros, por la nave Osiris-Rex
en su viaje hacia el asteroide Bennu, en el que recogerá muestras para su
análisis (¿habrá materia orgánica en este pedazo de roca? ¿Fue así como llegó
la vida a la Tierra?).
Image Credit: NASA/OSIRIS-REx team and the University of Arizona |
La fotografía en
cuestión es el resultado de combinar tres imágenes de diferentes longitudes de onda de color y de incrementar
el brillo de la Luna para hacerla visible, pero esa es la distancia, esa es su
lejanía mutua, o su inmediatez, cualquiera de las dos sensaciones está
justificada cuando se observa. Es algo fascinante, hipnótico: tan solos ambos
astros, tan encadenados el uno al otro, tan pequeños, después de todo, tan
desproporcionadamente grande el tamaño del satélite con respecto al planeta alrededor
del cual orbita.
Por cierto, hago
notar de nuevo el nombre de esta nave: OSIRIS-REX. Si tratan de averiguar por qué
lleva el nombre del dios-rey egipcio de la Muerte, del Más Allá, del
Inframundo, de la Resurrección, encontrarán que corresponde a las siglas de Origins, Spectral Interpretation, Resource
Identification, and Security–Regolith Explorer. Y tal vez les baste con
eso. Tal vez le encuentren sentido. En general, la gente no suele hacerse
preguntas acerca de estas cosas: sobre el porqué hay un gran obelisco egipcio
en el centro mismo de la plaza de San Pedro, en el Vaticano, por ejemplo, o por
qué una escultura de Shiva, el dios hindú de la destrucción del Universo, está
ubicada en el CERN, el Conseil Européen
pour la Recherche Nucléaire, es decir, Consejo Europeo para la
Investigación Nuclear, en Ginebra, donde se encuentra el Gran Colisionador de
Hadrones, el mayor acelerador de partículas conocido.
La otra razón por
la cual la Luna ha sido noticia esta semana ha sido por el anuncio de la especialísima
identidad que adoptará el próximo 31 de enero, de acuerdo con una triple
circunstancia que no se producía desde hace ciento cincuenta años: será una
superluna, la tercera consecutiva, un catorce por ciento más grande y un
treinta por ciento más brillante; será también la segunda luna llena en un
mismo mes, lo que se conoce como “Luna Azul”; y, finalmente, será totalmente
eclipsada por la sombra de la Tierra, fenómeno que no se verá desde España,
pero que, como sucede en todos los eclipses, hará que el satélite adquiera una
luz misteriosa: durante el eclipse, la atmósfera de la Tierra dispersa la luz
azul y verde y deja pasar la roja, de tal manera que la Luna se verá así, roja:
una Luna de Sangre. Es decir: será una Superluna de Sangre Azul… ¿Quién podría
resistirse a algo así? Será cosa de buscarla en el momento en que asome su enigmático rostro, de intentar cazarla con el teleobjetivo,
de entregarse al misterio de su majestad.
Son tiempos para
estar atentos al cielo.
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