jueves, 22 de marzo de 2012

F. Scott Fitzgerald revisitado (y 3): Gatsby en el cine

La de Baz Luhrmann y Leonardo Dicaprio, a estrenar este 2012, será la cuarta versión cinematográfica de El gran Gatsby, y cada una de ellas es, por decirlo así, hija de su tiempo: la primera fue muda, la segunda en glorioso blanco y negro, la tercera en un lujoso color y esta cuarta, al parecer, en un inconcebible y de difícil justificación formato 3D.

En 1926, es decir, al año siguiente de la publicación de la novela, Herbert Brenon rodó una película a partir de la adaptación teatral realizada por el dramaturgo Owen Davis y estrenada en Brodway bajo la dirección de George Cuckor. Esta película estuvo interpretada por Warner Baxter, Lois Wilson y Neil Hamilton en los principales papeles. En ninguna otra época se habrá podido retratar con tanta precisión la Era del Jazz como en plena Era del Jazz, cuando nadie imaginaba la estrepitosa manera en que la gran orgía de los años veinte se vendría abajo. Pero lo cierto es que nadie ha visto esta versión desde hace mucho, mucho tiempo: se trata, dicen, de uno de los más célebres casos de película perdida, y de ella apenas ha sobrevivido un minuto, éste:


Siempre tuve la sospecha de que la versión de 1949, dirigida por Elliott Nugent y con Alan Ladd como Jay Gatsby, y Betty Field y MacDonald Carey como Daisy y Nick, respectivamente, era tan inasequible como esa película extraviada, pues al parecer ni siquiera llegó a estrenarse en España (probablemente por razones morales: los adulterios que muestra no son de los que pueden cortarse, alterarse en la sala de doblaje o taparse con el bonete del señor cura), y nunca leí ni escuché una sola reseña sobre ella. Pude verla, sin embargo, hace un mes está en You Tube (en versión original sin subtítulos). Y no me desagradó en absoluto. Eso sí, apenas han pasado un par de minutos de película, dos detalles despiertan el recelo del lector de Fitzgerald: un Nick Carraway envejecido visita la tumba de Gatsby, en cuya lápida aparece como fecha de su muerte el año 1928 –la historia, pues, transcurre seis años más tarde que en la novela- y una referencia bíblica, Proverbios 14, 12 (“Hay camino que al hombre le parece derecho, pero es camino que lleva a la muerte”). Inmediatamente, el inicio del flashback en que se desarrolla nos presenta un tiempo de contrabando de alcohol y gangsterismo, y Ladd-Gatsby nos asalta a los ojos por primera vez disparando un revólver desde el interior de un coche a toda velocidad. Una cosa y otra, tan pero tan ajenas al libro, hacen que el lector del Gatsby frunza el ceño: ¿estamos, pues, ante una interpretación de la novela mediante los recursos del cine negro, es decir, ante una película más de aquellas que Alan Ladd hacía con Veronica Lake, basadas en textos policíacos de Greene, Chandler o Hammett, por ejemplo? Lo cierto, no obstante, es que la película de Nugent no se aparta mucho más que eso de la historia original: ocurren las cosas que Fitzgerald escribió, aunque bien es cierto que no necesariamente en el orden que aparecen en la novela, y tampoco son desveladas por los personajes que en la novela dan a conocer esto o aquello del misterioso protagonista; además, el inexpresivo Alan Ladd aporta al personaje ese aire de impávida melancolía que tan bien le iba al Shane de Raíces profundas. De manera que la película no deja un mal sabor de boca. No a mí, al menos.

 Alan Ladd como Jay Gatsby (1949)

Por el contrario, nunca ha llegado a complacerme la más conocida de todas las versiones cinematográficas de la novela, la que Jack Clayton rodó en 1974 para mayor gloria de Robert Redford. Otra cosa habría sido, sin duda, si el propio Francis Ford Coppola, que firma un guión reverencialmente fiel a la novela, hubiera dirigido él mismo la película (¡el Coppola de 1974!). Porque Clayton lo hizo sin evidenciar excesiva personalidad, como si se limitara a cumplir con el encargo de mostrar lo más bellamente posible la preciosista recreación de los años veinte que contiene. La mayor parte de la película se sigue como un pasar las hojas de ese tipo de revistas de moda y estilo que en la esquina de cada una de sus páginas dan cuenta del precio del chaleco que viste el personaje y del sitio donde puede comprarse (y la pamela de ella, y el coche, y la mansión...).  No es que se trate, ni mucho menos, de una película deleznable: hay en ella cosas atractivas (la luz verde al final del embarcadero, al atardecer), y la escrupulosa lealtad a las palabras y la estructura de la novela de Fitzgerald llega a conmover. Pero lo cierto es que cada vez que he vuelto a verla lo he hecho con la esperanza de detectar al fin las virtudes que se me pasaron por alto las otras veces, y el milagro no sucede, y acabo cayendo en el sopor: no es sólo que me irrite Mia Farrow, es que siempre me ha parecido como un ensayo general con vestuario de la película que podría haber sido. Eso sí: la imagen de Redford quedó tan indisolublemente ligada a Gatsby que nunca he podido hacerme mi propia composición del personaje.

Robert Redford fue Gatsby en 1974

Respecto a la película rodada en Australia el año pasado y anunciada para finales de éste, sólo cabe conjeturar qué artimañas pueda contener el guión para justificar las tres dimensiones. Una cosa, sin embargo, es segura: ese notable actor que es Leonardo Dicaprio -tal vez el mejor actor de su generación- encaja a la perfeccción en el papel de tan trágico héroe romántico. Gatsby es un soñador a la altura del Quijote o de Madame Bovary (Vargas Llosa los emparenta a los tres en su prólogo a la edidión de RBA), alguien que poseyó "una exacerbada sensibilidad para las promesas de la vida" y "un don extraordinario para la esperanza", y que, comparado con esa clase social privilegiada que miraba con desprecio su fortuna de nuevo cuño, era, sin duda, "mejor que todos ellos", pues estos "destrozaban cosas y personas y luego se refugiaban detrás de su dinero, o de su inmensa desconsideración, o de lo que los unía, fuera lo que fuera, y dejaban que otros limpiaran la suciedad que ellos dejaban".

Y es que a lo largo de ocho décadas, Warner Baxter, Alan Ladd, Robert Redford y ahora Dicaprio le han puesto rostro y voz a uno de los más gloriosos losers de la historia de la literatura.


[Una completa filmografía fitgeraldiana puede consultarse en IMDb; allí se recogen otras tres versiones de Gatsby, éstas para la televisión, donde Jay Gatsby ha sido interpretado por Robert Montgomery (1955), Robert Ryan (1958) y Toby Stephens (2000)]

lunes, 19 de marzo de 2012

En los ojos de mi padre


Éste es Juan a través de los ojos de Escolástico (1999)

Desde varios días antes ocupábamos buena parte de las jornadas escolares en la elaboración de una manualidad con la que sorprender a nuestro padre el diecinueve de marzo. Recuerdo un bote para los bolígrafos hecho con las piezas separadas de varias pinzas de madera, pegadas alrededor de un tubo de papel higiénico y luego barnizadas. El tubo se forraba en su interior de fieltro y el conjunto se pegaba en una base cuyos fundamentos he olvidado. Recuerdo haber fabricado en un colegio de Burgos, al que acudí menos de un curso completo, cierto dispensador de cerillas con cuatro accesos independientes, uno por cada cajita utilizada, y una postal del Cid Campeador en su superficie. Y conservo aún la primera tarjeta que le escribí a mi padre con motivo de esta celebración, con una rudimentaria caligrafía en la que puede adivinarse el esfuerzo titánico invertido en redondear cada letra y ligarla y mantenerlas todas sobre las finas líneas de lápiz que la profesora había trazado. Ahora soy yo quien ha de ser sorprendido con algún trabajo manual que suele combinar cartulina, papel celofán, un par de fotografías recortadas que su madre le habrá facilitado con gran secreto, tal vez una cordelito. Ahora soy yo el que quisiera retener el tiempo, ser siempre los ojos con que la miro, los ojos en que ella se mira...

El Loser ha invitado al gran Eric Clapton a cantar en nuestro pequeño escenario virtual su canción My Father's Eyes, y, bueno, Mano Lenta ha aceptado.

 

 

jueves, 15 de marzo de 2012

Carta del camarada poeta (José Luis Campos Duaso)


 
Camarada, amigo Juan:

Ahora que hemos completado la trilogía del Elogio del silencio necesito hablar; perdona que interrumpa tus consideraciones sobre el bueno de Scott. Sabes que Emilio y Jean Jacques han secuestrado el tren de nuestra concomitancia literaria justo en cierta estación y por allá nadie presta oídos a mis desvaríos.

Quiero hablarte de caminos y maestros.

Todos los caminos conducen al hoy, al ahora -hic et nunc-, a la observación meticulosa del devenir, del entorno, de nuestra pertenencia a él, de nuestra interacción con lo otro. Caminar observando en plenitud emociona hasta una profundidad inalienable. No hay camino solitario, pero hay silencios compartidos, mientras se camina, que conducen a eso que llaman comunión. Hasta donde me es humanamente posible discernir, el camarada Paco, tú y yo compartimos un camino.

A cada paso siento más la trascendencia de un largo silencio y es curioso comprobar que la belleza no se esconde en manifestaciones clamorosas, la belleza no grita, no, la belleza escucha.

He ahí la otra dimensión reveladora del camino. De una u otra manera el tránsito proporciona encuentros, descubrimientos. En ese trance aparecieron nuestros maestros, aquellos que nos explicaron partes del camino antes de que nosotros llegáramos, aquellos que nos advirtieron de las maravillosas excelencias que atesoraba, aquellos que pasaron por allí y ya no están.

Era inevitable sentir el peso de la ausencia en unos, el vértigo de la pérdida inminente en otros y la tentación de creer que el sentido de la vida era seguir sus pasos. Nada más lejos de la verdad: caminante, no hay camino, sino sólo el caminar.

Digámoslo de otro modo ahora: el camarada Paco, tú y yo compartimos un caminar.

La belleza escucha. Es el modo en que ella nos escucha lo que nos hace vulnerables a su inquietante serenidad. Es imposible no hablarle con dulzura, imposible no pedirle que se quede con nosotros para siempre, imposible, al menos, hasta que aprendemos a escuchar, a escuchar caminando.

Este es el fundamento de aquello que tanto hemos ansiado: nuestros maestros, cada uno de ellos buscando la belleza hasta que, colmados por ella, fueron transformándose en belleza ellos mismos. El Elogio del silencio no era más que eso, ya lo ves, un juego de transformación.

Pero perdona, camarada, amigo Juan, esta intromisión. Y tan sólo déjame que pronuncie en voz alta un deseo, un presagio: es muy probable que en el Loser, una de estas últimas noches de insomnio y novela negra desemboque en la aurora y no quede más remedio que correr desde ese lugar donde nos ocultamos para coger el último tren de la Estación Suipacha, un tren predestinado a recorrer largos pasadizos, a conminarnos a seguir la estela de algún funambulista imaginario. Y cuando llegue la hora, créeme, allí estaremos, sacudiéndonos una y sesenta y seis veces, si es necesario, el veneno de la fatiga.


Un fuerte abrazo de tu amigo y camarada José Luis. 



Ilustración: Tightrope Walker (Funambulista), Everett Shinn, 1924 

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El escritor Raúl Ariza, que en apenas unos días presenta su segundo libro de relatos, La suave piel de la anaconda (editorial Talentura), me ha hecho el inestimable regalo de dedicarme el último cuento aparecido en su blog, El alma difusa (blog que, por otro lado, no necesita presentación). Desde la complicidad cada vez más perceptible entre el señor Ariza y quien esto escribe (sonrío), le deseo, te deseo Raúl, para este nuevo libro un éxito aún mayor (y ya es decir) que el cosechado con el magnífico Elefantiasis.

sábado, 3 de marzo de 2012

F. Scott Fitzgerald revisitado (2): El gran Gatsby


Gatsby belived in the green light, the orgiastic future
 that year by year recedes before us...


Cuando en abril de 1924 Francis Scott Fitzgerald embarcó junto con su mujer y su hija rumbo a Francia, sentía en él un “enorme poder” creativo, la consistencia de una madurez intelectual y artística que precisaba de formas mucho más sosegadas de disciplina que las que podía ofrecerle el alocado y tentador Nueva York de comienzos de los años veinte: en cierto sentido, necesitaba poner todo un océano entre la elaboración de su tercera novela y la metrópoli donde Zelda y él eran la chispeante pareja de moda. Buena parte de ese enorme poder se sustentaba en los modelos literarios de los que más próximo estaba ahora, en especial Henry James, James Joyce y Joseph Conrad. De este último había leído y releído el prefacio de El negro del “Narcissus”, aquél que comienza con un taxativo: “Toda obra literaria que aspire, por humildemente que sea, a elevarse a la altura del arte debe justificar su existencia en cada línea”, para añadir más adelante: “una concepción artística que se expresa con ayuda de la palabra escrita debe dirigirse a los sentidos, si su intención profunda es alcanzar el manantial mismo de nuestras emociones”. 

A sus 27 años era, clamorosamente, la voz de su generación; ahora ambicionaba hacer que esa voz sonase con la autoridad de un supremo logro artístico: quería mantener su éxito de público pero enriquecido con el reconocimiento de la elite intelectual; quería dejar de depender de los cuentos que tan generosamente le compraban las revistas literarias y dedicarse únicamente a escribir novelas sin que su nivel de vida se resintiese: quería volver a ser exageradamente admirado.

Es probable que esa tercera novela estuviera, de una forma u otra, planificada desde un par de años antes; se sabe que tanteó en varios relatos algunas ideas que desarrollaría en Gatsby (uno de ellos, Absolution, pudo haber sido concebido como prólogo de la novela), y sin duda alguna tendría decenas de apuntes en los cuadernos donde durante toda su vida fue anotando descripciones, frases ingeniosas, retratos de personajes, fragmentos de conversaciones oídas por casualidad… Pero El gran Gatsby fue cabalmente escrita en la Riviera francesa el verano, y parte del otoño, de 1924, y corregida aquel invierno en Roma.

  F. Scott, "Scottie" y Zelda Fitzgerald en París
 
El trabajo debió de resultarle tan absorbente como excitante. A medida que avanzaba en la obra percibía cómo él mismo “crecía” en su condición de escritor: “Tal vez sea la mejor novela norteamericana que se ha escrito”, le aseguró por carta a su editor en agosto. Cuando su mente estaba sobrecargada, Zelda le leía en voz alta una novela de vaqueros, y en las ocasiones en que Scott tenía la impresión de que la imagen de Gatsby se le escapaba, ella podía llegar al extremo de dibujar una y otra vez el personaje (hasta que le dolían los dedos, dice Nancy Milford, su biógrafa), de tal modo que cuando llegó el momento de un último perfeccionamiento de su retrato literario en las correcciones finales, Scott afirmó conocer a Gatsby mejor que a su propia hija. (La mayor parte del tiempo, no obstante, Zelda no tenía nada en absoluto que hacer, salvo nadar en las aguas del Mediterráneo y tostarse al sol: aquel fue el verano de su fugaz aventura romántica con un aviador francés; pero ésa es ya otra historia).

La novela es mucho más de lo que puede sugerirse con un simple resumen del argumento. El título por el que aún se inclinaba pocos meses antes de ser publicada,  Trimalchio in West Egg, nos dice mucho acerca de cómo Fitzgerald veía a su protagonista: Trimalción es uno de los  personajes de que se vale Petronio para hacer una ácida crítica de la sociedad de su tiempo en El Satiricón; pero ese pomposo liberto de la antigua Roma que ofrece a sus invitados un banquete desmesurado y extravagante, grotesco en su exhibición del derroche, donde  los distintos manjares  van presentándose con gran ostentación y estrambótico espectáculo, ¿es Gatsby, realmente?  Gatsby, ese enigmático millonario que celebra grandes fiestas en su mansión de Long Island a las que se acude sin ser invitado y donde multitudes de hombres y chicas van y vienen "como mariposas nocturnas", cogen al vuelo las copas de champán que se deslizan flotando sobre las cabezas, se bañan en la piscina o en la playa privada, hacen esquí acuático, se cambian de ropa en las habitaciones del segundo piso, entran y salen de los salones de aquella colosal propiedad, se ocultan en la biblioteca atestada de libros asombrosamente auténticos, bailan al ritmo que marca la orquesta de jazz bajo las estrellas, cenan dos veces, la segunda después de la medianoche, se emborrachan y cantan y rumorean sobre su anfitrión, del que nadie sabe nada, salvo que se pasea entre ellos impecablemente vestido y les saluda cortésmente; Gatsby, que tal vez sea primo del Káiser Guillermo, o fue espía alemán durante la guerra, o quizá mató a un hombre… ¿es Trimalción? Cómo imaginar que no es más que un hombre enamorado, y que con aquella aparatosa puesta en escena busca tan solo que Daisy, la joven a la que no ve desde hace cinco años y ahora está casada, aparezca en alguna de aquellas descomedidas francachelas: un tipo surgido "de la idea platónica de sí mismoy condenado a "pagar un alto precio por vivir demasiado tiempo con un solo sueño(que no es mala frase para que, a modo de leyenda, figure en mi escudo de  armas: "... paid a high price for living too long with a single dream").

Scott Fitzgerald se vale de Nick Carraway para contarnos esta historia que transcurre entre montones de cenizas y millonarios (otro título que se planteó para el libro), de la misma manera en que Conrad se valió de Marlow en varias de sus novelas: es testigo y al mismo tiempo tiene su papel en la trama; está "dentro y fuera, a la vez encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida", y, afectado personalmente por los hechos, influye de manera determinante en nuestra valoración de los mismos. Magistralmente, Nick nos va presentando a los personajes principales:

Tom Buchanan, el marido de Daisy, aparece por primera vez como culminación estática de medio kilómetro de césped extendido entre la playa y la fachada de su mansión colonial, por la que trepa, en forma de enredadera, "como aprovechando el impulso de la carrera"; Tom aguarda en el porche, vestido con ropa de montar y con las piernas abiertas, es decir, bien asentado en el mundo del que es uno de sus privilegiados propietarios por razón de apellido y fortuna, de rasgos arrogantes, cuerpo vigoroso, musculado, pujante bajo la ropa y en el interior de las botas: "un cuerpo cruel".

De inmediato Carraway nos presenta también a Daisy, en una escena prodigiosa: una habitación rosa con las cristaleras abiertas, la brisa la atraviesa, sopla en las cortinas y las agita, en parte por dentro y en parte por fuera, como pálidas banderas que chicotean en el aire, y las retuerce hacia el techo, y riza la superficie de una alfombra…, y, en el centro, un enorme diván, lo único realmente inmóvil allí, pues incluso las dos jóvenes asociadas a él parecen flotar, con sus blancos vestidos aleteantes, como recién llegadas de un corto vuelo alrededor de la casa… Se oye un estruendo: Tom ha cerrado las ventanas, el viento cesa y todo lo liviano, incluido las dos jóvenes, descienden lentamente hasta el suelo: una de ellas es Daisy, todo levedad, dorada indolencia, afectación… "En la cima de un palacio blanco, dirá más tarde Carraway, "la hija del rey, la chica de oro".

Y esa misma noche, al llegar a casa, Nick tiene una primera e imprecisa visión de su vecino: una figura surgida de entre las sombras, con las manos en los bolsillos, moviéndose con lentitud, asentando con seguridad los pies en el césped –la mansión de Gatsby está rodeada por veinte hectáreas de jardines y césped-, extendiendo de pronto, de un modo extraño, los brazos hacia el mar, que nada contiene, salvo la oscuridad y, allá a lo lejos, al otro lado de la bahía, una única y mínima luz verde, el símbolo más potente de toda la novela.


Y después de referirnos el verdor que en forma de césped se extiende en torno a las propiedades de las gentes más adineradas, el narrador nos sitúa en un desolado "valle de cenizas". Es el justamente célebre inicio del capítulo segundo, que tanto me impresionó la primera vez que leí el libro a los diecisiete años. El lector aún no lo sabe, pero estamos siendo introducidos en el lugar donde encontraremos a los otros dos personajes que juegan un papel trascendental, aunque no protagonista, en el desarrollo de la tragedia, Myrtle y George Wilson. El lector llega a sentir los ojos y la garganta completamente secos: el paisaje y las figuras humanas que lo pueblan son descritos mediante la siguiente secuencia semántica insertada en el primer párrafo: cenizas..., cenizas..., cenizas..., cenizas..., humo..., ceniza..., polvoriento..., grises..., ceniza..., plomizo...  Esas figuras humanas que aparecen en cuanto los vagones se detienen portan pesadas palas, nada que ver ya con la indumentaria de jugar al polo. En las primeras líneas del segundo párrafo, no obstante, el narrador nos sorprende con dos notas de color alzándose entre el gris y el polvo: unas pupilas azules y unas gafas amarillas, pero, eso sí, enormes, colosales. Son los ojos, se nos dice, del doctor T. J Eckleburg, y aun cuando la propia narración nos desvela de forma inmediata que se trata del viejo anuncio de cierto oculista, nosotros, como lectores, ya hemos asumido que en esos descomunales ojos abandonados sobre "aquel vertederohay una entidad superior, quien sabe si divina, como más tarde se insinúa. Pues bien, la mujer de George Wilson, el dueño de un garaje “miserable” enclavado en aquel lugar, es la amante de Tom Buchanan. 

El gran Gatsby se lee con la fluidez de una novela sencilla y te penetra con la hondura de lo verdadero, y por tanto de lo bello, y por tanto de lo eterno (conceptos relacionados entre sí, según  Keats, poeta de cabecera para Scott Fitzgerald). Es una novela extraordinariamente bien urdida, donde cada capítulo es perfecto en su condición de pieza cerrada y también en relación con todas las demás piezas. El libro se publicó el 10 de abril de 1925, un año después de que emprendieran su viaje a Europa. Las primeras críticas, aun siendo favorables, parecían contener un titubeante desconcierto, como si no supieran definir con precisión qué era lo que la hacía tan buena. Pronto se vio también que las ventas iban a ser muy inferiores a las que Scott esperaba. En los siguientes meses, sin embargo, empezó a recibir la opinión de otros escritores: todos coincidían en el gran paso que para la literatura en lengua inglesa suponía aquella novela. Y ésa es una idea que se ha mantenido en el tiempo, e incluso se ha acrecentado. Las razones no radican únicamente en su aspecto formal: Fitzgerald, como ha escrito K. G. W. Cross, consiguió representar de manera arquetípica un conflicto que, siendo universal, ha atormentado la conciencia norteamericana desde la llegada de sus primeros colonos: el que se establece entre ilusión y realidad, entre los sueños y el polvo viciado que flota en su estela.

En junio de 1940, lejos de imaginar que apenas le quedaban seis meses de vida –el alcohol había hecho bien su devastador trabajo a lo largo de los años-, le escribió a su hija Frances: "Me gustaría no haber mirado atrás, sino haber dicho cuando acabé El gran Gatsby: «He encontrado mi camino -desde ahora eso es lo primero. Este es mi deber inmediato, sin eso no soy nada»".

En la lápida bajo la que reposan Scott y Zelda grabada está la memorable frase final del Gatsby: 




So we beat on, boats against the current, borne back ceaselessly into the past.

 Así seguimos batiéndonos hacia adelante, como botes contra la corriente, arrastrados incesantemente al pasado.



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Perdido como estoy últimamente, y a mi pesar, en cuestiones mucho menos gratas que éstas que me llevan desde aquí a tantos espacios amigos, bien podría habérseme escapado el generoso texto que el escritor Miguel Sanfeliu le dedica a Pasadizos en su blog CIERTA DISTANCIA. Nunca me lo hubiera perdonado a mí mismo. Miguel Sanfeliu, por cierto, publica en breve su tercer libro de relatos, Gente que nunca existió, en la editorial e.d.a. libros. Vayan, pues, a la par mi gratitud y mis mejores deseos.


Dejo enlace, igualmente, a la entrevista que Carolina Molina me hizo para El Heraldo del Henares.