martes, 23 de junio de 2015

GIMLET

 
                                                                                                                        JFH

«-Me gustan los bares cuando acaban de abrirse. Cuando la atmósfera interior todavía es fresca, limpia, todo está reluciente y el barman se mira por última vez al espejo para ver si la corbata está derecha y el cabello bien peinado. Me gustan las botellas prolijamente colocadas en los estantes del bar y los vasos que brillan y la expectación. Me gusta observar cómo se prepara el primer cóctel de la noche y se coloca sobre una impaciente bandeja con una servilletita doblada al lado. Me gusta saborearlo lentamente. El primer trago de la noche, en un bar tranquilo, es maravilloso». Terry Lennox en El largo adiós, de Raymond Chandler.

Suenan morosamente una trompeta, un saxo, un piano, una batería y un contrabajo, lento diálogo musical en el que los instrumentos conciertan una nostalgia no revelada, jazz noir para una nueva Noche de San Juan en el Loser con cóctel y algo de conversación en la barra, donde está servido ya el primer Gimlet. Atmósfera de novela y cine negro: toda la singular iconografía del universo criminal años cuarenta-cincuenta parece brotar de la copa de Martini que le da forma triangular a este frío brebaje de color verde pálido: el fuego de la cerilla delatando el endurecido rictus de los labios que sostienen el cigarrillo, los ojos entrecerrados a causa del humo, la mirada torva bajo el ala del sombrero, la gabardina de anchas solapas con el cuello levantado, el chirrido de las ruedas de un Plymouth al girar una esquina a toda velocidad, una felina silueta de mujer iluminada brevemente por la luz de los faros; glorioso blanco y negro de las junglas de asfalto y los atracos perfectos, de los jefes de Homicidios que se exceden en los interrogatorios, del contoneo de una rubia de largas piernas; smooth jazz aunque sobre todo Waxman, Steiner, Rózsa, Tiomkin, la música mejor concebida para la presentación de los tipos más duros que ha habido nunca, de los que empuñan un arma a media altura sin que la mirada revele que están a punto de apretar el gatillo, sin que el estampido del disparo les altere el gesto; puertas de cristales esmerilados con el nombre del detective y un “vuelvo enseguida” escrito en una cuartilla, el calor del Sur de California -San Bernardino, Pasadena, Los Ángeles, Hollywood, Encino- que obliga a veces a llevar la americana doblada en el brazo y el nudo de la corbata aflojado, la naturalidad del sombrero siempre, la cintura del pantalón alta y la corbata corta, el crujido de la grava en el camino que conduce a la puerta de la mansión estilo español donde espera el millonario que teme por la reputación de su malcriada hija, la pulsera en ese tobillo que desciende una escalera y será la perdición de un agente de seguros, los diálogos rápidos y cargados de cinismo, el olor a pólvora en el aire, el estallido cegador de un flash sobre un cadáver tendido en un callejón, un grito femenino en mitad de la noche, el aullido metálico de una sirena.

Ocurre que si el Gimlet está considerado el cóctel noir por antonomasia es específicamente por la novela El largo adiós (The Long Goodbye), de Raymond Chandler, 1953, y no por ninguna otra. La bebida en cuestión está vinculada a esa parte del libro –los primeros capítulos- que se apoya en la amistad entre el detective Philip Marlowe y Terry Lennox, una amistad a primera vista, breve y no tan íntima que les permita tutearse. La primera vez que Marlowe le vio, Lennox estaba borracho en un Rolls Royce y la muchacha que lo acompañaba le dejó abandonado en el asfalto. Se vieron unas cuentas veces, no demasiadas. Iban a algún bar, sobre todo el Víctor, y tomaban Gimlets. Según Lennox “el verdadero Gimlet está hecho mitad de gin y mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Deja chiquito al Martini” (“a real gimlet is half gin and Rose’s lime juice and nothing else. It beats martinis hollow”). Si Marlowe le hubiera preguntado más sobre su vida, o incluso sobre las cicatrices de su cara, antes de ayudarle a huir a México, tal vez se hubieran podido salvar un par de vidas, pero no más.

Raymond Chandler (1888-1959)
Identificamos a Marlowe con el rostro de Humphrey Bogart, sobre todo (El sueño eterno, 1946), aunque también lo encarnaron, entre otros, un maduro Robert Mitchum en 1975 (Adiós, muñeca) y Elliot Gould, en una decepcionante adaptación de El largo adiós dirigida por Robert Altman en 1973. Sin embargo, Raymond Chandler afirmó que el actor que mejor lo representaba físicamente era Cary Grant, tal y como se recoge en la magnífica biografía escrita por Frank MacShane. Chandler, un hombre desdichado, sensible en lo personal y asombrosamente duro en lo literario, tímido y por tanto sarcástico y hostil con los extraños, alcohólico y “ferozmente romántico”, según señaló él mismo, escribió El largo adiós en penosas circunstancias, pues su mujer estaba gravemente enferma. Pretendía, además, que fuese su gran novela, la obra que le permitiera ser considerado algo más que un buen autor de historias de crímenes: no le importaba que el misterio resultara obvio, le importaba “la gente, el mundo corrompido en que vivimos y el hecho de que cualquier hombre que intente ser honesto acaba pareciendo sentimental o sencillamente insensato”. La novela nacía de la necesidad de la amistad y el amor, aunque eso significara cambiar el carácter de Marlowe, hacer que se involucrase personalmente en la trama. Y el resultado fue la mejor novela negra que se haya escrito nunca.

Respecto al Gimlet, ese trago moderadamente ácido que no admite demoras, al parecer sólo en el Loser respetamos aún la fórmula magistral que se propone en El largo adiós. Fuera de aquí, hay consenso a la hora de desdeñar la proporción a partes iguales de ginebra y lima establecida por Raymond Chandler (o por Lennox): el Gimlet se prepara en coctelera, con hielo, dos tercios de ginebra y un tercio de lima, preferentemente Rose’s, dicen, aunque el que servimos en el Loser está elaborado con Lima Tropic Rives y ginebra al cincuenta por ciento. José Luis Garci, en ese vademécum de coctelería fílmica que es su libro Beber de cine, propone trocear una lima y machacarla previamente en la coctelera; asegura Garci que “el Gimlet es a los cócteles lo que la voz en off a las películas negras”, y advierte de los efectos de su ingesta: “si quieres descubrir en qué grado eres un tipo duro, atrévete con dos; pero no olvides apuntar en el espejo de tu baño lo que el asesino de Fritz Lang: «Por favor, captúrenme antes de que beba el cuarto»”.

En cuanto a su origen, corren varias historias. Se cuenta de un cirujano de la Marina Real Británica llamado Thomas D. Gimlette que en torno a 1879 se lo administraba a los marineros para aumentar el consumo de vitamina C y combatir así el escorbuto. Se habla también de ciertos carpinteros sin identificar que en 1928 bebían, al parecer frecuentemente, una mezcla simple de ginebra y jugo de lima, a la que llamaron gimlet, ‘barrena de mano’, y hay quien se refiere a la herramienta con la que los camareros abrían un orificio en los barriles de los licores espirituosos; desde luego, la idea de una pequeña taladradora ofrece una imagen algo exagerada de los efectos del bebedizo en cuestión, y yo prefiero pensar en este cóctel como símbolo de la amistad, aunque sea una amistad triste, solitaria y final, igual que aquel adiós que Marlowe se niega a pronunciar en el desenlace de la gloriosa novela de Raymond Chandler.


Bogart y Bacall derrochan clase en una escena de El sueño eterno, dirigida en 1946 por Howard Hawks a partir de la primera novela de Raymond Chandler, con guión de William Faulkner... Si, el cine fue esto una vez...

lunes, 15 de junio de 2015

El que espera, de Andrés Neuman

Comparto con Andrés Neuman el haber sido elegidos en 1999 por El Cultural de El Mundo dos de los diez noveles de aquel año, aunque no el haber tenido una continuación literaria impresa, y de éxito, además, como ha sido su caso desde entonces. Comparto con él el gusto por el billar, la admiración por los Beatles, el aprendizaje en Cortázar y que en nuestras biografías aparezca un violín, en la suya en manos de su madre y en la mía en las de mi hija; no compartimos opinión sobre el fútbol: yo cada vez lo detesto más.

La editorial Páginas de Espuma publica estos días una edición corregida y aumentada de El que espera, su primer libro de relatos, otro cruce de caminos en nuestras vidas, pues a finales del año 2000 lo acompañé en su presentación en Almería. Recuerdo haber citado al comienzo de aquella lejana intervención a -cómo no- Julio Cortázar: en algún sitio el maestro argentino dejó escrito que revisando la traducción de sus relatos sintió hasta qué punto «la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de los parámetros de lo pre-visto, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable». Neuman, con este libro, se sumó ya a esa nómina de escritores que, como el propio Cortázar, no se limitan a cultivar un determinado género literario, en este caso el cuento brevísimo o microcuento, sino que se manifiestan sobre él, lo vindican por escrito y lo interpretan de acuerdo con un criterio perfectamente asumido y coherente. Así, El que espera contiene dos series de relatos, “Brevedades” y “Miniaturas”, y también un epílogo-manifiesto, “Las mínimas palabras”, donde el autor expone, de una manera clarificadora, las coordenadas teóricas en las cuales sitúa el género tal y como él lo ha venido practicando. Su lectura, como la de todo buen epílogo, nos obliga a una segunda cita, inmediata, con el libro que acabábamos de terminar.

No es casual la condición de poeta de Neuman, ni por tanto la cita de Cortázar: todos los relatos, pero muy especialmente las miniaturas de la primera serie, están sostenidos por un marcado aliento poético sin dejar de ser narrativos. En un género que tiene como una de sus principales características la perfección y hermeticidad de la esfera, cada metáfora, el ritmo o su estructura contribuyen a transmitir sordamente complejas sensaciones de las cuales sólo emergen en el propio texto una pequeña parte: el resto está apuntado entre el título y el estremecimiento final, crece y se desarrolla en secreto a través de las elipsis y se prolonga en nuestra conciencia de lector como una resonancia que impide leer uno detrás de otro mecánicamente, como se pasaría de un capítulo a otro. La escritura de este tipo de relato, dice Neuman, comienza en lo narrado y continúa en sus omisiones, y ante esta afirmación uno no puede sino recordar aquella sentencia del Quijote mediante la cual Cervantes pedía ser juzgado no tanto por lo que decía sino sobre todo por lo que callaba.

El relato breve funciona como una máquina de relojería, más aún, como una máquina de relojería atada a un cartucho de dinamita. El escritor se desprende de él como si temiera la apremiante obstinación con que un relato se adhiere a la conciencia del autor; el lector, por contra, recorre sus líneas inquietado por el tic-tac que subyace entre cada punto y seguido o que se acelera tras un punto y aparte. El microcuento “El deseo”, uno de mis favoritos, es un ejemplo modélico de cómo su composición resulta de prescindir de todo lo accesorio, de enredar y subvertir el planeamiento, el nudo y el desenlace hasta provocar la sensación de que lo esencial está siendo sugerido o ha sido sugerido ya. “El deseo” tiene cuatro párrafos, uno de ellos de una sola línea, contenidos en dos páginas. Lo pequeño no significa escasez, sino concentración, síntesis, economía de medios. Todos estos cuentos de Neuman parecen afirmarse en la voluntad de desarrollar el máximo contenido que quepa en una mínima expresión.

Cuanto más pequeña sea la máquina, más perfecta ha de resultar la miniaturización de sus ruedas dentadas y mayor es también la atención que se exige del lector. Los microrrelatos incluidos en este libro no pueden contarse: son. Hay relatos tan breves, que, si me es permitida la exageración, bastaría con mencionar uno de sus verbos para destripar el argumento.

Hablaba Cortázar en la cita recogida más arriba de la coincidencia de determinados valores que otorgan su carácter específico tanto al relato breve como al poema: ritmo, tensión, pulsión interna, inalterabilidad de los elementos que los componen... A aquella afirmación le seguía esta otra: «Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca». Pues bien, quien los merece es aquel que espera ser atrapado por el aura del cuento, ser sorprendido al final o en cada uno de sus párrafos, descender por los renglones como quien desciende una escalera cuyo último escalón está hundido en la oscuridad. Y es que la idea de espera que está encerrada en el título de este libro remite por igual a los conceptos de paciencia y de desesperación, y ambos se alternan, coherentemente, tanto en los personajes como en el lector.
  

Con Miguel Ángel Muñoz y Andrés Neuman, Almería, diciembre 2014
(Foto: J. Adolfo Iglesias)



miércoles, 3 de junio de 2015

En la casa de José Ángel Valente








     La puerta abre la casa hacia su adentro
     donde no estás.
                            Vacío.
                                    Late
     el corazón muy tenue, solo.
     Todavía.



JOSÉ ÁNGEL VALENTE
Fragmentos de un libro futuro 



 He tardado más de quince años en corresponder a la invitación que el poeta José Ángel Valente me hizo para visitarle en su casa deAlmería. O para ser más preciso, fue Juan Herrezuelo el destinatario de la invitación y Juan Fernández el que entonces hizo prevalecer su timidez, su permanente temor a molestar, y quien finalmente ha podido entrar ahora en la casa de Valente, recientemente abierta al público como espacio museístico. Y visitarle en ella, sí, porque, aunque fallecido no muchos meses después de aquel primer encuentro, el poeta permanece en ese poema arquitectónico que fue -que es aún- su vivienda en la ciudad del Sur, la ciudad celeste, "esta ciudad abandonada".

Cuatro, fueron al parecer, las razones por las cuales Valente decidió a finales de 1984 instalarse en Almería. Una, tal vez la primera, fue la luz: gallego de nacimiento, había vivido en Oxford, París o Ginebra, ciudades de cielos grises la mayor parte del año: en Almería fue deslumbrado por la luz. Otra razón está en el desierto (el de Tabernas), que él vincula a la soledad del poeta. Que la Al-Mariyya del siglo XI constituyera el principal foco del sufismo místico fue otra de esas razones de peso. Finalmente, ocurrió el descubrimiento casual de esta casa, ubicada en el caco antiguo, cerca de la Catedral y del Convento de Las Puras. José Ángel Valente nunca estuvo seguro de si había sido él quien había elegido la casa o si fue la casa quien le eligió a él....

Le planteó la rehabilitación de la vivienda al arquitecto Ramón de Torres, quien ha explicado la forma en que ambos abordaron el trabajo como un proyecto de acción poética y la estructura simbólica de esta casa (“La casa y la memoria”, en el libro colectivo El guardián del fin de los desiertos)). El propio Valente hizo, en "Perspectivas de la ciudad celeste", un hermosísimo retrato de su vivienda, y sobre todo de lo que desde su azotea o terrao se observa: el fuego del atardecer al otro lado de la Alcazaba, el "rápido vuelo cruzado de los vencejos" o el de una bandada de palomas de alas pintadas que el silbido de un grupo de hombres regula en el aire; las casas cúbicas; los terrados:
"¿Cómo pensar o imaginar la azotea sin imaginar o pensar el sótano? Dos espacios extremos de la construcción y, sin embargo, dos espacios tan íntimamente unidos. Una escalera de caracol une en la casa uno y otro punto. En el camino entre ambos se realiza, en verdad, toda la obra alquímica: la ascensión de la cripta a la luz".


En el sótano, raíz de la casa, cimentos, semilla, vínculo inmediato con los sustratos urbanos anteriores, ubicaron la biblioteca del poeta. Donada en vida a la Universidad de Santiago de Compostela, es ahora un espacio despojado de estanterías y casi vacío, con el sonido permanente de un documental biográfico. Leer en ese sótano algún poema de Valente posterior a mediados de los ochenta es, de algún modo, devolverlo a su lugar de origen.

La casa crece desde el sótano hacia la luz: en la casa tradicional almeriense el patio de luces está cubierto e integrado a la vivienda. Solo el pasadizo vertical casi oculto -mareante tirabuzón de escalones no accesible al visitante- lleva a la azotea, con entrada en cada una de las plantas. La escalera central solo conduce hasta la primera planta, donde el despacho del poeta parece conservarse hasta en sus más pequeños detalles. En esta planta y en la de abajo recorro las habitaciones a medias como intruso y como invitado tardío que admira infinitamente la obra literaria de quien habitó aquí hasta poco antes de su muerte en Ginebra, ocurrida el 18 de julio del año 2000.


"¿Cómo ascender si antes no hemos descendido? Sólo por eso, puedo ahora, arriba, en la plenitud celeste, convocar al universo, llamar a los vivos y a los muertos, es decir, apurar mi luminosa copa de sombra".  ("Perspectiva de la ciudad celeste")


                                                   Foto: Luis Matilla


 Fotos: JFH (excepto la señalada de Luis Matilla)