viernes, 27 de enero de 2012

Un pasadizo a El Heraldo del Henares...

El periódico digital El Heraldo del Henares, en su sección Érase un cuento, que coordina la periodista y escritora Carolina Molina, publica uno de los relatos incluidos en Pasadizos, “Plano secuencia”. Abro aquí, pues, un pasadizo a los Pasadizos, un metapasadizo, un túnel hasta el otro lado de una partida de ajedrez. 



...Y otro a la Granada del siglo XIX.
Carolina Molina, por cierto, presenta estos días su última novela, Noches en Bib-Rambla (Roca Editorial). De la autora y de este libro hay cumplida información en su bitácora El blog de Carolina Molina y en la web de la editorial, donde además pueden leerse las primeras 40 páginas para abrir boca. 




Foto: JFH

miércoles, 18 de enero de 2012

The Motorcycle Boy (El Chico de la Moto)




Las nubes vuelan veloces por encima de la ciudad en blanco y negro, las escaleras de incendios dilatan en los muros su esquemática arquitectura de sombras, la incandescente pupila del sol resbala por las ventanas de los edificios; cae la noche en un abrir y cerrar de ojos, el tiempo es un suspiro en ese territorio sin nombre sobre el que reina o reinó El Chico de la Moto. The Motortcycle Boy reigns: está escrito aquí y allá, bajo el puente, en alguna señal de tráfico que apunta altiva hacia ningún sitio. Pero nadie sabe dónde está ahora El Chico de la Moto, y su hermano Rusty James es un chaval con más corazón que cerebro, un camorrista suburbial que no profesa más religión que la lealtad y que añora una época que ni siquiera conoció, cuando las bandas juveniles no habían sido aún destruidas por la heroína y su hermano fraguó la leyenda de su reinado. Pero esta noche será él (Ey, Rusty James...) quien ponga las cosas en su sitio, no importa si El Chico de la Moto dijo antes de desaparecer que se acabaron las peleas: él no está, ¿de acuerdo?, y quien le ha retado es un puto drogata, y si él lleva a su gente Rusty James llevará a la suya, y se encuentran, y se desafían, y no cabe duda de que Rusty James sabe usar los puños. Entonces sí, The Motorcycle Boy se hace presente como de la nada, sobre su ronroneante montura, provocando en la concurrencia el mismo asombro que Ricardo Corazón de León al final de Ivanhoe y de Robin Hood: “Otra gloriosa pelea en defensa del reino”, susurra con una extraña sonrisa, y cuando aquel otro tipo de pelo oxigenado, aquel Biff, aprovecha un despiste de Rusty James para abrirle un tajo en el costado, El Chico de la Moto reacciona de forma fría y expeditiva, y el tal Biff acaba saltando por los aires.

Ninguna otra película ha conseguido provocar en mí un estado de extasiada enajenación tan intenso como el que sentía al salir del cine en que había visto, por primera vez y en versión original, La ley de la calle (Rumble Fish, 1983). Sin duda en ello influyeron varios factores, entre los cuales la edad no debió de ser de los menos relevantes. Yo había visto algún tiempo antes, en una sala de Burgos donde había entrado por casualidad después de una larguísima caminata, Rebeldes, también del ochenta y tres, también dirigida por Francis Ford Coppola y también basada en una novela de Susan E. Hinton, y supongo que estaba predispuesto a una película más o menos similar, aunque esta vez en glorioso blanco y negro. Y aunque desde luego existe una conexión entre ambas en cuanto al asunto que tratan, el planteamiento narrativo y visual de Coppola para Rumble Fish está alejado de todo convencionalismo. Hay en su desarrollo una voluntad de trasmitir la atmósfera de un sueño, sus ritmos, sus espacios, como si Orson Wells hubiera pergeñado mientras dormía otra manera de contar West Side Story, sin canciones ni demasiado romanticismo, pero con toda una filosofía del paso del tiempo y, sobre todo, una poética de las relaciones entre hermanos. Todo en Rumble Fish resulta hipnótico, también esta condición onírica, y la fotografía de Stephen H. Burum, y la memorable banda sonora de Stewart Copeland (batería de The Police), tan cosida a las imágenes que parece que una y otras se hubieran generado a sí mismas a la vez, en el preciso instante en que se soñó todo. Y el Rusty James de Matt Dillon, y la bellísima Diane Lane, y Dennis Hopper aferrado a un puro y a una petaca de alcohol, y un Tom Waits capaz de hacer una peineta a manivela y luego seguir limpiando la barra despaciosamente… Y sobre todo ese Chico de la Moto que un tal Mickey Rourke, entonces desconocido para mí, compone con los materiales con que se forjan los mitos cinematográficos.


Rusty James está convencido de que llegará a ser como su hermano mayor, aunque al mirarlo no entienda nada de lo que hace o dice: en realidad, es imposible saber en qué piensa El Chico de la Moto, y en cambio siempre se sabe lo que Rusty James tiene en la cabeza. El Chico de la Moto, dicen, es auténtico, un príncipe, un miembro de la realeza en el exilio, pero también un loco. Él mismo parece confirmarlo: si no han acabado ya con él, asegura sin darle importancia, es porque incluso las sociedades más primitivas tuvieron siempre un innato respeto hacia los locos. Tiene problemas visuales y auditivos, de tal manera que ve la realidad como en una tele en blanco y negro con el volumen muy bajo, y acaso sea ésa la razón por la que parece en su propio mundo la mayor parte del tiempo, con los brazos cruzados sobre el pecho, herméticamente cerrado en sí mismo, caminando por el borde de la acera como por el borde de la vida. California no es exactamente el lugar hacia el que partió ni el lugar del que regresa, sino un lugar que encontró en el camino, por eso no ha visto el océano (el océano, tío, cómo es, le pregunta ansioso Rusty James) y sí a una madre a la que creían muerta.


Y ese policía con cara de Falconetti le odia porque, dice, no es lo que algunos creen que es: no es un héroe. Y su padre sabe que no, no está loco, simplemente le dieron un papel equivocado en la obra: nació en una época equivocada, en el lado equivocado del río, con la habilidad para hacer cualquier cosa que él se propusiera pero sin encontrar nada que quisiera hacer. Eso es todo. Eso y los peces luchadores de Siam, esos peces cuyos vistosos colores la naturaleza peculiar de su daltonismo nos permite apreciar, los peces que han de estar separados pues de otro modo se matarían entre ellos, y es por la angostura de la pecera, El Chico de la Moto está seguro de ello: no se atacarían en el río, el río que divide, el río que llega hasta el océano, el océano, tío. Y las nubes pasan velozmente, el sol refleja su descenso en los rascacielos, el tiempo pasa, “el tiempo es una cosa divertida”, dice Benny-Tom Waits tras su barra, “es un asunto muy curioso. Cuando eres joven, un niño, tienes tiempo, más que ninguna otra cosa. Pero desperdicias un par de años aquí y otro par de años allí, y te haces mayor y te preguntas: ¿cuánto tiempo me queda? Te quedan treinta y cinco veranos. Piénsalo: treinta y cinco veranos”. El Chico de la Moto dejó de ser niño a los cinco años, y si hay algo cierto es que “siendo una leyenda ningún líder puede sobrevivir”, y basta un disparo para devolver el color a la vida y a la pantalla, durante un instante, al menos. The Motorcycle Boy reigns. Como perdedor lo es en un grado majestuoso, sin duda.


Y, claro, luego está Mickey Rourke, que en su condición de loser es ya otra historia...

jueves, 12 de enero de 2012

El Loser: sus habituales (4)


Cuando un cliente escoge la barra del Loser para beber en soledad, es casi seguro que antes o después acabará hablándole al barman. La mujer ha estado anotando algo en una agenda, luego ha mantenido una breve conversación por el móvil (el barman, sin proponérselo, le ha oído decir que se retrasará un poco). Luego se ha quedado un rato como olfateando en el aire el piano de Thelonius, la trompeta de Miles. No hay nadie más en el local.

-Si tienes cuarenta y cinco años y envidias a los que se van jubilando es que algo te ha salido realmente mal -dice, de pronto-. Tan mal como para estar temiendo perder el trabajo que llevas odiando desde hace diez años, por ejemplo, y como para saber que más allá va a ser difícil encontrar otro. Qué poca gracia me hizo cuando mi marido pinchó en el panel de corcho de su despacho un chiste de Forges en el que un tipo dice, mirando por la ventana y con la parienta detrás de él: Si llego a saber que la vida era esto, a los veinte me compro la Harley. Fue hace ya varios años, y allí sigue, y no me hizo gracia porque, bueno, su vida también soy yo, supongo. Bueno, pues ahora lo entiendo, sigue sin hacerme gracia, pero lo entiendo. Es terrible ser una mujer madura en el corredor del desempleo, esperando, esperando. Y no busques la verdad de la situación en los telediarios. En los telediarios te oscurecen el miedo que ya tienes. La verdad es que estamos en la fase de la usura y la milagrería: compramos tu oro y Jesús viene a salvarte. El oro es tiempo, ahora, no al revés: un par de meses más, aguanta otro par de meses, cuatro si te pagan por la cadena de la abuela lo que vale... Pero no hay final del túnel. Cada vez más locales de compra de oro, que están ahí, esperando que toques fondo, somos los que más pagamos, te dicen, primero como tienducas en una esquina de un barrio apartado, ahora decenas de comercios por toda la ciudad, sin ese aire vago de clandestinidad y de vergüenza, con grandes rótulos amarillos y pasquines por todos los sitios, impresos en el reverso de un billete falso, sujetos a tu limpiaparabrisas, tirados en la acera. Compro tu oro, y si no espera a que venga Jesús a salvarte, que también lo anuncian... -La mujer se lleva su copa colmada de rojo espeso a los labios y da un sorbo no mayor del que habría dado un gorrión si el Bloody Mary estuviera servido en la fuente de un jardín -Ah, pero seguro que es la historia de Navidad más deprimente que has escuchado... ¿Que no?

-Estaba pensando en una frase de Borges... –dice el barman, mirando a la mujer de frente por primera vez.

- Forges, Borges: esta fiesta se está desmadrando.

-Todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí… 

-Y no menos innumerables mujeres… Levanto mi copa. Que por cierto, está condenadamente bien preparada. Si llego a saber que preparabas así los Bloody Mary, a los treinta me hubiera casado contigo en lugar de con mi marido.




Imagen superior: Edward Hooper, Autómata, 1927

lunes, 9 de enero de 2012

La venda antes que el desahogo

“La fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan intensa y puede tanto en mi perdición, que, sin que yo pueda ser parte a estorbarlo, vengo a quedar como piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; y vengo a caer en la cuenta desta verdad cuando algunos me dicen y muestran señales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me señorea, y no sé más que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi ventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir la causa dellas a cuantos oírla quieren; porque viendo los cuerdos cuál es la causa no se maravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos no me darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en lástima de mis desgracias."

(Del capítulo XXVII de El Quijote)


Y como éste que empieza no parece que vaya a ser un buen año, es más que probable que a esas horas muertas de la jornada aumente el número de solitarios que entran en el Loser a tomar una copa y desahogarse. Las heridas, dicen, curan mejor al aire.

martes, 3 de enero de 2012

"El guardián del fin de los desiertos"

Con el hermoso título El guardián del fin de los desiertos, llega a mis manos uno de los libros que más he deseado desde hace un año, justo desde que en el otoño de 2010 finalizase en Almería un memorable ciclo de conferencias dedicado a José Ángel Valente. Desde la ciudad celeste, coordinado brillantemente por José Andújar Almansa y Antonio Lafarque (que ahora han sido los responsables de la edición de este volúmen publicado por Pre-textos), se celebró entre abril y noviembre de ese año en que se conmemoraba el décimo aniversario de su muerte, y ofreció tantas, tan diversas y tan enriquecedoras perspectivas del poeta que la reunión de aquellas intervenciones en un libro era ya, desde su propio anuncio, un acontecimiento literario de primer orden. 

El título del libro proviene de "Palais de Justicie", un texto aún parcialmente inédito por expresa voluntad de su autor, y hace referencia a algunos de los motivos en los que Valente insiste en su obra. “En el fin de los desiertos”, nos indican Andújar Almansa y Lafarque en el prólogo, “aguarda la trasparencia definitiva del lenguaje, los espejismos de la subjetividad igual que la identidad cambiante de sus arenas, los estallidos nocturnos de la materia, la naturaleza del silencio como señal o signo. Pero también la memoria de la luz, imagen que condensa la última etapa vital del poeta trascurrida en las tierras del sur”.

Recorreré estas páginas lenta y minuciosamente, y entontes daré más amplia cuenta aquí de todo ello. He leído ya el texto del poeta leonés Antonio Gamoneda, con cuyas palabras sobre Valente ansiaba reencontrarme. Pues desde un punto de vista estrictamente personal, el haber conocido y tratado a Gamoneda durante los tres días que pasó en la ciudad con motivo de su participación en este ciclo de conferencias, resultó ser una de las experiencias más gratas de mi vida (y quien me conoce lo sabe). Primero con el descubrimiento de la persona, un hombre entrañablemente cercano, ajeno por completo a toda esa pompa en que uno, en su ingenuidad, podría imaginarse envuelto a todo un premio Cervantes, trabajador infatigable a sus setenta y nueve años de entonces, que apenas dejábamos a la puerta de su hotel subía no a descansar sino a seguir puliendo la conferencia que sólo unos días después dictaría en Santiago de Compostela, exactamente en la otra punta de la península. 

Más tarde, aún con el eco de su voz pausada en mis oídos, me deslumbró su obra, primero la prosa (me viene por defecto), esas memorias de infancia tituladas Un armario lleno de sombra: un placer absoluto, redondo, emotivo; allí encontré, además, no pocas de las cosas que él mismo nos había ido contando acerca de su vida. Después su poesía, en un volumen que está en mi mesa de trabajo desde hace un año y tal vez lo esté por siempre, Esta luz, en Galaxia Gutenberg, que reúne la totalidad de su obra poética hasta el 2004, un libro infinito, de lectura y relectura inacabable, unos versos que me administro regularmente como otros se administran diferentes sustancias en busca de una felicidad químicamente impura (allá cada cual). A través de esos versos, el poeta supo lo que no sabía que sabía (ese “no saber sabiendo” que es virtud de la poesía, según afirmación de San Juan de la Cruz a la que Gamoneda acude con frecuencia: “yo no sé lo que sé hasta el punto en que me lo dicen mis palabras ya escritas”). Para recordar una conmoción equiparable a la que me produjo su obra Descripción de la mentira, de 1977, tendría que remontarme al año 1984 y a mi primer encuentro con Rayuela, de Cortázar. Y sin embargo, poco puedo decir acerca de sus largos versículos, más allá de transmitir torpemente mi admiración por ellos. “La poesía no es materia de explicación”, dice Antonio Gamoneda, “la poesía es”.

No obstante mi condición de ávido lector de narrativa, Valente y Gamoneda han supuesto para mí dos apasionantes rutas al corazón de la palabra.

 Antonio Gamoneda y José Ángel Valente


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P.D. Un pasadizo de última hora comunica este local con otro espacio tan joven como el año por el que ya navegamos: Palpitatio Lauri es su nombre, una página dedicada a las artes y las letras, en español y francés, y cuya declaración de intenciones resulta sumamente atractiva ("…un espacio que quiere ser interrogativo, un espacio para la seducción donde las ideas puedan coquetear y los labios besar el fuego…"). Son responsables Edgar Campos (alguien a quien aprecio y admiro y al que me ha gustado siempre considerar como una segunda generación de Suipacheros) y Arturo Sánchez. Mis mejores deseos para tan atractiva empresa.